lunes, 19 de diciembre de 2011

Museo Etnográfico




Citas en Madrid, algunos paseos. Con G. acudo una mañana a ese museo anacrónico y a trasmano que es el Etnográfico, en la trasera del antiguo Ministerio de Fomento.

Un raro paisaje en Madrid, por un momento. Pues de repente la ciudad se tiñe de algunos emblemas ilustrados, serenos, en medio del caos cotidiano, ese escenario menesteroso en que consiste normalmente la capital.

No hay obras a la vista. El Ministerio de Fomento posee el aire retórico y aficionado a los emblemas típico del XIX. El Museo al lado, en el Paseo de la Reina Cristina, se abre, tras los escalones sobre la calle, con una portada neoclásica. Al fondo, sobre la colina del parque del Retiro, el Observatorio Astronómico, un instituto científico, una balconada con aire de residencia de estudiantes. Hasta la nueva estación de Atocha tiene un aire metafísico, ausente. Y es un raro ejemplo de simbolismo, de retórica, en la ciudad desdeñosa, siempre en precario.

Paseamos por la exposición, por las salas del Museo. Pobre, bien montada, posee el gusto por la observación y la taxonomía  propios del siglo XVIII también. Y la nostalgia por los mundos otros - Filipinas, las islas del Pacífico, en este caso - que hasta finales de siglo hubieron de perdurar, antes de la gran decepción.

El Museo tiene varias salas cerradas, unos despachos clausurados. Debe de ser agradable - y un poco claustrofóbico - trabajar en él, pasarse el día entre colecciones de antropología, herramientas toltecas, manuscritos descatalogados y mapas ilustrados en medio de la ciudad, tan lejos por un instante. G. me comenta de la sala de documentación de no sé qué instituto iberoamericano en La Cité, donde estuvo trabajando algún tiempo. Yo, no sé por qué, me acuerdo de las galerías de las ciudades de Tintín en nuestra infancia, pobladas de museos y de archiveros de este tipo.

A mí me encantan las máscaras rituales. G. se detiene en una suerte de altar del Día de los Muertos mejicano. Nos relata a los que vamos con él historias entusiastas de tan fúnebre y jocosa celebración. Luego, describe a unos visitantes atónitos el proceso por el que los jíbaros reducían las cabezas y las conservaban después. Los curiosos se marchan, un tanto cabizbajos, y no hacen preguntas. En unas vitrinas, en la sala de África, se guardan amuletos, cruces coptas, un icono etíope, torpe y fascinante. Luego, G. y una conservadora del Museo se enzarzan en una interminable discusión sobre altares mejicanos, los rituales del más allá y la obra fotográfica de Juan Rulfo entre medias. Yo me pierdo entonces en una sala lateral que muestra las vitrinas de clasificación, una interminable colección de calaveras numeradas y el esqueleto del hombre gigante de La Puebla de Alcocer tumbado en una urna. Hay vitrinas con carteles que no acierto a leer y placas dedicadas a la ingente labor de taxonomía del Museo. Cajas con objetos invisibles y ordenados, y un armario de fichas abarquilladas por el tiempo. Armarios sin abrir y una colección de azulejos varios, amontonados por el suelo... Uno imagina las tardes de clasificación, la interminable labor de ordenar el mundo mientras los días, indiferentes, transcurren fuera.

Bajamos luego por la Cuesta de Moyano. Buscando entre los mostradores G. encuentra algo: una edición del Consejo sobre viajeros del XVIII; un raro Deleito y Piñuela que está en precio. Yo, me tropiezo con una primera edición de Cela - que luego hojeo en casa y resulta ser un fiasco, a no ser como ejercicio de estilo. De vuelta por el Prado, sorprendentemente, el Museo Thyssen está casi vacío y así podemos entrar en la exposición de humanistas flamencos que siempre estaba abarrotada.

De toda la exposición, recuerdo la incurable melancolía de los grabados de Durero, un jinete maldito, unas villas amuralladas siempre; la utopía de las ciudades en el papel, la ciudad medieval - el reflejo de alguna vaga población que el artista recuerda, junto a la obsesiva nostalgia o el anticipo de la ciudad de Dios, la Jerusalén medieval.

Nos espera J. en la taberna. Yo intento recordar luego un cuento sobre un museo que transcurre de noche en una ciudad vieja cuyo escenario podrían ser las vitrinas, los estantes polvorientos del Etnográfico frente a la estación de Atocha. Podría ser el comienzo del "Péndulo de Foucault" de Eco, pero no es el relato que, infructuosamente, quiero ahora recobrar.

Luego, los demás se enzarzan en una discusión sobre Juan Rulfo y la región de Michoacán y los cristeros de la revolución mejicana, y decididamente pierdo el rastro.



lunes, 12 de diciembre de 2011

El jérem


(fot. Juan Yanes)

El relato lo cuenta Joseph Roth en algún lugar de sus "Judíos errantes".

Según recoge la leyenda dos judíos orientales recorrieron toda Europa, con el fin de recabar fondos para la construcción de una sinagoga. Sus pasos, finalmente, les llevaron a arribar a la comunidad hebrea de Montpellier y de allí, perdidos, cruzaron sin darse cuenta a España.

Cuenta el autor que sin duda "en la mortalmente peligrosa España" les hubieran matado. Si no es porque fueron acogidos por una piadosa comunidad de monjes, con los cuales entablaron provechosa conversación. Al regreso, incluso, descubrieron que los monjes les habían hecho una generosa aportación de oro, para la edificación de su laboriosa sinagoga.

Este oro les planteaba un curioso dilema moral, porque aunque hubiera sido donado para el oratorio, éste no podía de ninguna manera ser construido con dinero de un convento cristiano. Finalmente resolvieron el dilema fabricando una esfera de oro que instalaron en la techumbre de la sinagoga como emblema de la misma.

Y, prosigue el autor:

"Dicha bola de oro luce todavía sobre el tejado de la sinagoga. Y es lo único que une aún a los judíos del Este con su antigua patria española.

Esta historia me la contó un viejo judío. Su profesión era la de escritor de la Torá, un sophar, un hombre piadoso, sabio y pobre (...).

