domingo, 9 de marzo de 2025

Sobre Gedrosia y el remoto reino greco-bactriano


Cuando leemos las crónicas medievales una misteriosa región se extiende al este de las colinas sirias. De ella, según el relato del obispo Hugo de Jabala, habían surgido las tropas del Preste Juan en su intención de ayudar a los condados cristianos del Oriente Medio contra las huestes del sultanato. Pero, detenidos frente al río Éufrates, no habían podido cruzarlo y, tras varios años de espera, habían regresado a su reino y nunca más volverían a acercarse desde su distante e inabarcable imperio.

La confusión y la incerteza rodea estos reinos, más allá de Babilonia la Desierta, a los que ningún mapa nombra. En la famosa Carta del Preste Juan al emperador de los romanos se nombraban tierras fabulosas, desiertos inabarcables, montañas sin fin, ríos que nadie cruzaba. Pero también, entre sus nombres laboriosos, se deslizaban a veces términos conocidos, ciudades que pertenecen a la Ruta de la Seda, oasis que algunos viajeros habían alcanzado. Son todos nombres poéticos, legendarios: Samarcanda, Bujara o el valle de Fergana. Trebisonda, Susa, el monte Ararat o el paso Yang "más allá del cual no hay amigo", según la melancólica descripción que escribiera el poeta Wang Wei, de la provincia de Shanxi, en el siglo VIII.

(En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero.

En el mesón dos sauces verdes aún más verdes.

- Oye, amigo, bebamos otra copa.

Pasado el Paso Yang no hay "oye, amigo").


Son nombres, lugares fabulosos y remotos, de los que durante mucho tiempo la historia apenas da noticia. De la región de Bactriana, que en algún momento entra a formar parte del reino helenístico greco-bactriano, un diccionario histórico nos dice que sus límites eran:

"Al este con la región de Gandhara - ya en la India; al oeste Drangiana e Hicarnia; al norte la Transoxiana, la Sogdiana y la extensísima Escitia (Extra Imaus); al sur, la Aracosia".

Del norte, en un momento u otro, llegarían las tribus de los bárbaros, los pueblos nómadas que terminarían por invadir los reinos griegos, la región de los partos, el norte de la India, el oeste del Imperio Han... Son los yuezhi, los xiongnu, los kushan, los tocarios; las tribus de los escitas. Estos últimos, remotos e incontenibles, habrían constituido durante un largo tiempo el límite, la comarca esteparia de la que ningún viajero había podido dar cuenta.

"El persa Ciro había perecido en su campaña contra los masagetas, Darío I sufrió pérdidas considerables en su campaña contra los escitas y ni siquiera el propio Alejandro dirigió sus pasos en aquella dirección", leemos en uno de los capítulos iniciales del minucioso "Geografía y viajeros en la Antigua Grecia" del catedrático de Historia Antigua Javier Gómez Espelosín.


O el reino de Gedrosia... Del inhóspito reino de Gedrosia había encontrado noticias en un raro ensayo de Julio Verne, "Historia de los grandes viajes y de los grandes viajeros", que figuraba al final de un enmohecido volumen con los grabados de los ilustradores del siglo XIX, y que editaba la casa "Gaspar y Roig" de la calle del Príncipe en Madrid en 1875. Al final del volumen y de las conocidas novelas "Veinte mil leguas de viaje submarino, "Miguel Strogoff" o "Viaje al centro de la tierra", aparecía el no tan conocido ensayo sobre los primeros navegantes. En el que entre otros Verne recreaba el tortuoso viaje de regreso de la India de Nearco, el almirante de la flota de Alejandro Magno, desde la desembocadura del Indo por la desértica costa de Gedrosia hasta el golfo Pérsico, donde debían alcanzar el cercano reino de Babilonia, que ya había sido conquistado por los macedonios.

Gedrosia, de enigmático nombre, más acá del Indo, era en realidad una región inhóspita y desértica. Diodoro, que escribe sobre ella, apunta a "una nación inhospitalaria y completamente fiera pues los que habitan allí dejan crecer sus uñas desde que nacen hasta llegar a viejos y permiten llevar el cabello desgreñado".

Rebuscando sobre el tortuoso viaje de regreso de los macedonios desde la India, vuelvo a abrir el clásico "Anábasis de Alejandro Magno" de Flavio Arriano (al que la edición en la Biblioteca de Gredos hace aún más clásico). En éste el historiador de Nicomedia relata el retorno de Alejandro desde el río Indo, cuando sus tropas se niegan a seguir avanzando más allá. Gedrosia, a orillas del Índico es un reino que no pertenece propiamente a las satrapías hindúes. Y que está más allá de las ciudades de los persas. 

