jueves, 12 de noviembre de 2020

Vista de la plaza de Turégano con el castillo al fondo

 


(J. Laurent, 1870 aprox.)

La imagen del fotógrafo francés J. Laurent estaría tomada en algún momento impreciso, hacia 1870. En ella recogía, desde un lugar elevado, una vista de la plaza mayor de Turégano, la ciudad segoviana, con la alta mole del castillo al fondo. Formaba parte de la amplia colección de placas sobre Castilla que el fotógrafo había ido elaborando desde sus primeros viajes por la región, a partir de 1857.

En la fotografía se veía parcialmente la plaza del pueblo, con los soportales que la rodeaban a un lado. Unas casas cerradas, unos carros en la plaza, un balcón oscuro, unos charcos recientes. Bajo la galería del fondo, sentado, aparecía un individuo inmóvil, tapado por la manta tradicional segoviana. Hay otras personas en la calle, pero su presencia se difumina de un modo un tanto fantasmal debido a la larga exposición de la placa, que tiende a desvanecer a los objetos en movimiento. Al fondo, el antiguo castillo, cuyas murallas se encuentran parcialmente en ruinas.

De entre los numerosos catálogos que el fotógrafo iba editando, una noticia de 1863 anunciaba la publicación del Catálogo de las fotografías que se venden en casa de J. Laurent. "Se relacionaban vistas de Madrid, Alcalá de Henares, El Escorial, Toledo, Aranjuez, La Granja, Alhama de Aragón, Monasterio de Piedra, (...) y la escuadra española fondeada en la bahía de Alicante". En la edición del Catálogo de Laurent y Compañía de 1879 "Se publicó la lista de todas las fotografías de Portugal y España. Esta vez el libro incluía una detallada guía turística, junto a un mapa desplegable de la Península Ibérica".


En la imagen de Turégano - que debió de reproducirse en alguno de los varios álbumes del fotógrafo francés, probablemente en su "Guide du Tourisme en Espagne et Portugal"- está lo que se ve. Lo que no se ve también. Lo que se veía era la antigua villa segoviana en una toma descriptiva, con los edificios y el castillo mostrados en la placa desde una mirada central. Lo que no se enumera en ella es la imagen de una cierta decrepitud, un secular abandono en la calzada encharcada, los portales desvencijados y el castillo en ruinas. Lo que no se ve son tampoco los lugareños, que se desvanecen. Y sobre todo las ventanas ciegas, cuya oscuridad no permite mirar más allá. Pero que aparecen de forma obsesiva en la fotografía. Nombrando, sin decirlo, una existencia al fondo de las mismas que el espectador adivina igualmente precaria y gris, languideciendo detrás de un tiempo otro que ya no alcanzamos a conocer.

Azorín había recogido tempranamente este carácter de las fotografías de Laurent:

"¿No habéis visto - escribía en su libro Castilla - esas fotografías de las ciudades españolas que en 1870 tomó Laurent? Ya esas fotografías están casi desteñidas, amarillentas, pero esa vetustez les presta un encanto indefinible". 

Y, más adelante añadía, retornando a los lugares que el fotógrafo había retratado: "Hoy sus campiñas están desoladas y casi yermas y sus ciudades parecen muertas y punto menos que deshabitadas".

El fotógrafo Laurent, junto con Charles Clifford y otros pioneros de mediados de siglo, habían comenzado a viajar - daguerrotipos al principio; calotipos, copias a la albúmina más tarde - por las ciudades castellanas recogiendo en sus placas un paisaje y un escenario que desde el siglo anterior  había sido descrito por viajeros, pintores y escritores como Richard Ford o George Borrow; Théophile  Gautier o Charles Davillier-  el cual estuvo acompañado en su viaje por Gustave Doré, que ilustra su Voyage en Espagne con unas excelentes litografías- P. Merimée o Émile Verhaeren, Jenaro Pérez Villaamil, Francisco Parcerisa o H. Guerlin, Edgard Kin Tenyson o Louis de Clerq. Una nota melancólica - a despecho del interés por el orientalismo- se repetía ya en la literatura del finales del siglo anterior. Como en las cartas del italiano Giuseppe Baretti - que acompañaba en su viaje desde Lisboa a un lord inglés- el cual, acercándose a Zaragoza, hablaba de que: "Lo único que se divisaba eran otras colinas pequeñas, una tras otra, todas peladas, todas silenciosas, todas solitarias, nada más que una desolación inacabable". Para añadir, ya cerca de la ciudad: "En muchas leguas no se divisa una casa, ni un árbol, hombre o bestia (...)".

De entre los esforzados viajeros el infatigable George Borrow - don Jorgito el inglés- había recorrido las ciudades y pueblos de Castilla predicando la lectura de la Biblia y conviviendo con todos los trashumantes del camino. Resultado de sus viajes sería el libro sobre los gitanos en España, "The Zincali". Y, sobre todo, su leída The Bible in Spain de 1843, una lúcida guía que conocería varias ediciones inglesas en la época.

En una recensión sobre la obra se comenta que: "Salamanca le pareció una ciudad melancólica. Una impresión semejante le causó Medina del Campo, a la que halló sitiada por las ruinas, mientras que Valladolid se le apareció poblada de conventos abandonados (...) Palencia, por el contrario, le pareció una ciudad antigua y bella, admirablemente situada en las orillas del río Carrión, con una catedral tan hermosa como desconocida".

En condiciones precarias, con un equipo incómodo por lo voluminoso, en diligencias o a lomos de caballerías - excepto en los lugares que va alcanzando el ferrocarril poco a poco- los fotógrafos viajeros comienzan a recorrer una región, Castilla, que había sido tradicionalmente desdeñada en la mirada del siglo anterior. (P. López Mondéjar en un catálogo - "La memoria del tiempo"- sobre esta fotografía temprana nos advierte: "Pero sobre la inmensa mayoría de fotógrafos apenas sabemos nada, nos quedan algunas de sus obras rústicas e ingenuas realizadas en su eterno vagar por tantos pueblos y ciudades de nuestra geografía").

El galés Charles Clifford, pionero de estas fatigosas giras, que a su llegada a Madrid se había presentado como aeronauta, describe esta precariedad en su A Photographic Scramble through Spain

"Los inconvenientes que se encuentran no son pocos, cuando viaja en un país como España en el que se desconocen las comodidades del transporte y en el que la temperatura oscila entre los treinta y cuarenta grados al mediodía (...); en el que el agua potable es tan rara como en el Sáhara y en el que, dada la aridez del suelo, el polvo es la norma y no la excepción; cuando el gran formato de los negativos exige cámaras enormes y de peso considerable. Con todo este tinglado y mal sujeto y expuesto al balanceo de las mulas, emprendemos el camino a las cuatro de la madrugada".

Él, Tenison, Laurent, Parcerisa, Pérez Villaamil, Atkinson, otros, publicarían los álbumes iniciales de la fotografía de Castilla. Obras a las que, además de la calidad de las imágenes, su condición pionera les otorgaría de algún modo el carácter de una imagen ya clásica de aquel escenario un tanto remoto, largamente silenciado con anterioridad.

Son imágenes monumentales, a veces. Costumbristas, otras. Con carácter de archivo las menos... Pero a despecho de su catalogación las fotografías recogen la imagen de un paisaje cuya desolación nombraba un momento anterior, que no ya sabemos cuál fue, y a cuya plenitud, a cuyos monumentos, conventos, mercados, calzadas y restos de una pasada grandeza no le restaba después sino la sensación de una larga, estéril decadencia.


Sería el mismo paisaje que en la literatura recogerían los escritores del 98, convirtiendo su sequedad en un símbolo de su patria, la España que sucedía al optimismo inicial de la Restauración. "Segovia- nos cuenta el geógrafo E. Martínez de Pisón- representaba un resumen de Castilla para Azorín y otros escritores del 98 (...) vieja potencia afectada por un abrumador legado de pasado, por el despoblamiento, el arcaísmo, la fosilización y, pese a su personalidad y hasta vitalidad interna, pobre, débil y resignada, con un futuro oscuro".

El Unamuno de "En torno al casticismo" había descrito la inacabable llanura de Castilla- que él en algún lugar había calificado de "paisaje monoteístico":

"Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas, sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo, alguna procesión monótona y grave de pardas encinas, de verde sereno y perenne (...) De cuando en cuando a la orilla de algún pobre regato medio seco o de un río claro, unos pocos álamos, que en la soledad infinita adquieren vida intensa y profunda...".

Castilla desolada aparece tempranamente en las páginas de viaje de Pérez Galdós, camino de Medina del Campo. Reconocidamente luego en la Soria de Antonio Machado de Campos de Castilla. Pero también en el Pio Baroja de Camino de perfección, entre otras. En El silencio de la Cartuja, de Enrique de Mesa. En el Unamuno de "Paisajes del alma". En La España negra de Gutiérrez Solana... O incluso en las páginas que el habitualmente luminoso Gabriel Miró, alicantino, le dedica a su paisaje en "El libro de Sigüenza".

"Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios, grandes, amarillos y decrépitos (...)".

Pero es - además de la pintura de Ignacio Zuloaga, las páginas madrileñas de Giner de los Ríos, los libros de fotografía de José Ortiz Echagüe...- en el levantino Azorín donde más certera, más melancólicamente se recogía este paisaje - la sequedad, la desolación castellana como símbolo de la España del fin de siglo.