- Ahora - dijo -expira el jérem (el anatema) contra España. No tengo nada en contra de que mis nietos vayan a España. Allí ya no les va mal a los judíos. En España había gentes piadosas y donde hay cristianos piadosos, también pueden vivir los judíos, pues el temor de Dios ofrece siempre más seguridad que lo que se conoce por moderna humanidad .

El viejo no sabía que la humanidad ya no es moderna. Sólo era un pobre escritor de la Torá".

Páginas más adelante Joseph Roth comentará que precisamente aquel año - 1936 - que expiraba el jérem sobre España daba comienzo la terrible guerra civil. El autor, dice, no quería explayarse demasiado en las implicaciones metafísicas del hecho. Pero finalizaba el texto con la cita de los Padres que afirma que:

"El juicio del Señor amanece cada hora, aquí abajo y allá arriba".

Para culminar con la frase: "A veces pasan siglos, pero el juicio es indefectible".




domingo, 11 de diciembre de 2011

El cementerio judío de Sarajevo




Casualidad o vaya usted a saber qué, un curioso paisaje literario acompaña estos días de escarcha y nieblas.

Había empezado a trazarse, creo, cuando tuve que volver a buscar el "Judíos errantes" de Joseph Roth, breve opúsculo en donde el autor dibujaba el melancólico mapa de relaciones entre judíos orientales y los occidentales. Era un escenario en el que la solución final iba a desdibujar, finalmente, todas las diferencias que un escritor ya en fuga, como Roth, aún podía trazar. Él mismo acabaría sus días en el Paris de 1939 inmediato a la contienda - y la primera edición del libro, sin fecha, es por lo menos anterior a 1937. Desdibujados los contornos de Europa por la inminencia del desastre, el relato tradicional de las divergencias entre los judíos pobres orientales y sus cultos vecinos, los judíos alemanes, estaba llamado a desaparecer, unificadas todas las diferencias en Auschwitz.

No sé por qué estaba buscando el ensayo de Roth. Creo que tenía que ver con la descripción que de unas comunidades hebreas ucranianas aparece en una novela anterior de Isaac Bashevis Singer. O quizás fuera el relato que de la pobre acogida de sus parientes pobres de la Europa Oriental realiza en su novela-río "La familia Moskat"- sugestiva como en la mejor tradición decimonónica de crónica familiar. Y de una ciudad, Varsovia, que estaba en vísperas del desastre, igualmente.

Días después, J. me presta "Lejos de Toledo", la novela de Ángel Wagenstein de la que había tenido noticias durante una reciente estancia en Sofia, pero que nunca había leído.

Crónica memorable de una ciudad anodina en la actualidad, Plovdiv, el relato hablaba de nuevo de un mundo marcado por la desaparición del mundo tradicional en vísperas de la guerra - en vísperas de la ocupación soviética, también.

Más tarde, J. me presta el "Adios, Shangai" del mismo autor. Ésta, más novelesca, se sitúa en el mismo centro del Desastre, a partir de 1939, y es una crónica de la diáspora judía, del ghetto y de espionajes varios en la ciudad internacional de Shangai durante la guerra. Esos mismos días Jaime había bajado al café el centón de memorias de Amos Oz "Una historia de amor y de oscuridad", del que por otra parte me había hablado días antes. Casualidad o daimon sigo enfrascado en la relación de todas las vidas, los encuentros, las obras, las ciudades, los viajes de los judíos que la penumbra nazi amenaza. Y finalmente extermina.

Esos mismos días había estado buscando, sin encontrarla, la narración sobre el cementerio judío de Sarajevo de Ivo Andric, que figuraba en alguna parte de la librería familiar y que había desaparecido. Siempre que un libro desaparece hay que achacárselo al profesor García así es que, indignado, pensé que de nuevo el sabio bibliófilo había aumentado su biblioteca personal a costa de la colectivización de mi cementerio judío.

Pero no era así. Otra tarde descubro que el relato en realidad aparece en "Café Titanic" como un capítulo más del volumen. La enumeración de las lápidas sefardíes del antiguo cementerio sigue siendo memorable. Y en otro lugar, en la narración que da nombre al libro, se relata de nuevo la persecución antisemita de los  años 40 en Sarajevo. Esta vez a cargo de otros personajes particularmente siniestros - y más para el autor - los ustachas, la versión croata del nazismo.

Variaciones sobre una misma melodía. A J., en correspondencia, le recomiendo la "Enciclopedia de los muertos", el excelente libro de Danilo Kis, otro judío de la antigua Serbia que de la misma manera termina sus días en un París ya más contemporáneo. Pero que al parecer tampoco era la Tierra Prometida en su caso.

En el café, una noche, comento con Jaime sobre las figuras de la diáspora que surgen, fascinantes, en el centón de Amos Oz que me ha prestado. García, el erudito antropólogo, que no se ha llevado el libro de Sarajevo por esta vez, sonríe, recordándonos la definición de castrismo que Ignacio Ruiz Quintano ha publicado recientemente en el periódico ABC. No en torno al barbado dictador cubano, como sería de esperar, sino a la secta de don Américo, nuestro Castro del exilio, al cual perseguía la figura de las Tres Culturas en todo lo que sus ojos trobaban.

Reímos. Por supuesto Antonio y Jaime defienden la obra de don Américo. El primero por convicción y Jaime por llevar la contraria. Les amenazo con la excomunión bajo figura de don Claudio Sánchez Albornoz, abulense de pro, eximio historiador y nada sospechoso de contaminación tricultural.

Pero estos días también la casualidad o el daimon de nuevo hacen que los necios se hayan multiplicado y otra vez entra alguno a sentarse en la mesa y cargarse, sin pudor, la conversación. Su temeridad corre pareja con la estulticia y su número se multiplica en estas fechas.

Más tarde, y hablando sobre la plaga, Jaime recordará a aquel pseudo-filósofo que se atrevió a afirmar impunemente, en un diario oficial, que nunca había existido la literatura judía. Y se quedó tan ancho. Los necios, comentamos, carecen de pudor pero en cambio están todos sobrados de ideología.

