viernes, 25 de noviembre de 2011

Arribes del Duero



Con M. y T. viajamos una tarde a Lumbrales, cerca ya de la raya.

Es una tarde lluviosa de otoño. Si algo del paisaje del verano podía quedar como un resto estos días, ahora, definitivamente, se ha instalado noviembre, la interminable estación en la región.

Cruzamos por pueblos vacíos, despoblados ya al final de las vacaciones. La carretera hacia los Arribes desde el Campo Charro cruza por las fincas de Boada, el Cubo, Fuente de San Esteban, rodeadas de cercados y montes de roble, hasta llegar a Vitigudino, capital de la comarca, rayana con los Arribes del Duero. Después hay que seguir hacia el Oeste, hacia la frontera, bordeando a veces la antigua vía del tren ahora abandonada, los pueblos de pizarra, los chozos de piedra, las paredes negras, que nos indican que estamos cerca de la raya.

Queremos parar en Cerralbo, una aldea bajo una cuesta, donde siempre hemos visto desde la carretera los restos del antiguo palacio señorial en ruinas, la cabecera de una capilla del XVI aneja a aquél. Pero allí no hay nadie, y nadie sale para indicarnos cómo se puede acceder. Llueve y seguimos el camino hacia Lumbrales. Entre los desvíos, algunas indicaciones hablan del castro de Las Merchanas o el de Yecla de Yeltes, antiguos poblados vetones, donde al parecer se hallan los conocidos petroglifos locales que alguna vez hemos visto reproducidos.

Nunca los hemos visitado. "Habrá que venir algún día", dice M. Habrá, pero lo dejamos para otra vez, porque nos están esperando en el pueblo.

"Vamos a parar a tomar café en un camping que hay cerca", les indico. "Tienen un café, y un embutido excelente, aunque no os lo creáis". "Pues entonces nosotros probamos la matanza y te tomas tú el café" objeta, no sin cierta razón, T. Pero al llegar a la curva donde se alzan las antiguas instalaciones del camping, advierto que el restaurante parece cerrado. Un letrero sobre el muro de la carretera avisa: "Se traspasa".

Lo lamento. Había sido un descubrimiento, dos o tres años atrás, cuando acuciados una tarde por la prisa de llegar a un concurso hípico, paramos en el primer lugar que encontramos, que tenía aparcamiento para remolques y menú del día: un camping de nombre botánico en una curva de la calzada.

Para nuestra sorpresa, en el restaurante se comía muy bien, y en la barra había una tertulia animosa, con vinos de Toro y coñac francés, que estuvo a punto de hacernos perder la hora del concurso al que acudíamos. Los dueños, nos comentó luego alguien, eran un matrimonio de la zona que habían vivido muchos años en Francia y que ahora, con los ahorros de no sé qué negocio que tenían en Beziers, lo habían liquidado y habían cumplido su sueño de regresar a los Arribes y de instalarse allí de nuevo.

El sueño había durado poco, por lo que veíamos. Cuando vinimos era verano y la zona se poblaba más o menos de viajeros, veraneantes varios que cruzaban la carretera de camino a Portugal. Pero, después, el invierno es muy largo, oscuro y frío, y la tertulia de la barra no debía de haber podido aguantarlo.

Seguimos camino. Para llegar a Lumbrales, después de la larga recta que asoma al pueblo, hay que subir por un puente, cruzar la vía del tren, dejar abajo las viejas naves, los almacenes cerrados, las vías oscuras de la antigua estación, clausurada hace ya bastantes años.

Tomamos café en un bar de la plaza. Hemos quedado con B., un ganadero local con quien M. quiere establecer no sé qué negocio gastronómico. "Quiere comerle la matanza", apunta T.  por lo bajo, incisiva como siempre.

El pueblo guarda aún casas buenas de piedra, de fachada regular y balcones simétricos. Alguna palmera en los jardines, algún ficus en un parque indican que el terreno está descendiendo, que nos acercamos al río. Y que la meseta, las heladas de Castilla, van quedando atrás.

