lunes, 31 de octubre de 2011

Boulevard Vitosha


De toda la ciudad, al regreso, recordar sobre todo una terraza, bajo el antiguo palacio del rey Simeón. Acudo allí por las mañanas. Abrigado por unos altos muros se erige un apartado cenador de cristal, antiguo pabellón privado de la familia Coburgo al resguardo de la calle, de la vasta plaza que, enfrente, se abre bajo el palacio. Un amplio parque lo alberga. En él, hay una incierta profusión de esculturas - según ese extendido gusto por lo monumental que abunda en el país - unas aún de pie, sobre altos pedestales; otras, esparcidas por el suelo, entre los árboles. Un busto de Lenin yace en la hierba, derrocado, insultante aún en su depuesta posición. Al fondo, entre los paseos de acacias, la figura del príncipe Nevsky,  arrogante, en un bronce gris. Los folletos, las guías de la ciudad, le recuerdan aún como el libertador de la tiranía otomana, a finales del siglo XIX. Fueron los rusos, recuerdan, quienes liberaron al país de la larga ocupación de los otomanos. Con la independencia, la mayoría de éstos tuvieron que abandonar la antigua Tracia, e infinidad de minaretes, edificios del Gobierno, mezquitas enteras, fueron demolidos.

 Las camareras sonríen. La gente habla en voz baja. Algún desocupado vaga por el parque. Se sientan en los bancos o dan de comer a unas oscuras palomas. Los paseantes son tranquilos, poseen el gesto resignado de no obtener ni pedir nada, la mayoría. (Excepto unos gitanos, en la plaza.  Estos parecen venir siempre de otro lugar, nunca han acabado de llegar aquí - me comenta una mañana Irina, una estudiante de español que recita de memoria fragmentos de Luis Cernuda. Ríen en grupo y asaltan a los transeúntes. Los automovilistas les insultan).

Me siento a leer en una mesa, bajo una vieja fuente en el muro. No hay mucho para leer en Sofia. No hay prensa extranjera en la ciudad, ni en todo el país. Apenas encuentro alguna rara edición en castellano, editada en La Habana en la posguerra, en editoriales de Moscú de los tiempos ciclópeos. En una abarrotada librería de lance topo con una rara edición de fotografías del Madrid sitiado, publicada por el gobierno republicano, evidentemente. Las fotografías, sin pie, son de Robert Cappa, de Cartier Bresson alguna, de Gerda Taro entre otros. Entre los pocos libros en español, encuentro una edición de las obras completas de Ramón Gómez de la Serna, de editorial argentina, o un ensayo sobre la tragedia de los Balcanes, de truculenta portada. Una edición de versos de José Martí, con pie de página habanero y patriótico. L. me presta la novela de Ivo Andric, "Un puente sobre el Drina", que recuerdo figuraba en la biblioteca familiar, pero que nunca había leído. Releo algún libro que he traído de Madrid: una novela espléndida de Claudio Magris, una guía de Bulgaria, una historia de las ocupaciones turcas... Tomo algunas notas, espero a Teresa. Las camareras continúan sonriendo sin razón alguna, sin pretensiones. La mañana es calma y luminosa, y nadie tiene prisa, nadie espera demasiado. Mientras tanto sonríen.


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Una mañana realizo una fascinante visita al Museo de Arte Moderno Búlgaro. El título -un oximoron- ya era inquietante. Las salas, en la planta alta del antiguo edificio real, están en penumbra. Un bedel somnoliento, sobre una silla apoyada en la pared, despierta al entrar yo y se frota los ojos, un tanto perplejo ante el espectáculo de un visitante. Lento y solícito, enciende una luz en el techo, que apenas amortigua la penumbra anterior.  En la sala cuelgan, uno detrás de otro, objetos insólitos, amontonados al azar. Tapices de dibujos geométricos o cerámicas coloreadas. Tablas recortadas o vidrios caprichosos, esculturas vitrificadas o vasijas imposibles. En alguna pared incluso figura algún cuadro, al modo tradicional. Pero estos, por otra parte, no hacen sino acentuar la sensación de artesanía del Rastro, o de mercadillo alternativo, que antes ha otorgado la profusión de cristales, de cerámicas, de escenarios coloreados o las telas parcheadas que ofrecían las salas anteriores.

