martes, 14 de enero de 2025

Del bosque, el desierto

 

Sierra de la Peña de Francia, en el límite con los montes extremeños. Llegar a La Alberca suponía, en los inviernos de antes, acceder a un pueblo oscuro en la ladera de la sierra, de calles empedradas, aleros prominentes y sombras en las esquinas. Una niebla perenne cubría la llegada, al calvario en la entrada, poca gente en la calle, un balcón iluminado en la plaza, adonde subíamos para tomar un caldo humeante frente al hielo de la acera. 

Alrededor, el monte oscuro y confuso, la noche sin luces, el silencio de los bosques de roble y castaños - como cargados de rumores, que no se aciertan a desvelar.

Era el escenario aún medieval de la aldea y el bosque que la rodeaba, su cercanía ominosa y negra.

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Una repoblación medieval de la comarca relativamente temprana, desde el reinado de Alfonso IX. Asegurada en parte la frontera con los reinos árabes, tras la toma de Toledo por Alfonso VI en 1085, curiosamente la repoblación de los poblados de la sierra es anterior a veces a la ocupación de las villas en el llano, siendo éstas sin embargo de una economía mucho más productiva que los dispersos caseríos en el monte, siempre agrestes, pedregosos y de tortuoso cultivo - o de precaria actividad ganadera, entre riscos e impenetrables bosques. Los serranos viven de la montanera a veces o del producto de la sierra: miel, olivas, cera o castañas, con las que, cuenta la historia, elaboraban en tiempos un pan áspero y oscuro. 

Una tradición de la Alberca, "antiguamente llamada Valdelaguna", señala que desde siglos antes - siglo XVI según las noticias- se establece el ritual de la Moza de Ánimas, que aún hoy se mantiene. En sus calles, al atardecer, pasea la llamada "Moza", una mujer del pueblo enlutada, que se acompaña de otras dos mujeres, también vestidas de negro.  

En su procesión por las calles se acompañan de una esquila, que va sonando a intervalos. Tras el primer toque la moza salmodia:

"¡Fieles cristianos! Acordémonos de las Benditas Ánimas del Purgatorio, con un Padre Nuestro y un Avemaría, por el Amor de Dios". Un segundo toque y continúa: "Otro Padre Nuestro y otro Ave María por los que están en pecado mortal, para que su divina Majestad los saque de tan miserable estado". Un tercer toque. La procesión culmina frente a una hornacina en la pared de la iglesia, donde figuran dos calaveras sobre el muro. Nadie acompaña a las mujeres cuyas voces admonitorias se dejan oir entre las calles. Recuerdan un mundo intermedio, oscuro, que acompaña a éste.

O la tradición de la Esquila del Mes, también destinada a contener a las ánimas. En ésta, que se celebraba el viernes primero de mes, una esquila sonaba a la madrugada, recorriendo todo el pueblo, y finalizando asimismo en el osario de la iglesia. En un estudio sobre Vida y muerte en La Alberca se apuntaba cómo: "No hace muchos años era un hombre quien recorría el pueblo entero, saliendo a las tres de la madrugada, mientras tañía la esquila, cuyo mágico sonido de bronce se encargaba de ahuyentar y guiar a las Ánimas que por allí pudieran vagar".  [1]

Las sombras sobre el mundo. El bosque, la noche fuera, siguen guardando su amenazadora presencia.

(Estas procesiones remiten en cierto modo también al mantenimiento de los rezos de ánimas en la comarca de Sayago, esa tierra de pizarra negra y cortaduras afiladas en el extremo de Zamora. Allí, en la aldea de Abelón se celebraba la noche de Difuntos el llamado "Ramo de Abelón" - "Ramo de Ánimas"- en el que tras la procesión por el pueblo y el persistente toque de campanas hasta que llegaban a la iglesia unas mujeres recitaban el largo parlamento dedicado a evocar a los penados del purgatorio y sus demandas. "Era una de las imágenes más tétricas que acompañaban el paisaje devocional del mundo rural hasta no hace muchos años", comentaba un artículo sobre el secular Ramo. Perdido éste en Abelón, la tradición se ha conservado hasta hoy en el vecino pueblo de Pobladura de Aliste).  [2]

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El bosque, la foresta de alrededor, nos recuerda el medievalista Georges Duby, forman parte del paisaje europeo durante siglos.

"Pocos hombres, muy pocos - sólo vastas soledades que gradualmente se van extendiendo hacia el Norte y el Este, llegan a ser inmensas y muy pronto terminan por invadirlo todo - baldíos, cenagales, ríos vagabundos y los páramos, los tallares, las dehesas, todas las formas degradadas de la selva que suceden a los incendios de matorrales y a los cultivos ocasionales de los incendiarios de bosques (...) A grandes trechos, una ciudad, pero que, invadida por la naturaleza rural, no es sino el esqueleto enmohecido de una ciudad romana, trozos de ruinas que contornean las caballerías...". Así comenzaba su ensayo sobre la "Adolescencia del cristianismo occidental" el historiador francés.  [3]

El también francés Jacques Le Goff señalaba el paisaje del desierto en los orígenes del cristianismo, que como recuerda, había surgido en las sequedades de oriente. Allí, el desierto era el lugar de la pobreza y la contemplación en silencio. Pero también el de la amenaza, cuya soledad inmensa estaba poblada por todos los rumores y los daimones de la oscuridad que escapaban de las leyes de la urbe.  [4]   El desierto, recordaba Ernest Renan - en un comentario un tanto arriesgado, anotaba el francés- es el origen de las religiones monoteístas del mundo. En su escenario desolado, y lejos de los hombres, tiene lugar la ascesis de los ermitaños de la Tebaida, ese pedregoso lugar cercano al Nilo. Al desierto, cercano al río Jordan, recuerda el historiador de nuevo, se había retirado san Juan Bautista antes de iniciar su predicación. Y en el desierto de Judea - "una montaña muy encumbrada"- tienen lugar la aparición y tentaciones del maligno a Jesucristo. ("Fue conducido del Espíritu de Dios al desierto, para que allí fuese tentado por el diablo", relataba sencillamente Mateo, 4:1).

Al lugar del desierto en el oriente se contrapone, afirma el mismo ensayo, el bosque en la geografía occidental. (Marc Bloch, nos recuerda, señalaba el rostro de la selva medieval "que abarcaba espacios mucho mayores que hoy en macizos mucho menos abiertos por los claros"). El bosque - la gaste forêt de Perceval - es, como nos recuerda constantemente la literatura del ciclo bretón, el lugar de los encuentros enigmáticos. Y también el de un laberinto sin salida, ni posibilidad del regreso.

"Cuando el joven Tristán, que había huido de los mercaderes piratas noruegos, llegó a las costas de Cornualles, subió con gran esfuerzo al acantilado y vio, más allá de la landa abarrancada y desierta, un bosque que se extendía sin fin". Su huida con la bella Isolda encontrará refugio, como se sabe, sólo en el impenetrable bosque de Morrois, alejados de toda persecución.

 Pero en la búsqueda de la ascesis en el monacato europeo se denomina "desierto" también a esta selva fragorosa: Desierto de la Grande Chartreuse que pueblan san Bruno y sus compañeros en la fundación de la Orden de los Cartujos. O las cabañas de Molesmes que ocupa san Roberto en Citeaux - en los orígenes de la Orden del Císter. San Ronán, el santo irlandés - nos dice la Vita san Ronani- "Se adentra en el desierto y llega al bosque de Nemet en Cornouaille". (Allí será acusado de connivencia con los lobos, licantropía y hechicería, por lo que más tarde se traslada al reino de Domnonia, en el extremo de Bretaña). O la fundación de la comunidad de Sainte- Foy- de- Conques - la formidable basílica románica, origen de una de las rutas principales a Santiago de Compostela- de las que el cartulario nos indica que la misma fue a establecerse en un lugar en que "no había ninguna habitación humana, salvo la de los bandidos de los bosques".

Allá por los valles del rio Sil a principios del siglo VII, en la soledad del Bierzo, San Fructuoso, huyendo de las ciudades tras el establecimiento del monasterio de Compludo, fundará en los montes Aquilianos el eremitorio de san Pedro de Montes. A estos cerros en la Valdueza leonesa acudirán eremitas o ascetas, como san Valerio, en cuyas laderas fundará a su vez iglesias como la mozárabe de Santiago de Peñalba, entre las escobas, el brezo y los riscos. El término "desierto" se incluye en las fundaciones de los carmelitas descalzos, que buscan lugares apartados pero también "amenos", que favorecen la contemplación, afirman las ordenanzas de la reforma del Carmelo. Así, el más antiguo de ellos, el Desierto de San José en el valle de las Batuecas. Pero también el formidable -y arruinado- monasterio del Desierto de Calanda, en un intrincado paraje cercano a la villa. O el convento del Desierto de Las Palmas, en la Plana Alta, cercano a Benicassim - cuyos últimos monjes fueron asesinados todos durante la guerra civil. En otra sierra, aneja a Benifallet, se levantó en tiempos el monasterio - y las ermitas- de Sant Hilari de Cardó, allá por el Bajo Ebro...