Sobre ellos podría afirmarse lo que ya un anciano texto de la Antigua Vulgata de San Jerónimo, rescatado del nada ario Eclesiastes (1.15), afirmaba, en la traducción latina del antiguo hebreo. Y es que "Perversi difficile corriguntur et stultorum infinitus est numerus".

Luego, cuando por fin se marchan, seguimos hablando. De Danilo Kis, del relato de Andric sobre las inscripciones sefardíes en la colina de Sarajevo, del Pentateuco de Isaac, nuestro último descubrimiento del búlgaro Wagenstein, de las memorias de George Steiner - Errata - que se abren con el estudio de Homero y el Antiguo Testamento.



viernes, 25 de noviembre de 2011

Arribes del Duero



Con M. y T. viajamos una tarde a Lumbrales, cerca ya de la raya.

Es una tarde lluviosa de otoño. Si algo del paisaje del verano podía quedar como un resto estos días, ahora, definitivamente, se ha instalado noviembre, la interminable estación en la región.

Cruzamos por pueblos vacíos, despoblados ya al final de las vacaciones. La carretera hacia los Arribes desde el Campo Charro cruza por las fincas de Boada, el Cubo, Fuente de San Esteban, rodeadas de cercados y montes de roble, hasta llegar a Vitigudino, capital de la comarca, rayana con los Arribes del Duero. Después hay que seguir hacia el Oeste, hacia la frontera, bordeando a veces la antigua vía del tren ahora abandonada, los pueblos de pizarra, los chozos de piedra, las paredes negras, que nos indican que estamos cerca de la raya.

Queremos parar en Cerralbo, una aldea bajo una cuesta, donde siempre hemos visto desde la carretera los restos del antiguo palacio señorial en ruinas, la cabecera de una capilla del XVI aneja a aquél. Pero allí no hay nadie, y nadie sale para indicarnos cómo se puede acceder. Llueve y seguimos el camino hacia Lumbrales. Entre los desvíos, algunas indicaciones hablan del castro de Las Merchanas o el de Yecla de Yeltes, antiguos poblados vetones, donde al parecer se hallan los conocidos petroglifos locales que alguna vez hemos visto reproducidos.

Nunca los hemos visitado. "Habrá que venir algún día", dice M. Habrá, pero lo dejamos para otra vez, porque nos están esperando en el pueblo.

"Vamos a parar a tomar café en un camping que hay cerca", les indico. "Tienen un café, y un embutido excelente, aunque no os lo creáis". "Pues entonces nosotros probamos la matanza y te tomas tú el café" objeta, no sin cierta razón, T. Pero al llegar a la curva donde se alzan las antiguas instalaciones del camping, advierto que el restaurante parece cerrado. Un letrero sobre el muro de la carretera avisa: "Se traspasa".

Lo lamento. Había sido un descubrimiento, dos o tres años atrás, cuando acuciados una tarde por la prisa de llegar a un concurso hípico, paramos en el primer lugar que encontramos, que tenía aparcamiento para remolques y menú del día: un camping de nombre botánico en una curva de la calzada.

Para nuestra sorpresa, en el restaurante se comía muy bien, y en la barra había una tertulia animosa, con vinos de Toro y coñac francés, que estuvo a punto de hacernos perder la hora del concurso al que acudíamos. Los dueños, nos comentó luego alguien, eran un matrimonio de la zona que habían vivido muchos años en Francia y que ahora, con los ahorros de no sé qué negocio que tenían en Beziers, lo habían liquidado y habían cumplido su sueño de regresar a los Arribes y de instalarse allí de nuevo.

El sueño había durado poco, por lo que veíamos. Cuando vinimos era verano y la zona se poblaba más o menos de viajeros, veraneantes varios que cruzaban la carretera de camino a Portugal. Pero, después, el invierno es muy largo, oscuro y frío, y la tertulia de la barra no debía de haber podido aguantarlo.

Seguimos camino. Para llegar a Lumbrales, después de la larga recta que asoma al pueblo, hay que subir por un puente, cruzar la vía del tren, dejar abajo las viejas naves, los almacenes cerrados, las vías oscuras de la antigua estación, clausurada hace ya bastantes años.

Tomamos café en un bar de la plaza. Hemos quedado con B., un ganadero local con quien M. quiere establecer no sé qué negocio gastronómico. "Quiere comerle la matanza", apunta T. por lo bajo, incisiva como siempre.

El pueblo guarda aún casas buenas de piedra, de fachada regular y balcones simétricos. Alguna palmera en los jardines, algún ficus en un parque indican que el terreno está descendiendo, que nos acercamos al río. Y que la meseta, las heladas de Castilla, van quedando atrás.

No sé si las casas están aún abiertas. Unas parecen cerradas. Otras, no.

"Esto parece Portugal", les comento a mis acompañantes. Ellos asienten. No sé exactamente por qué lo he dicho. Quizás las calles amplias, vacías un momento en el centro del pueblo;  quizás los balcones sellados detrás de las palmeras, de un plátano en sombra en una esquina. Quizá el silencio en las calles, sin voces a lo que parece. Nos recuerda la comarca de Tras Os Montes, al otro lado del Duero.

Vamos un momento a Ahigal, el pueblo de los aceiteros donde al parecer han instalado recientemente una nueva almazara, comercializan un aceite muy bueno que nos ofrecen en el comercio. Yo he estado alguna vez, pero no reconozco el camino. En la plaza, unos niños que juegan nos lo indican. Pero tenemos que volver a preguntar, porque no lo encontramos y nos perdemos. No hay otra forma de llegar: la carretera de entrada es la de salida, y no hay otro camino que lleve hasta allí .

A la salida de Lumbrales, las cercas de piedra, los lavaderos, un calvario en el cruce de caminos donde antes nos hemos perdido.

Hay, en una cerca de pizarra negra, un dibujo inscrito en la misma, de piedra blanca. Representa una  cruz, aislada en el medio del muro.

