Sierra de la Peña de Francia, en el límite con los montes extremeños. Llegar a La Alberca suponía, en los inviernos de antes, acceder a un pueblo oscuro en la ladera de la sierra, de calles empedradas, aleros prominentes y sombras en las esquinas. Una niebla perenne cubría la llegada, al calvario en la entrada, poca gente en la calle, un balcón iluminado en la plaza, adonde subíamos para tomar un caldo humeante frente al hielo de la acera.
Alrededor, el monte oscuro y confuso, la noche sin luces, el silencio de los bosques de roble y castaños - como cargados de rumores, que no se aciertan a desvelar.
Era el escenario aún medieval de la aldea y el bosque que la rodeaba, su cercanía ominosa y negra.
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Una repoblación medieval de la comarca relativamente temprana, desde el reinado de Alfonso IX. Asegurada en parte la frontera con los reinos árabes, tras la toma de Toledo por Alfonso VI en 1085, curiosamente la repoblación de los poblados de la sierra es anterior a veces a la ocupación de las villas en el llano, siendo éstas sin embargo de una economía mucho más productiva que los dispersos caseríos en el monte, siempre agrestes, pedregosos y de tortuoso cultivo - o de precaria actividad ganadera, entre riscos e impenetrables bosques. Los serranos viven de la montanera a veces o del producto de la sierra: miel, olivas, cera o castañas, con las que, cuenta la historia, elaboraban en tiempos un pan áspero y oscuro.
Una tradición de la Alberca, "antiguamente llamada Valdelaguna", señala que desde siglos antes - siglo XVI según las noticias- se establece el ritual de la Moza de Ánimas, que aún hoy se mantiene. En sus calles, al atardecer, pasea la llamada "Moza", una mujer del pueblo enlutada, que se acompaña de otras dos mujeres, también vestidas de negro.
En su procesión por las calles se acompañan de una esquila, que va sonando a intervalos. Tras el primer toque la moza salmodia:
"¡Fieles cristianos! Acordémonos de las Benditas Ánimas del Purgatorio, con un Padre Nuestro y un Avemaría, por el Amor de Dios". Un segundo toque y continúa: "Otro Padre Nuestro y otro Ave María por los que están en pecado mortal, para que su divina Majestad los saque de tan miserable estado". Un tercer toque. La procesión culmina frente a una hornacina en la pared de la iglesia, donde figuran dos calaveras sobre el muro. Nadie acompaña a las mujeres cuyas voces admonitorias se dejan oir entre las calles. Recuerdan un mundo intermedio, oscuro, que acompaña a éste.
O la tradición de la Esquila del Mes, también destinada a contener a las ánimas. En ésta, que se celebraba el viernes primero de mes, una esquila sonaba a la madrugada, recorriendo todo el pueblo, y finalizando asimismo en el osario de la iglesia. En un estudio sobre Vida y muerte en La Alberca se apuntaba cómo: "No hace muchos años era un hombre quien recorría el pueblo entero, saliendo a las tres de la madrugada, mientras tañía la esquila, cuyo mágico sonido de bronce se encargaba de ahuyentar y guiar a las Ánimas que por allí pudieran vagar". [1]
Las sombras sobre el mundo. El bosque, la noche fuera, siguen guardando su amenazadora presencia.
(Estas procesiones remiten en cierto modo también al mantenimiento de los rezos de ánimas en la comarca de Sayago, esa tierra de pizarra negra y cortaduras afiladas en el extremo de Zamora. Allí, en la aldea de Abelón se celebraba la noche de Difuntos el llamado "Ramo de Abelón" - "Ramo de Ánimas"- en el que tras la procesión por el pueblo y el persistente toque de campanas hasta que llegaban a la iglesia unas mujeres recitaban el largo parlamento dedicado a evocar a los penados del purgatorio y sus demandas. "Era una de las imágenes más tétricas que acompañaban el paisaje devocional del mundo rural hasta no hace muchos años", comentaba un artículo sobre el secular Ramo. Perdido éste en Abelón, la tradición se ha conservado hasta hoy en el vecino pueblo de Pobladura de Aliste). [2]
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El bosque, la foresta de alrededor, nos recuerda el medievalista Georges Duby, forman parte del paisaje europeo durante siglos.