Una descripción repetida en las "Historias de los monjes de Siria" del obispo de Ciro Teodoreto, sus minuciosas historias de santidad, reitera la escena inicial en sus biografías: un monje abandona la ciudad, el mundo donde se ha criado, y se encamina al desierto - omnipresente en las montañas de Siria. Así cuando compara al "célebre Marciano" con: "Elías, Juan y sus seguidores, quienes vestidos con melotes, con pieles de cabra, indigentes, atribulados, maltratados (...) erraban por desiertos, montes y cavernas y las hondonadas del terreno".  [5]

Pero en otro lugar muy distante, en el extremo norte de la cristiandad, Le Goff señala cómo "los ermitaños irlandeses pueblan los solitarios islotes".

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Fuera de la ciudad, el bosque, su laberinto oscuro e inextricable será el espacio de las sombras. 

"Sombras, esos poderes mágicos cuya existencia sólo se percibe alguna que otra vez, en las visiones premonitorias de la muerte, en todos los rumores que cubren entonces la noche, pero que, como cada cual sabe, dirigen enteramente el universo", había escrito el Georges Duby del minucioso manual sobre los orígenes del románico de Skira.

Del bosque, nos informa otra noticia, surgen de vez en cuando sus remotos habitantes: los leñadores, los proscritos, fugitivos, los perseguidos por la justicia. Pero también el oso, los lobos o, en la imaginería medieval, animales aún más hórridos, como los trasgos, la banshee o una sombría procesión que atrapa a los que la contemplan en los cruces de caminos. Su oscuro laberinto está plagado de voces, como bien conocen los habitantes de las aldeas. Pero estas voces, presagios de qué turbia amenaza, nunca se distinguen muy bien.

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La ciudad está delimitada a veces por las murallas. Éstas establecen una nítida separación entre la villa y sus afueras. (En su De civitate Dei San Agustín ya había hablado de la oposición "Dentro del júbilo del Señor" y de las "tinieblas exteriores").

En las ilustraciones que realiza el monje benedictino Matthew Paris en la abadía de St. Albans para su Chronica Majora, a finales del siglo XIII, figuran las del itinerario que había dibujado para describir - y documentar- el viaje que el peregrino debería recorrer desde Londres hasta alcanzar la ciudad santa de Roma - o, en otra versión, hasta el extremo meridional de Brindisi, desde donde había que embarcar hacia Tierra Santa. El itinerario, según la tradición medieval, señala las ciudades y las distancias que hay que cubrir, en una línea recta que desdeña la representación analógica del territorio, y que dibuja y anota con señales el recorrido hasta Jerusalén.  [6]

Las ciudades son nombres en el mapa. Una inscripción en tinta las designa. Su existencia es la del nombre, desde luego. Pero su dibujo es siempre el de una torre, una iglesia, un castillo encerrado entre murallas a veces. Los edificios son reconocibles y figuran como emblemas del lugar. Los muros señalan, en la representación medieval de la villa, la situación de ésta. Y marcan, en su aislamiento, la presencia a su vez de un afuera que, por el contrario, no se puede dibujar.


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No siempre el bosque es el lugar del caos, lo oscuro, lo innombrable. Una tradición que remite a la figura del jardín del Edén, también situado fuera de los avatares y sombras de la historia, se desarrolla sobre todo a partir de la extensión del llamado Estilo Internacional, a finales del siglo XIV. Se reiterará en las ilustraciones de los Libros de Horas de las cortes borgoñonas, por ejemplo, ya a finales de siglo. (Pero también en la fabulosa serie de tapices de Flandes “La dame a la licorne”, del género llamado mille-fleurs, representación de un jardín encantado en el que el fabuloso animal es subyugado por una doncella, realizados a partir de los cartones que habían sido dibujados en París alrededor del año 1500).


Pero antes, había aparecido en las raras ilustraciones que en 1230 en la abadía benedictina de Seckau acompañaban los primeros manuscritos de los Carmina Burana, la colección de cantos goliárdicos de los siglos XII y XIII recogidos en el monasterio de Beuern.

Le Goff indicará cómo en las ilustraciones: "En ese bosque mágico, bajo los árboles extrañamente estilizados, cohabitan el caballo, el león, el ciervo, la liebre y toda una población de pájaros".  [7] 

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Alguno de los motivos característicos del romanticismo europeo - alemán sobre todo- se habían recogido en la publicación, que se realiza primeramente en prensa, de las Leyendas de Bécquer, a mediados del siglo XIX. Un escenario medieval, la pervivencia de las leyendas que surgían en la historia, la intervención de lo sobrenatural en la sucesión de los días, el ideal, normalmente trágico, sobre los intereses cotidianos... Un mismo clima rodea los relatos, al fin. Y éste puede definirse como el de la preeminencia de lo distante sobre lo cercano; lo indefinido sobre lo preciso; lo incierto sobre lo inmediato...

En una de las leyendas más conocidas, la de "El monte de las Ánimas", el relato se situará en un lugar ejemplar, como es la ciudad medieval de Soria, en el monte oscuro y sus ruinas a lo lejos, y en una noche no menos ejemplar, como es la del día de Todos los Santos. 

Del monte, a la distancia, Bécquer hablará de: "(...) Un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad".

Era la representación de una tradición europea que surgía en la edad media, del monte y sus voces, allá fuera, a lo lejos.

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Un dictamen esforzado hablará del establecimiento de una nueva fundación de la orden del Carmelo reformada, esta vez en el remoto lugar de las Batuecas, el valle y los riscos inmediatos a la Peña de Francia. La fundación del convento de San José, en el Santo Desierto de las Batuecas, se realiza a partir de 1599, establecida por el P. Tomás de Jesús, Superior Provincial de los Carmelitas Descalzos de Castilla.

Una crónica posterior, de finales del siglo XVII, nombrará:

"La extrañeza y retiro de estos montes, de estas rigurosas breñas, habían derramado por los pueblos circunvecinos opinión que allí habitaban demonios, y alegaban testigos de los mismos infestados de ellos. En los pueblos más distantes corría fama que en tiempos pasados había sido aquel sitio habitación de salvajes y gente no conocida en muchos siglos; oída ni vista de nadie, de lengua y usos diferentes de los nuestros; que veneraban al demonio: que andaban desnudos; que pensaban ser solos en el mundo...".
[8]

El monasterio, presidido por la modesta iglesia, estaba situado en el valle del rio de las Batuecas. Sobre las peñas alrededor de la ribera, se levantaban las pequeñas celdas y oratorios de los monjes. En el muro oeste, una puerta abre paso al refectorio, la cocina, los talleres, el lavadero. Una cerca de piedra de unos seis kilómetros de extensión rodea todo el conjunto. El plano de las edificaciones seguiría un esquema generalizado en los yermos de la orden, con una iglesia de nave única y un crucero con cúpula en el centro, inscritos en un rectángulo en el que se situaban las celdas con jardines y, al exterior del recinto, las dependencias como las pequeñas ermitas, panadería, almacén, porterías, etc. (Modernamente, se ha instalado una hospedería en la entrada, que acoge a los que lo solicitan). Sería construido todo, según relata la crónica del convento, con materiales de una extrema pobreza. Desalojado el lugar con la desamortización de Mendizábal en 1838, el convento se abandona. A finales de siglo sufre un enorme incendio, que quema la comarca alrededor y destruye los restos del eremitorio. Después de varias vicisitudes, el monasterio vuelve a ocuparse en 1950, cuando la orden de los Carmelitas Descalzos restablece la comunidad.   [9]

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Cuenta la leyenda que un día de frío intenso, a finales del siglo XIX, la animera de La Alberca quedó en cama, olvidándose de salir aquella tarde. Al día siguiente los vecinos comentaron que, sin embargo, todos ellos habían escuchado la esquila por la noche.

La leyenda la recoge, entre otros, el estudio sobre "Vida y muerte en La Alberca" publicado a finales del siglo anterior por la Universidad de Navarra.  También un antiguo manual, inencontrable hoy en día,  del P. Hoyos sobre la sierra, que se edita en 1946.   [10]

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[1]. Mercedes Cano / Javier Sanz    Vida y muerte en La Alberca.      Dialnet, 1989.

[2]. José Lorenzo Fernández Fernández.   "El culto a las Ánimas. El ramo de ánimas de Abelón (Zamora)".    Bibl. virtual Miguel de Cervantes  

[3].  Georges Duby.    Adolescencia del cristianismo medieval.   ed. Skira,  Ginebra. 1987.

[4] J. Le Goff.  Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval.   ed. Gedisa, Barcelona, 2017. pg. 38

[5]. Teodoreto de Ciro.   Historia de los monjes de Siria.  ed. Trotta, Madrid.   2008.

[6]. cit. en AA.VV.   Arte e historia en la Eda Media. , vol I     ed. Akal, Madrid, 2009. pg. 228.

[7] J. Le Goff.   La civilización del Occidente medieval.   ed. Juventud, Barcelona, 1969.   pg. 185.

[8].  Daniel de Pablo Maroto.  "La antigua biblioteca del desierto carmelita de las Batuecas".   Salmanticensis 48. ( 2001).