Era un símbolo de protección, una llamada al orden en medio de la noche, del caos de las afueras. Queda en el muro como un signo de otro momento. Yo pienso entonces en unos días en que el mundo estaba animado. Y se poblaba de señales, y de marcas y de augurios y de asechanzas y de amuletos. Ha concluido hace tiempo.

Llegamos por fin  a Ahigal, el pueblo con bancales de olivos en las laderas. La tarde está cayendo.  Atravesamos el caserío hasta la ermita, el humilladero en el otro extremo de un teso. La fonda, instalada en una vieja posada en el río, está ahora cerrada, nos dicen. Cruzamos luego al regreso por fincas intrincadas, potros de madera, tenadas de piedra, por pueblos que no tienen ni nombre. En uno de ellos, preguntamos por el mismo a una familia que está sentada en el portal de la casa con unos perros. Nos dicen el nombre, pero no lo recuerdo.

"No sabría volver", comenta T.. Regresamos con la vaga sensación de haber accedido a un lugar que nunca va a resurgir, jamás. 


jueves, 24 de noviembre de 2011

la guerra civil en la frontera


"   II

Cuentan que en el fuerte de Guadalupe los rojos guardan muchos rehenes, no se sabe cuántos. Unos decían que cien, otros que más de quinientos. Entonces fue cuando dijeron que a Romanones le habían detenido en Fuenterrabía y lo habían llevado a San Sebastian. Otros decían que a los rehenes de San Sebastián los habían fusilado, citando nombres. Todos los que decían eso hablaban de lo que habían oído, pero nada sabían con seguridad.

Entre los españoles que llegaron de Irún estaba Gabriel María Laffitte, dedicado a contar anécdotas con chispa. Dijo que los de la CNT le habían preguntado:

- ¿Tiene usted armas de fuego?
Y él contestó :
- Solo el encendedor.

Luego le preguntaron a un viejo contrabandista:
- Oye, ese amigo tuyo...¿qué es? ¿Blanco o rojo?
- Blanco no creo que es, rojo... tampoco. Creo que es efímero.

También dice Laffitte:
- A mí me preguntaron ¿ usted qué prefiere, el trabajo individual o el colectivo?
- Yo, el colectivo.

Le llevaron a tirar de un árbol con una cuerda para derribarlo.
- Yo no puedo hacer ese trabajo - dijo - porque soy presidente de la Sociedad Protectora de Animales y de Plantas de Guipúzcoa.

Máximo Michelena, hombre alegre, que era pintor, dice que le nombraron comisario de Justicia de Irún, y que estuvo influyendo en el tribunal para que no fusilaran a nadie.

A mediados de septiembre leo que el ministro de Instrucción Pública, señor Hernández, va a nombrar director del Museo del Prado a Picasso. ¡Qué fantasía más absurda! ¡ Qué cantidad de estupideces y de pedanterías!  "

-  Pío Baroja       La guerra civil en la frontera       vol.  VIII

jueves, 17 de noviembre de 2011

Alto Douro


El poeta Antonio de Andrada nació en Macedo, freguesia de Lagoa, en 1967. Es autor de una obra minúscula, por decirlo de algún modo.

Algún poema suelto había figurado en la antología que la Universidad de Chaves edita todos los inviernos. Remitida ésta, por casualidad, entre las numerosas publicaciones que el Departamento de Filología de la Universidad de Salamanca recibe regularmente, el profesor Eugenio Tovar hubo de señalarme un día la rara calidad de alguno de los versos en ella incluida. Dentro de una publicación que, llena de entusiasmo regionalista en general y de un notable pesimismo en particular, normalmente se envía al archivo de separatas y revistas olvidadas ya desde su origen.

En cierta ocasión, hará unos diez años, el poeta local Raúl Medrano organizó en torno a la citada  antología un encuentro de líricos de ambos lados de la raya en un club de jazz de Salamanca, el clásico Birdland. Del encuentro regional salió un oscuro sentimiento de escepticismo, una cena fría en el Mesón Cervantes de la plaza, y una invitación al otro lado del Duero para corresponder a la tediosa velada.

Sabemos de nuestro autor, Antonio de Andrada, que no acudió a ninguno de los encuentros, y que, años después, preguntado por su reiterada inasistencia a estos eventos, confesó que preferiría que le arrancaran una muela antes de pensar en ir a alguno. Comentó más tarde acerca de la nueva lírica en general y el regionalismo del Duero, opinión que no es necesario repetir aquí.

En numerosas conversaciones privadas el poeta gustaba de repetir la anécdota del célebre viaje de T.S. Eliot a Rapallo con motivo de la publicación de un libro suyo inminente. Sin molestar a Pound - por el que siempre había profesado una admiración sin límites - el americano había entregado en la villa del poeta una plaquette con alguno de los poemas que pensaba editar, solicitando su opinión. Es sabido que a los pocos días recibió de vuelta en el hotel los citados poemas con una nota manuscrita de Ezra Pound donde se incluía una sola palabra: "Pútridos". Andrada, que siempre había gustado de la obra de Pound, confesó que al cabo de los años su lectura predilecta eran los "Cuatro Cuartetos" eliotinos. Autor del que, a despecho de esta admiración, no se manifiesta rasgo alguno en la poesía del portugués.

Fue gracias al profesor Tovar que, poco a poco, pudimos establecer un vago contacto con el poeta. Aunque al principio desdeñó, cortésmente, enviar cualquier colaboración para la revista lírica que entonces editábamos en Madrid -la excelente "Estación central" - pudimos entablar no obstante una intermitente relación epistolar, a la que el autor se prestaba de tarde en tarde.

Otros datos nos fueron aportados por la Universidad de Vila Real. Así, supimos que Andrada, después de haber residido durante unos cursos en Italia y la antigua Yugoslavia, era profesor de lenguas clásicas en un instituto de Mirandela, habiendo abandonado posteriormente cualquier actividad académica y marchado a vivir a una mansión familiar de Vila Real, donde residía hacía ya algunos años. También conocimos de una primera actividad literaria en la ciudad de Lisboa, donde colaboró durante algunas temporadas en diversas publicaciones de carácter postmoderno de la época, llegando incluso a editar un oscuro opúsculo sobre "Walter Benjamin y la historia de la fotografía" - opúsculo que, aunque aparece con pie de imprenta de la Editora Nacional de Portugal del año 1999 no hemos podido encontrar en ninguna parte.