Escribía en "La ruta de don Quijote": 

"Casas grandes, anchas, nobles, se han derrumbado y han sido cubiertos los restos de sus paredes con bajos y pardos tejadillos; aparecen vetustas y redondas portaladas rellenas de toscas piedras; destaca acá y allá, entre las paredillas terrosas, un pedazo de recio y venerable muro de sillería; una fachada con su escudo macizo perdura, entre casillas bajas, entre un montón de escombros... (...) La plaza es es un anchuroso espacio solitario; a una banda destaca la iglesia fuerte, inconmovible, sobre las ruinas del poblado: a su izquierda se ven los muros en pedazos de un caserón solariego; a la derecha parecen una ermita grietada, caduca y un largo tapial desportillado. Ha ido cayendo la tarde. Os detenéis un momento en la plaza. En el cielo plomizo se ha abierto una ancha grieta; surgen en ella claridades del crepúsculo.. Y durante este minuto que permanecéis inmóviles, absortos, contempláis las ruinas de este pueblo vetusto, muerto, iluminadas por un resplandor rojizo".


                                                          
                                                                  (fot. José Ortiz Echagüe)


miércoles, 7 de octubre de 2020

Cabaret Voltaire

 

James Joyce, con Nora Barnacle y sus hijos Giorgio y Lucía, llegarían por fin a Zurich el 21 de junio de 1915 - día de San Luis Gonzaga, apunta una biografía - e inmediatamente alquilaron unas habitaciones en el mismo hotel Gasthaus donde habían pasado una breve estancia en su primera salida de Irlanda, unos años antes. No tenían una intención definida, más allá de la necesidad del exilio de Trieste. "Me detuve en Zurich - escribía Joyce a su amiga Miss Weaver- como la primera gran ciudad más allá de la frontera".

Era un viaje forzado desde Trieste, las calles del Adriático en donde habían transcurrido las últimas temporadas, y en donde la condición de ciudadanos británicos les había llevado a una situación insostenible. La ciudad aún pertenecía al Imperio Austro-Húngaro y el escritor acudió al consulado para solicitar el viaje a la neutral Suiza, en medio de la contienda. (Varios años más tarde, y ya en París, el irlandés Joyce le comentaría a Ramón Masoliver su grato recuerdo de Trieste: "Con el paralelismo entre Génova y su Trieste, dos anfiteatros resguardados en la montaña para mejor dominar el mar y hacer propias todas las experiencias de la vastedad del mundo"). 

Zurich ya estaba repleta de refugiados de los más diversos lugares de Europa, que acudían a su neutralidad en la guerra. Su propio escenario, aislada entre las colinas cercanas sobre el lago y el río Limmat, bajo el castillo de Lidenhof y los Alpes al fondo - a menos de 30 kilómetros - debía de favorecer esta sensación de aislamiento, sosegado y un tanto melancólico, mientras, más allá de las montañas, la guerra continuaba su feroz transcurso.

Joyce, que venía de la irreal Trieste - en la inquietante definición repetida por Claudio Magris y la literatura triestina- debió de expresar al principio un cierto rechazo a su provinciano paisaje:

"Las montañas circundantes -"estos grandes terrones de azúcar" como las denominaba- le aburrían cuando no le producían una cierta sensación de claustrofobia", nos describe una biografía del escritor. Acuciados, como de costumbre, por los problemas económicos, la familia del irlandés recibiría sin embargo la inesperada ayuda de un organismo del Reino Unido, la Royal Literary Fund, promovida entre otros por la iniciativa de W. B. Yeats; de la llamada Lista Civil; alguna otra subvención particular... Y desde luego de las clases de inglés que el autor anuncia inmediatamente en la ciudad, siguiendo la actividad de la escuela Berlitz a la que se había dedicado en el antiguo puerto franco.

No habían pensado en ningún momento en regresar a Irlanda. 

A pesar de la distancia eran sin embargo tiempos favorables a la difusión de la obra del escritor, largamente detenida. En la estancia en la ciudad adriática había editado su Chamber Music, el libro de poemas que había conocido una efusiva crítica por parte de Pound. El año anterior se había publicado igualmente su libro de relatos Dubliners y Joyce podía dedicarse en Zurich a revisar el Stephen Hero - de su Portrait of the Artist as a Young Man-, y sobre todo a proseguir los capítulos de la nueva novela, Ulysses. En Locarno, donde pasan tres meses del invierno de 1917 en la pensión Villa Rossa, culminaría, se nos dice, los tres capítulos de Proteus, dentro de la novela.

"Aunque Joyce y Nora se disgustaron con el bochornoso clima de Zurich, pudieron al poco encontrar la ciudad interesante. Estaba atestada de refugiados, algunos de ellos especuladores de moneda o bienes, otros exiliados políticos, otros artistas..." - nos cuenta otra crónica de aquellos días.

Desde luego, al poco, Joyce - que se había quejado en una estancia anterior en Roma de "no encontrar un solo café parecido a sus refugios habituales en Trieste"- ya había conocido una serie de lugares cotidianos en la ciudad, en donde se encuentra con otros exiliados de la misma. Principalmente judíos ("había judíos de Polonia, de Rusia, de Rumania, de Austria, de Holanda, de España o de Italia..."),  pero también de la populosa y animada colonia griega. Con alguno de estos últimos pudo embarcarse en una larga discusión sobre los lugares de la Odisea, que estaba recreando en su homérica narración dublinesa. El café Terrasse -un clásico-, el "Restaurant zum weisses kreuz" o el "Club des Étrangers" aparecen ya en sus periplos cotidianos por las calles. En donde, se cuenta en algún otro lugar, disfrutaba sobre todo de un itinerario habitual por las riberas del río Limnat, que dividía la ciudad baja. Con su amigo Weiss inicia de nuevo los largos paseos por una Zurich apacible a lo largo del lago, los puentes, las calles en cuesta del casco medieval y las silenciosas villas de la ribera.

La ciudad permanecía al margen de la guerra. El médico y activista alemán Richard Huelsenbeck, que viajaría a la misma unos meses más tarde, la describía como: 

"Quien llegaba a Zurich se había salvado del océano de sangre, aunque fuese por poco tiempo. Aquí había un ambiente de vacaciones alejadas-de-la-muerte, un desenfado que se mezclaba con la melancolía".

Una anotación posterior, esta vez del novelista Stefan Zweig, nos describe la sensación de haber llegado a un país neutral, tras haber residido en su Austria natal en guerra los meses anteriores:

"Al día siguiente proseguí mi viaje y llegué a la frontera suiza. Es difícil describir lo que entonces significaba el paso de un país beligerante, encerrado, hambriento a otro neutral. Había sólo unos minutos de una estación a otra, pero desde el primer segundo se tenía la sensación de salir de un ambiente cerrado, asfixiante, al aire fresco, impregnado de emanaciones de nieve". 

Y, más adelante: "Por las noches me sentía impulsado a pasear durante horas y horas por las calles de Zurich y a lo largo de las riberas del lago. Las luces irradiaban paz; los hombres conservaban la serenidad de la vida".

Exiliados como el alsaciano Hans Arp y su mujer Sophie Taeuber, o los rumanos hermanos Janco y el poeta Tristan Tzara ya estaban allí. También el pacifista francés Romain Rolland, Franz Masserel, la escritora Else Lasker-Schiller o Marcel Slodski. Herman Hesse, el sueco Viking Eggeling o el holandés Otto van Rees. Hans Richter, Christian Schad, Alexei Jawlensky o Franz Wedekind. O los bolcheviques exiliados Lenin, Zadel y Zinoviev, que preparaban la revolución soviética jugando al ajedrez en el café Terrasse - o visitando a diario la biblioteca municipal de la ciudad. 

El escritor y director teatral alemán Hugo Ball llegaría a Zurich a primeros de mayo de 1915, junto a su compañera, la también escritora y artista de cabaret, Emmy Hennings. Requerido por su amigo Walter Serner para colaborar en la revista Der Mistral, y habiendo sido declarado inútil para la guerra, aceptarían la invitación inmediatamente. Ball, que había participado como soldado en los primeros meses de la guerra, abandonaba Alemania después de haber visitado el frente belga, y haber rechazado participar en el escenario de la contienda desde entonces.

En algún lugar de su "Huida del tiempo", el libro de notas del escritor de esos años, había escrito al regreso de su viaje a Bélgica:

"He pasado catorce días en la frontera. En Dieuze vi las primeras tumbas de soldados. En la fortaleza de Manonvillers, que acababa de ser atacada, encontré entre los escombros un Rabelais hecho trizas. Luego vine aquí, a Berlín. A uno le gustaría entender, comprender. Lo que se ha desatado ahora es la maquinaria global al completo y el diablo mismo. Los ideales son sólo etiquetas postizas. Todo se ha desmoronado, hasta los últimos fundamentos".

No debieron de ser tiempos fáciles para el antiguo director teatral y su compañera, la artista del cabaret de Munich Simplicissimus, al principio. Con documentación falsa, sin ingresos, habiendo cortado con sus relaciones con su país, de hecho hubieron de sufrir una detención por parte de la policía suiza, que desconfiaba sobre todo de las equívocas actividades de Emmy Hennings - que ya había sufrido un encarcelamiento en Alemania por diversas acusaciones, a raíz del cual escribiría su relato Cárcel.

Alternarían diversos oficios y Ball ejercería de pianista en varios garitos de la ciudad baja, hasta que al poco tiempo son contratados por la "muy nombrada compañía Flametti" de variedades. "Allí trabajaron varios meses compartiendo escenario con tragafuegos, contorsionistas, magos y bailarinas". El pintor Christian Schad recordaría alguna de aquellas veladas en donde aparecía la Hennings "ligeramente vestida" acompañada de varias intérpretes cantando "los trillados éxitos de la Belle Époque junto a un desafinado piano tocado por Hugo Ball arrinconado en el escenario, que tenía el mismo sonido de un acordeón asmático".