"Pocos hombres, muy pocos - sólo vastas soledades que gradualmente se van extendiendo hacia el Norte y el Este, llegan a ser inmensas y muy pronto terminan por invadirlo todo - baldíos, cenagales, ríos vagabundos y los páramos, los tallares, las dehesas, todas las formas degradadas de la selva que suceden a los incendios de matorrales y a los cultivos ocasionales de los incendiarios de bosques (...) A grandes trechos, una ciudad, pero que, invadida por la naturaleza rural, no es sino el esqueleto enmohecido de una ciudad romana, trozos de ruinas que contornean las caballerías...". Así comenzaba su ensayo sobre la "Adolescencia del cristianismo occidental" el historiador francés. [3]
El también francés Jacques Le Goff señalaba el paisaje del desierto en los orígenes del cristianismo, que como recuerda, había surgido en las sequedades de oriente. Allí, el desierto era el lugar de la pobreza y la contemplación en silencio. Pero también el de la amenaza, cuya soledad inmensa estaba poblada por todos los rumores y los daimones de la oscuridad que escapaban de las leyes de la urbe. [4] El desierto, recordaba Ernest Renan - en un comentario un tanto arriesgado, anotaba el francés- es el origen de las religiones monoteístas del mundo. En su escenario desolado, y lejos de los hombres, tiene lugar la ascesis de los ermitaños de la Tebaida, ese pedregoso lugar cercano al Nilo. Al desierto, cercano al río Jordan, recuerda el historiador de nuevo, se había retirado san Juan Bautista antes de iniciar su predicación. Y en el desierto de Judea - "una montaña muy encumbrada"- tienen lugar la aparición y tentaciones del maligno a Jesucristo. ("Fue conducido del Espíritu de Dios al desierto, para que allí fuese tentado por el diablo", relataba sencillamente Mateo, 4:1).
Al lugar del desierto en el oriente se contrapone, afirma el mismo ensayo, el bosque en la geografía occidental. (Marc Bloch, nos recuerda, señalaba el rostro de la selva medieval "que abarcaba espacios mucho mayores que hoy en macizos mucho menos abiertos por los claros"). El bosque - la gaste forêt de Perceval - es, como nos recuerda constantemente la literatura del ciclo bretón, el lugar de los encuentros enigmáticos. Y también el de un laberinto sin salida, ni posibilidad del regreso.
"Cuando el joven Tristán, que había huido de los mercaderes piratas noruegos, llegó a las costas de Cornualles, subió con gran esfuerzo al acantilado y vio, más allá de la landa abarrancada y desierta, un bosque que se extendía sin fin". Su huida con la bella Isolda encontrará refugio, como se sabe, sólo en el impenetrable bosque de Morrois, alejados de toda persecución.
Pero en la búsqueda de la ascesis en el monacato europeo se denomina "desierto" también a esta selva fragorosa: Desierto de la Grande Chartreuse que pueblan san Bruno y sus compañeros en la fundación de la Orden de los Cartujos. O las cabañas de Molesmes que ocupa san Roberto en Citeaux - en los orígenes de la Orden del Císter. San Ronán, el santo irlandés - nos dice la Vita san Ronani- "Se adentra en el desierto y llega al bosque de Nemet en Cornouaille". (Allí será acusado de connivencia con los lobos, licantropía y hechicería, por lo que más tarde se traslada al reino de Domnonia, en el extremo de Bretaña). O la fundación de la comunidad de Sainte- Foy- de- Conques - la formidable basílica románica, origen de una de las rutas principales a Santiago de Compostela- de las que el cartulario nos indica que la misma fue a establecerse en un lugar en que "no había ninguna habitación humana, salvo la de los bandidos de los bosques".