Posteriormente abandonaría Lisboa para pasar a residir, con una beca de lector portugués, en la ciudad de Verona durante algunos cursos. Su rastro se pierde de los ambientes literarios lisboetas.

En estos años publica una rara obra "Jornais de Verona", obra poética marcada por una clara influencia neo-pagana y culta, influida sin duda por la estancia en el Norte de Italia.

De este libro es, por ejemplo, el poema "El retorno" - inspirado en la lectura de los Tristia de Ovidio, desde las negras aguas del Ponto.

Recientes cartas hablan, Fabio, de un pronto
regreso a la ciudad. Ha muerto el César, dicen,
y el fin de tu exilio está cercano. Retornas
a Roma, afirman, y en la ciudad olvidarás
las gentes bárbaras, los gritos salvajes,
la lluvia en el Ponto, la bruma que ahora
inunda tus días, el innoble puerto de Timor.
Pero yo sé ahora que nunca regresaré.
Torres y mares, negros barcos y tormentas
me separan de ella. Y la estela del invierno
que me advierte de cierto que el tiempo
ya ha transcurrido. Y la juventud. Y la gloria.
Nadie transita de vuelta de Escitia, amigo.

De una estancia posterior en Dubrovnik es, creemos, una rara plaquette que se editó bajo el seudónimo de Joáo Soares, titulada "Cartas do baralho". Andrada nunca afirmó o negó ser el autor de la misma. En cierta ocasión, y después de un copioso almuerzo en Miranda do Douro, preguntado por una periodista sobre su relación con los heterónimos de su compatriota Fernando Pessoa, manifestó un cierto desdén ante éste - "Pessoa era un pelmazo" dijo, literalmente - inquiriendo él, en cambio, por la estancia en Salamanca del poeta Antonio Colinas, autor al que profesaba desde hacía años una rara admiración.

Miguel Villarino, entusiasta editor zamorano, ha publicado recientemente un poema de la dichosa plaquette, titulado "Um poema apócrifo". Andrada se negó rotundamente a que figurara su nombre como autor del mismo, por lo que éste ha sido editado en la revista Valverde de Lucena - la minoritaria publicación de Puebla de Sanabria - con la firma de Soares, que aparecía en las "Cartas..."

Los dioses han partido. Es en vano
que esperes su regreso. De los dones
del amor, nada responde a su anuncio.
Sino estos días, sus nombres, la espera.


             Vila Real, noviembre 2011.



jueves, 10 de noviembre de 2011

Vila Real



Noviembre

Hay un tiempo para vivir y otro para alejarse.
Un tiempo para la partida y otro del regreso.
Noviembre llenó de hojas el jardín, y los muros,
y de ramas secas. Flotan sobre las paredes,
llenan la estancia de madera y humo inciertos.
La plaza , el río a lo lejos. La casa guarda
los secretos. Ajuares y cuadros, vajillas
y espejos; cuadernos de viaje, relojes, versos.
Y las colchas, los rostros remotos, y una antigua
galería a la que tal vez nunca volvemos.
Noviembre es el retorno, presagio del silencio.


-   Antonio de Andrada    Cuaderno do Alto Douro    Porto, 2007.

( La traducción, en alejandrinos, y la fotografía, han sido facilitadas por el autor )

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Stara Zagora



De camino hacia Burgas, en el Mar Negro- el Ponto Euxino, para entendernos -, cruzamos Stara Zagora, capital de "una provincia en medio de la nada", según nos habían avisado en la Embajada.

No sé qué día de la semana es. La ciudad surge, de pronto, como un paisaje de tarde de domingo soviético, eterno. Bloques de apartamentos grises, iguales, rodean la carretera. Entre los mismos, parques sin hierba, sin apenas árboles. Rotondas que giran sobre sí mismas y no conducen a ninguna parte- nunca han conducido a ningún lugar, aventura poéticamente N., que hasta entonces no había hablado. Ningún bar, ningún comercio, ningún local abierto a esas horas. No hay apenas nadie en las calles - en una tarde teñida por la luz clara, nostálgica del tardío verano. En una glorieta unos jóvenes se sientan en un banco. Fuman y miran a la carretera. No nos encontramos con nadie más.

(Días después, leeré sobre la historia de la ciudad, una de las más antiguas de Bulgaria, dueña de un pasado tan prolijo y azaroso como el resto del país. Pero la historia ahora, esta tarde, nada cuenta. No en vano la ciudad, la provincia, surgen de unas décadas, de un régimen que proclamó el fin de la historia años atrás, en forma de paraíso proletario y final del azar).

Nos impresiona la distancia, el silencio de la ciudad desierta. Quizá sea domingo. Quizá.

Luego, días más tarde, recordamos el relato que de una alumna nos contara R., que ocupa un cargo cultural en la Embajada.

R. ha organizado unos cursos de español en no sé qué dependencias de la Cancillería, en Sofia. Entre los alumnos, acude una entusiasta estudiante, Ivanka, que vive en Zagora. Aprende bien español - como la mayoría de ellos, por otra parte. Halaga a los profesores y les manifiesta su entusiasmo por las clases que está recibiendo y los libros que descubre. También le agrada el hecho de que los estudiantes, al terminar la clase, acudan con R. y con otros profesores a tomar café al cercano parque Slaveikov, donde charlan hasta la noche. El Instituto les invita a una fiesta e Ivanka  acude vestida con sus mejores galas. Debe regresar al día siguiente a Zagora y R. cree que ha pernoctado esa noche en la estación, vestida de princesa otomana, hasta la mañana siguiente en que parte el autobús .

Una tarde Ivanka  se acerca a R. y le manifiesta su propósito de invitarles, a él y a los profesores del Instituto, a una fiesta que va a dar en casa de sus padres, en Stara Zagora. Desea invitar también al embajador y a su esposa, y al personal de la Cancillería, que ha demostrado con ella tantas atenciones. Sus padres estarán encantados de recibirles. Enterada de la visita, esos días, de la reina Sofía a Bulgaria manifiesta la posibilidad de que ésta acuda también a la recepción, con el séquito que sea necesario, donde serán recibidos con igual atención.