A raíz de aquella temporada con la compañía y los viajes por los ínfimos teatros suizos Hugo Ball escribiría después una novela, traducida como "Flametti o el dandismo de los pobres", en donde relataba la azarosa experiencia. En carta a su amigo August Hoffmann comentaba:

"He escrito una novelita cuyo concepto terminé ayer... El argumento lo da un barrio de apaches. El héroe lo representa un director de variedades... No hay dentro ni una sola frase que no haya vivido yo  personalmente. Debes de saber que durante seis meses he dormido y comido con esa gente ya que era pianista con ellos... He pasado tiempos penosos, peores de lo que nadie puede imaginarse, pero he aprendido mucho sobre la sociedad burguesa".

Desmantelada la compañía "Flametti" que "ofrecía su espectáculo en la planta baja del hotel Hirschen situado en una pequeña plaza en Niederhot, el barrio de la diversión en Zurich", durante algún tiempo debieron de crear su propia compañía, la Arabella Ensemble, con la cual "ofrecieron unas cuantas actuaciones fuera de Zurich". Ciertamente efímera, la compañía se disuelve enseguida.

Al poco tiempo entraron en contacto con el holandés Jan Ephraim, dueño de una taberna, La Lechería, situada en el equívoco barrio de Niederhof, al que convencieron de que un cabaret literario como el que ellos proponían en su local "ayudaría en gran medida a la venta de cervezas". Jan Ephraim, antiguo marinero, que había viajado por todos los mares conocidos del mundo y había recalado al fin en la apacible Zurich, aceptó al poco. En el salón de la taberna había tenido lugar con anterioridad alguna representación de "espectáculos de variedades con bailarinas ligeras de ropa, pianistas dipsómanos, harapientos, hombres fuertes y magos" y el marino holandés pensó que el público de artistas que aquellos le prometían constituiría un nuevo aliciente para el local.

El cabaret - una pequeña sala al fondo de la taberna - se inauguró el 5 de febrero de 1916. (Años después el poeta Tristan Tzara recordaba la calle como "el más oscuro de los callejones a la sombra de unos esqueletos arquitectónicos, donde encontrabas discretos detectives entre las lámparas rojas de la calle"). Para la apertura el artista alsaciano Hans Arp había pintado de azul y negro las paredes y el fondo del escenario, el rumano Marcel Janco aportaba alguna máscara y un cuadro - hoy desaparecido- del recinto y el polaco Marcel Slodski había grabado el cartel anunciando la presentación de la velada. Ball se había encargado de anunciarla a la prensa local. Hans Arp había llevado a su vez varios cuadros para la decoración, suyos o de Alberto Giacometti, Otto van Rees, A. Segall entre otros, junto a una serie de aguafuertes de Picasso.

Hugo Ball recuerda la inauguración del cabaret:

"El local estaba lleno a rebosar: muchos ya no podían encontrar sitio. Hacia las seis de la tarde cuando todavía se martilleaba activamente y se colgaban carteles futuristas, apareció una delegación de aspecto oriental integrada por cuatro hombrecitos con carpetas y cuadros bajo el brazo, que se inclinaban una y otra vez cortésmente. Se presentaron: el pintor Marcel Janco, Tristan Tzara, Georges Janco y un cuarto señor cuyo nombre se me ha ido (...) Tzara leyó esa misma tarde versos de estilo antiguo, que rebuscaba en los bolsillos de una manera bastante simpática".

Los primeros tiempos del cabaret celebraron unas representaciones ciertamente eclécticas. No había nada parecido a un programa en ellas, más allá de un cierto gusto literario por lo "moderno" y el recuerdo de la tradición del cabaret alemán. Las lieder de Emmy Hennings se intercalaban con lecturas de poetas expresionistas y la intervención entusiasta y espontánea de una orquesta de balalaicas rusas, que recreaban un amplio repertorio folklórico. ("Los rusos habían prometido acudir todas las noches"). Alguien cantaba composiciones populares danesas, mientras Tzara leía poemas de Max Jacob. Ball interpretaba a veces alguna pieza musical del impresionismo musical francés; las canciones de Franz Wedekind eran habituales entre ellas.

La improvisación era usual, asimismo, en aquellas noches. "Un señor pequeño, bonachón, a quien ya se aplaudía antes de que se subiera a la tarima, el señor Dolgaleff, presentó dos piezas humorísticas de Chéjov, luego cantó canciones populares (...) Una señora desconocida lee Yegorovska de Turguéniev y versos de Nekrásov.

Un serbio (Pavlovac) canta apasionadas canciones militares entre estrepitosos aplausos. Ha participado en la retirada hacia Salónica.

Música de Scriabin y Rachmaninoff al piano". 

Poco a poco sin embargo el cabaret comienza a adquirir un cierto carácter reivindicativo y el poema de Ball "Danza de la muerte" contra el militarismo alemán, empieza a ser recitado todas las noches, con la participación del público. Con la melodía del So leben wir  repetían un estribillo donde el poeta había escrito: "Te estamos agradecidos, te estamos agradecidos/ amado káiser, por tu misericordia, / por habernos elegido para la muerte".

Alguien describe: "Ella [ Emmy Hennings] canta una canción de soldados de su amigo Hugo Ball en esa guerra, mientras su blanca, delgada cabeza semeja una calavera.

Canta con una melodía sencilla, casi alegre y en cada verso se oye el sarcasmo y el odio al señor emperador, la desesperación de los hombres perseguidos por la guerra".


La llegada del escritor Richard Huelsenbeck desde Berlin, llamado por Ball, debió de suponer un cambio decidido en el programa ecléctico y generoso de los habituales del exilio en las noches de la Spielgasse. En las veladas berlinesas el activista ya había ofrecido unas representaciones un tanto caóticas y "primitivas" de lo que él llamaba música negra, en donde acompañaba la percusión obsesiva de un gran tambor con el grito "Umba" al final de cada estrofa - que repetía invariablemente el público. (Jan Ephraim, el dueño de la taberna, antiguo marinero, protestó que "nada de aquello sonaba como las canciones africanas y de Oceanía que él había escuchado en sus viajes"). Con Huelsenbeck se introduce también en el cabaret su admiración por el ruidismo de los futuristas italianos. Ya en Berlín  había declarado su admiración sin ambages hacia actuaciones como la del italiano Luigi Russolo, con su máquina bruitista en el Teatro da Verme de Milán. ("El bruitismo es una suerte de retorno a la naturaleza"). Así como el culto al simultaneísmo - la profusión de diferentes estrofas, músicas o lecturas, simultáneas y sin ninguna jerarquía, al mismo tiempo. Tzara y él alentaban los conciertos de vocales, el poema ruidista y el poema simultáneo. Según el arquitecto Marcel Janco - que "había almacenado de todo, desde la pequeña cesta de juncos de Moisés (...) hasta los Estudios de armonía y perspectiva de Bramante - el éxito de una de aquellas lecturas simultáneas, en las que leyeron un poema "a cinco voces", hizo caer al público en una especie de "éxtasis" y fue tal que hubo que repetir la lectura "en tres ocasiones distintas porque era una lectura muy exitosa". 

Alentadas a su vez por Ball, se extendió el uso de las máscaras en todas las actuaciones. (De Ball, como antiguo director teatral se recordaba su "llamado teatro expresionista, un teatro que recurre a la utilización de máscaras y de imágenes primitivas"). En otro lugar se nos indica que "fue Janco quien introdujo la danza a través de las máscaras". En las escasas fotografías que conservamos de las noches de Zurich las máscaras acompañan ya siempre todas las veladas.

Las máscaras suponían una ruptura decidida del tiempo de la historia. Su utilización, la creación de aquellas caretas mecánicas e inquietantes - sobre todo por parte de Sophie Taeuber y Hans Arp, pero también por Marcel Janco - aludían a una suerte de momento primitivo, una repetición del arquetipo y el personaje primordial que hubieran tenido lugar en otro momento, fuera de la historia. Habían aparecido ya en la fascinación de artistas como Kirchner o Barlach, quienes después de haberlas contemplado en el Museo Etnográfico de Dresde las habían incorporado a su obra. ("Por lo que atañe a su orientación pictórica - El Puente- cobró impulso cuando Kirchner descubrió unas estatuas negras en el Museo Etnográfico de Dresde", comentaba el Lionel Richard del Expresionismo...). Pero también, se nos cuenta en la clásica historia de Mario de Michelis, Vlaminck, Derain, Picasso, Matisse o el propio Apollinaire habían sucumbido a esta fascinación "primitiva".

Del grupo "El Puente" de Dresde ya se había comentado cómo: "Todos ellos sienten fascinación por la obra de Van Gogh y, todavía más, por la de Munch, pero también por las culturas bárbaras y anticlásicas, en particular la escultura oceánica y africana".

Una especie de catarsis, de frenesí aún más incontrolable del habitual en las noches del cabaret acompañaba la actuación de las máscaras:

"No sólo efectuaba la máscara una llamada inmediata al disfraz; también demandaba una definida gesticulación, rayando en la locura"- comentaba Hugo Ball la aparición de los enmascarados en el escenario. "Esas máscaras exigían simplemente a quien las usara, que comenzara una danza a un tiempo trágica y absurda".

Las representaciones del cabaret debieron de proseguir entonces todas las noches, con esa mezcla indefinida de improvisación y de un vago programa. Y desde luego la ausencia de separación entre público y actuantes que obedecía a la tradición de los espectáculos de variedades. Los artistas del cabaret comenzaron a recitar unos poemas simultáneos, caóticos y acompañados de ruidos, en los que al fin el lenguaje había perdido todo significado. Que no fuera su propio sonido - ininteligible, por lo demás. (De glosolalia habló alguien, el lenguaje insensato de los alienados. Pero también de la glosolalia de los místicos, un lenguaje original, fuera de la historia, que es el único que el que accedía al origen podía pronunciar ya). La descripción de esta pronunciación sin sentido, de la poesía abstracta, según el ensayo que el cineasta Hans Richter publicara sobre aquellos días unos años más tarde, era definida ni más ni menos como la búsqueda de la "lengua del Paraíso". En una alusión, una vez más, a la vocación terminal de la vanguardia.