No sé si las casas están aún abiertas. Unas parecen cerradas. Otras, no.

"Esto parece Portugal", les comento a mis acompañantes. Ellos asienten. No sé exactamente por qué lo he dicho. Quizás las calles amplias, vacías un momento en el centro del pueblo;  quizás los balcones sellados detrás de las palmeras, de un plátano en sombra en una esquina. Quizá el silencio en las calles, sin voces a lo que parece. Nos  recuerda la comarca de Tras Os Montes, al otro lado del Duero.

Vamos un momento a Ahigal, el pueblo de los aceiteros donde al parecer han instalado recientemente una nueva almazara, comercializan un aceite muy bueno que nos ofrecen en el comercio. Yo he estado alguna vez, pero no reconozco el camino. En la plaza, unos niños que juegan nos lo indican. Pero tenemos que volver a preguntar, porque no lo encontramos y nos perdemos. No hay otra forma de llegar: la carretera  de entrada es la de salida, y no hay otro camino que lleve hasta allí .

A la salida de Lumbrales, las cercas de piedra, los lavaderos, un calvario en el cruce de caminos donde antes nos hemos perdido.

Hay, en una cerca de pizarra negra, un dibujo inscrito en la misma, de piedra blanca. Representa una  cruz, aislada en el medio del muro.

Era un símbolo de protección, una llamada al orden en medio de la noche, del caos de las afueras. Queda en el muro como un signo de otro momento. Yo pienso entonces en unos días en que el mundo estaba animado. Y se poblaba de señales, y de  marcas y de augurios y de asechanzas y de amuletos. Ha concluido hace tiempo.

Llegamos por fin  a Ahigal, el pueblo con bancales de olivos en las laderas. La tarde está cayendo.  Atravesamos el caserío hasta la ermita, el humilladero en el otro extremo de un teso. La fonda, instalada en una vieja posada en el río, está ahora cerrada, nos dicen. Cruzamos luego al regreso por fincas intrincadas, potros de madera, tenadas de piedra, por pueblos que no tienen ni  nombre. En uno de ellos, preguntamos por el mismo a una familia que está sentada en el portal de la casa con unos perros. Nos dicen el nombre, pero no lo recuerdo.

"No sabría volver", comenta T.. Regresamos con la vaga sensación de haber accedido a un lugar que nunca va a resurgir, jamás. 




jueves, 24 de noviembre de 2011

la guerra civil en la frontera


"   II

Cuentan que en el fuerte de Guadalupe los rojos guardan muchos rehenes, no se sabe cuántos. Unos decían que cien, otros que más de quinientos. Entonces fue cuando dijeron que a Romanones le habían detenido en Fuenterrabía y lo habían llevado a San Sebastian. Otros decían que a los rehenes de San Sebastián los habían fusilado, citando nombres. Todos los que decían eso hablaban de lo que habían oído, pero nada sabían con seguridad.

Entre los españoles que llegaron de Irún estaba Gabriel María Laffitte, dedicado a contar anécdotas con chispa. Dijo que los de la CNT le habían preguntado:

- ¿Tiene usted armas de fuego?
Y él contestó :
- Solo el encendedor.

Luego le preguntaron a un viejo contrabandista:
- Oye, ese amigo tuyo...¿qué es? ¿Blanco o rojo?
- Blanco no creo que es, rojo... tampoco. Creo que es efímero.

También dice Laffitte:
- A mí me preguntaron ¿ usted qué prefiere, el trabajo individual o el colectivo?
- Yo, el colectivo.

Le llevaron a tirar de un árbol con una cuerda para derribarlo.
- Yo no puedo hacer ese trabajo - dijo - porque soy presidente de la Sociedad Protectora de Animales y de Plantas de Guipúzcoa.

Máximo Michelena, hombre alegre, que era pintor, dice que le nombraron comisario de Justicia de Irún, y que estuvo influyendo en el tribunal para que no fusilaran a nadie.