R. le comenta, con toda la discreción de que es capaz, ciertas vagas objeciones, y la difusa posibilidad de conciliar la agenda de todos los personajes citados para esa tarde del próximo sábado, en donde Ivanka planea celebrar la fiesta. Ella apenas le presta atención. Es posible que alguien no pueda acudir, pero eso ocurre en casi todas las citas. Y además su familia está encantada de recibirles a todos.

R. pasa la semana entre torpes objeciones, al principio, y el silencio más profundo, al final. Ivanka ha enviado unas invitaciones a distintas secciones de la Embajada y él ya no se siente capaz de contradecirla, advirtiendo además que ésta nunca le ha hecho caso, en un primer momento, y ha terminado por no escucharle al fin.

- Cuando le dije a Ivanka que quizá no fuera fácil conciliar la fecha, porque en la Embajada creían que iba a tener lugar una recepción esa día, me contestaba preguntándome si los españoles utilizábamos sólo aceite de oliva y si se podía usar el de girasol para los canapés. O si en las casas en España se fumaba...

No volvieron a hablar de la fiesta. La Embajada estuvo esos días completamente atareada con la visita de la reina y una ceremonia que iba a tener lugar en el jardín del edificio del Gobierno.

Días después le pregunté a R. si la cita de Zagora había tenido lugar y R. me contestó que creía que sí. Evidentemente nadie había viajado a ella y él no volvió a ver a  Ivanka, terminando el curso esas fechas, casualmente.

Cruzamos Stara Zagora. Los edificios son iguales, interminables. Hay una fila inacabable de puertas en cada pasillo que corresponden a los apartamentos numerados, que saturan el bloque.

Imaginamos entonces la fiesta, la tarde. La puerta, que estaba abierta al pasillo, la luz que sale del piso, una vaga música que surgía de dentro. Las botellas sobre la pared, los vasos, las mesas con canapés que nadie, nunca, iba a utilizar.


lunes, 31 de octubre de 2011

Boulevard Vitosha


De toda la ciudad, al regreso, recordar sobre todo una terraza, bajo el antiguo palacio del rey Simeón. Acudo allí por las mañanas. Abrigado por unos altos muros se erige un apartado cenador de cristal, antiguo pabellón privado de la familia Coburgo al resguardo de la calle, de la vasta plaza que, enfrente, se abre bajo el palacio. Un amplio parque lo alberga. En él, hay una incierta profusión de esculturas - según ese extendido gusto por lo monumental que abunda en el país - unas aún de pie, sobre altos pedestales; otras, esparcidas por el suelo, entre los árboles. Un busto de Lenin yace en la hierba, derrocado, insultante aún en su depuesta posición. Al fondo, entre los paseos de acacias, la figura del príncipe Nevsky,  arrogante, en un bronce gris. Los folletos, las guías de la ciudad, le recuerdan aún como el libertador de la tiranía otomana, a finales del siglo XIX. Fueron los rusos, recuerdan, quienes liberaron al país de la larga ocupación de los otomanos. Con la independencia, la mayoría de éstos tuvieron que abandonar la antigua Tracia, e infinidad de minaretes, edificios del Gobierno, mezquitas enteras, fueron demolidos.

 Las camareras sonríen. La gente habla en voz baja. Algún desocupado vaga por el parque. Se sientan en los bancos o dan de comer a unas oscuras palomas. Los paseantes son tranquilos, poseen el gesto resignado de no obtener ni pedir nada, la mayoría. (Excepto unos gitanos, en la plaza.  Estos parecen venir siempre de otro lugar, nunca han acabado de llegar aquí - me comenta una mañana Irina, una estudiante de español que recita de memoria fragmentos de Luis Cernuda. Ríen en grupo y asaltan a los transeúntes. Los automovilistas les insultan).

Me siento a leer en una mesa, bajo una vieja fuente en el muro. No hay mucho para leer en Sofia. No hay prensa extranjera en la ciudad, ni en todo el país. Apenas encuentro alguna rara edición en castellano, editada en La Habana en la posguerra, en editoriales de Moscú de los tiempos ciclópeos. En una abarrotada librería de lance topo con una rara edición de fotografías del Madrid sitiado, publicada por el gobierno republicano, evidentemente. Las fotografías, sin pie, son de Robert Cappa, de Cartier Bresson alguna, de Gerda Taro entre otros. Entre los pocos libros en español, encuentro una edición de las obras completas de Ramón Gómez de la Serna, de editorial argentina, o un ensayo sobre la tragedia de los Balcanes, de truculenta portada. Una edición de versos de José Martí, con pie de página habanero y patriótico. L. me presta la novela de Ivo Andric, "Un puente sobre el Drina", que recuerdo figuraba en la biblioteca familiar, pero que nunca había leído. Releo algún libro que he traído de Madrid: una novela espléndida de Claudio Magris, una guía de Bulgaria, una historia de las ocupaciones turcas... Tomo algunas notas, espero a Teresa. Las camareras continúan sonriendo sin razón alguna, sin pretensiones. La mañana es calma y luminosa, y nadie tiene prisa, nadie espera demasiado. Mientras tanto sonríen.


.    .      .     .      .      .      .       .      .      .     .      .      .      .      .      .     .     .      .      .     .      .      .


 

Una mañana realizo una fascinante visita al Museo de Arte Moderno Búlgaro. El título -un oximoron- ya era inquietante. Las salas, en la planta alta del antiguo edificio real, están en penumbra. Un bedel somnoliento, sobre una silla apoyada en la pared, despierta al entrar yo y se frota los ojos, un tanto perplejo ante el espectáculo de un visitante. Lento y solícito, enciende una luz en el techo, que apenas amortigua la penumbra anterior.  En la sala cuelgan, uno detrás de otro, objetos insólitos, amontonados al azar. Tapices de dibujos geométricos o cerámicas coloreadas. Tablas recortadas o vidrios caprichosos, esculturas vitrificadas o vasijas imposibles. En alguna pared incluso figura algún cuadro, al modo tradicional. Pero estos, por otra parte, no hacen sino acentuar la sensación de artesanía del Rastro, o de mercadillo alternativo, que antes ha otorgado la profusión de cristales, de cerámicas, de escenarios coloreados o las telas parcheadas que ofrecían las salas anteriores.