Una descripción del escultor Hans Arp relata el ambiente cotidiano de aquellos primeros meses:

"En un local hasta los topes de gente y abigarrado, hay sobre un escenario algunos personajes fantásticos que se supone representan Tzara, Janco, Ball, Huelsenbeck, Madame Hennings y vuestro humilde servidor. Estamos llevando a cabo un gran Sabbat. La gente alrededor nos grita, ríe y gesticula. Nosotros respondemos con suspiros de amor, salvas de hipos, poesías, "oua, oua" y "miau" de los ruidosos medievales. Tzara hace saltar su culo como el vientre de una bailarina oriental. Janco toca el violín invisible y saluda hasta el suelo. Madame Hennings, con una figura de madonna, intenta "le gran écart" en la danza. Huelsenbeck no para de golpear sobre un gran tambor, mientras Ball, pálido como un maniquí de creta, la acompaña al piano".

Y, más adelante escribe, en torno a los días finales del cabaret:

"Pandemonium total. La gente alrededor nuestro está gritando, riendo, gesticulando...".

Algo como una aceleración de la representación, la creciente ruptura de la inteligibilidad y el recurso a un cierto paroxismo acompaña las jornadas últimas del cabaret. Mientras, la guerra continuaba en algún lugar ajeno a la ciudad. "Un frenesí indefinible se ha apoderado de todos. El pequeño cabaret amenaza con salirse de quicio y se convierte en un hervidero de emociones locas", apuntaba Ball en los días finales de aquellas veladas. 

La historia se había quebrado en mil pedazos y los exiliados de Zurich recogían esta sensación de un tiempo terminal y sin futuro, que por lo demás había acompañado al expresionismo, a la literatura alemana de fin de siglo en general. 

(En torno a la difícil definición del expresionismo - un movimiento sin una característica formal precisa- el crítico Hermann Bahr había escrito:

" Nosotros ya no vivimos; hemos vivido. Ya no tenemos libertad, ya no sabemos decidirnos (...) Nunca hubo una época más turbada por la desesperación y por el horror de la muerte. Nunca tan sepulcral silencio ha reinado en el mundo (...)".

La sensación del final de la historia acompañaba los años anteriores a la contienda - y la guerra era su evidencia.

"Dios ha muerto - escribía en Berlín Hugo Ball- Se desmoronó un mundo... Se desmoronó una época. Se desmorona una cultura milenaria (...) Las iglesias se han vuelto castillos de arena (...) Arriba es abajo, abajo es arriba... Desapareció la finalidad del mundo a un ser supremo que la mantenga unido. Emergió el caos. Emergió el tumulto".

La ciudad por otra parte, nos cuentan los relatos de la guerra, permaneció en general ajena a las actividades del cabaret, celebradas entre exiliados en un barrio marginal de la misma. Una crónica del escritor Kurt Guggenheim, uno de los pocos suizos que dieron cuenta de aquéllas, nos describe sin embargo una velada habitual en el local:

"Aún con la iluminación total comenzó sobre la escena un gruñir y berrear, un silbar y parlotear, mezclado con el furioso golpear de un martillo que caía sobre un barril hueco.

Cuatro pequeños personajes enmascarados sobre altos coturnos, máscaras de medio metro ante las caras, se movían en círculos con torpes gestos rítmicos. Las máscaras se veían inquietantes, de palidez cadavérica, con agujeros circulares en lugar de ojos, bocas sin labios, serpientes encrespadas como rizos sobre las frentes altas (...) Cada uno de los cuatro emitía un ruido, sólo uno, pero cada vez repetido con más fuerte implicación en la voz. Uno pitaba como una máquina de vapor un sssss interminable. El segundo gruñía un ininterrumpido prrr. El tercero aullaba un muuuh que subía por la médula y el cuarto cantaba en alto falsete ayayay... (...)

Entre la risa y un sentimiento de miedo desgarrado los espectadores cayeron en una especie de ira que se expresó en gritos, pataleo y golpeteo".

Más tarde: "La representación concluyó cuando Tzara puso debajo de su barbilla un rollo de papel que había sacado de un bolsillo en su pecho. En el papel se podía leer "una palabra indecente". Dada la luz comenzó el aplauso".

El cabaret cerró sus puertas a los pocos meses, en mayo de 1916. Durante su breve existencia alguien - Tzara probablemente- había encontrado la palabra "Dadá", un vago vocablo infantil, como referencia a las actuaciones, el estado de ánimo que había presidido aquella primavera.

Se trataba de darle entonces la forma de un cierto movimiento artístico, nuevo, a partir del cabaret. Richard Huelsenbeck se opuso, decididamente a toda forma de organización. Para comentar, ya en el regreso a Alemania: "Dadá hace tiempo que ha cesado de ser un movimiento en el arte". "No se puede crear un movimiento de un estado de ánimo", afirmó al mismo tiempo Ball, que culminadas la representación y el paroxismo, se apartaba de la ciudad.  

Había escrito en su diario: "Salir a escena con esta tensión no sólo agota, desmoraliza. En medio del trajín me invade un temblor por todo el cuerpo. Entonces, no puedo soportar más, lo dejo todo tirado, abandonado y salgo huyendo".

Más tarde, surgirían la historia y los avatares del dadaísmo, el movimiento cuyas ramificaciones, acabada la guerra, se extenderían a Munich, Berlín, Hannover, Barcelona, París o New York. 

A su regreso a Zurich, Ball leería en el Zunfhaus zur waag, el primer "Manifiesto dadaísta", que "podemos interpretar como un anti-manifiesto, porque no se proponía crear algo y no tenía ningún programa a seguir: el programa de Dadá consistía precisamente en no tener ninguno". Se editó el cuaderno Cabaret Voltaire y comenzó más tarde la extensa serie de manifiestos y publicaciones del Dadaísmo.

 En 1917 Ball había vuelto a Zurich y junto a Tristan Tzara habían reabierto el cabaret en una gran sala de exposiciones, en la Bamhofstrasse. Allí expusieron a los artistas más conocidos de la vanguardia de la época. (Kandinsky, Klee, Giacometti, de Chirico, el grupo de Zurich,...). Una descripción de Huelsenbeck comentaría, con cierta amargura, que: "Tzara y Ball inauguraron una "galería" en la que exhibían arte dadaísta, i. e., arte moderno".

Hacia finales de 1920 Huelsenbeck había regresado a Berlín. Kirchner se refugia en los Alpes. Tzara marchaba a París, Hans Richter a Klein-Kölzig, con el cineasta Eggeling. Más tarde a Nueva York. Theo van Doesburg partiría hacia Weimar. Francis Picabia había vuelto ya a Nueva York. Marcel Janco iniciaría una exitosa actividad arquitectónica y pictórica en Bucarest, para terminar viviendo en el estado nuevo de Israel. Hans Arp, junto con Sophie Taeuber, se trasladaría al poco a Meudon, cerca de París. Raoul Hausmann, desde Berlín, recalaría en la posguerra en Ibiza. Segall, "siguiendo el ejemplo de Nolde y Pechstein en busca de tierras vírgenes" se embarca hacia Brasil. Marcel Slodski, que había regresado a Polonia, terminaría sus días en el campo de Auschwitz...

Hugo Ball, junto con Emmy Hennings, se habían apartado del mundo en un pequeño paraje del cantón suizo del Ticino, de donde aquél, enfrascado en el estudio posterior de la mística bizantina, ya no saldría y muere al poco tiempo. 

En algún lugar de sus diarios, Emmy Hennings había escrito:

 "Me voy a casa pronto por la mañana. El reloj marca las cinco, ya se hace de día, pero aún está encendida la luz en el hotel. El cabaret por fin ha cerrado".



martes, 11 de agosto de 2020

Diario de la peste. II






Desde Castilla, noticias de lugares remotos. Me escribe G. enseñándome las fotografías de una casa que han remodelado cerca de Sineu. Era una antigua casa de payeses, en no sé qué alquería del pueblo. La remodelación es excelente, respetando la antigua disposición de las estancias, y utilizando el revocado de las fachadas, la geometría nítida de paredes, dinteles y huecos; una presencia del barro y la tierra en los muros como sólo en la isla saben conseguir.

Lo que no sabe G., no puede saber, es que la fotografía de la casa dibuja una cierta nostalgia. En la imagen cae un sol de plomo sobre la vivienda y la alberca, y entonces recuerda perfectamente el paisaje de sol y piedra de Mallorca, los días a la sombra en las fincas, las noches de cenas en alguna casa semejante, esperando un frescor que nunca venía finalmente.

Es grato estos días el silencio del campo. Pero es también tan propicio a la evocación. Unas imágenes de la diosa Artemisa, que consulto en algún momento, remiten a una mañana de agosto en el Museo de Atenas. Otras, del claustro de una abadía cisterciense del Mediodía, nombran unos días lluviosos en la Provenza. Una estación de tren en Centroeuropa. Un parque con estatuas en Bulgaria. Los puestos de libros sobre la orilla del Sena… En el sosiego del jardín, este horizonte conocido, tan lejos de todo ahora.