A mediados de septiembre leo que el ministro de Instrucción Pública, señor Hernández, va a nombrar director del Museo del Prado a Picasso. ¡Qué fantasía más absurda! ¡ Qué cantidad de estupideces y de pedanterías!  "

-  Pío Baroja       La guerra civil en la frontera       vol.  VIII

jueves, 17 de noviembre de 2011

Alto Douro



El poeta Antonio de Andrada nació en Macedo, freguesia de Lagoa, en 1967. Es autor de una obra minúscula, por decirlo de algún modo.

Algún poema suelto había figurado en la antología anual que la Universidad de Chaves edita todos los inviernos. Remitida ésta, por casualidad, entre las numerosas publicaciones que el Departamento de Filología de la Universidad de Salamanca recibe regularmente, el profesor Eugenio Tovar hubo de señalarme un día la rara calidad de alguno de los versos en ella incluida. Dentro de una publicación que, llena de entusiasmo regionalista en general y de un notable pesimismo en particular, normalmente se envía al archivo de separatas y revistas olvidadas ya desde su origen.

En cierta ocasión, hará unos diez años, el poeta local Raúl Medrano organizó en torno a la citada  antología un encuentro de líricos de ambos lados de la raya en un club de jazz de Salamanca, el clásico Birdland. Del encuentro regional salió un oscuro sentimiento de escepticismo, una cena fría en el Mesón Cervantes de la plaza, y una invitación al otro lado del Duero para corresponder a la tediosa velada.

Sabemos de nuestro autor, Antonio de Andrada, que no acudió a ninguno de los encuentros, y que, años después, preguntado por su reiterada inasistencia a estos eventos, confesó que sinceramente preferiría que le arrancaran una muela antes de pensar en acudir a alguno. Comentó más tarde acerca de la nueva lírica en general y el regionalismo del Duero, opinión que no es necesario repetir aquí.

En numerosas conversaciones privadas el poeta gustaba de repetir la anécdota del célebre viaje de T.S. Eliot a Rapallo con motivo de la publicación de un libro suyo inminente. Sin molestar a Pound - por el que siempre había profesado una admiración sin límites - el americano había entregado en la villa del poeta una plaquette con alguno de los poemas que pensaba editar, solicitando su opinión. Es sabido que a los pocos días recibió de vuelta en el hotel los citados poemas con una nota manuscrita de Ezra Pound donde se incluía una sola palabra: "Pútridos". Andrada, que siempre había gustado de la obra de Pound, confesó que al cabo de los años su lectura predilecta eran los "Cuatro Cuartetos" eliotinos. Autor del que, a despecho de esta admiración, no se manifiesta rasgo alguno en la poesía del portugués.

Fue gracias al profesor Tovar que, poco a poco, pudimos establecer un vago contacto con el poeta. Aunque al principio desdeñó, cortésmente, enviar cualquier colaboración para la revista lírica que entonces editábamos en Madrid - la excelente "Estación central" - pudimos entablar no obstante una intermitente relación epistolar, a la que el autor se prestaba de tarde en tarde.

Otros datos nos fueron aportados por la Universidad de Vila Real. Así, supimos que Andrada, después de haber residido durante unos cursos en Italia y la antigua Yugoslavia, era profesor de lenguas clásicas en un instituto de Mirandela, habiendo abandonado posteriormente cualquier actividad académica y marchado a vivir a una mansión familiar de Vila Real, donde residía hacía ya algunos años. También conocimos de una primera actividad literaria en la ciudad de Lisboa, donde colaboró durante algunas temporadas en diversas publicaciones de carácter postmoderno de la época, llegando incluso a editar un oscuro opúsculo sobre "Walter Benjamin y la historia de la fotografía" - opúsculo que, aunque aparece con pie de imprenta de la Editora Nacional de Portugal del año 1999 no hemos podido encontrar en ninguna parte.

Posteriormente abandonaría Lisboa para pasar a residir, con una beca de lector portugués, en la ciudad de Verona durante algunos cursos. Su rastro se pierde de los ambientes literarios y artísticos lisboetas.