[9].  José Miguel Muñoz Jiménez.    "La arquitectura de los desiertos carmelitanos".  en Monte Carmelo 97,   1989.

[10].   P. Hoyos    La Alberca, monumento nacional.  Salamanca, 1946.

viernes, 15 de noviembre de 2024

Leopoldo Panero en otoño


En la Plaza Mayor de Salamanca, con la llegada de noviembre, instalan las casetas de la feria del libro en el centro de la explanada. Noviembre ha traído un turbión de aguaceros, nubes en la sierra, una luz de otoño, ha llenado los caminos de hojas.

Un tiempo viejo, como de regreso, que incluye los libros que encuentro en la feria. Juan, el de la librería Vitorio, ya no viene: en tiempos aparecía con alguna obra inencontrable sobre ganaderías antiguas en Salamanca, y alguna otra, no menos rara, sobre las elecciones locales de la República y el Bloque Agrario. Siempre vendía algo en la ciudad, me contaba, y además a él y su mujer les encantaba el aperitivo en los bares de alrededor, un aperitivo que estaba aderezado, por lo que contaban, de delicias castellanas como los morros, la jeta o las manitas de cerdo a las que eran especialmente sensibles. Me dijeron que había cerrado la librería, definitivamente. Tampoco viene Begoña, con su local repleto de ediciones raras frente a la fachada de la Universidad, a la que no me importa no encontrar, porque incluso cuando anunció que cerraba la librería no quiso abrirme el armario en el que guardaba los libros más difíciles, que yo sólo alcanzaba a imaginar.

En una de las primeras casetas, bajo el arco de la plaza del Mercado, - el llamado popularmente “de Villa-Rosa” - encuentro amontonados sobre una silla varios ejemplares de la colección de Temas Españoles. Es una colección popular, editada pobremente, con temas que remiten aún a la mitología de la guerra civil. Pero en cuyas modestas encuadernaciones se encuentran algunos datos, algunos temas insólitos - entre otros un catálogo de la arquitectura de los pueblos de colonización, editada en plena época del Plan Badajoz, que encontré una mañana en la Cuesta de Moyano. Tienen dos folletos encima del montón sobre la República y el Partido Comunista en la guerra que compro y que luego descubro no tienen ninguna noticia de interés. Más allá, en la conocida librería de la calle Compañía encuentro una atractiva colección de primeras ediciones del 27 y del 36 que nunca había advertido en el local y no sé de dónde salen esta vez. Están muy altas de precio y no me quedo con ninguna. En su lugar, a un precio razonable, la excelente edición que Andrés Trapiello ha hecho de los poemas de Leopoldo Panero para la editorial Comares de Granada, que sí adquiero. También una primera de la "Antología consultada" de 1952. En ésta, pasados apenas los primeros años después de la guerra, empiezan a aparecer los temas que se harán luego frecuentes, parte de un paisaje de la poesía de posguerra, como la pregunta sobre la función social de los poemas, la referencia a las "exigencias de un tiempo" o directamente la alusión al pueblo, ese protagonista anónimo y un tanto oscuro que inundará a continuación la literatura - y la fotografía, y la plástica- de aquellos años. Es curioso: me interesan mucho más los autores desgajados de la primera posguerra que no la lírica que se hará más popular a continuación, de poetas como Blas de Otero, Gabriel Celaya o José Hierro, con sus motivos sociales y sus guiños a la censura. En su lugar, una intensa meditación religiosa, que surge de entre las sombras, con algún excelente poema de Carlos Bousoño, José María Valverde o Vicente Gaos. A quienes nadie ha vuelto a leer, intuyo, nunca.

Alguna otra cosa suelta en la feria; muchos ejemplares de la editorial Barral o de Taurus, que hoy son un raro hallazgo: ninguno que no tenga ya. Lo mismo me ocurre con los manuales de editorial Juventud o las colecciones de arte de Skira. En varios mostradores, numerosas publicaciones de cómics, más recientes o más raros, que hace tiempo dejaron de interesarme por completo - y motivaron un día una encendida discusión con el poeta J., que los sigue coleccionando todos. En una rara librería de Huesca comienzo a charlar con el librero, que me enseña espaciosamente una joya detrás de otra y que abandona toda comunicación con los clientes para hablar conmigo de las precarias ediciones de la posguerra. Alguno de los libros no lo había visto nunca, sólo leído la cita al mismo en un lugar u otro. Entre otros la primera edición del mentado "Comunistas, judíos y demás ralea" que publicara el teatral Ernesto Giménez Caballero sobre textos de Pio Baroja en plena guerra. O la primera también del "Aquí París" del vasco. Se publicaron en una época en la que los exiliados en la capital francesa - Baroja o Azorín entre otros- subsistían sólo gracias a los artículos que iban publicando en la prensa argentina. O chilena en algún caso. Tiene también el igualmente raro "Eugenio o la proclamación de la primavera", de Rafael García Serrano, que edita la falangista Jerarquía en el año 38. Es un ejercicio de lírica forzada, según descubro al poco, donde el autor intenta elaborar una trabajosa apología de la guerra y del entusiasmo de un joven falangista en medio del ruido de los frentes, que resulta al fin un empeño un tanto tedioso, una fatigosa prosa del entusiasmo.

Mucho más interesante resulta su "Plaza del castillo", ya del año 1951, donde García Serrano realiza un entrañable retrato de un tiempo inmóvil, el de la Pamplona de principios de siglo, que poco a poco se va acercando al levantamiento y al estallido de la guerra que acabarán con su letargo expectante, y que - ya la había leído en otro momento- resulta una excelente evocación de los días de julio del año 36. Con el fondo, ya con las dosis suficientes de escepticismo pasados los años, de apología de la sublevación frente a la barbarie.

Leer en otoño, con las tardes que se acortan, tiene algo de ejercicio lento, ajeno por completo al espectáculo. Lo tiene la lectura de "La senda dolorosa", de la saga del "Aviraneta" de Pio Baroja, de 1928, que también adquiero del prolífico librero argentino - "Mis abuelos emigraron de La Rioja antes de la guerra", me contará otra mañana en la que acudo a la feria de nuevo, el cielo amenaza nieve, y no le compro nada. En el caso de la novela de Baroja, en la primera edición de Caro Raggio, esta lentitud se ve acentuada por su carácter de libro intonso, que obliga a buscar un viejo abrecartas que estaba en la biblioteca familiar, y a detenerse a abrir las páginas de cada cuadernillo. Es un libro abrupto, por decirlo de algún modo, más aún de lo que suelen serlo las novelas del vasco en esos años. Hay algo en él, independientemente de que el moho se haya adueñado de muchas de sus páginas, que evoca un permanente olor a sacristía y desván cerrado. Pero en su arriscado relato de la muerte del Conde de España se introduce en primer lugar la descripción de unas ciudades del Bearn, cercanas a la frontera española, que eran un paisaje acostumbrado de los refugiados vascos - de los partidarios del rey Carlos- en cuyo melancólico y provinciano escenario se mueven en continuas conspiraciones mirando hacia los Pirineos. (Pau, Bayona, Orthez, San Juan de Luz...). Y, por otra parte, existe la descripción de una Cataluña de masías aisladas y cercas decrépitas que es aneja al gusto por los escenarios añejos del escritor. (Y por sus atrabiliarios personajes). Y que en la polvorienta novela se reiteran puntualmente.

O el páramo leonés, la sierra del Guadarrama a lo lejos, o las laderas del Teleno. Son los lugares que surgen, como en sordina, después de un tiempo al que las sombras han invadido: después de la guerra. Son escenarios recurrentes en la obra de Leopoldo Panero. En cuyo paisaje acostumbrado - el de los padres, el jardín familiar, la casa de Astorga- va a tener lugar su honda reflexión religiosa. Es una meditación que se mueve en el escenario de lo cercano. Terminada la contienda, cubiertos aún los días de sombras, hay ecos de Unamuno en su clara dicción castellana. O de la tristeza de un César Vallejo que había conocido en su momento la hospitalidad de la casa de Astorga y cuyo recuerdo acompañará siempre al poeta. ("Y siempre estaba solo - escribiría en 1947 en su poema al peruano- aunque nosotros le quisiéramos"). 

“De la estancia vacía” se titulaba su segundo libro, de 1944. El páramo se extiende, inmediato, y a lo lejos se advierten unas cumbres sobre el crepúsculo, cuya presencia es la de lo familiar siempre. Pero también otras veces la de la amenaza de una tormenta incipiente. Luis Felipe Vivanco, compañero del grupo, -de quien yo había encontrado hacía poco su raro "Tiempo de dolor", volumen de poemas escritos en plena guerra-, tenía también un poema titulado "El peregrino amante", con la misma sensación de lo errante sobre la llanura

Sé que la soledad es la viva canción de mi sangre

que convierte los días en llanura exaltada

La llanura, la casa, el páramo frío... Unas fotografías muestran el caserón familiar de Castrillo de las Piedras. Hay una galería acristalada, un jardín con un pozo, la hiedra perenne... Sobre el peso de las cosas cercanas flota la noción en Panero del eco de una antigua alianza entre Dios y los hombres, que a veces es ocultada, y por la que el poeta se preguntará siempre.