Regreso esta mañana del mercado de los domingos, que han vuelto a abrir en el pueblo. Me acerqué a comprar las cerezas que siempre traen los serranos al comienzo de la temporada. Pude tomar un café con la prensa en el bar, casi vacío. Estaba nublado y hacía frío, y apenas había algún puesto en la calle de los que vienen normalmente. El matrimonio de San Valero había bajado con su furgoneta y pude comprar las cerezas nuevas.

Hablé con los serranos, con alguna gente que me había encontrado en la plaza; todos protegidos detrás de sus mascarillas…. Luego recordé, como he recordado estos días en que una cierta normalidad ruidosa, veraniega y banal ha retornado, esa vaga aspiración, difusa, que se concreta en el sueño del retiro: un monasterio benedictino a veces; un templo zen en el norte del Japón; una abadía apartada en las montañas de Armenia. Y pensé también que ese sueño de alguna manera, inadvertido, se había cumplido  los días anteriores. 







Ha pasado el tiempo en el campo. Una sensación al principio como de monacato- el que a veces nombramos. La ausencia de ruidos en la finca, la ausencia de gente en los pueblos, los días que transcurren en este lugar ya aislado.

Con el verano ha regresado la gente a las calles; los tractores han vuelto a circular por la finca; se oyen los camiones en la carretera; he tenido que volver a la ciudad – Salamanca – por distintas gestiones… Hablando con Juan, que viene una tarde a verme a la finca, comentamos acerca de esos raros días en los que salíamos solos al monte, por unos caminos en los pueblos en los que no se veía a nadie, éramos los únicos viajeros de un mundo que se hubiera refugiado, encogido, en alguna otra parte.




Noticias dispersas de la otra parte. Jorge está aislado en su residencia en la sierra de Gredos. Con su rara capacidad para la supervivencia lee la mayor parte del día en una habitación sobre un balcón que da a la montaña. Sale a pasear por el pueblo, escribe aún en alguna publicación local. Le visitan antiguos conocidos, mantiene las noticias de los amigos que le llaman o escriben de vez en cuando. No tengo ninguna intención de regresar a Madrid, me dice. Lo único que quiero es que vuelvan a abrir la terraza del bar de Cadalso, a la que solemos ir alguna tarde. 

En Madrid está ya Andrés, en su piso de Aluche. No sale de allí, no ha visto a nadie. Alguna tarde ha bajado a un bar en la esquina. Se ha emborrachado solo. Tiene la intención de pasarse por la taberna del centro, que ha abierto ya hace tiempo. Yo no le puedo dar noticias de ella. Hablé con José, con Nacho, al principio de la cuarentena. Luego, no he vuelto a saber nada. Alguien me contó que P., de regreso de Taiwan, se había acercado por allí pero no había encontrado a nadie. Carmen me dice que alguna vez quedaba con las amigas por el barrio de la Plaza de Santa Ana. Tomaban una cerveza rápida, luego regresaban a sus casas. Manuela ni siquiera las ha visto. Va de la biblioteca a casa, me cuenta, sin pararse en otra parte. Fátima marchó hace rato a Denia, en la costa. De la ciudad tampoco me sabía dar noticias cuando hablaba con ella. No tenía nada que contar o no ocurría nada en las calles. Ángeles, con quien he hablado casi a diario, no salía apenas de casa, empezó a acudir al estudio a pintar por las mañanas, regresaba luego sin haber visto a nadie. En el Museo han inaugurado una exposición que no nos interesa. También otras en un centro oficial, de unos conceptuales históricos, a las que tampoco hubiéramos acudido. Otros conocidos están publicando su obra en internet: imágenes que circulan en un lugar u otro de la red, como un remedo de la presencia física, de una exposición real que de todas maneras se había hecho problemática en estos últimos años. En el Círculo abren una muestra de fotografía japonesa, que se anuncia acompañada de una excelente publicación. Quedamos en ir a verla cuando regresemos, en algún momento. C. escribe desde Australia. Concha ha marchado, dice que por el momento indefinidamente, a la casa de Ronda. Ignacio envía las imágenes de unas conferencias que ha dado en Galicia, adonde lleva viviendo hace unos meses. No tienen público, excepto el cámara. Circulan por la red, nombran una aldea irreal, en un monte que seguramente tampoco existe. D. vaga por unos pueblos de Cádiz extrañamente vacíos. Me envía una fotografía del faro de Trafalgar solitario, un tanto melancólica. No he vuelto a saber, no he querido saber nada de V. La ciudad ha quedado extrañamente lejos, este tiempo, y no sabemos cuándo volveremos a ella.






Otras son las noticias, los lugares más remotos, que retornan a este tiempo en el campo. 

Fátima escribe desde la costa. Da algunas noticias de una cotidianeidad típicamente agosteña. Sólo a veces, en algún mensaje desde el veraneo moderno, se trasluce algo del antiguo paisaje del levante de nuestras tías, de nuestros padres.

Curiosamente, Ricardo, que viene desde Alicante estos días, me trae una fotocopia de los diarios de peregrinación de nuestra tía Concha en los años 60, cuando emprendía, sola y terca, esa larguísima ruta a pie hasta la imagen de la Virgen del Pilar en Zaragoza, en cumplimiento de una promesa que nunca reveló a nadie. Ricardo quiere utilizar algunos fragmentos para un oratorio que está componiendo. Había encontrado el diario en la casa del Huerto y ahora quiere utilizarlo como texto para la música, con el motivo de los peregrinos.

En las notas de la tía Concha, se trasluce el reflejo de un paisaje de Valencia que ellos conocen desde la infancia y que en ese momento ya se estaba desvaneciendo entre un turismo masivo y hortera. Los apuntes sobre los lugares que recorre, el árido camino entre carreteras nuevas y urbanizaciones que han ocupado el horizonte. Entre bares y hostales de los pueblos la tía visita los santuarios que aún restan en la región, cuyos ritos y orígenes conoce perfectamente. Recuerda esos mismos lugares de los tiempos de la guerra, cuando iban a buscar arroz o verduras, a pie con unas primas, que cambiaban por no sé qué baratijas o un dinero que no tenían. Nombra la ascensión luego desde la costa masificada a unos lugares en la serranía de Teruel que se van vaciando paulatinamente, en un mundo que va quedando a trasmano en la montaña. La cálida acogida más tarde de las gentes de los pueblos de Aragón, cuya brusca hospitalidad ella agradece abiertamente. El recuerdo de los crímenes de la guerra, aún.

Y la noción de una fe profunda, austera y sin concesiones, en su viaje solitario, su esforzada peregrinación, una mujer gorda y cansada a solas por una España seca, con su conciencia.






En una reunión familiar en el campo alguno de los parientes jóvenes nos pregunta por la historia de la familia en la guerra, que ellos han oído apenas nombrar. O que desconocen por completo. En el relato de aquellos años trágicos figura el fusilamiento de algún familiar, delaciones, patrullas de milicianos que se presentan de noche en las casas ya vacías. El generoso asilo de una embajada o la huida precaria e incierta de la abuela con unas niñas pequeñas - que son sus hijas y sus nietas - rodeadas de la ferocidad de las detenciones, la arbitrariedad de los facinerosos de turno - y la colaboración del gobierno de turno.

Con el tiempo la historia se ha llenado de imprecisiones. Alguien, más joven, expone la noticia de unos lugares y unos personajes de los que los otros nunca han oído hablar. Las primas mayores, con desgana, acceden a contar de nuevo el relato de aquellos días: las persecuciones en Madrid, el barco que espera en la costa, el precario viaje desde Marsella, la llegada por fin a la tranquilidad de la finca - en donde se habían refugiado los familiares y amigos más diversos, acogidos todos por la generosidad del abuelo. Una tórrida mañana en que vamos a visitar a nuestras parientes, aisladas ahora en una dehesa cercana a Ciudad Rodrigo, resurge la narración de aquellos días.

Un relato que se había quedado adscrito a la memoria de la familia, una narración en la estantería de los recuerdos, se ha poblado esta mañana de un raro malestar; una actualidad como improvisada, de pronto. Pues, sin que nadie lo diga explícitamente, todos la rememoran en alguno de los personajes de este momento; en la barbarie reciente, en el exilio del rey por último, el retorno de un relato que por lo demás había quedado arrumbado en la biblioteca de los libros viejos. Con el calor y el prestigio de todos los cuentos del pasado.






La noción de un veraneo antiguo, original e inmóvil, que resurge en los lugares más insospechados, más distantes. Es el que evocan unas casas en la costa, un chalet sobre la ría, en un viaje que efectuamos a la bahía de Pontedeume, a Santiago más tarde, en una calurosa tarde de agosto. La ciudad a la noche nombra otro paisaje también antiguo, un escenario de piedra y frontones partidos, y escaleras en espiral, columnas salomónicas y pináculos oscuros, y estípites invertidos. Y ceremonias en las plazas y la noción del remoto destino de una peregrinación que hubiera comenzado mucho tiempo antes. Nublada de pronto, en medio del calor asfixiante de estas fechas, la ciudad sugiere siempre, no sé por qué, la idea de un invierno lluvioso, de las calles mojadas y el reflejo del agua en la acera.

Un verano inmóvil, atemporal. Aparecía en los Racconti del príncipe de Lampedusa, en su caso en los palacios destartalados y luminosos de Palermo o Santa Margherita di Belice, en una isla calcinada por el sol y los recuerdos. En el Báltico de la iniciática novela "Un ardiente verano" de Eduard von Keyserling. Pero también en algunas páginas, aquí o allá, de un Truman Capote sureño, de la escéptica - y sureña asimismo- Eudora Welty. O el melancólico Scott Fitzgerald del The Beautiful and Damned. En la descripción del Corfú ensimismado de Prospero´s cell de Lawrence Durrell. O, más cercano, en el relato un tanto cínico sobre un veraneo en el norte de Juan Benet, su "Así era entonces". O las páginas sobre un Madrid vacío en agosto del Aldecoa de "Los pájaros de Baden Baden".

