miércoles, 17 de septiembre de 2014

Los puentes de Brooklyn



Llegados a este punto, leer es sobre todo releer. Incluso aunque el título sea nuevo, uno tiene la sospecha de que está releyendo. Y esta tarea, si bien menos escandalosa que el ejercicio del descubrimiento, es sin duda más sutil. Y cargada de novedades. Algunas antiguas, insólitas las otras.

Encima se lee entre líneas, lejos de la aparente evidencia del texto. Sorpresas de la lateralidad. Quién iba a sospechar que nuestros intereses sean ya siempre esquinados... Del largo ensayo sobre la revisión del discurso oficial de las vanguardias, la Malinconia de Jean Clair, que he releído estos días, uno retiene, al cabo, una descripción que al autor se le ha escapado sobre el paisaje de un París que la vida moderna había hecho difuminarse definitivamente. Es un París de calles sin nombre, luces tenues y encuentros diarios en los portales de los artistas, que pululan por barrios que luego el azar ha hecho desaparecer.

La tesis fundamental del libro - una colección de ensayos, a raíz de las exposiciones que a mediados de los ochenta revisaron el discurso oficial de las vanguardias históricas - es patente, desde luego. Su inquietud choca frente al relato autocomplaciente de la historia oficial - cuya lógica narcisista lleva obligatoriamente de Cézanne a la pintura de Pollock, o a las acciones de Fluxus - como una historia necesaria. En una obra que además es una relectura de tiempo atrás - la etiqueta señala el lugar de la compra, la librería Argensola, años ha desaparecida. Recordamos la alusión a los escritos de Giorgio de Chirico, la evocación de los Carrá o Sironi; la continua referencia al Munich de entreguerras...Que de todo el ensayo persista luego en la memoria la cita a un París cuya acta de defunción, según Jean Clair, es el conocido París era una fiesta de Hemingway no deja de resultar un tanto irónico.

Qué le vamos a hacer. Sino leer de lado, esquinadamente.

Ambroise Vollard nunca sospecharía que de sus renombradas Memorias de un vendedor de cuadros, al cabo de un siglo, la parte que nos seduciría no iba a ser la más evidente. Esto es, la sucesión de los nombres célebres - Manet, Renoir, Degas, Cézanne, Picasso, el Aduanero Rousseau...- que aparecían en su libro, y para la cual, al fin y al cabo, le había encargado un editor americano la publicación del mismo. Sino aquella otra que se trasluce entre las páginas de aquél, y que el propio Vollard habría desdeñado, porque no es sino el escenario cotidiano en el que éste tiene lugar. Es decir, un París de buhardillas y cortinones; y casas de campo y huertos; y pintores de bodegones y casacas; y luces pobres y estufas que calientan apenas... Sobre su escenario cotidiano - aquél que apresamos con avidez, ahora - se desarrolla la narración, conocida, de la sucesión de las vanguardias, un relato de pintores desdeñados en una época por la Academia y los amateur y los críticos del Salón, cuyo triunfo final el marchante de cuadros relata en todo momento con un placer incontenible... Era el triunfo de sus artistas, descrito en cierto modo como la "crónica de una muerte anunciada". Y el de sus finanzas, revalorizadas en un ciento por ciento en la mayoría de los casos...

Toda la literatura que viene del XIX flota en un escenario de luces de gas y muebles Biedermeier o estilo Imperio; sombras en las alcobas, un frío permanente en las casas y cortinones al fondo. Pesadas telas, rasos, terciopelos, cretonas, herrajes complejos y mangas abullonadas... La luz eléctrica acabaría con este escenario para siempre.

En el raro Las horas solitarias barojiano encuentro la impagable descripción del viaje electoral - el primero y el único - que Pio Baroja hubo de efectuar, a principios de siglo, a la insólita comarca leridana adonde se había presentado, incitado por los amigos, para obtener un acta de diputado.