En la esquina del edificio, al final de un pasillo, me encuentro con otro escenario insólito. En ésta cuelgan, repartidos de la misma forma, carteles varios, fotografías - e incluso alguna fotocopia -, o un esquema rudimentario de la obra original. Son carteles de la época soviética, de carácter propagandístico. O, por el contrario, de salas de cine, de unas películas solemnes y lacrimógenas que debían de corresponder a la cinematografía de los mismos años. Algunos son excelentes, de un dibujo refinado y sabio. Todos hablan de una época, de un monumentalismo que tiñó de retórica y verdades insoslayables, la miseria, la oscuridad de una era. Decoraban los salones, los comedores, los despachos, los edificios colectivos. De alguna de las películas adquiero la nostalgia irrepetible de no haberlas podido contemplar nunca. Los protagonistas, oscuros y heroicos, surgen sobre un fondo de ciudades sombrías, calles vacías y fábricas negras sobre el horizonte. Los galanes son todos maduros. Ellas tienen algo de épico en su marchita beldad.

Al bajar, inquiero en la tienda del Museo por alguna reproducción, alguna postal en último caso, de los carteles que he visto. Me miran, extrañados. No tienen nada de eso. Indago sobre alguna edición de fotografías de la época. No me responden. A cambio una celadora me ofrece unas postales de las cerámicas insólitas, las tortuosas esculturas que constituyen el fondo, el orgullo del Museo. Compro tres o cuatro, de edificios monumentales de la ciudad, para enviárselas a los amigos. Salgo luego a la calle, cruzo la plaza para encontrarme con un conocido de la Embajada.


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Otros lugares: un paseo por el barrio diplomático, con Luis Miguel, que ejerce un raro cargo que no recuerdo en la Cancillería. El barrio está repleto de casas fascinantes de principios del siglo XX, algunas decrépitas, otras restauradas. Las delegaciones extranjeras y una incipiente burguesía local están ahora empezando a comprar alguno de los hoteles del barrio, mezcla fascinante de la Secession vienesa y de la historia de los Balcanes. Son los restos de un pasado burgués y plácido, de las décadas insólitas en la dureza del país, que después la guerra mundial y la posguerra soviética arruinaron para siempre. El Museo Arqueológico, frente al edificio del Gobierno; una terraza en el Boulevard Vitosha donde se cena entre sombras y hace frío en verano. Las mujeres, las adolescentes que cruzan la calle. Las librerías de la plaza X., los puestos en la calle; una azotea en el barrio diplomático, los restos abandonados de un antiguo comedor colectivo; los tenderetes frente a la basílica Nevski, el café de moda frente al jardín del Arqueológico...


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Cruzando frente a los muros de un antiguo edificio del Partido, frente al parque Sakazov, ahora abandonado, Irina nos relata la historia del mismo. El enorme edificio era un antiguo comedor del Partido, y el único local que abría los domingos en Sofia. Las familias iban a comer a mediodía en él. Unas salas vastas, frías, que estaban presididas, me cuenta, por unos grandes retratos de Lenin, Stalin, de Dimitrov y Zhivkov . No había nada más abierto en la ciudad y, después de comer, los sofiotas regresaban paseando a sus casas, en unas tardes que el invierno oscurecía enseguida.

Es una imagen del domingo soviético, del gran comedor colectivo, el único local abierto en Sofia durante los largos años del comunismo, que me deja absorto durante días. No había conocido una imagen del domingo tan nítida como la que ahora contemplo, por las tardes, al cruzar frente al gran salón colectivo del Partido, camino de la plaza Nevski - excepto, quizá, algunos días después, cuando cruzamos por los barrios nuevos de Stara Zagora, capital perdida en el interior de Bulgaria. Pero aquí ni siquiera era domingo.


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lunes, 24 de octubre de 2011

Westbahnhof


La espera del viajero. En la Westbahnhof de Viena éste aguarda la llegada del tren, que le llevará a Bratislava. No hay dónde sentarse. En el andén, los únicos bancos entre las vías están ocupados por ociosos, algún viajante con maletas, unos bebedores silenciosos que semejan llevar allí toda la tarde. Tiene que apoyarse en los topes del andén, en una vía muerta. Botellas, cigarrillos, periódicos viejos. Los que llegan, como él, al tope de las vías, van depositando los restos de la espera, que luego nunca, nadie más recoge.

Aeropuerto de Bratislava. Un edificio pequeño, acristalado, entre los campos verdes, las autopistas que conducen a la ciudad.