En algún lugar de su voluminoso Danubio de Claudio Magris éste nos cuenta:

" Llego a Histra, Istria, la ciudad muerta que lleva, para mí, el nombre del verano y los lugares familiares. Es extraño llegar a esta hora, y aún más extraño llegar solo - esa palabra, Istria, va ligada a la luz absoluta, al pleno día, a una vecindad desconocedora de la soledad". Su viaje está finalizando, el río se pierde en el mar, y en su extremo, el escritor recobra el nombre del origen, el verano.

Otras voces, otros nombres, sobre los días ciertamente extraños.




Un mundo finalizaba, abruptamente, en el incendio que al fondo cierra la novela "El reino dividido",  final de la Trilogía Transilvana de Miklos Banffy. Todo el extenso relato, todos los personajes, todos los salones, los jardines, los palacios, los bosques y las tabernas de la prolija narración quedan de pronto clausurados en una luz, crepuscular, que desde la colinas distantes alcanza el pueblo, con el castillo familiar en lo alto.

La clausura de un mundo, la Mitteleuropa del Imperio Austro-Húngaro, que se desvanece melancólicamente para no dejar sino restos de su supuesta permanencia a su término.

No sé qué hace el recuerdo del reino perdido estos días en la estepa castellana. Pero después de la obsesiva lectura de la trilogía del novelista húngaro - que, confinado en la soviética Rumania no pudo regresar a su desaparecido país hasta 1947, para morir al poco - es una noción que encuentro asimismo en La huida del tiempo, el libro de notas y ensayos personales de Hugo Ball, uno de los fundadores del Cabaret Voltaire en la Suiza neutral durante la guerra. En cuyas páginas asoma la descripción de un mundo, en su caso la Alemania guillermina, que también finaliza con la Gran Guerra - y él, en un pueblo perdido del Testino italiano en la posguerra, de donde no vuelve a salir. O también en las memorias del pintor expresionista George Grosz -  A little Yes and a Big No  - que describen el Reich que concluye. Y su viaje posterior a Estados Unidos, desde donde recreará la Pomerania, el Dresde, el Berlín en ascuas que ha abandonado con el ascenso del nacional socialismo. No hacía falta leer además al clásico Joseph Roth, que muere en París, y cuyo tema recurrente es el de la pérdida del universo de la Doble Monarquía. Pero releo su Fuga sin fin, y de nuevo resurgen la antigua Viena, la nobleza provinciana, la Rusia de la revolución, el regreso a una Austria sin emperador ya y cuyas calles el protagonista no reconoce...

Sobre el verano insólito la noción de "Los últimos días de la Humanidad", como había titulado el austríaco Karl Krauss su sátira vienesa - sobre un escenario que, ya, se estaba desvaneciendo. A despecho de su pretendida permanencia, su indefensión frente a los nuevos tiempos.





"Esplendores de lo pequeño", había titulado en algún momento mi amigo J., que está releyendo a Josep Pla de nuevo, su minucioso redescubrimiento de los cuadernos del escritor ampurdanés este verano. Como esplendores de lo pequeño o algo así, le describo a S., que me da noticias de la capital estos días, las inexistentes nuevas de la comarca, tan lejos ahora. El médico, Antonio, ha vuelto a aparecer en el pueblo. Con un amigo común nos sentamos en la plaza, con un café, y comentamos sucesos taurinos que ambos recordamos. Los sucesos son, de pronto, extrañamente antiguos: una tarde tremenda en un pueblo de la provincia, un torero joven de quien nadie ha vuelto a saber; una fiesta en Ledesma en la que un desconocido bordó el toreo un instante... Nuestro amigo, que regenta un comercio destartalado y profuso en los soportales del ayuntamiento, nos hace notar que de todo lo que estamos hablando han transcurrido ya temporadas. Pero es que de este año no podemos hablar nada, le advertimos, que no sea la ausencia de sucesos, la suspensión de las fiestas, las tardes en el campo sin ningún otro vecino en el horizonte...

Otro día, en una comida en el mesón de la carretera, Jesús nos comenta que ha enviado todos los toros de la temporada al matadero. No había ninguna salida para ellos. Cuando llegó el camión que los conducía a la carnicería, otros camiones, nos dice, estaban aguardando a la puerta. Con Luis, que ha perdido a su madre hace poco, recordamos anécdotas de ésta, escenas de la finca en la que vivió siempre, sucesos de un tiempo que, alguien advierte, semeja irremisiblemente remoto. Hasta el punto de que si alguno nos escuchara no podría saber de qué lugar, de qué tiempo, de qué escenario insólito estamos hablando.

En la calma de lo pequeño - las noticias, inquietantes, llegan de más allá - el atractivo, la seducción de los viajes a una otra parte. Releo el libro de Magris sobre una Trieste en los confines del Imperio, entre el Imperio en decadencia, una Venecia ancestral, los Balcanes tan cerca. Una biografía de Joyce, su extraña relación con una Irlanda de los orígenes a la que nunca - a excepción de un breve viaje - regresa. Una guía sin nombre, excelente, sobre Venecia que veo en casa de M. y luego me presta, y que reproduce todos los cuadros del Giorgione, los Carpaccio, Tiziano o Bellini, junto a las portadas de la Giudecca o los arrumbados palacios del Canal. Repasando la guía hace frío de nuevo en Venecia, tal como hubimos de descubrir un invierno lluvioso, y yo recuerdo un café oscuro frente al Arsenal, la lluvia que no cesaba fuera.




sábado, 9 de mayo de 2020

Una quinta en las afueras





 La guerra había terminado hacía algún tiempo: indefinido, del que los relatos de la época no dan fechas precisas. Sino que de algún modo existía como un suceso anterior.

Era curioso. La novela de los 50 no se constituye a veces como una narrativa de la historia sino, en ocasiones, como la novela de un tiempo en suspenso, lejos de cualquier lugar. 

En un relato como "Los bravos", de 1954, característico del quehacer de Jesús Fernández Santos - y con él de la narrativa de su generación - el pueblo que se nos describe, vagamente situado en la montaña leonesa, manifiesta su existencia después de un suceso, la guerra, que ha tenido lugar en algún momento, y cuyos episodios se recuerdan en sus calles de tanto en tanto. La guerra había terminado con la desazón del estado de cosas anterior a aquélla; y con el paisaje político y administrativo de aquellos años. La región tal como es ahora es la que pervivió después de la contienda.

Por qué entonces esta sensación de un territorio y un paraje sin historia, sin referencias al transcurso del tiempo y de unos acontecimientos - los de la propia guerra - que sucedieron en un momento impreciso... Y en su lugar la sensación de un tiempo y un lugar detenidos, inmóviles desde siempre: en suspenso, sin ningún acontecimiento.

"En el pueblo no pasa nada", dirá una crítica posterior de la novela. Y el propio escritor, refiriéndose a ella, comentará: 

" Dice Faulkner, hablando de novela, que la finalidad de todo artista es detener el movimiento de la vida y mantenerlo fijo, de suerte que, cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a ponerse en movimiento en virtud de que es vida precisamente". [ 1 ]

Es la misma sensación que acompaña tantos lugares de la posguerra: la del tiempo en suspenso, inmóvil, lejos de la historia. "Esta sociedad barcelonesa es un reflejo de las posibilidades de una España de posguerra, en la que no pasa nada y de la que no se lleva nada", dirá una reseña de "Nada", la primera novela de Carmen Laforet, que había irrumpido en la narrativa de la época con el Premio Nadal de 1945. 

Las ciudades en suspenso...Nada ocurre en Ávila, escenario de la primera novela de Miguel Delibes, "La sombra del ciprés es alargada" de 1948. ("Una Ávila no protegida por sus murallas, sino encerrada en ellas"). Es la sensación, entre otras, que acompaña a las calles de la ciudad provinciana y tediosa, sin acontecimientos, que recoge Juan Antonio Bardem en su película Calle Mayor, bajo los soportales de una avenida sin nombre (que eran en realidad las calles de Palencia o de Cuenca). Nunca pasa nada se titula una película posterior del director de cine, de 1963, rodada en la burgalesa Aranda de Duero. "La película se sitúa en un imaginario pueblo llamado Medina del Zarzal, que puede ser cualquier ciudad pequeña de la España de entonces", explicaba una reseña del estreno de la misma.

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Debían de existir todavía aquellos escenarios... Esa suerte de territorio urbano en los límites de la ciudad, de difícil denominación, sin mapas precisos, sin numeración en las calles o, en última instancia, sin calle siquiera. El poeta Jaime Gil de Biedma dedicaba un poema de su libro "Compañeros de viaje" de 1959 a la zona que en la noche acechaba a la ciudad, desde fuera, sin referencias. Lo tituló precisamente "Las afueras". (Las afueras se intitula asimismo, una de las mejores novelas de Luis Goytisolo, - ganadora en 1956 del premio Sésamo y en 1958 del Biblioteca Breve de novela - en realidad una serie de relatos cortos).  [2]

Las afueras son grandes,
abrigadas, profundas.
Lo sé pero, no hay quién
me sepa decir más?

Ciudad
ya tan lejana!

Una región sin términos precisos... “Más allá de la última parada" era el nombre de un cuento de Ignacio Aldecoa del año 1959, en el que el protagonista se dirigía a ese territorio sin marcas, en el límite, en el que la única denominación era que estaba "más allá": 

"El paisaje le era enteramente desconocido. A su derecha, una larga pared cortada de improviso deja ver un campo de trigo mísero, apenas crecido, surgiendo a continuación hasta parecerle interminable. A su izquierda, la acequia, la calzada de la carretera, la acequia del lado opuesto y una alambrada de espinos acotando tierra parda, sin labrar; diríase tierra sin dueño".   