En la esquina del edificio, al final de un pasillo, me encuentro con otro escenario insólito. En ésta cuelgan, repartidos de la misma forma, carteles varios, fotografías - e incluso alguna fotocopia -, o un esquema rudimentario de la obra original. Son carteles de la época soviética, de carácter propagandístico. O, por el contrario, de salas de cine, de unas películas solemnes y lacrimógenas que debían de corresponder a la cinematografía de los mismos años. Algunos son excelentes, de un dibujo refinado y sabio. Todos hablan de una época, de un monumentalismo que tiñó de retórica y verdades insoslayables, la miseria, la oscuridad de una era. Decoraban los salones, los comedores, los despachos, los edificios colectivos. De alguna de las películas adquiero la nostalgia irrepetible de no haberlas podido contemplar nunca. Los protagonistas, oscuros y heroicos, surgen sobre un fondo de ciudades sombrías, calles vacías y fábricas negras sobre el horizonte. Los galanes son todos maduros. Ellas tienen algo de épico en su marchita beldad.

Al bajar, inquiero en la tienda del Museo por alguna reproducción, alguna postal en último caso, de los carteles que he visto. Me miran, extrañados. No tienen nada de eso. Indago sobre alguna edición de fotografías de la época. No me responden. A cambio una celadora me ofrece unas postales de las cerámicas insólitas, las tortuosas esculturas que constituyen el fondo, el orgullo del Museo. Compro tres o cuatro, de edificios monumentales de la ciudad, para enviárselas a los amigos. Salgo luego a la calle, cruzo la plaza para encontrarme con un conocido de la Embajada.


.   .   .    .    .     .     .     .      .     .     .     .     .     .     .      .      .     .      .     .     .     .      .      .



Otros lugares: un paseo por el barrio diplomático, con Luis Miguel, que ejerce un raro cargo que no recuerdo en la Cancillería. El barrio está repleto de casas fascinantes de principios del siglo XX, algunas decrépitas, otras restauradas. Las delegaciones extranjeras y una incipiente burguesía local están ahora empezando a comprar alguno de los hoteles del barrio, mezcla fascinante de la Secession vienesa y de la historia de los Balcanes. Son los restos de un pasado burgués y plácido, de las décadas insólitas en la dureza del país, que después la guerra mundial y la posguerra soviética arruinaron para siempre. El Museo Arqueológico, frente al edificio del Gobierno; una terraza en el Boulevard Vitosha donde se cena entre sombras y hace frío en verano. Las mujeres, las adolescentes que cruzan la calle. Las librerías de la plaza X., los puestos en la calle; una azotea en el barrio diplomático, los restos abandonados de un antiguo comedor colectivo; los tenderetes frente a la basílica Nevski, el café de moda frente al jardín del Arqueológico...


.    .     .     .      .      .      .     .      .      .      .      .     .      .     .      .     .      .     .      .     .




Cruzando frente a los muros de un antiguo edificio del Partido, frente al parque Sakazov, ahora abandonado, Irina nos relata la historia del mismo. El enorme edificio era un antiguo comedor del Partido, y el único local que abría los domingos en Sofia. Las familias iban a comer a mediodía en él. Unas salas vastas, frías, que estaban presididas, me cuenta, por unos grandes retratos de Lenin, Stalin, de Dimitrov y Zhivkov . No había nada más abierto en la ciudad y, después de comer, los sofiotas regresaban paseando a sus casas, en unas tardes que el invierno oscurecía enseguida.

Es una imagen del domingo soviético, del gran comedor colectivo, el único local abierto en Sofia durante los largos años del comunismo, que me deja absorto durante días. No había conocido una imagen del domingo tan nítida como la que ahora contemplo, por las tardes, al cruzar frente al gran salón colectivo del Partido, camino de la plaza Nevski - excepto, quizá, algunos días después, cuando cruzamos por los barrios nuevos de Stara Zagora, capital perdida en el interior de Bulgaria. Pero aquí ni siquiera era domingo.


.     .      .     .      .      .      .     .      .      .      .      .      .      .      .      .      .     .       .      .      .

lunes, 24 de octubre de 2011

Westbahnhof


La espera del viajero. En la Westbahnhof de Viena éste aguarda la llegada del tren, que le llevará a Bratislava. No hay dónde sentarse. En el andén, los únicos bancos entre las vías están ocupados por ociosos, algún viajante con maletas, unos bebedores silenciosos que semejan llevar allí toda la tarde. Tiene que apoyarse en los topes del andén, en una vía muerta. Botellas, cigarrillos, periódicos viejos. Los que llegan, como él, al tope de las vías, van depositando los restos de la espera, que luego nunca, nadie más recoge.

Aeropuerto de Bratislava. Un edificio pequeño, acristalado, entre los campos verdes, las autopistas que conducen a la ciudad.

Mientras espera el vuelo de Praga no hay nada que hacer. Hojea una antigua guía de viajes. Sobre unas sillas, frente a la aduana, una muchacha dormita. En el pasillo un grupo de gitanos, rumanos al parecer, portan unas fundas oscuras con instrumentos musicales. Ríen, hablan en voz alta, comentan algo al paso de los escasos viajeros que transitan por el pasaje. Los transeuntes no vuelven la mirada, y prosiguen su camino.