Mientras espera el vuelo de Praga no hay nada que hacer. Hojea una antigua guía de viajes. Sobre unas sillas, frente a la aduana, una muchacha dormita. En el pasillo un grupo de gitanos, rumanos al parecer, portan unas fundas oscuras con instrumentos musicales. Ríen, hablan en voz alta, comentan algo al paso de los escasos viajeros que transitan por el pasaje. Los transeuntes no vuelven la mirada, y prosiguen su camino.

En el puente de Bratislava, sobre el Danubio, el viajero espera, más tarde. Se sienta en una terraza, bajo el alto castillo que domina la ciudad. Una nueva autopista, un puente de cemento, han cercenado el casco antiguo, y de la vieja muralla apenas quedan restos frente a San Martín, la antigua catedral, que ahora queda casi aislada por el paso de los coches. Es una tranquila mañana de verano. Los habitantes de la ciudad apenas se desperezan. El viajero contempla el paso del río entre los pilares de cemento que sustentan la autovía, una estación de autobuses en el muelle donde algunos paseantes aguardan. Tres niños deambulan entre las mesas de la terraza. Van descalzos, vestidos apenas con unas blusas largas. La mayor, una adolescente ya, sonríe a los turistas. Cuando sale el camarero del local, los críos desaparecen, corriendo entre risas. Luego, el viajero se pone a hojear el libro sobre el Danubio, el relato de Claudio Magris que ha llevado consigo durante el viaje.

Domingo en Viena. En un café cercano a la Ringstrasse, el viajero espera. Es un café literario. Los tertulianos leen la prensa o hablan en voz baja. En una esquina, una fotografía de Thomas Bernhard, que acudía en tiempos al local. De vez en cuando, un violinista somnoliento interpreta una desvaída romanza. Luego, se sienta y mira al frente, a las amplias ventanas, por donde se divisa una calle desierta y agostada bajo el sol de julio. El tren no sale hasta por la noche. El viajero piensa en otros lugares, otras jornadas.

jueves, 20 de octubre de 2011

Los secretos del Mar Rojo




A. me regala un libro, "Los secretos del Mar Rojo", traducción del aventurero francés de mediados de siglo Henry de Monfreid. El libro lo había traducido e ilustrado Luis Claramunt, me advierte, y en efecto veo con cierta sorpresa que tanto los créditos como los dibujos - excelentes - son suyos. Con cierta sorpresa, digo, porque tengo que reconocer que lo primero que me viene a la cabeza es una pregunta tonta: ¿Cuándo escribía Luis?. Su imagen, inconscientemente, era la de alguien que salía a las diez de la noche de casa, recorre innumerables tugurios - normalmente solo- está diez minutos en cada uno de ellos y se pierde después. Nadie contó nunca que le hubiera visto encerrarse a tal hora. Por el contrario, relatos con algo de legendario afirmaban haberlo encontrado de madrugada en un garito flamenco de Lavapiés, con algo de burdel, o haberlo visto desayunando en la barra del pasaje de la calle Sevilla, antro que sólo un personaje tan atrabilario como el cantaor Agujetas podía frecuentar asimismo.


Así todos los días. Se levantaba a mediodía, creo. " Salía todas, absolutamente todas las noches", me contó A., que fue vecina suya muchos años. Llevaba siempre una camisa abierta, botas de flamenco mal encarado y una americana de color indefinido, que reemplazaba al cabo de una década, para ponerse inmediatamente otra igual. Por las noches le veíamos entrar, fugazmente, en el bar de Fernando del Diego. Tomaba un botellín y salía al poco. En el Cock, repetía la misma operación - excepto cuando había reunión de pintores o galeristas, momento en el que accedía a sentarse en la mesa. Alguna mañana, en la taberna de la plaza de Santa Ana, soltaba alguna opinión, lapidaria normalmente, sobre Rafael de Paula o Fernando Terremoto, y se marchaba a continuación.

Alguna tarde le vimos también en el café Central. Era cuando andaba en paseos con L., arrebatándosela a Jaime, que la paseaba también por entonces. Se sentaba un rato con nosotros en la barra, escuchaba las últimas revelaciones sobre el toreo antiguo de Silverio y se marchaba con L. a continuación. Algún día fui a comer con él y con Chiqui a un tugurio cercano a la Puerta del Sol, donde daban unos callos sólidos, por decirlo suavemente. Hablamos algo de pintura, poco, y mucho del barrio chino de Barcelona , sin hacer ninguna cita literaria, caso único en aquellos días. Luego, tomábamos café en otro de sus lugares insólitos, un garito secreto en medio del pasaje comercial de la calle Arenal, rodeado de relojerías y casas de empeño. El café era muy bueno, eso sí, porque Luís era un dandy en el fondo, hijo de un notario catalán y una pianista notable, aunque fuera vestido de matón flamenco. Sólo que había elegido los pasajes oscuros y los garitos del centro para ejercer su dandismo.