La ciudad, que el hombre había dejado atrás, estaba muy lejos de pronto.

"A sus espaldas, la ciudad se difuminaba en la neblina azulenca, de la que surgían altos edificios, negros, con las ventanas reflejando en sus cristales una luz mineral (…)Vio la última fuente de la ciudad, vio el verdadero hito del final de la ciudad, aunque ésta quedaba muy atrás...".

Más allá de las calles hay un territorio sin marcas. No tiene nombres, que pertenecen a lo definido, a la urbe. En otro relato anterior de Ignacio Aldecoa - "Quería dormir en paz" del año 1953 - dos guardias tropezaban con un hombre indocumentado en un paseo. El hombre no sabía explicarles dónde vivía. Estaba al otro lado del río. No tenía nombre.

“- ¿Dónde vive?
- Al otro lado del río, cerca del Puente Grande.
- ¿En qué calle?
- No es una calle.
- ¡Cómo que no es una calle!
- No, es que vivimos allí algunas familias".   [ 3

(Juan García Hortelano, en sus "Nuevas amistades" en 1959 había recreado este lugar sin nombres ya, al que se accedía desde el centro de la ciudad y su paisaje con rótulos:

"Caminaron por calles desconocidas para Gregorio. Juan se detuvo al final de una de ellas, en un descampado.
- ¿Qué es esto?
- Allí - la mano indicó unos desmontes parduscos, más allá de unas casuchas y un edificio de ladrillos rojos - están las vías del ferrocarril").

Paradoja de la literatura de posguerra, la denominada a grandes rasgos novela del realismo, ésta, en sus mejores momentos, y a despecho de la imposición teórica de la época, que la obligaba "a dar cuenta de las circunstancias históricas de la época", nos describía un espacio al margen de la historia, al límite de la geografía, en un tiempo insólito. El del escenario de los límites de la ciudad, los barrios sin nombre, el tiempo sin acontecimientos de los solares extremos, las quintas aisladas, de las ventas suburbanas.

Quizás aún perduraran las colonias de hoteles, ensimismadas y al margen... Barcelona, sede urbana de la colonia de escritores de la editorial Seix Barral - la otra era el Hotel Formentor, en Mallorca, o el Hotel Suecia, cuando acudían a Madrid a seguir departiendo entre copas - era una ciudad ejemplar en ese sentido. Rodeada de colonias en dirección a la costa o al Tibidabo, nada más cruzar el Puente de Vallcarca la urbe se disolvía en un amable caos de hoteles en las colinas, de jardines encrespados y profusas verjas oxidadas, que no podían sino guardar quién sabe qué secretos al margen del tiempo. A despecho de la obligación del concurso del Premio Biblioteca Breve, al que los autores frecuentaban, de que "el Jurado tomará primordialmente en consideración aquellas obras que por su contenido, técnica y estilo respondan mejor a las exigencias de la literatura de nuestro tiempo”.

Las "exigencias de nuestro tiempo"... A los barceloneses el tiempo sin referencias se les escapaba, en medio de aquellos hoteles donde la ciudad se había clausurado en un momento incierto. 

En algún lugar de sus memorias, el poeta y editor Carlos Barral hablaba de su llegada, recién casado, al barrio de San Gervasi:

"Las calles y callejas estaban en su mayor parte formadas por humildes chaletitos de dos plantas, con ventanas orladas de adornos finiseculares al gusto del albañil y había corralones y vaquerías que olían a fuertemente a pelo de animal estabulado(…) y forjas artesanales y tiendecillas diminutas y raras".

En una visita al editor Jaime Salinas, que habita en ese momento en un chalet cercano al remoto Puente de Vallcarca - y a los jardines del Turó del Puxet - el poeta Gil de Biedma anota:

" Luego bajamos al jardín. Aprieta el calor, canta un pájaro, - hay una pajarera en el jardín de al lado-, huelen los árboles. Siente uno que aquel mundo lentísimo aún sigue ahí, tapado por el estruendo de la vida (...)".    [ 4]

La definición más precisa, - aparte de una referencia casi constante en todas las obras a cierta guerra civil ocurrida en el pasado - fuera quizá la del propio Gil de Biedma, cuando declaraba: " Yo nací en la edad de la pérgola y el tenis". Definición inolvidable que nos remitía de nuevo a tardes inacabables en jardines secretos, invisibles desde afuera.

Pero es que, a despecho de las imposiciones teóricas de un J. P. Sartre omnipresente en aquellos años - y de la expresión "nuestra época" referida al franquismo y al imperialismo yanqui a partes iguales - al propio Biedma se le escapaba en cuanto podía la noción de cierta intemporalidad latente en el fondo de una poética formada en noches inagotables, y en los barrios de imposible certeza de aquella Barcelona de fiestas y jardines privados.

Como cuando nombra en "Barcelona ja no es bona...":

Algo de ese momento queda en estos palacios
y en estas perspectivas desiertas bajo el sol,
cuyo destino ya nadie recuerda.

Quizá. O esas colonias de veraneo, en la costa o la montaña, donde todo acontecimiento carecía de referencias más allá, y era la repetición de un verano igual: absorto, mudo, sin marcas. (Juan García Hortelano, entre otros, lo dibujaba en su conocida novela "Tormenta de verano". O Ignacio Aldecoa en la melancólica "Los Pájaros de Baden-Baden"). Era curioso: en un lugar de veraneo, en el pueblo de San Rafael, había situado Jesús Fernández Santos un breve cuento, "El primo Rafael", donde se narraba como una historia lineal, con fechas y lugares concretos, el comienzo de la guerra que a él, estudiante de Bachillerato, le había sorprendido en la colonia de veraneantes. Era el mes de julio:

"Nunca había visto los chalets envueltos en aquella bruma cenicienta que ascendía prendida a los pinos hasta tornarse como un fuego dorado en el aire. Ni la explanada ante las casas, naciendo en sus infinitos detalles al primer sol del día, surcada hasta donde la colonia terminaba, por las sombrillas escuetas de los cardos".    (5)

Más tarde, una nueva urbanización iba a arrasar ese paisaje. Y el espectáculo global clausuraría la posibilidad de todos los territorios al margen.

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 En "Volverás a Región" la emblemática novela de 1967 en donde Juan Benet recreaba - una vez más- el mítico territorio de Región, la fantasiosa comarca situada vagamente en la montaña leonesa, el escenario poco a poco iba perdiendo su teórica localización para ir adentrándose, según se ascendía por el páramo y la montaña, hasta Mantua, la inalcanzable región del Numa, su no menos mítico guardián. Allá donde muy pocos accedían y, desde luego, ninguno regresaba.

Hasta un cierto lugar la comarca aún poseía nombres propios: el río Torce, Bocentellas, la Torre de don Salvador... Más allá los nombres se pierden, y aún las referencias. Y es en torno a este territorio, situado en el límite, más allá del mapa y la historia, al que la novela va a hacer constante mención, a su obsesiva y remota presencia.

Éste es, de nuevo, un lugar de momento impreciso, donde todos los sucesos son anteriores, sin historia.

“La gente de Región - nos dice Benet - ha optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono".

Y en su estupor impreciso, en su paraje innombrable y suspenso, se establecerá de nuevo el relato. Sin acontecimientos, sin sucesos. Que no se refieran, una y otra vez, sino a una morosa, ausente repetición.

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El escultor Alberto habría hablado de sus primeros encuentros con Benjamín Palencia, el pintor de Barrax, alrededor de 1927. Frente a la noción de París en el horizonte - adonde en uno u otro momento tantos artistas plásticos iban a parar, entre otros el propio Palencia - ellos eligen un escenario más inmediato y cercano, teñido por la marca de lo suburbano, en los alrededores de un Madrid que aún conserva la memoria y los signos del origen rural de sus habitantes. Y de sus calles y sus casas, tan próximas aún a un extrarradio que no ha trazado todavía el corte, tajante, con el mundo rural que lo rodea. (Antes, hacia 1926, se había iniciado la amistad del toledano con el escultor canario Francisco Lasso, en el Café de Oriente. Según se nos relata en otro lugar "Ambos recorren los alrededores de Madrid, buscando motivos de inspiración en suburbios y campos”).    [6]

Alberto y Palencia inauguran, según las palabras del escultor, la costumbre de citarse todas las tardes, "hiciera el tiempo que hiciera", en un andén de la estación de Atocha. A partir de ahí, y siguiendo en cierto modo el itinerario paralelo a las vías del tren, su periplo cruzaba por los barrios del este de la capital hasta Villaverde Bajo, para alcanzar finalmente el pueblo de Vallecas, un villorrio manchego y campesino aún, en donde, sobre un austero cerro rebautizado como Cerro Testigo, divisaban la llanura, gris y de estériles barrancos, de los alrededores.

Con el tiempo, diversos personajes se irían incorporando al periplo vallecano de aquellos - como Moreno Villa, Maruja Mallo, Rodríguez Luna, Luis Castellanos, el poeta Alberti y aún el propio García Lorca, según testimoniara años más tarde el recuerdo del tabernero de Vallecas.