Allá por los valles del rio Sil a principios del siglo VII, en la soledad del Bierzo, San Fructuoso, huyendo de las ciudades tras el establecimiento del monasterio de Compludo, fundará en los montes Aquilianos el eremitorio de san Pedro de Montes. A estos cerros en la Valdueza leonesa acudirán eremitas o ascetas, como san Valerio, en cuyas laderas fundará a su vez iglesias como la mozárabe de Santiago de Peñalba, entre las escobas, el brezo y los riscos. El término "desierto" se incluye en las fundaciones de los carmelitas descalzos, que buscan lugares apartados pero también "amenos", que favorecen la contemplación, afirman las ordenanzas de la reforma del Carmelo. Así, el más antiguo de ellos, el Desierto de San José en el valle de las Batuecas. Pero también el formidable -y arruinado- monasterio del Desierto de Calanda, en un intrincado paraje cercano a la villa. O el convento del Desierto de Las Palmas, en la Plana Alta, cercano a Benicassim - cuyos últimos monjes fueron asesinados todos durante la guerra civil. En otra sierra, aneja a Benifallet, se levantó en tiempos el monasterio - y las ermitas- de Sant Hilari de Cardó, allá por el Bajo Ebro...
Una descripción repetida en las "Historias de los monjes de Siria" del obispo de Ciro Teodoreto, sus minuciosas historias de santidad, reitera la escena inicial en sus biografías: un monje abandona la ciudad, el mundo donde se ha criado, y se encamina al desierto - omnipresente en las montañas de Siria. Así cuando compara al "célebre Marciano" con: "Elías, Juan y sus seguidores, quienes vestidos con melotes, con pieles de cabra, indigentes, atribulados, maltratados (...) erraban por desiertos, montes y cavernas y las hondonadas del terreno". [5]
Pero en otro lugar muy distante, en el extremo norte de la cristiandad, Le Goff señala cómo "los ermitaños irlandeses pueblan los solitarios islotes".
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Fuera de la ciudad, el bosque, su laberinto oscuro e inextricable será el espacio de las sombras.
"Sombras, esos poderes mágicos cuya existencia sólo se percibe alguna que otra vez, en las visiones premonitorias de la muerte, en todos los rumores que cubren entonces la noche, pero que, como cada cual sabe, dirigen enteramente el universo", había escrito el Georges Duby del minucioso manual sobre los orígenes del románico de Skira.
Del bosque, nos informa otra noticia, surgen de vez en cuando sus remotos habitantes: los leñadores, los proscritos, fugitivos, los perseguidos por la justicia. Pero también el oso, los lobos o, en la imaginería medieval, animales aún más hórridos, como los trasgos, la banshee o una sombría procesión que atrapa a los que la contemplan en los cruces de caminos. Su oscuro laberinto está plagado de voces, como bien conocen los habitantes de las aldeas. Pero estas voces, presagios de qué turbia amenaza, nunca se distinguen muy bien.
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La ciudad está delimitada a veces por las murallas. Éstas establecen una nítida separación entre la villa y sus afueras. (En su De civitate Dei San Agustín ya había hablado de la oposición "Dentro del júbilo del Señor" y de las "tinieblas exteriores").
En las ilustraciones que realiza el monje benedictino Matthew Paris en la abadía de St. Albans para su Chronica Majora, a finales del siglo XIII, figuran las del itinerario que había dibujado para describir - y documentar- el viaje que el peregrino debería recorrer desde Londres hasta alcanzar la ciudad santa de Roma - o, en otra versión, hasta el extremo meridional de Brindisi, desde donde había que embarcar hacia Tierra Santa. El itinerario, según la tradición medieval, señala las ciudades y las distancias que hay que cubrir, en una línea recta que desdeña la representación analógica del territorio, y que dibuja y anota con señales el recorrido hasta Jerusalén. [6]
Las ciudades son nombres en el mapa. Una inscripción en tinta las designa. Su existencia es la del nombre, desde luego. Pero su dibujo es siempre el de una torre, una iglesia, un castillo encerrado entre murallas a veces. Los edificios son reconocibles y figuran como emblemas del lugar. Los muros señalan, en la representación medieval de la villa, la situación de ésta. Y marcan, en su aislamiento, la presencia a su vez de un afuera que, por el contrario, no se puede dibujar.