 Una noche, en un colmado de la Plaza de Santa Ana, con María y Paloma, dos pintoras amigas, accedió a describirnos su mapa del centro de Madrid ante nuestros oídos atónitos, que descubrían una ciudad secreta y oscura, enmascarada en la aparente regularidad de sus calles. Estaba lleno de bares ignorados, de locales sin señales en las escaleras de detrás de la calle Jardines, billares en los sótanos de la calle de la Cruz , lupanares en pasajes comerciales, de fiestas atroces en las casas regionales, en un alto de la plaza del Progreso.Terminamos hablando de las juergas de varios días y los cantaores rotos de la bahía de Cádiz, de las ventas cerradas de las afueras de San Fernando, Sancti Petri o Chipiona, pero ese mapa sí era desde el principio exótico a nuestros ojos.

Cuándo estaría a solas en casa, cuándo el trabajo de descubrir a un autor - Henry de Monfreid, pero antes había sido un Pierre Mac Orlan, por ejemplo - excelente, y que a él le era tan caro, con su paisaje de barcos de contrabando y persecuciones, naufragios y engaños, el calor tórrido y el viento de arena, y de islas solitarias en el Golfo de Adén... Cuándo los viajes por Marruecos, por la costa del Índico, por Alemania. Si ese mismo día alguien hubiera jurado que le había visto tomando una copa de orujo en el Mercado de Legazpi. O en la fiesta flamenca del bar de Miguel, en la calle del Amparo. O salir como todas las noches del bar del Diego, después de haberse tomado la cerveza solo y sin sentarse.


"Luís era culto, muy culto", sigue contándome A. En secreto debían quedar todas las horas del estudio, los innumerables cuadros y dibujos, las horas que le permitieron descubrir a un autor como Henry de Monfreid, y apreciarlo, y traducirlo, y dibujar sus paisajes, que le eran tan cercanos.




martes, 4 de octubre de 2011

Las islas inciertas





La primera relación de la isla de Sauvall - Sauvall Island - aparece en el oscuro opúsculo de un navegante irlandés, Seamus Flaherty, editado en 1801 en Derry, en la librería Derrick & Sons.

En 1787, cuenta el capitán irlandés en sus "Travels through South Atlantic", hubo de apartarse de la ruta que le llevaba al puerto de Valparaíso por una tormenta a la altura del cabo San Julián. La corriente le desvía hacia las Georgia del Sur - calculó aproximadamente - obligándole a alejarse de la costa. El propósito del capitán era rodear el temido paralelo 60 para retomar a continuación la orientación sud-sudoeste en dirección al Estrecho de Magallanes. Diversos incidentes se lo impidieron, sufriendo, entre otras, graves averías en la carena del casco.

La noche del 6 de septiembre de 1787 - siempre según sus notas - arribaron a una isla en el Atlántico Sur que él supuso, pues no estaba localizada en los mapas, pertenecía al archipiélago de las Sandwich. En cualquier caso la desviación que había sufrido por la corriente y el mal estado del cronómetro de la nave le impedían calcular la latitud con certeza. Por lo que de todas maneras se apresuró a dirigirse a la ensenada que hacía de puerto para abarloar la nave e intentar efectuar las reparaciones necesarias en el barco - el "Grey Adventure" -, una goleta de 220  toneladas.

Permanecieron en la isla unas dos semanas, en las que lograron carenar la nave y realizar la reparación del timón, pudiendo además adquirir velas nuevas. Durante estas dos semanas el capitán pudo observar que la isla estaba casi deshabitada, a excepción del puerto en el que habían recalado, denominado por él - no se sabe si de acuerdo a la denominación de los isleños - Port Sauvall.

A excepción de una factoría en el puerto - una ensenada entre las abruptas rompientes - en la isla no había otra población. Un paisaje de lomas heladas y laderas volcánicas la cubría en su totalidad. Port Sauvall contaba, como únicos edificios señalados, además del gran almacén del muelle, con una iglesia - "creo que de rito evangélico, señaló Seamus - y una taberna amplia y destartalada. Los lugareños frecuentaban las dos con la misma asiduidad.