Las cosas, en estos tiempos de aislamiento, aún pesaban.

"hacia la primavera, en lo distante,

con los ojos cerrados, Dios se siente".

Pero también aparece la figura del caminante, del vagabundo por la despoblada llanura, en un poema como "El mendigo", de su libro "Escrito a cada instante". (Que remite, al pronto, al Antonio Machado de los campos y el páramo de Soria, aquel de “un pobre caminante que durmiera / de cansancio en un páramo infinito"). Sobre lo cercano, la inquietud por la antigua alianza. "Estamos siempre solos", afirmará en su evocación de su adolescencia astorgana "A mis hermanas". (Pero también Vicente Gaos, en su poema dedicado a la "Adolescencia" hablaba en algún lugar de "la noche sin Dios, súbita y triste").

Sobre la mesa, otras compras igualmente lentas. Un Gabriel Miró de Biblioteca Nueva, con manchas de moho en las páginas - y un recordatorio del Miércoles de Ceniza del año 1938 que aparece de pronto entre aquéllas. La traducción, firmada por Manuel Azaña, del alegórico "La esfera y la cruz" de Chesterton de 1930 en Biblioteca Nueva también. Unas raras "Confesiones" de Paul Verlaine - un tanto decepcionantes- que traduce el ultraísta Eliodoro Puche para Mundo Latino en 1921... 

Baja el frío otra vez. Sobre la Peña de Francia, las primeras nieves.


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miércoles, 16 de octubre de 2024

Noticias de Bucarest

 


Noticias sueltas, incompletas, llegaron del azaroso periplo que Agustín de Foxá, diplomático de carrera, iba a emprender huyendo del Madrid de los paseos para recalar en la embajada de Bucarest. En la legación rumana, enviado por el gobierno republicano, según la leyenda iba a mantener un doble juego cancilleresco. Hasta regresar, esta vez sin ambages, a la Salamanca nacionalista. (De donde partiría a su vez a la Roma del PNF, donde mantendría un sonado enfrentamiento con el conde Galeazzo Ciano). En su estancia salmantina, sobre las mesas del café Novelty leería a sus conocidos la novela "Madrid, de corte a cheka", que sería saludada por la prensa nacional como una de las primeras narraciones de la guerra desde el bando sublevado.

También, se comentó, habría escrito una segunda parte de la novela, titulada "Salamanca, cuartel general" de la que nada más se sabe, desaparecido el manuscrito no se conoce si por razones de la censura, desgana del autor o consejo de sus amigos falangistas. (Una suerte de referencia mitológica habla del perdido manuscrito en las sombrías salas del caserón de los Sánchez Mazas en Coria. Pero nadie ha sabido dar luego cuenta de él). Dionisio Ridruejo en sus memorias alude a varios cuadernos voluminosos en los que Foxá estaba recogiendo notas, tarjetas varias y apuntes sueltos en esos días. Ignora lo que sería más tarde de ellos.

Del doble juego del aristócrata falangista había dado noticias sueltas por ejemplo Andrés Trapiello en su muy citado "Las armas y las letras". También de la azarosa huida del Madrid de las chekas, de donde en un momento determinado sólo un pasaporte diplomático le salva del paseo en las tapias de la Casa de Campo. En "Misión en Bucarest", que ha reeditado recientemente Renacimiento, - del fondo de Abelardo Linares-, encontramos en efecto las referencias a un Madrid sombrío, de patrullas nocturnas y disparos al alba, del que Foxá se evade gracias a su destino consular en un distante Bucarest. La salida por Port Bou supone el reencuentro con un país, Francia, que el autor, aliviado, recordaba perfectamente.

"Paseos del crepúsculo por la ribera del Sena entre los libros de viejo, con portadas de damas encorsetadas con camelias en el seno y barbudos vizcondes enchisterados con una pistola sobre la sien".

Hasta llegar al Mar Negro la narración se demorará en la descripción del paso del ferrocarril por una Europa que, de momento, estaba aún libre de los azares de la guerra y que el autor, que conocía bien sus lugares, se detiene en celebrar. El Simplon Orient Expres se está alejando de la Europa central, y acercándose a los Balcanes.

"Trieste como un castillo de luces en el monte, derramadas hasta la orilla. Y el rudo Simplón de las llanuras (...) Se extendía triangular una encerada vela latina sobre el mar, barcas de pescadores coloreaban el fondo. Cipreses".

Incluido el acceso final al paisaje de los Cárpatos, que el novelista cubre de pellizas de cordero, estaciones de tren vacías, cúpulas bizantinas y por último el escenario de una tradición aristocrática y cortesana, vagamente oriental, a la que el Marqués de Armendáriz es especialmente receptivo.

"Llovía con frío en Timisoara, la ciudad de los bellos y dorados faisanes, donde el rey Carol invitaba a cazar al cuerpo diplomático". De los primeros artículos que el conde había enviado desde Bucarest, en un destino anterior, una reseña de su obra anotaría que: "Resulta significativo que las apenas seis piezas publicadas en su primera estadía rumana se situaran en páginas dedicadas a la vida de la alta sociedad europea".

Inmerso en su segundo destino poco a poco en los peligros de un doble juego diplomático la novela se detiene bruscamente cuando las sombras se empiezan a cernir sobre su personaje, claramente adscrito a la sublevación.


No sería la única figura ambigua del exilio temprano. Desde la temprana defección del embajador Juan Cárdenas en París - que obliga a las autoridades republicanas a enviar apresuradamente a la capital a Fernando de los Ríos para reanudar el tráfico de armas, asunto que el catedrático de derecho desconocía absolutamente. En Londres, donde el embajador Ramón Pérez de Ayala había dimitido al comenzar la guerra, el periodista Luis Bolín, corresponsal del ABC, desplegaba una incesante actividad a favor del bando nacionalista. (Y en algún momento sería interrogado por el MI6 británico y destinado a un campo de prisioneros después). Actividad que según las crónicas se correspondía con la amplia gama de amistades del Duque de Alba, nuevo embajador del gobierno de Burgos, "cuya sosegada charla ganó definitivamente el favor de la aristocracia británica en contra del gobierno republicano y las patrullas anarquistas", leemos en alguna parte. Destinado por su parte en Roma el corresponsal César González Ruano había de representar un dudoso juego aristocrático - que no le correspondía- visitando con frecuencia al rey en el exilio, y acogido en su estudio por un Juan Ramón Masoliver cuya militancia falangista por el contrario no era dudosa - y que visitaba a su vez a un Ezra Pound que terminará recluido en Rapallo, tras sus encendidas alocuciones en defensa del Duce. (Ruano después, ya en París, se iba a entregar a un juego aún más oscuro, con contrabandos varios y delaciones a la Gestapo incluidas, que le supondrían el internamiento en la prisión militar de Cherche Midi). En otro lugar, la mitología de la guerra hablará de Josep Pla que, refugiado en Marsella, vaga solitario por el puerto con una difusa labor de espionaje de los barcos en el muelle, que le habría encomendado la organización de Francesc Cambó. Había partido de Barcelona, junto con su amante noruega, Adi Enberg, -a quien siempre se atribuyó el papel de espía-, en el bajel Anfa, que cubría la ruta Casablanca- Marsella. De la organización de Cambó, el llamado SIFNE - Servicio de Información del Nordeste- la historia del espionaje en la guerra destacaría su eficacia. Asimilada ésta más tarde a la inteligencia nacionalista, el escritor ampurdanés proseguiría luego sus viajes por el Mediterráneo, en torno a lugares como Croacia, Elba, Ankara, Estambul o Alejandría, de los que al regreso habría de escribir su luminosa "Las ciudades del mar". 

En otro lugar, una historia del incipiente servicio de información nacionalista comenta que: "Se distribuyeron agentes en Bucarest, Estambul, Ankara y Atenas para tener vigilados los puertos turcos y griegos". La misma noticia añade que en el Norte se habían enviado agentes a Danzig o Hamburgo. No tenemos muchas más noticias de esta difusa actividad. Excepto la referencia confusa de unos agentes anónimos, sin apenas medios, que vagan por los puertos del Bósforo, algún remoto enclave en el Mar de Mármara, el barrio turco de Pera, envían informaciones sobre el tráfico mediterráneo a una oficina comercial en Roma, de donde llegaban por algún medio a España.

A Bucarest, en un determinado momento, había sido enviado el policía Manuel López del Rey para delatar a los presuntos nacionalistas, el secretario Foxá entre ellos. Éste aludía a su propia actividad doble en su inacabada Misión en Bucarest en la figura novelesca de Julio Vega, el encargado de negocios de la Embajada. "En sus informes al ministro rojo, Álvarez del Vayo, empleaba el estilo no excesivamente delicado del Heraldo de Madrid, que sabía que tanto placía al ministro rojo. Hablaba siempre de "hordas vaticanistas", "generales traidores" y de la "legación facciosa" (...) Aquel lenguaje desvanecía en Valencia todas las sospechas".