Clausurada la costumbre peripatética por la Guerra Civil - en donde el poblado de Vallecas fue frente militar durante algún tiempo - otra tradición nos habla de cómo el periplo y la estética de los campos desolados, se habrían reiniciado en cierto modo con el encuentro de un grupo de jóvenes pintores, aún en la Escuela de Bellas Artes, con la figura un tanto iniciática de Benjamín Palencia. Quien, poco a poco, iría descubriéndoles de nuevo los rituales de aquel itinerario suburbano y manchego que la contienda había clausurado. Flotaba, vago, el recuerdo de la estética del escultor Alberto y Álvaro Delgado, el mejor narrador del grupo, reconocería siempre que aquél había sido "el descubridor de aquel paisaje de greda y cal" que luego ellos reconocían en el pueblo madrileño, en las eras, los cerros y las ventas de aquel itinerario. En algún lugar, Maruja Mallo - en una conferencia ya en Buenos Aires en el año 39 - recordaba aquel escenario que, según ella, "se desborda hasta las ciudades":

"Las faenas, las noches y los días, compenetración de arados y lunas, soles y hoces, graneros y estrellas. Campos agostados y deshechos por las heladas donde el pan, el vino, el aceite, se desborda hasta las ciudades, se extiende hasta el mar". (7 )

Unas fotografías en el opúsculo de Raúl Chávarri sobre la denominada "Escuela de Vallecas" en 1975, nos lo describen, el escenario antiguo y reconocible. Los campos sin árboles, los cerros secos, las casas de labranza, un merendero en medio de un camino, la ciudad a lo lejos.

La ciudad en el horizonte... Mito o realidad, la denominación posterior de la llamada "Escuela de Vallecas" hacía alusión, de nuevo, a la presencia de este escenario de las afueras en la poética de la posguerra.

En un relato posterior, el pintor Álvaro Delgado narraba el itinerario del mismo:

“Quedamos citados en el malecón de la estación de Atocha e iniciamos la marcha hacia el pueblo de Vallecas (...) Recuerdo que era un día gris, hacía frío y los pocos árboles que flanqueaban el camino no tenían hojas. Hicimos parte de la ruta por la carretera general de Valencia y ya próximos nos metimos campo a través para ver la pequeña villa desde la vía del ferrocarril de Barcelona. La torre de la iglesia se alzaba sobre un paisaje de casas de labor, rastrojeras y tierras de barbecho. Al fondo, un cerro grande salpicado de manchas de tomillo”.

Y, más adelante:

“Algunos pares de mulas retornaban del trabajo a la cuadra cabalgados por hombres de campo, sin edad. Entramos en el pueblo, deambulamos por las calles y pasamos a un viejo café que había en la plaza, junto al Ayuntamiento y donde un grupo de campesinos se calentaba junto a la estufa”.


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Aisladas, en tierra de nadie, en un tiempo cuyos últimos acontecimientos se han clausurado en un momento anterior que casi nadie recuerda... La narrativa de la llamada "Generación del Medio Siglo" retorna una y otra vez a estas quintas, estos jardines arruinados, estos símbolos - gárgolas, fuentes, cariátides, verjas cerradas - de una remota celebración que ya a nada remiten.

“De entre todas las quintas de la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de la más modestas, era una de las mejor emplazadas". Con esta alusión a una quinta apartada, se inicia Una meditación, una de las novelas más conocidas de Juan Benet.   [8 ]

Su escenario, inevitablemente, remite a un momento anterior del que los jardines, las verjas arruinadas, el aislamiento de las colonias, apenas guardan eco. 

"Rara vez se había abierto aquella puerta del jardín de atrás, que permanecía todo el año cerrada con un candado enmohecido y atrancada con una barra de fundición (…)

En otro tiempo la casa había tenido un cierto tono; una residencia de tres plantas, construida en un cuartel apartado con la honorable pretensión de figurar un día en el centro más estricto de un futuro barrio distinguido".

Comenzaba el relato "Después" del mismo Juan Benet. El cual, cuando alude más tarde al presente de la mansión, lo hace describiendo su abandono:

"(…) condenada para siempre, rodeada de huertos malsanos, pequeños y negros, y vertederos humeantes y pirámides de bidones vacíos, y chabolas de chapa, y lonas y charcas de agua parda...". Era un tiempo del después, como el título proclamaba - y de una presencia como la del sureño William Faulkner, que el escritor siempre reconoció, sobre la prosa del relato. Pero también sobre la noción, como en los legendarios condados del sur de aquél, de un pasado aristocrático ya desvanecido.

El relato de un tiempo ya detenido, que sucede después de unos acontecimientos que tuvieron lugar en el pasado, y en un lugar que se sitúa más allá de lo nombrable, un espacio en suspenso igualmente, se repite en los cuentos del autor situados vagamente, una y otra vez, en torno a ese lugar que es Región - al norte, en un territorio que recuerda también, imprecisas, las comarcas de la montaña de León. Una novela corta como Baalbec, una mancha - incluida en el libro Nunca llegarás a nada de 1958- recreaba de nuevo el retorno a un lugar donde todo había sucedido en otro momento. Pero cuya huella, silenciosa y ominosa, llegaba hasta el presente.

"Yo había vuelto a Baalbec para contemplar un jardín talado, una chimenea torcida, unos grifos secos, las manchas de humedad en las paredes de un salón reducido, un balcón de metal deployé con sus chapas levantadas, oxidadas y rotas; una fachada salpicada de agujeros, por donde se vaciaba el contenido de una fábrica de cascote suelto y madera podrida".

En "Las afueras" la novela con la que Luis Goytisolo ganaría el premio Biblioteca Breve en 1958 el primero de los relatos se iniciaba con la referencia a una finca de nuevo, a la que el protagonista regresa después de un tiempo que no alcanzamos a medir. Era una quinta, una villa en las afueras.

“Durante un cierto trecho no era posible ver de la casa más que aquella torre asomando sobre los árboles del jardín, envuelta en viña virgen ". Más adelante, se repite la configuración melancólica de aquella quinta entre lo rural y lo urbano. “Era una construcción ochocentista, mezcla de masía y villa de recreo".

La constitución nostálgica de estos lugares del relato se reitera en las condiciones de la propiedad. Ésta, La Mata, había conocido tiempos mejores.

“De las tierras en las que habían trabajado más de veinte jornaleros, ahora se ocupaba una sola familia, más en calidad de guarda que de otra cosa y el bosque y las zarzas fueron invadiendo los sembrados ".  [9]

En este escenario limítrofe ya, en donde todo suceso se remite a un tiempo anterior, clausurado en virtud de una antigua condena, cuya formulación nunca se enuncia, se desarrolla, a partir de su incierta geografía, el relato, todos los posteriores acontecimientos.

El novelista Juan Marsé había hecho alusión a este escenario marginal, desde luego, en su excelente recreación del barrio del Guinardó - hoy desaparecido - en su " Si te dicen que caí", o, más adelante, en "Ronda del Guinardó". Todo el hipotético acontecimiento de la novela "El Jarama", la tan citada creación del joven Sánchez Ferlosio, - si es que alguno hay - transcurría en un merendero banal del banal escenario de las afueras del río Jarama, en un periplo dominguero y sin sentido alrededor de la ciudad.


Juan Benet, desde luego, regresa una y otra vez a este tiempo de las quintas, de los hoteles en las afueras.

Como un ejercicio casi emblemático, el cuento "Duelo" -incluido en "Nunca llegarás a nada", su primer libro de relatos del año 1961, que pasó completamente inadvertido en su primera edición - incluye una descripción de la casa más allá de la villa. Y más allá, en cierto modo, del tiempo de ésta.

“La casa se hallaba en las afueras del pueblo, en un lugar a trasmano visitado algunos domingos templados por unas pocas parejas de excursionistas. Una quinta residencial desplazada de lugar y de estilo (...) rodeada de una pequeña huerta baja, que hoy es una selva de corpulentos matorrales; erigida sobre una terraza de años ha desaparecidos jardines italianos (...) Empero se conservaba todavía un antiguo cenador estilo floreal, un montón de herrumbre, junto a una fuente (...)".

Y, en otro lugar del libro, como un escenario que se reitera, los emblemas del mismo escenario: la verja que se oxida, la puerta clausurada, la maleza del jardín... En otro relato describirá a "la señorita Amelia, una de las más significativas reliquias de las grandes familias ".

Paisajes de después de la historia, escenarios clausurados, periplos sin destino...Olvidado el origen, pero en cierto modo condenados a su oscura presencia, Mantua, la finca inalcanzable, el Numa, su misterioso guardián, flotan sobre Región, la comarca emblemática sobre la que retorna a veces la narrativa del escritor. Pero "En Región apenas se habla de Mantua ni de su extraño guardián" nos recuerda éste.

Se reiteraba la advertencia barcelonesa de Gil de Biedma

estas perspectivas bajo el sol
cuyo destino ya nadie recuerda

El tiempo había quedado en suspenso, de nuevo. Estas quintas, estos lugares de los límites, estos emblemas ya sin sentido, lo nombraban. En paisajes sin historia, escenarios de las afueras.


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[ 1 ]  en www. jesusfernandezsantos.es

[2 Luis Goytisolo Gay     Las afueras     Barcelona, ed. Seix Barral,  1958.

[ 3]  En   Ignacio Aldecoa   Cuentos completos   ed. Alfaguara, 1995.

[ 4]  Jaime Gil de Biedma   Diario del artista seriamente enfermo    ed. Lumen, Barcelona, 1974.

[ 5]  Jesús Fernández Santos    Cabeza rapada   ed. Seix-Barral, Barcelona, 1958.

[6]  Vid.   Raúl Chávarri   Mito y realidad de la Escuela de Vallecas        Ibérico Europea de Ediciones,  Madrid,   1975.

[ 7 ]   Cit. en Patricia Molins    exp. Campo cerrado    CARS, Madrid,    2016.

[8]   Juan Benet     Una meditación    Barcelona, ed. Seix Barral,    1970.

[ 9]   Luis Goytisolo    Las afueras    ed. Seix Barral, 1958




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