Dos cosas extrañaron durante su estancia al capitán irlandés: la primera que durante la asistencia a los oficios dominicales en la capilla no fue capaz de establecer con precisión a qué rito evangélico pertenecían. Donde, por ende, "se cantaban unos tristes e interminables salmos que parecían extraídos de quién sabe qué antifonario albigense, que el Diablo confunda". El autor, católico convencido, tampoco puso un excesivo interés en determinar la secta luterana o, peor aún, inglesa, a que la comunidad pertenecía.

En segundo lugar, en alguna de las excursiones que el capitán pudo emprender por el interior de la isla - motivadas, entre otras razones, por el aburrimiento de la espera - encuentra, en medio del páramo volcánico, unos antiguos restos de construcciones ciclópeas, de las que sólo permanecían los cimientos en el suelo y unos vagos dibujos de edificios de planta circular. En el norte de la isla, frente a la costa de barlovento, descubre en una colina sobre el acantilado las ruinas de lo que si en otro tiempo fue un faro - o una torre de señales - había sido sin duda una torre colosal, por las dimensiones y la fábrica de los restos.

Preguntado a los lugareños, estos no supieron darle noticia alguna de aquellos descomunales vestigios, cuya razón de ser desconocían por completo. Seamus sospechó, no sin cierto fundamento, que la comunidad, entregada a partes iguales a Apolo y Dionisos, tenía algo de peregrinación secular a los confines del Mar Austral, y que esta peregrinación no había sido del todo voluntaria. Pero nada le hizo confirmar sus suposiciones, puesto que nada puede extraer de los isleños sobre la historia de la factoría en la isla.

A las dos semanas, reparada la carena del barco, el "Grey Adventure" partió de nuevo hacia el Estrecho de Magallanes, en su ruta habitual hacia el puerto de Valparaíso.

Publicada en una obra apenas leída, nadie se ha molestado en ubicar correctamente la situación de la isla Sauvall. Alguien en Dublín comentó desdeñosamente que pertenecería a las Orcadas del Sur, y el capitán, entre la tormenta y el mareo, no la había sabido estimar.

La siguiente noticia aparece, veinte años después, en una publicación del todo diferente. Esta es la memoria anual de la "Presbiterian Society of Cardiff", presidida por el reverendo Charles Mc Cunningham, en la que en su segundo volumen alguien, que firma como Rev. M.C., recogía una rara relación sobre las persecuciones y luchas religiosas que en la Inglaterra del siglo XVII  habían tenido lugar. En una nota a pie de página se afirmaba que una comunidad de la comarca de Taunton, acusada de ciertas desviaciones de tipo maniqueísta - incluso alguien llegó a describirles como "una triste caricatura sajona de la secta de los bogomilos" - hubo de emigrar con rumbo desconocido desde Inglaterra, afirmando en otra nota que "se establecieron finalmente en la llamada Isla Sauvall, en los confines del Atlántico".

La relación hubiera pasado inadvertida igualmente hasta que, a finales de siglo, en 1879, el profesor Charles Murray, de la Universidad de Bristol, realizando un estudio sobre publicaciones históricas de la Iglesia Presbiteriana, la encontró en una biblioteca de Cardiff. Intrigado por la noticia - que no había hallado en ninguna otra parte - escribió a la Sociedad Presbiteriana del lugar, solicitando noticias sobre el enigmático "Rev. M.C.". De igual manera solicitó del Almirantazgo Británico una descripción exacta de Sauvall, así como un mapa de su ubicación y cuantas noticias geográficas pudieran facilitarle. Ni en un caso ni en otro obtuvo respuesta, recibiendo únicamente una breve misiva del Almirantazgo en donde le respondían que su solicitud sin duda se trataba de un error de transcripción o de alguna otra clase, y le pedían que repitiera la consulta en otros términos.

El profesor Murray, absorbido en ese momento por una memoria de tesis sobre los relatos tradicionales de la región de Bath, aparcó momentáneamente sus pesquisas - no sin cierta irritación - y sus notas quedaron archivadas hasta una nueva oportunidad, en la que se proponía proseguir concienzudamente la extraña investigación.

Lamentablemente, un accidente en un tren minero ocurrido en 1895 terminó con su vida, perdiéndose las notas del trabajo en la demolición de su casa en Bristol.

Durante muchos años nada volvió a saberse sobre la confusa isla.