No la iba a obtener, desde luego, y allí terminaría, nada más iniciada, la carrera política del extravagante escritor. En algún manual, luego, se hablará de la historia. (Baroja se había presentado al parecer como diputado por el Partido Radical, el de Alejandro Lerroux). En algún lugar se habla también de la rara edición de Las Horas Solitarias, un volumen suelto, editado el año 1917, que en cierta medida anticiparía la extensa saga de memorias barojianas, la arbitraria y prolija Desde la última vuelta del camino. Yo guardaba la primera edición del libro y, leyendo en torno al tema del paisaje castellano en los autores del 98 - interés que por cierto surgía de la relectura, que nunca ha cesado, de unas páginas de Azorín, en una evocación memorable de Argamasilla de Alba - recordaba en especial el pasaje aquel, en donde don Pio evoca su efímera aventura electoral.

Caprichos de la letra... Si esta vez el relato vuelve a surgir, fascinante, en la relectura, es, de nuevo, por aquello que lo soporta y que el autor, desde luego, hubiera desdeñado. Esto es, el simple hecho de la presencia de un escenario en el que la narración - aquello que, suponemos, importa al escritor - toma lugar.

Un paisaje insólito. (Pero no para ellos, los contemporáneos del relato). Los amigos del flamante candidato toman un tren interminable rumbo a su circunscripción leridana, el cual se detiene en todas las estaciones en la margen derecha del río. Visitan a políticos y periodistas locales - en una descripción tan afortunada, y no sé si tan consciente como todas las barojianas, del sistema caciquil de las elecciones de la Restauración. Duermen en salas de espera, en la cantina de la estación; en fondas sombrías en los pueblos; visitan el casino local; escuchan el sistema del "pucherazo" practicado por los diputados del centro de la comarca; acceden por fin a una tartana conducida por un recio aragonés, bravucón y blasfemo, que les conducirá a su último destino, en la raya de Cataluña, en donde Baroja comprenderá que no va a obtener el apoyo de los próceres locales y entonces - acompañado por personajes como su hermano Ricardo, el escultor Julio Antonio o el dibujante Viladrich - emprenden el viaje de retorno, inacabable también, en donde se hospedan unos días en el castillo de Fraga que Viladrich ha adquirido, y acceden al café local, y a una espléndida fonda donde los ricos campesinos del lugar se atiborran.

La invención del paisaje del 98 es una tesis sostenida en algunos manuales - atribuida ésta sobre todo a los próceres de la Institución Libre y su discurso higienista, entre las obras de Krause y el horizonte del Guadarrama. Uno, leyendo entre líneas - y recordando de nuevo la exquisita sensibilidad de un sevillano como Antonio Machado a su llegada al pobre y remoto horizonte de Soria - piensa más bien en la sensibilidad de un grupo de autores, certeros, frente al horizonte cotidiano que les rodeaba.

Baroja no podría suponer que, de su ameno relato sobre la efímera aventura electoral, la atención del lector se centrara no en la que éste supone de novedad - un relato inédito - sino en lo que aquél presupone, y que no constituye lo inédito del mismo. Su escenario, el lugar implícito desde donde éste se inscribe. La espera en las estaciones de tren; el frío en las pensiones; las distancias entre los pueblos; los personajes de las plazas; el tiempo absorto de las fondas, del lento paso de una tartana...

Paradojas de la relectura. Después de conversar una tarde con S., notable escritora argentina y desde luego cortaciana militante, uno se intriga por lo que, tantos años después, supondría la relectura no de los cuentos de Cortázar- leídos aquí y allá en tantas ocasiones - sino de la célebre Rayuela, que hube de adquirir en tiempos universitarios casi y de la que no puedo, ahora, aventurar nada.

La pátina del tiempo... Sobre la relectura, tanto tiempo después, de las peripecias de la Maga por los puentes de París, flota, inmisericorde, al aire de una época, en la que la novela-artefacto fue escrita, y que, sólo ahora, interpretamos como paisaje de aquellos años, a despecho de su supuesta originalidad.