Tarea de desenmascaramiento encargada al funcionario policial el cual, curiosamente, había surgido también en unas páginas del relato "Aquí, París" de Pío Baroja, escritas ese año desde la Residencia de España en la capital francesa. Donde el novelista describe la llegada una mañana a los jardines de un furgón cerrado, con milicianos armados encabezados por el mismo: "Un tal López Rey, muy rojo, y luego su hermano, jefe de la policía de Madrid, se presentó allí con un camión grande vigilado por dos milicianos armados y un chófer". En la capital rumana el enviado republicano intentaría llevar a cabo una intensa labor propagandística en favor de la República, tarea que se enfrentaba a la más frecuente defensa de los sublevados en la prensa de la época. Con los fondos del gobierno de Valencia, se nos dice, en algún momento habría de editar una obra de propaganda Spania 1937, "en colaboración con un profesor rumano de origen judío que firmaba bajo el seudónimo de Savelle".

Más rocambolesca sería la actividad del delegado nacionalista, Pedro Prat y Soutzo, superior de Foxá en la Delegación. Al cual se atribuye la creación de un incipiente "Servicio de Información Ruso" durante su estancia en Bucarest. Obligado a abandonar la ciudad a finales de 1940, reanudaría sus actividades informativas en Ankara, colaborando en ocasiones con la Abwehr, la agencia alemana. Reanudada la tarea del citado Servicio... las informaciones eran enviadas en ocasiones directamente al embajador Von Papen, en Ankara. O a la prolífica red del austríaco Richard Kaudet, "Klatt", cuyos tentáculos llegaban hasta Ucrania y la retaguardia soviética.

Con la ayuda del agente ruso Vladimir Velikotny, que había sido combatiente durante la guerra en el bando nacional, el embajador expande sus actividades a Estambul y los puertos del Bósforo. Recibe también la colaboración de un periodista japonés, Momotaro Enotomo - el cual es obligado a su vez a abandonar Turquía en 1942. (De Enomoto, corresponsal del periódico Mainishi Shimbum, se nos cuenta en otro lugar, su carnet periodístico le permitía viajar libremente entre Viena, Budapest y Berlín. En otro momento, informa la misma fuente, éste entraría en contacto con la sofisticada red de The Max Network, dirigida por el judío austríaco Richard Kauder, que se había extendido desde Estambul hasta Sofia. Y con el periodista británico Peter Smollet, reportero de The Times, el cual sería identificado más tarde "como un agente soviético". Reclutado este último por el conocido Kim Philby su figura inspirará el nombre de la taberna Smolka vienesa en "El tercer hombre", la sombría novela de posguerra de Graham Greene). Otra figura de la red - que "tenía extensiones en la retaguardia soviética y los Balcanes"- era el también periodista, nacionalizado español, el rumano Arnaldo Dalismo Damiano. Todos ellos abandonarían Turquía antes del final de la guerra.

Otras noticias imprecisas hablarán de un matrimonio español residente en Sofia. O de Eugenio Janet y Viale, agregado de prensa en Ankara. Sin más precisión nombran también a "un diplomático español acreditado en Beirut conocido como Vine".

La ciudad, Bucarest, era aún una capital cortesana, un tanto remota, en las páginas de Foxá. ("Le gustaba recorrer sus calles, meterse en las iglesias más apartadas, recorrer las tiendas de los judíos y las barracas de cinturones rumanos, objetos de plata, maderas taraceadas, iconos y rosarios musulmanes de ámbar"). Entraba en aquellos años por otra parte en la historia de la Rumanía convulsa en las memorias de la época. Entre la figura en algún momento absorbente del rey Carol II, su exilio posterior; la represión inicial de la derechista Guardia de Hierro; la creciente presión alemana, la ocupación soviética de la Besarabia, el reinado de Miguel I y la firma última del Tratado Tripartito con las potencias del Eje - y la sombra de nuevo de la Guardia de Hierro y del dictador Ion Antonescu.

Unas páginas del Danubio de Claudio Magris recordaban a Bucarest, ya al final del recorrido del Orient Express, como: "El París de los Balcanes (...)  significa un eón ulterior y profano en ese proceso de emanación que ve difundirse y degradarse gradualmente, a medida que avanzamos hacia el sudeste, la imagen y el modelo de la Ciudad, capital de Francia y del siglo XIX, o sea de Europa". Más adelante el escritor triestino evocará la profusión del estilo Liberty en las fachadas y las calles. Y en los paseos y muelles de la costa del Mar Negro, que nombran un pasado esplendor de la burguesía que no habría de regresar. En esos momentos, los edificios de estilo Biedermeier, palacios y hoteles, que rodeaban al palacio real habían sido arrasados por orden del rey, que quiso construir en su lugar una amplia explanada de ceremonias. (El viajero Patrick Leigh Fermor por su lado, más distante de la nostalgia de Magris por la Mitteleuropa, había definido la capital años antes a su llegada como "Una mezcla de Samarkanda y Detroit").

La mayor parte del antiguo Cuerpo Diplomático, comentarán las historias de la época, se pasará en un momento u otro al servicio del gobierno nacionalista de Burgos. Foxá describe en algún lugar la convulsa situación de los compañeros que habían quedado en el Ministerio de Madrid sin poder escapar de la constante amenaza de los milicianos y los agentes republicanos. 

Figuras del doble juego que se mantiene durante algún tiempo, la ambigüedad del espía dará lugar más tarde a un amplio repertorio literario. (Cuyo relato paradigmático sería la novela Tinker, Taylor, Soldier, Spy de un melancólico John Le Carré). El modelo más célebre sería quizás el de los Cinco de Cambridge, los intelectuales ingleses de la sociedad Los Apóstoles controlados desde los años 30 por el coronel de la KGB, el soviético Yuri Modin. Y a los que, desde su temprano reclutamiento en las aulas universitarias, ningún acontecimiento posterior -guerra mundial, grandes purgas soviéticas incluidas, inicio de la Guerra Fría- hará declinar su primitiva militancia comunista. 

La literatura nombraba la existencia de una otra parte de ésta, la occidental, que estaba al otro lado del muro. La descripción del lugar al otro lado - de una Europa gris y como sumida en un eterno domingo de suburbio- será de nuevo la que el novelista británico recoja en sus novelas sobre la posguerra en la Europa soviética:

"Había caído la oscuridad y con ella el silencio (...) Ante él estaba la carretera y a ambos lados el muro, una cosa fea y sucia de bloques de cemento perforado y cabos de alambre de espino, alumbrada por una barata luz amarilla, como un telón de fondo que representase un campo de concentración" - apuntaba al inicio de su novela The Spy who Came in from the Cold. (Que recoge el excelente film británico de Martin Ritt en 1963).

En medio de este juego ambiguo, la misma fidelidad al modelo soviético surge en las páginas de la voluminosa biografía del alemán Richard Sorge - "Un espía impecable"- quizás el más célebre espía soviético de la Segunda Guerra Mundial. El cual, después de una temprana iniciación en las redes de la información militar en Moscú, y a pesar de todas las vicisitudes posteriores en su carrera, nunca abandonará su temprana militancia comunista.

La carrera del alemán Richard Sorge incluirá lugares como Londres, Berlín, Escandinavia o la remota Manchukuo. Para recalar ya en plena guerra en la Concesión Internacional de Shanghai, llena de refugiados de todas las guerras, ciudad caótica y centro del espionaje internacional. Y finalmente en la creación de una asombrosa red de información en Tokyo, formada por colaboradores japoneses, croatas, un radioperador alemán. Y la inestimable amistad del embajador alemán, que, ignorante de su verdadera fidelidad, le introduce en los secretos de la Embajada del Tercer Reich.

En medio de esta prolija carrera a su alrededor todo se irá desmoronando. Los generales al mando de la Cuarta Sección son fusilados uno detrás de otro. Los embajadores soviéticos a su regreso también, acusados de militancia occidental. Los mismos agentes son detenidos a su vuelta a Moscú. (Sorge escribirá una trágica carta defendiendo su fidelidad a su jefe, el general Berzin, sin saber que éste había sido fusilado unos meses antes:

"Querido camarada: No te preocupes por nosotros. Aunque estamos terriblemente cansados y tensos, somos compañeros disciplinados, obedientes, decididos y devotos, dispuestos a llevar a cabo las tareas relacionadas con nuestra gran misión").

 Su propia mujer, Katya Maximova, será detenida y enviada a un gulag en 1942 - acusada de "connivencia con el enemigo"- en donde muere un año más tarde.

La historia de la Cuarta Sección es una historia de supuestas delaciones de los miembros del servicio secreto, detenciones en la noche y acusaciones vagas que remiten inevitablemente a un gulag. O al paredón de fusilamiento. También de desdenes. Stalin, informado por un cable del espía de la inminente invasión alemana de la URSS, rechazará la noticia como "la fantasía del propietario de un burdel japonés". Una segunda información sobre la retirada de las tropas japonesas de Siberia, también desdeñada en principio, permitirá sin embargo el envío de las divisiones siberianas al frente de Moscú, donde finalmente los alemanes son rechazados.