En 1924 el estudioso peruano Orlando Vargas encuentra una relación sobre antiguos monumentos del Perú precolombino en una revista de la Sociedad Patriótica Huascar Capac de Lima. En ella, un tal Servando Peñalosa defendía una vaga teoría sobre la supuesta exportación de la arquitectura de Tiahuanaco por la zona de influencia del Atlántico Sur, mucho más allá de los límites del imperio incaico.

Como prueba de sus afirmaciones, entre otras, reproducía en una oscura imagen los restos de una antigua y ciclópea torre de señales en una costa abrupta. La fotografía, a pie de página, ubicaba los restos en la "Isla de Sauvall".

Nada ha podido establecerse en relación con la enigmática imagen, así como de su desconocido autor. De éste, el citado Peñalosa, sólo se pudo averiguar que aparecía en un diccionario biográfico local, en una breve nota, como "prestigioso periodista indígena de la región de Tampa", sin más referencias. El profesor Vargas, decepcionado, abandonó la búsqueda y se dedicó a otros menesteres - que le llevaron finalmente a ser nombrado gobernador del remoto Departamento de Cajamarca.


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Bibliografía

- Seamus Heaney      Travels through Atlantic South         Derry,   Derrick&Sons Library, 1801.

- Rev. S.T. Partridge        Historia de la Iglesia Presbiteriana de Inglaterra         2 vols.  Oxford, Univ. Press, 1905.

- Lic. Orlando Vargas       Obras y artículos escogidos           Ayacucho, 1929.

-    Diccionario biográfico de autores de la región de Tampa           Tampa, Concejo Regional,   1927.

-  Cartas Geográficas del Atlántico Sur               Almirantazgo Británico   Londres (varias ediciones)






domingo, 2 de octubre de 2011

El verano



"Pero en aquella época la casa de Palermo tenía dependencias en el campo que realzaban su encanto. Eran cuatro: Santa Margherita di Belice, la villa de Bagheria, el palacio de Torretta y la casa de campo de Raitano. También estaban la casa de Palma y el castillo de Montechiaro, pero allí no íbamos nunca".


" (...) Durante horas atravesábamos el paisaje bello y tremendamente triste de la Sicilia occidental: creo que aún era el mismo que habían encontrado los Mil al desembarcar - Carini, Cinisi, Zucco, Partinico; después la vía bordeaba el mar, los raíles parecían estar sobre la arena; el sol, ya ardiente, nos asaba en nuestra caja de hierro. No había termos y en las estaciones no cabía esperar refresco alguno; después el tren cortaba hacia el interior, entre montañas pedregosas y trigales ya segados, amarillos como melena de león. A las once, por fin, llegábamos a Castelvetrano, que entonces distaba mucho de ser la pequeña ciudad coqueta y ambiciosa de ahora: era un pueblo lúgubre, con las alcantarillas al aire y los cerdos paseándose por la calle mayor; y millones de moscas. En la estación, que ya llevaba seis horas achicharrándose al sol, nos esperaban nuestros dos coches, dos "landaus" a los que habían puesto cortinas amarillas.

 (...)  El camino se volvía montañoso: alrededor se extendía el inmenso paisaje de la Sicilia feudal, desierto, sin un soplo de aire, oprimido bajo el sol de plomo. Buscábamos un árbol para comer a su sombra: sólo había unos olivos raquíticos que no protegían del sol. Al fin encontrábamos una alquería abandonada, medio en ruinas, pero con las ventanas cerradas. (...) Un poco alejados, también comían los carabineros - a quienes se les había enviado el pan, la carne, el pastel y las botellas -, alegres y ya quemados por el sol de mediodía. Al acabar la comida, se acercaba el sargento con el vaso lleno en la mano: "También en nombre de mis soldados, doy las gracias a Sus Excelencias ". Y se zampaba el vino, que debía de estar a cuarenta grados".


           -        Giuseppe Tomasi di Lampedusa       I racconti         (trad. de Ricardo Pochtar)




sábado, 1 de octubre de 2011

La Cina e vicina



La primitiva relación de las navegaciones portuguesas por la costa noratlántica del Nuevo Mundo aún no está muy bien documentada.

Leyendas y relatos confusos, tradiciones orales y periplos imaginarios se alternan en la descripción de unas tierras a las que, al norte del Virreinato de la Nueva España, cubrían la niebla y los hielos.