En el puente de Bratislava, sobre el Danubio, el viajero espera, más tarde. Se sienta en una terraza, bajo el alto castillo que domina la ciudad. Una nueva autopista, un puente de cemento, han cercenado el casco antiguo, y de la vieja muralla apenas quedan restos frente a San Martín, la antigua catedral, que ahora queda casi aislada por el paso de los coches. Es una tranquila mañana de verano. Los habitantes de la ciudad apenas se desperezan. El viajero contempla el paso del río entre los pilares de cemento que sustentan la autovía, una estación de autobuses en el muelle donde algunos paseantes aguardan. Tres niños deambulan entre las mesas de la terraza. Van descalzos, vestidos apenas con unas blusas largas. La mayor, una adolescente ya, sonríe a los turistas. Cuando sale el camarero del local, los críos desaparecen, corriendo entre risas. Luego, el viajero se pone a hojear el libro sobre el Danubio, el relato de Claudio Magris que ha llevado consigo durante el viaje.

Domingo en Viena. En un café cercano a la Ringstrasse, el viajero espera. Es un café literario. Los tertulianos leen la prensa o hablan en voz baja. En una esquina, una fotografía de Thomas Bernhard, que acudía en tiempos al local. De vez en cuando, un violinista somnoliento interpreta una desvaída romanza. Luego, se sienta y mira al frente, a las amplias ventanas, por donde se divisa una calle desierta y agostada bajo el sol de julio. El tren no sale hasta por la noche. El viajero piensa en otros lugares, otras jornadas.

jueves, 20 de octubre de 2011

Los secretos del Mar Rojo




A. me regala un libro, "Los secretos del Mar Rojo", traducción del aventurero francés de mediados de siglo Henry de Monfreid. El libro lo había traducido e ilustrado Luis Claramunt, me advierte, y en efecto veo con cierta sorpresa que tanto los créditos como los dibujos - excelentes - son suyos. Con cierta sorpresa, digo, porque tengo que reconocer que lo primero que me viene a la cabeza es una pregunta tonta: ¿Cuándo escribía Luis?. Su imagen, inconscientemente, era la de alguien que salía a las diez de la noche de casa, recorre innumerables tugurios - normalmente solo- está diez minutos en cada uno de ellos y se pierde después. Nadie contó nunca que le hubiera visto encerrarse a tal hora. Por el contrario, relatos con algo de legendario afirmaban haberlo encontrado de madrugada en un garito flamenco de Lavapiés, con algo de burdel, o haberlo visto desayunando en la barra del pasaje de la calle Sevilla, antro que sólo un personaje tan atrabilario como el cantaor Agujetas podía frecuentar asimismo.


Así todos los días. Se levantaba a mediodía, creo. " Salía todas, absolutamente todas las noches", me contó A., que fue vecina suya muchos años. Llevaba siempre una camisa abierta, botas de flamenco mal encarado y una americana de color indefinido, que reemplazaba al cabo de una década, para ponerse inmediatamente otra igual. Por las noches le veíamos entrar, fugazmente, en el bar de Fernando del Diego. Tomaba un botellín y salía al poco. En el Cock, repetía la misma operación - excepto cuando había reunión de pintores o galeristas, momento en el que accedía a sentarse en la mesa. Alguna mañana, en la taberna de la plaza de Santa Ana, soltaba alguna opinión, lapidaria normalmente, sobre Rafael de Paula o Fernando Terremoto, y se marchaba a continuación.

Alguna tarde le vimos también en el café Central. Era cuando andaba en paseos con L., arrebatándosela a Jaime, que la paseaba también por entonces. Se sentaba un rato con nosotros en la barra, escuchaba las últimas revelaciones sobre el toreo antiguo de Silverio y se marchaba con L. a continuación. Algún día fui a comer con él y con Chiqui a un tugurio cercano a la Puerta del Sol, donde daban unos callos sólidos, por decirlo suavemente. Hablamos algo de pintura, poco, y mucho del barrio chino de Barcelona , sin hacer ninguna cita literaria, caso único en aquellos días. Luego, tomábamos café en otro de sus lugares insólitos, un garito secreto en medio del pasaje comercial de la calle Arenal, rodeado de relojerías y casas de empeño. El café era muy bueno, eso sí, porque Luís era un dandy en el fondo, hijo de un notario catalán y una pianista notable, aunque fuera vestido de matón flamenco. Sólo que había elegido los pasajes oscuros y los garitos del centro para ejercer su dandismo.


 Una noche, en un colmado de la Plaza de Santa Ana, con María y Paloma, dos pintoras amigas, accedió a describirnos su mapa del centro de Madrid ante nuestros oídos atónitos, que descubrían una ciudad secreta y oscura, enmascarada en la aparente regularidad de sus calles. Estaba lleno de bares ignorados, de locales sin señales en las escaleras de detrás de la calle Jardines, billares en los sótanos de la calle de la Cruz , lupanares en pasajes comerciales, de fiestas atroces en las casas regionales, en un alto de la plaza del Progreso.Terminamos hablando de las juergas de varios días y los cantaores rotos de la bahía de Cádiz, de las ventas cerradas de las afueras de San Fernando, Sancti Petri o Chipiona, pero ese mapa sí era desde el principio exótico a nuestros ojos.

Cuándo estaría a solas en casa, cuándo el trabajo de descubrir a un autor - Henry de Monfreid, pero antes había sido un Pierre Mac Orlan, por ejemplo - excelente, y que a él le era tan caro, con su paisaje de barcos de contrabando y persecuciones, naufragios y engaños, el calor tórrido y el viento de arena, y de islas solitarias en el Golfo de Adén... Cuándo los viajes por Marruecos, por la costa del Índico, por Alemania. Si ese mismo día alguien hubiera jurado que le había visto tomando una copa de orujo en el Mercado de Legazpi. O en la fiesta flamenca del bar de Miguel, en la calle del Amparo. O salir como todas las noches del bar del Diego, después de haberse tomado la cerveza solo y sin sentarse.


"Luís era culto, muy culto", sigue contándome A. En secreto debían quedar todas las horas del estudio, los innumerables cuadros y dibujos, las horas que le permitieron descubrir a un autor como Henry de Monfreid, y apreciarlo, y traducirlo, y dibujar sus paisajes, que le eran tan cercanos.




Más allá del Paso Yang

En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero. En el mesón dos sauces verdes aún más verdes. - Oye, amigo, bebamos otra copa. Pasado el Paso Ya...

Others