Todo su mundo inicial se estaba desmoronando. Sorge sin embargo, y aunque evite el regreso a Moscú, quizás presintiendo su inminente depuración, seguirá fiel a la tarea que desde su reclutamiento juvenil había empezado y continuará el doble juego con las autoridades nacional socialistas y con los militaristas japoneses, desde la red de Tokyo. (No así su radioperador, Max Clausen, el cual, decepcionado con la promesa de la instauración del comunismo, comenzará a boicotear las emisiones de la red y, más tarde detenido, informará con todo detalle a la fiscalía japonesa de las actividades del círculo). En 1941 el Kempetai, la policía secreta japonesa, después de las revelaciones de un matrimonio comunista retornado a las islas, había detenido a toda la red, suponiendo en principio que trabajaban para la Abwehr, la organización de inteligencia alemana. 

Sorge nunca abandonará la esperanza de que Moscú le rescatara después de la detención del grupo. Alguien propuso un canje a los rusos. Los soviéticos sin embargo nunca le reconocieron y será ahorcado finalmente en Sugamo, una cárcel de Tokyo.

Al otro extremo de la guerra, en Bucarest, el mundo acostumbrado se estaba desmoronando también. La firma del Pacto Tripartito en noviembre de 1940 suponía finalmente la entrada de Rumanía en la guerra, junto a las tropas del Eje. (Una historia de la guerra comenta que los alemanes se demoraron casi un año en su entrada, debido a que: "Fue el invierno más frío en mucho tiempo").

Una caótica colección de refugiados aparecía en la ciudad en esos años, descritos en las novelas que la británica Olivia Manning, destinada junto su marido Reginald Smith a la delegación del British Council en Bucarest, escribiría años más tarde bajo el título de The Balkan Trilogy. Aristócratas rusos arruinados; la antigua clase de los fanariotas, los griegos que habían monopolizado el comercio de la ciudad a principios de siglo; princesas rumanas despojadas de sus posesiones en la Besarabia; campesinos de la Valaquia; refugiados polacos que accedían por oscuras carreteras tras la ocupación nazi; comerciantes judíos de Ucrania que habían sido expropiados... El francés Paul Morand, que se había instalado unos años antes en el Athenée Hotel, recogía en sus notas la definición de la reina Isabel, que le había comentado que: "Es una ciudad hecha de remiendos". Para afirmar, más adelante, que: "El Atenea Palace está hecho a imagen y semejanza de Bucarest". El escritor se había casado en 1927 con la aristócrata rumana Helene Chrissovoleni, princesa Souzo, y en 1942 será destinado por la Francia de Vichy como embajador en Rumanía. Cargo que abandona dos años más tarde ante la inminente llegada de las tropas rusas. En su novela Bucarest - de 1934- había descrito una ciudad de innegable influencia francesa todavía: "Calea Victoriei, la más famosa avenida de la ciudad, con sus palacios y jardines aristocráticos, se convierte en el teatro de la vida moderna, de la sociedad refinada, de la vida nocturna", afirma un artículo sobre la novela. El centro de la vida social - y del espionaje en la zona- se encontraba en el tramo que transcurría desde el célebre café Capsa - el "Lhardy de Valaquia" en la definición de Foxá- al Athenée Palace. Pero Morand en sus páginas también apuntaba una condición fronteriza, en el límite con Oriente, que era parte de la convulsa historia del país. Y la presencia de un mundo que era el de la absoluta otredad en la constante presencia de los gitanos, la música zíngara, en los sórdidos suburbios - y en cierto modo, los judíos también- en sus calles.

Uno de los volúmenes de la trilogía de Olivia Manning, The Great Fortune, describía esta condición suburbial de los límites, en cuanto su protagonista se alejaba del escenario habitual de la Calea Victoriei, la avenida principal, de sus lugares de encuentro y los ambiguos personajes del British Council:

"Ahora habían llegado a los suburbios donde vivían los campesinos. Las casas eran chozas de madera de una sola habitación, pintadas con pez blanca, apuntaladas con latas aplastadas de gasolina (...) A pesar del frío antiséptico que reinaba por todas partes, el aire apestaba a desperdicios (...)".

En su siguiente novela, The Spoilt City, la guerra europea está avanzando y las sombras que se ciernen sobre la ciudad se van haciendo más densas. Hasta que en un momento determinado los antiguos miembros de la comunidad internacional que habían recalado en sus populosas calles sólo acierten a nombrar unos puertos de salida que se están reduciendo cada vez más. Son el muelle de Costanza, sobre el Mar Negro; el puerto de Varna en Bulgaria; un Orient Express que ya apenas lleva viajeros, el difícil vuelo a Atenas, que nunca se sabe si va a partir del aeropuerto... 

En una reunión de los últimos representantes del British Council en la ciudad, - en el Polisinel, "un antiguo restaurante de la época de los boyardos" que ahora estaba casi siempre vacío- uno de ellos, llamado David, comentará que había viajado a la frontera rusa.

"Desde la orilla del Dniéster había mirado al otro lado, donde había algunas cabañas". No había podido cruzarla. "La única señal de vida era una vieja campesina que trabajaba en la huerta". (En la novela, el culto David, que siempre había defendido la economía soviética, aparecerá vagamente como un agente de aquellos).

El restaurante contaba con un amplio jardín alrededor, que en otro momento había estado de moda. La escritora, bajo la figura de la lúcida Harriet en la novela, comentará:

"Al fondo del jardín se encontraban los antaño famosos salons particuliers con todas las luces encendidas. Algunos tenían las cortinas corridas, como si hubiera gente dentro (...) En el más cercano vio una mesa puesta para dos y un sofá cubierto con un satén verde, un verde claro como de nenúfar, mugriento seguramente. Esas habitaciones no habían cambiado en cincuenta años y se decía que tampoco las habían limpiado. La enterneció esa grandeza decadente que se arrastraba en la vida como podía mientras todo se derrumbaba alrededor de Guy y de ella".

Bucarest había sido en sus novelas una ruidosa mezcla de hoteles de la Belle Époque y mercadillos orientales desplegados a lo largo de las aceras, con campesinos que dormían sobre los puestos de comida. Una estrepitosa colección de corresponsales extranjeros, actrices rumanas sin contratos y periodistas alcohólicos se reunía a diario en el British Bar, que más adelante sería ocupado por los oficiales de la Gestapo. Ella pudo escapar hacia Atenas en uno de los últimos vuelos regulares antes de que cerraran el aeropuerto. Su marido, Guy en la novela, partió una semana más tarde. 

Éste, profesor en el Council, había defendido siempre la inminente ocupación rusa del país como la única solución para los Balcanes. Años más tarde, el MI5, el servicio de información británico, estableció que desde 1938 "Reggie había sido reclutado como un espía comunista por  Anthony Blunt - uno de los Cinco de Cambridge- en una visita a la Universidad de Cambridge en 1938". De vuelta al Reino Unido, y vigilado por el servicio de contraespionaje británico, no abandonaría su militancia comunista hasta 1956, con motivo de la invasión soviética de Hungría.


miércoles, 18 de septiembre de 2024

Nostalgia del shtetl. II.


En algún momento de sus relatos neoyorquinos, Isaac Bashevis Singer iba a nombrar un especial vacío, un cierto despoblamiento que tenía lugar en las playas del Atlántico, en un escenario que en principio estaba destinado a las vacaciones. Y cuyo momento iba a ser el verano, la época de los paseantes ociosos que bajaban de la ciudad. De Nueva York en concreto.

Aparecía en un cuento como "Solos". En donde por cierto el antiguo tema de los dybbuks, los activos diablos hebreos, que se repetía en sus relatos sobre el shtetl polaco, surgía esta vez en la forma de una figura contrahecha y lasciva, que regentaba un hotel solitario de la playa. Algo de ellos quedaba en las orillas del mar, en la humedad de los trópicos. "En cierta ocasión - había comentado el escritor - había visitado La Habana y allí comprobé que las fuerzas de la oscuridad aún poseían sus antiguos poderes".

El verano no había finalizado. Pero el narrador del relato vaga por avenidas, residencias estivales y  playas sin ningún objeto, sin ningún encuentro en ellas. Los lugares del ocio habían quedado vacíos. Y, el narrador añadía: "Pero el aburrimiento del desierto subsistía". Una extrañeza que en algún momento, mucho más tarde, el escritor iba a extender a todo el país al que había llegado:

"En Polonia sabía cuál era mi lugar en el mundo: un judío en el exilio. Pero aquí todos y todo me parece estar en el exilio- los judíos, los gentiles, hasta las palomas...".

El hastío surgía de pronto en otro relato, "El escritor de cartas"- situado esta vez en el invierno, en un apartamento cercano a Central Park:

"El corto día invernal se hizo cada vez más oscuro y el piso se llenó de sombras. En el exterior, la nieve se tiñó de un inusual tono azul. Caía el crepúsculo. "Así que ha pasado todo un día" se dijo Herman".

O, en otro escenario, de vuelta al verano, en la extrañeza de las multitudes que vagan sin sentido por Coney Island, tan cerca de la pensión en la que el protagonista vive en Sea Gate.