Una tradición oral, perdida, guarda la relación de estas primeras navegaciones. La leyenda nos habla de la sabiduría secreta de los balleneros de las Azores y de los pescadores de Madeira. Algo de la leyenda perdura en la noticia, recogida en alguna obra, que de un supuesto viaje a las islas portuguesas hubo de efectuar el futuro almirante, Cristóbal Colón. En donde se cuentan confusas noticias sobre la relación que oyera de un viejo navegante - un tal Alonso Sánchez de Huelva, según algunas fuentes. El moribundo marinero relató al genovés la deriva que, de resultas de una tempestad en el Golfo de Guinea, tuvo que arrastrar su nave hasta las costas del Caribe. Nada más se sabe del relato del enigmático informador, pero la noticia prosigue afirmando que el almirante guardó en la memoria la extraña relación que el portugués - o andaluz según otros - le reveló.

La tradición portuguesa nos habla después de la oscura sabiduría de las Azores, en donde los balleneros surcaban el Atlántico, aún designado como Mar del Norte en los mapas de la época, en azarosas navegaciones.

( Antonio Tabucchi, por ejemplo, recoge este ambiente de confidencias y relaciones orales de las islas en su excelente "Dama de Porto Pim", donde por otra parte sitúa una taberna contemporánea en la que los viajeros recalan al final de largos viajes y depositan recados y breves cartas, que el destinatario no habrá de leer sino al cabo de meses, años quizá).

Pero, más allá de anónimos balleneros o náufragos legendarios, la historia sí nos habla de las primeras travesías que, supuestamente sobre los márgenes del río Hudson o la bahía de San Lorenzo, realizó el noble portugués, nacido en Angra do Heroismo, Joao Vaz de Corte Real, hacia 1472. En sus relaciones se habla de la Terra Nova do Bacalhau- que sería Terranova según las mismas fuentes.  A su regreso Corte Real sería nombrado por el rey donatario de Angra en 1474.

Años después, en 1501, su hijo Gaspar emprendería una nueva expedición a las costas de Terranova. En su segundo viaje, un año más tarde, "se encamina hacia Groenlandia aunque no llegó a su destino ya que las corrientes le desviaron alcanzando la península del Labrador. Desde allí intentó viajar hacia las colonias lusitanas del sur, pero se perdió en la travesía. Su hermano Miguel Corte Real fue en su busca y tuvo su misma suerte".

Otra relación de la época nos cuenta que en este segundo periplo los portugueses habrían alcanzado lo que llamaron "Terra Verde" - identificada por unos como Groenlandia, por otros con las costas de Terranova o la región del Labrador - y que "los tres barcos se separaron y Gaspar fue visto dirigiéndose al sur". A partir de aquí el rastro se pierde, definitivamente.

La relación añade luego que: "dos de los barcos regresaron a Lisboa llevando 57 cautivos Beothuk - esquimales de Terranova - que fueron luego vendidos como esclavos".

Su hermano Miguel, que encabeza la navegación en su busca al año siguiente, correría la misma suerte. El tercer hermano, Vasco Anes, quiso partir igualmente en una nueva expedición, pero esta vez el rey  Manuel I se lo impidió.



Siglo y medio más tarde el reverendo John Darforth, de la comunidad puritana de Nueva Inglaterra, elabora unos gráficos que reproducen los dibujos hallados en una roca en el río Taunton, en Massachusetts, la llamada Dighton Rock. En 1690 la roca sería descrita en  "The Wonderful Works of God Conmemorated" del también reverendo Cotton Mather.

Las inscripciones en la piedra conocerían a partir de estos primeras anotaciones una interminable serie de peripecias e interpretaciones diversas. Años después, algún investigador habría querido encontrar noticias de la expedición perdida de Miguel Corte Real, hallando su firma, la cruz de la Ordem do Cristo - que portaban habitualmente las carabelas portuguesas - y una fecha, 1511.



Un fragmento de  la "New England´s Ancient Misteries" del profesor Robert Ellis Cahill nos cuenta que: "Dighton Rock on the Staunton River is where, it seems, every early visitor and explorer to New England had left his mark. Cotton Mather, puritan religious leader here in 1600´s copied the inscriptions and shipped them off the Royal Society in London in hopes that they might decipher them. We´re still waiting for the answer".

La roca, primitivamente en el lecho del río y cercana a la desembocadura del mismo, parecía haber sido el lugar habitual de inscripciones de todos los navegantes, reales o imaginarios, que habían pasado antes por Nueva Inglaterra.