En estos años publica una rara obra "Jornais de Verona", obra poética marcada por una clara influencia neo-pagana y culta, influida sin duda por la estancia en el Norte de Italia.

De este libro es, por ejemplo, el poema "El retorno" - inspirado en la lectura de los Tristia de Ovidio, desde las negras aguas del Ponto.


Recientes cartas hablan, Fabio, de un pronto
regreso a la ciudad. Ha muerto el César, dicen,
y el fin de tu exilio está cercano. Retornas
a Roma, afirman, y en la ciudad olvidarás
las gentes bárbaras, los gritos salvajes,
la lluvia en el Ponto, la bruma que ahora
inunda tus días, el innoble puerto de Timor.
Pero yo sé ahora que nunca regresaré.
Torres y mares, negros barcos y tormentas
me separan de ella. Y la estela del invierno
que me advierte de cierto que el tiempo
ya ha transcurrido. Y la juventud. Y la gloria.
Nadie transita de vuelta de Escitia, amigo.

De una estancia posterior en Dubrovnik es, creemos, una rara plaquette que se editó bajo el seudónimo de Joáo Soares, titulada "Cartas do baralho". Andrada nunca afirmó o negó ser el autor de la misma. En cierta ocasión, y después de un copioso almuerzo en Miranda do Douro, preguntado por una periodista española sobre su relación con los heterónimos de su compatriota Fernando Pessoa, manifestó un cierto desdén ante éste - "Pessoa era un pelmazo" dijo, literalmente - inquiriendo él, en cambio, por la estancia en Salamanca del poeta Antonio Colinas, autor al que profesaba desde hacía años una rara admiración.

Miguel Villarino, entusiasta editor zamorano, ha publicado recientemente un poema de la dichosa plaquette, titulado "Um poema apócrifo". Andrada se negó rotundamente a que figurara su nombre como autor del mismo, por lo que éste ha sido editado en la revista Valverde de Lucena - la minoritaria publicación de Puebla de Sanabria - con la firma de Soares, que aparecía en las "Cartas..."


Los dioses han partido. Es en vano
que esperes su regreso. De los dones
del amor, nada responde a su anuncio.
Sino estos días, sus nombres, la espera.


Vila Real, noviembre 2011.



jueves, 10 de noviembre de 2011

Vila Real



Noviembre

Hay un tiempo para vivir y otro para alejarse.
Un tiempo para la partida y otro del regreso.
Noviembre llenó de hojas el jardín, y los muros,
y de ramas secas. Flotan sobre las paredes,
llenan la estancia de madera y humo inciertos.
La plaza , el río a lo lejos. La casa guarda
los secretos. Ajuares y cuadros, vajillas
y espejos; cuadernos de viaje, relojes, versos.
Y las colchas, los rostros remotos, y una antigua
galería a la que tal vez nunca volvemos.
Noviembre es el retorno, presagio del silencio.


-   Antonio de Andrada    Cuaderno do Alto Douro    Porto, 2007.

( La traducción, en alejandrinos, y la fotografía, han sido facilitadas por el autor )

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Stara Zagora



De camino hacia Burgas, en el Mar Negro- el Ponto Euxino, para entendernos -, cruzamos Stara Zagora, capital de "una provincia en medio de la nada", según nos habían avisado en la Embajada.

No sé qué día de la semana es. La ciudad surge, de pronto, como un paisaje de tarde de domingo soviético, eterno. Bloques de apartamentos grises, iguales, rodean la carretera. Entre los mismos, parques sin hierba, sin apenas árboles. Rotondas que giran sobre sí mismas y no conducen a ninguna parte- nunca han conducido a ningún lugar, aventura poéticamente N., que hasta entonces no había hablado. Ningún bar, ningún comercio, ningún local abierto a esas horas. No hay apenas nadie en las calles - en una tarde teñida por la luz clara, nostálgica del tardío verano. En una glorieta unos jóvenes se sientan en un banco. Fuman y miran a la carretera. No nos encontramos con nadie más.