"Pese a que ya llevaba dieciocho meses en Estados Unidos, Coney Island aún me sorprendía. El sol abrasaba como el fuego. El rugido que llegaba de la playa era aún más estruendoso que el del propio mar. En el paseo marítimo, un vendedor de sandías italiano aporreaba una hoja de estaño con el cuchillo, mientras con voz estrepitosa llamaba a los clientes". En un viaje posterior a Coney Island, huyendo de la ciudad, anota: "Pero en Stillwell Avenue, donde bajé del tren, era invierno. Qué sorprendente fue que en esa hora que tardé en llegar a Coney Island desde Manhattan el tiempo hubiera cambiado". Y, más adelante: "Sea Gate parecía desierto, aún sumido en un profundo sueño invernal".

Aquélla, la metáfora del desierto, su escenario vacío, iba a aparecer, de pronto, como la metáfora del lugar al que había accedido, huyendo del nazismo y de Stalin, al otro lado del Atlántico.


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Pero la extrañeza había aparecido ya en sus relatos sobre la ciudad de Varsovia, en los años anteriores a la catástrofe. Los personajes que huían del shtetl para recalar en la capital llegaban a un escenario que se estaba transformando. Los lazos con la antigua costumbre, el mundo piadoso y ritual de sus antecesores, los jasidim y rebbe de las aldeas, se estaba quebrando. Y en su lugar, los judíos urbanizados abandonaban las costumbres del calendario judío, se dejaban crecer el pelo, accedían al laicismo de sus calles y de los cafés, y se integraban en la ideología socialista que seducía a la nueva generación. Algunos emprendían el viaje clandestino a la nueva Unión Soviética, de donde, sospechosos de trotskismo, no regresaban. Otros, se abonarían al movimiento sionista que desde finales de siglo postulaba la creación, o el retorno, a Eretz Israel, la nación judía. De aquellos que durante siglos habían vagado por las llanuras europeas, los suburbios alemanes, las ciudades del Báltico, las costas del Imperio Otomano, sin poder nombrar ninguna como propia.

En un relato escrito mucho tiempo después de su exilio europeo, - "El regalo de la Misná"- el escritor describe la extrañeza de un anciano rebbe acogido en una casa de Varsovia: 

"Reb Israel captaba fragmentos de sus debates: comité regional, derechistas, izquierdistas, trotskistas, funcionariosComintern. No alcanzaba a entender del todo estos términos, pero su intención resultaba muy evidente: derrocar al Gobierno, alentar aquí en Polonia la misma insurrección que ya había tenido lugar en Rusia, cerrar las Casas de Estudio, prohibir el comercio, celebrar juicios populares a comerciantes y fabricantes y meter en la cárcel a los rabinos".

En medio de la extrañeza el único lugar del regreso surge con la memoria del shtetl- y la nieve:

"La nieve arremolinada le hizo acordarse de los hace tiempo olvidados peregrinajes al rabino de Kotsk: trineos, posadas, ventisqueros infranqueables, cabañas aisladas por la nieve. Aunque la festividad del Janucá estaba aún lejos, la nariz de Reb Israel se vio inundada por los olores de las lámparas de aceite, de las mechas chamuscadas. Oyó una melodía sagrada en su interior".

No había ninguna intención apologética en el escritor. Él mismo había relatado en sus memorias cómo en su retorno a Varsovia se había distanciado del escenario detenido al cabo de los siglos, cuya figura inmóvil y piadosa era su propio padre, hijo del rabino de Bilgoraj. 

"Rabino de Alt-Stikov, en la Galitzia oriental. Un shtetl de unas pocas torcidas casuchas, con tejados cubiertos con paja, levantados alrededor de una marisma". La descripción aparecía en un cuento desolado- "Tres encuentros"- en donde el protagonista, un periodista que regresa de Varsovia, convence a la joven Rivkele para que huya de aquel lugar vacío y miserable: "Pueblos como Alt-Stikov no eran simplemente lodazales físicos, sino también espirituales". El lugar de huida de la llanura y los pantanos es en principio la capital polaca. Pero al fondo surge la idea de Estados Unidos como el lugar de la redención de la pobreza y el hastío. "Me hiciste ver Estados Unidos como un cuadro", le confesará ella mucho tiempo más tarde.

Que en último término haya un postrero encuentro de sus personajes en una sombría habitación de Union Square, - "Mi habitación era oscura (...) y apestaba a desinfectante. El linóleo del suelo estaba rasgado y de debajo salían cucarachas. Cuando encendía la bombilla desnuda que colgaba del techo, veía una torcida mesa de bridge"- no será sino la certeza sorda de que Nueva York tampoco era el lugar de la redención de la tristeza. (Ella le hablaría a su vez de un bar de Chicago que frecuentaba la Mafia, de un restaurante italiano en New Jersey, de sus sórdidos personajes).

Ésta, la ruptura con la generación anterior, es el punto de no retorno a un mundo, el de la piedad de los judíos orientales, cuya imagen al cabo de los años estaba representada en el shtetl, la ciudad judía en la llanura - polaca, en su caso. (Y en el relato autobiográfico "Sombras sobre el Hudson" el personaje central exclamará en algún momento: "Pues guarda luto. La forma de ser judío de tu padre y de tu abuelo ya no existe ni volverá a existir").

El yiddish, que Singer nunca abandonará, es la lengua del exilio, afirma el escritor en algún lugar. ("Yiddish: un lenguaje del exilio, que no está ligado a un país; una lengua sin fronteras, que no cuenta con el apoyo de ningún gobierno"). El yiddish - "que ni siquiera es una lengua"- es el habla del desierto, afirmará en otra entrevista. Pero, a pesar de la teología negativa que Singer está elaborando en sus narraciones, de su rebelión contra un Dios impasible, hay en algún momento de las mismas algo así como la noción de un punto fijo, un instante inmóvil, que inevitablemente remite al escenario de los padres, los abuelos, los judíos piadosos del pasado.

En medio de la desolación y el estruendo y la confusión de la casa donde se ha refugiado en Varsovia el antiguo estudioso judío, éste hallará por fin un lugar firme - que es anterior al siglo:

"Reb Israel se desvistió con impaciencia, deseoso de acostarse y volver a la Misná, su única posesión y recompensa".

Este universo fuera de la historia había aparecido, con una connotación similar, ya en la literatura de un escritor anterior e igualmente contradictorio, como Joseph Roth que se dedicó a relatar el final de los Imperios centrales europeos, de la Mitteleuropa.

"En la concepción rothiana del mundo, la historia es un punto fijo cuyo eje está en el shtetl (es decir, en la pequeña ciudad judeo-oriental)", comentaba un crítico reciente de su obra, en torno al concepto inestable de Heimat: la patria.

Ya en Nueva York, recordará Singer de pronto el lugar de donde venía en medio del exilio, la nieve:

"Transcurrieron algunas semanas. Hubo algunas nevadas. La nieve fue seguida de la lluvia y luego la helada. Me asomé a la ventana y contemplé Broadway (...) Por un momento tuve la sensación de estar en Varsovia" - reflexionaba el protagonista de "Sombras sobre el Hudson" en alguna página de la novela. 

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Mucho tiempo después - ya en 1978- el escritor regresará en su novela Sosha a un lugar mítico de la infancia, la calle Krochmalna de Varsovia, que de una forma u otra había sido un pasaje ejemplar en sus recuerdos.

La calle, donde vivían sus padres, pertenecía a un barrio popular, casi suburbial, de la ciudad, caótico y plagado de mercaderes y judíos pobres. (Después de la insurrección de Varsovia en 1943 el barrio fue arrasado). Cuando tantos años más tarde Singer acceda a incluir su descripción en la novela, el protagonista de ésta estará acompañado de una actriz americana, Betty, con lo que su mirada se volverá, de alguna manera, una mirada extranjera - que no casualmente era la de alguien que había vivido en Broadway.

"Betty y yo cruzamos el patio; parecía un mercado. Había buhoneros pregonando arenques, bayas, sandías. Un campesino había entrado con su carro y su caballo y estaba vendiendo gallinas, huevos, setas, cebolla, zanahorias, perejil (...) Se oía el ruido de máquinas de coser, martillos de zapatero y sierras y cepillos de carpintero. De la casa de estudio hasídico llegaban voces de jóvenes que cantaban el Talmud". Más adelante, en una plaza populosa, encontrarán los puestos de los peristas, mesas de cartas, los proxenetas, las prostitutas que esperan en la acera.

Huyendo de la calle hacia un hotel del centro, en ese lugar la actriz le hablará a su vez de Coney Island:

"Es una ciudad en la que todo está concebido para divertirse..., tirar al blanco contra potes de hojalata, visitar un museo donde exhiben una muchacha con dos cabezas, dejar que un astrólogo trace tu horóscopo y una médium evoque el espíritu de tu abuelo. Ningún lugar carece de vulgaridad, pero la vulgaridad de Coney Island es de una clase especial, amistosa".

Las sombras están cayendo sobre Varsovia. Los rumores crecen, incesantes. Los antiguos militantes comunistas desaparecen en manos de la policía, de sus propios correligionarios. El nombre de Hitler se pronuncia en voz baja. Una oleada de antisemitismo se ha extendido entre los gentiles, que de alguna manera tienden a acusar a los judíos de la amenaza creciente.