El doctor Ezra Stiles en 1783 -en su Election Sermon -  "estaba convencido que la roca estaba cubierta con antiguos petroglifos fenicios". Otros, han querido leer inscripciones "adscritas a los escitas, fenicios o escandinavos". Según la "Ancient New England Review" la piedra estaba escrita originalmente con los petroglifos "de las tribus algonquinas", entre otras.

No fue hasta 1918 que el profesor Edmund Delabarre, de la Brown University, copió de nuevo los dibujos de la roca, que según su testimonio había estado sumergida en la corriente durante años, y a pesar de las vicisitudes del agua y la erosión, leyó, entre los raros grafismos, unas inscripciones que él atribuyó sin ningún género de dudas a la perdida expedición de Miguel Corte Real, desaparecida según las crónicas ocho años antes de la supuesta fecha de 1511.

Esta información se contradice con otra anterior según la cual, el "decimonónico violinista Ole Bull" habría sugerido la adquisición de la piedra para la Royal Society de Copenhague, debido a las "inscripciones rúnicas" que se advertían en la misma. Los profesores de la Sociedad Danesa rechazaron de pleno la atribución, con lo que la roca - que pesa unas 40 toneladas - fue donada a la Old Colony Historical Society of Taunton, la cual la cedió posteriormente a la Comunidad de Massachusetts.

Años más tarde, ésta, entre otras informaciones, permiten al doctor luso Manuel Luciano da Silva, residente en Rhode Island, elaborar su teoría acerca de la original primacía portuguesa en el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo, frente a la creencia habitual de la españolidad de la misma.




A lo largo de varias obras escritas -la difundida "Portuguese Pilgrims and Dighton Rock"- y más de trescientas conferencias a lo largo y ancho de los USA y Portugal, el doctor da Silva defiende su teoría de un original descubrimiento portugués de América, realizado según el mismo "no más tarde del 22 de agosto de 1424". Para ello, además de las inscripciones de la agitada roca de Dighton, nos habla del célebre mapa de Zuzane Pizzigano, de 1424, en el que se advierten, según el galeno, la presencia de islas del Caribe y tierras similares  al oeste del océano.

Por si no bastara con ello, el Doctor da Silva recoge "una pieza final de evidencia presentada en la lista de 92 nombres compilados por el Reverendo canadiense Mr. George Patterson. Allí se establece que 92 nombres de lugares y personas en Canadá datan de antiguos orígenes portugueses. Ejemplos son: bacalhao, fogo, minas, Ilha das Gamas, Portugal, Porto Novo, etc.".

Recientemente el doctor da Silva ha tenido que sostener una encendida polémica con Gavin Menzies, autor de un "The discovery of America by the Chineses in 1421", editado en 2002, en la que tuvo que refutar una a una las afirmaciones del portugués sobre una pretendida prioridad en el descubrimiento de las costas americanas por parte de la flota china del almirante Zheng He. El cual, de acuerdo a éste, "habría partido del puerto de Tanggu el 5 de marzo de 1421". Menzies defendía en su libro asimismo la presencia de caracteres chinos en la citada Roca de Dighton. Nada de lo que el divulgador americano afirmaba allí se sostenía, según da Silva, comenzando porque según el doctor la flota de Zheng nunca habría traspasado el Cabo de Buena Esperanza, el autor del libelo ni siquiera había visto en persona la célebre roca de Dighton y la presencia de ideogramas chinos en ella era pura fantasía. La polémica fue recogida extensamente por el periodista Joao Saramago en el Correio da Manha de Lisboa en la edición del 30 de junio del 2004.

En el Correio una biografía autorizada del doctor portugués nos informa que Manuel Luciano da Silva "está casado, tiene dos hijos y cuatro nietos. Nació el 5 de septiembre de 1926, en la villa de Caviao, Vale do Cambra. En 1948 entró en la Universidad de New York  y obtuvo la graduación en Biología en 1952 (...)". Habría obtenido con posterioridad diversos grados y reconocimientos en su Portugal natal.

Por otra parte, la roca de Dighton se encuentra hoy en día ubicada en un pequeño museo, el "Dighton Rock Park Museum", perteneciente en la actualidad al municipio de Berkeley. Un discreto pabellón, cercano al río, guarda ésta. En el exterior unas cartelas sobre pedestales de madera informan al visitante de la historia de la piedra y de los confusos petroglifos inscritos en ella. En invierno son frecuentes las nevadas en la zona, por lo que las guías recomiendan visitar el museo pasado el mes de marzo.




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