(Días después, leeré sobre la historia de la ciudad, una de las más antiguas de Bulgaria, dueña de un pasado tan prolijo y azaroso como el resto del país. Pero la historia ahora, esta tarde, nada cuenta. No en vano la ciudad, la provincia, surgen de unas décadas, de un régimen que proclamó el fin de la historia años atrás, en forma de paraíso proletario y final del azar).

Nos impresiona la distancia, el silencio de la ciudad desierta. Quizá sea domingo. Quizá.

Luego, días más tarde, recordamos el relato que de una alumna nos contara R., que ocupa un cargo cultural en la Embajada.

R. ha organizado unos cursos de español en no sé qué dependencias de la Cancillería, en Sofia. Entre los alumnos, acude una entusiasta estudiante, Ivanka, que vive en Zagora. Aprende bien español - como la mayoría de ellos, por otra parte. Halaga a los profesores y les manifiesta su entusiasmo por las clases que está recibiendo y los libros que descubre. También le agrada el hecho de que los estudiantes, al terminar la clase, acudan con R. y con otros profesores a tomar café al cercano parque Slaveikov, donde charlan hasta la noche. El Instituto les invita a una fiesta e Ivanka  acude vestida con sus mejores galas. Debe regresar al día siguiente a Zagora y R. cree que ha pernoctado esa noche en la estación, vestida de princesa otomana, hasta la mañana siguiente en que parte el autobús .

Una tarde Ivanka  se acerca a R. y le manifiesta su propósito de invitarles, a él y a los profesores del Instituto, a una fiesta que va a dar en casa de sus padres, en Stara Zagora. Desea invitar también al embajador y a su esposa, y al personal de la Cancillería, que ha demostrado con ella tantas atenciones. Sus padres estarán encantados de recibirles. Enterada de la visita, esos días, de la reina Sofía a Bulgaria manifiesta la posibilidad de que ésta acuda también a la recepción, con el séquito que sea necesario, donde serán recibidos con igual atención.

R. le comenta, con toda la discreción de que es capaz, ciertas vagas objeciones, y la difusa posibilidad de conciliar la agenda de todos los personajes citados para esa tarde del próximo sábado, en donde Ivanka planea celebrar la fiesta. Ella apenas le presta atención. Es posible que alguien no pueda acudir, pero eso ocurre en casi todas las citas. Y además su familia está encantada de recibirles a todos.

R. pasa la semana entre torpes objeciones, al principio, y el silencio más profundo, al final. Ivanka ha enviado unas invitaciones a distintas secciones de la Embajada y él ya no se siente capaz de contradecirla, advirtiendo además que ésta nunca le ha hecho caso, en un primer momento, y ha terminado por no escucharle al fin.

- Cuando le dije a Ivanka que quizá no fuera fácil conciliar la fecha, porque en la Embajada creían que iba a tener lugar una recepción esa día, me contestaba preguntándome si los españoles utilizábamos sólo aceite de oliva y si se podía usar el de girasol para los canapés. O si en las casas en España se fumaba...

No volvieron a hablar de la fiesta. La Embajada estuvo esos días completamente atareada con la visita de la reina y una ceremonia que iba a tener lugar en el jardín del edificio del Gobierno.

Días después le pregunté a R. si la cita de Zagora había tenido lugar y R. me contestó que creía que sí. Evidentemente nadie había viajado a ella y él no volvió a ver a  Ivanka, terminando el curso esas fechas, casualmente.

Cruzamos Stara Zagora. Los edificios son iguales, interminables. Hay una fila inacabable de puertas en cada pasillo que corresponden a los apartamentos numerados, que saturan el bloque.

Imaginamos entonces la fiesta, la tarde. La puerta, que estaba abierta al pasillo, la luz que sale del piso, una vaga música que surgía de dentro. Las botellas sobre la pared, los vasos, las mesas con canapés que nadie, nunca, iba a utilizar.


Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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