La desesperanza invade incluso las fiestas rituales que aún se celebran. El hermano menor del escritor, Moishe, que ha seguido fielmente las tareas rabínicas de su padre, y regresa a la ciudad desde su oscura aldea en Galitzia, afirmará en medio de una amarga discusión en un Sabbath:

"¿Qué hay que decir? Estos son los dolores del parto del Mesías. Ya ha predicho el profeta que, al Final de los Días, el Señor vendrá con fuego y con sus carrozas como un torbellino para revestir de furia su ira y su repulsa de llamas de fuego. Cuando Satán comprende que su reino se tambalea, crea un furor por todo el Universo".

Cuando, muchos años después, Isaac reencuentre en Tel Aviv a un antiguo compañero de esos días, a quien llamará Haiml en la novela, ambos podrán elaborar un amplio catálogo de la diáspora que había sucedido a la entrada de los nazis en Polonia. Incluye a todos los protagonistas de aquellas jornadas que se habían exiliado o habían muerto - y que figuraban en sus relatos de los días de Varsovia.

"¿Dónde estuve? ¡Dónde estuve! En Vilna, en Kovno, en Kiev, en Moscú, en Kazajstán, entre los calmucos, los chunchuz o como se llamen. Cien veces vi los ojos del Ángel de la Muerte ante los míos, pero, cuando se está destinado a continuar vivo, ocurren milagros"- le explica Haiml. No quedaba nadie en Varsovia, le comentó. Tampoco en las aldeas de la llanura, en la región de los padres. 

La conversación de aquellos días remotos, recordaban, había girado interminablemente acerca de las decisiones del destino; de lo inevitable, de los designios de un Dios que ignoraban. Su mujer, Genia, les encontrará a la noche ya a oscuras, aún conversando, describiendo el final de aquel escenario que había sido anterior a la diáspora.

"Genia abrió la puerta.

- ¿Por qué estáis a oscuras?

Haiml se echó a reír.

-  Estamos esperando una respuesta".

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El polaco Isaac Bashevis Singer había conseguido finalmente escapar de una Varsovia en la que todos los signos auguraban la catástrofe inminente en 1935, gracias a las gestiones de su hermano Israel Yesoshua, que ya residía en los EE.UU. 

"No era necesaria una especial clarividencia para prever el infierno que se avecinaba" - había escrito en sus memorias. Y, más adelante, de manera trágica: "Por su parte, los líderes religiosos judíos auguraban que si los judíos estudiaban la Torá y enviaban a sus hijos a estudiar en jéders y yeshivas el Todopoderoso realizaría milagros en su ayuda".

Le había propuesto a su entonces mujer, Runia, emigrar con él pero ésta, convencida estalinista, se negó a viajar a América. (Después de pasar por diversas prisiones como presunta espía sionista en la URSS terminaría viviendo en la nueva Israel). Su madre y su hermano menor finalizarían sus días en un campo de trabajo en Kazajistan, adonde habían sido deportados por los rusos.

Había cruzado la Alemania nazi, un París aún deslumbrante, había embarcado en el puerto de Cherburgo. Al llegar a Ellis Island la extrañeza había vuelto a surgir después de su primera visión de Manhattan:

"Cruzamos el puente para llegar a Brooklyn y apareció ante mí un Nueva York diferente. Menos masificado, casi carecía de rascacielos y se asemejaba a una ciudad europea más que Manhattan, zona que me había causado la impresión de una mezcla gigantesca de exposición de pintura cubista y atrezo teatral".

Coney Island, la comunidad yashídica de la costa, sería su primera habitación en la ciudad. "A la izquierda el océano brillaba y resplandecía con su amalgama de agua y fuego".

Al cruzar Brooklyn había descrito:

"Allí vivían y criaban a sus hijos personas de los más diversos grupos étnicos: judíos, italianos, polacos e irlandeses; negros y orientales. En esas viviendas, las culturas daban sus últimos coletazos y morían".

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Muchos años más tarde el escritor tendría varias citas con el fotógrafo Bruce Davidson en la Garden Cafeteria situada en la esquina de East Broadway con Rutgers Street, en el Lower East Side. El barrio estaba plagado de teatros yiddish, comercios tradicionales con rótulos en hebreo, restaurantes con comida kosher. La cafetería se había convertido en algo así como la segunda residencia de Singer. 

"Las personas que frecuentan la cafetería son en su mayoría hombres: solterones como yo, aspirantes a escritores, maestros retirados (...), un rabino sin congregación, un pintor de temas judíos, (...) todos ellos inmigrantes de Polonia o de Rusia".

En el local, que ofrecía también un menú kosher, se encontraban los numerosos personajes de la comunidad judía del barrio. Algunos eran conocidos, de las aún numerosas redacciones y editoriales de la prensa en yiddish. Otros, anónimos, llegados a la ciudad después de la diáspora de la Segunda Guerra Mundial. (Una noticia posterior anotará que "Allí acudían personajes como Emma Goldman, Elie Weisel o el propio Isaac Bashevis Singer").

Una descripción del fotógrafo a su vez hablaría del ambiente de espera y lentitud que invadía las salas. "Esa sensación de espera silenciosa que impregnaba el infinito repiqueteo de los platos, los frágiles movimientos de los lentos ancianos mientras esperaban silenciosamente su comida".

Bruce Davidson estaba preparando una película de ficción sobre un relato de Singer, el filme "Isaac Bashevis Singer´s Nightmare and Mrs. Pupko´s Beard", que se edita en 1973. Comenzó a reunirse con él y de resultas de sus conversaciones y de la frecuentación de los personajes de la cafetería y de las calles vecinas, surgiría el libro de fotografías "Isaac Bashevis Singer and the Lower East Side: Photographs by Bruce Davidson". 

Para Bruce Davidson, que ya había publicado numerosos reportajes sobre la ciudad - entre otros un conocido libro sobre las bandas de Brooklyn, para el cual había convivido algún tiempo con ellas, y otro sobre la vida callejera en el mismo Lower - el reportaje suponía de algún modo una indagación sobre su pasado. 

"Mi abuelo Max Simon llegó a estas costas con 14 años desde un pueblo de Polonia, atravesando Canadá para llegar a Chicago (...) Este proyecto respondió ciertas preguntas sobre mis raíces".

La fotografía de Bruce Davidson, que ya pertenecía al grupo de reporteros de la agencia Magnum, se había encontrado desde sus orígenes en el extremo opuesto del formalismo y de cualquier tentación objetual. Siempre cercano a los temas que retrataba, su publicación suponía en todas las ocasiones una especie de memoria personal, de cercanía a sus escenarios y personajes, sin la cual la edición de las mismas carecía de objeto. Así había ocurrido en una estancia en París, en donde conoció a Margaret Fauché, viuda del pintor Leon Fauché, y a cuya casa, abarrotada y llena de recuerdos, acudía por las tardes. ("Casi consumida por la edad, rodeada de los cuadros y recuerdos de su marido, Davidson la visitó durante meses cada fin de semana"). El resultado fue una serie de fotografías que tituló como "La viuda de Montmartre". Su conocido reportaje sobre el conocido circo Clyde Beatty - The Dwarf, publicado en New Jersey en 1958-, sobre la figura de un clown en concreto, se realiza después de que entablara una intensa amistad con el payaso enano Jimmy Armstrong. (Más tarde realizaría un documental similar en torno al circo familiar Duffy, en Irlanda). O la convivencia en fines de semana con las bandas juveniles de Brooklyn, de las que realiza un reportaje excelente, y distante de cualquier sensacionalismo. "A lo largo de cincuenta años en fotografía, me he adentrado en mundos en transición, he visto gente aislada, explotada, abandonada e invisible", escribiría en algún lugar.

La fotografía de Bruce Davidson, autor de alguna de las imágenes más emblemáticas del siglo, incluía la cercanía a sus objetos, la presencia de un relato personal que de alguna forma era memorable, más allá de la imagen.

En torno a los personajes que frecuentaban la Garden Cafeteria anotaría:

"La mayoría de los personajes están solos, pero aún cuando están acompañados también parecen estar aislados, como perdidos en sus pensamientos". Sobre las calles del Lower East Side flotaba la noción de un pasado distante, un país remoto de cuyas costas sus habitantes se hubieran visto expulsados y cuyo recuerdo velaba la mirada, un tanto ausente, de sus protagonistas. Pero también, a veces, de la figura del regreso. 

En otro momento posterior a la publicación, un trabajador de la revista Forverts Newspapers le había confesado a Davidson:

"En la cafetería me siento en casa, exactamente como si me encontrara en Varsovia en 1936 antes de la guerra... Era mi refugio".

Una de las fotografías más conocidas del libro fue la que retrató a la anciana Mrs. Bessie Gakaubowicz, - "Bessie Gakaubowicz holding a photograph of her and her husband taken before World War II" según rezaba el pie de foto- la cual, sentada en una de las mesas del local, con expresión agotada enseña una arrugada fotografía a la cámara. En ésta figuran ella junto a su marido, del que no sabemos nada, aún jóvenes, juntos, mirando con cierto orgullo a la cámara, desde no sabemos qué lugar que seguramente ya no existe.

La fotografía era una vez más la última prueba, el último resto de un lugar y un tiempo perdidos, antes de que se desvanecieran definitivamente.

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