Los interminables soliloquios de Horacio Oliveira; las fastidiosas conversaciones de los personajes, sus devaneos peripatético-sentimentales: intelectuales, escépticos, melómanos, dedicados al inacabable juego de destripar los juguetes para ver qué guardan dentro... A despecho de alguna excelente disertación sobre Dizzy Gillespie - o de otra, más sorprendente, sobre la pintura de Mondrian - hay en la novela un empachoso recuerdo de los años sesenta y del cine de la época, los discursos interminables, y de un nihilismo pedante y autosuficiente - cuando los intelectuales aún vagaban, con becas internacionales, por las calles, y los mítines, y las terrazas de París.

Nada impide, en cambio, y para desintoxicarnos después, el volver a leer una vez más el célebre relato de Kipling The Man Who would Be King y sumergirnos en la historia desaforada y cercana de Daniel Travot y Peachey Tagliaferro, en los confines del hampa y la realeza, y en el escenario de una Kafiristan a la que la Gran Pugna británico-rusa nunca pudo acceder... En la conclusión del relato flota aún, obsesionante, la enigmática frase de un Dan que había retornado del más allá y le advierte al narrador: "Y ahora, señor, tengo que irme. Tengo que ir al Sur donde me aguardan asuntos urgentes".

Nada impide, ni siquiera con las primeras tormentas del otoño, el releer a Kipling. Ni a Conrad. Ni a Borges. Ni a Stevenson, por supuesto.

Entre truenos y rayos, en la impagable televisión extremeña, ponen una noche - junto a documentales de tentaderos en la comarca de Trujillo, historias de la emigración de los sesenta o una serie dedicada a los cantaores locales extremeños - una película de serie B, cuyo título nunca llego a conocer. La película es muy floja y el argumento - a despecho de los buenos actores norteamericanos, varios conocidos - no puede llegar a interesar a casi nadie, por lo artificioso del mismo.

Pero en una escena en la que el protagonista huye por una avenida surge de pronto una imagen de los puentes de Brooklyn, excelente. Y más adelante, el mismo tono se mantiene en otra conversación en la catedral de San Patricio; en un sótano en el Bronx; en un travelling sobre un paseo cercano al East River... A quién le vamos a decir que la película nos ha interesado porque recreaba el aire de las calles de Brooklyn, quizá a despecho de la curiosidad por el relato principal, que no recordamos.

Claro que días después, en la misma televisión, ponen otro film de serie B, éste sí, decididamente estrambótico, en donde se repite el esquema clásico de la búsqueda de un manuscrito secreto, y de la revelación de los Misterios del Santo Grial. Que esta vez se establece nada menos que en torno a unos supuestos diarios íntimos de Josef Stalin, conservados por Beria según el guion, y clave del enigma de todo el siglo soviético.

Pero en una escena, de pronto, surge un bloque de edificios comunales en Moscú, nieva, y el aire de desolación nocturna de la ciudad está admirablemente descrito... Cuando más tarde los protagonistas emprendan un viaje invernal al más invernal aún puerto de Arkangel, ya no podemos evitarlo y nos quedamos absortos, contemplando la nieve sobre la carretera de la mítica Arkangel, la desolación de un puente sobre el río, el hielo y la niebla sobre un mar, remoto, que apenas se adivina.

A quién le vamos a decir que nos ha fascinado una película, con argumento entre los asuntos templarios y las tramas de la NKVD, y la hemos visto hasta el final, porque en ella aparecía un puente sobre el Dviná, un paisaje de niebla, el hielo sobre un mar Blanco que nunca hemos alcanzado a ver...



Notas sobre la Ballena Blanca

  La "Posada del Surtidor. Peter Coffin", adonde finalmente se encamina el narrador de Moby Dick - "Llamadme Samuel"- s...

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