Todo es árido en él. Arriano afirmará - después de la larga marcha victoriosa del emperador macedonio, hasta los confines del mar - que "El tórrido sol y la falta de agua acabó con la mayor parte del ejército de Alejandro, y desde luego con las acémilas, que perecieron por hundirse en la arena, bajo un sol abrasador, y muchas de sed".

El almirante Nearco por su parte emprenderá con la flota un largo recorrido bordeando la costa "del Océano" hasta alcanzar el Golfo Pérsico, que en las descripciones se confunde fatigosamente con el Mar Eritreo - o Golfo de Adén, al extremo del Mar Rojo. Su periplo, que recoge Arriano en un libro posterior a la Anábasis titulado sencillamente "India", comprende también bajíos traicioneros, rompientes ocultas, costas sin agua, poblaciones miserables que no alcanzan a conocer, islas desiertas. 

"Se hicieron luego desde allí a la mar y recalaron en Sacalas, un paraje desértico". De las penalidades de la flota hablarán otros autores, entre ellos el propio Nearco, refiriéndose al "país de los ictiófagos": los pueblos que sólo comen pescado por carecer de cualquier otra cosa - y los corderos, que en algún momento les entregan, saben también a harina de pescado, único alimento con que los criaban. Julio Verne recogerá también la intención posterior - que anotan otros historiadores- por parte del general de explorar el Mar Eritreo hasta llegar a Heliópolis, allá en el Bajo Nilo. Pero ni él ni ninguno de los navegantes posteriores, pertenecientes ya al reino de los Ptolomeos, conseguirán su propósito, abrasados por el calor sofocante y la falta de agua, que les impide rodear la península de Arabia, llamada ya así en los inciertos mapas de la época.

Los reinos helenísticos se extendían hasta muy lejos, tras la sorprendente campaña de Alejandro Magno y sus compañeros. Frente a la confusión de los nombres, los pasos de montaña y las ciudades remotas, abro para aclararlo un poco un breve tratado sobre el helenismo, la "Historia del helenismo" de Heinz Heinen, que traduce del alemán Alianza Editorial en una colección de historia de bolsillo. En el pequeño manual se ordenan los reinos, los nombres de los reyes Diadocos, los distintos pueblos que el imperio abarca.

Pero en el libro permanece, a despecho de su claro esquema, la noción de una enorme distancia que surge de repente, por ejemplo, en los mapas. El reino seléucida abarcaba desde las costas del Mediterráneo hasta los pasos de montaña del Pamir y las fronteras con el imperio murya, ya en territorio del Indo. Más allá de las ciudades persas y la triste derrota del rey Darío, la falange macedónica había tenido que atravesar por regiones aún más distantes, como la Carmiana, Bactriana, Aracosia o Parapamisos, entre desiertos y montañas formidables.


Estaban muy lejos, al oriente. Y en algún momento, que siempre nos ha intrigado, se dibuja un reino aún más oriental, que se separa del rey seléucida Antíoco II, y crea el reino greco-bactriano, entre los oasis fértiles del valle de Fergana y las cumbres mitológicas del Hindu-Kush.

Estaban aún más lejos que las ciudades de Babilonia, de los Montes Tauros, de Seleucia, la nueva capital de Antioco, de los reinos del Ponto. El idioma griego llegaba hasta allí. Una noticia en un artículo reciente nos habla de que: "En las excavaciones de Ai-Chanum del Oxo (Amudaria) en el norte de Afganistán aparece la ciudad griega de fines del siglo IV: un teatro, un gimnasio, numerosas inscripciones en griego (la profecía de Delos de los Siete Sabios)". Las máximas délficas al parecer "fueron copiadas por Clearco de Solos en Delfos y trasladadas más tarde por este mismo personaje hasta los mismos bordes del río Oxo en Asia central". Pero otra inscripción nos recuerda por otro lado el envío de embajadores del budismo al reino griego, por parte del emperador indio Asoka. Algunos sramanas se habrían establecido entre los bactrianos, indica la misma fuente.

En un artículo sobre el arte de la época encontramos imágenes de capiteles corintios, bajorrelieves jónicos, pórticos dóricos entre los restos de las antiguas ciudades helenas, ya arrasadas en su mayoría. Pero también, en una formidable síntesis, los rasgos griegos de un Buda de las montañas, o la figura mediterránea de un Bodhisatva de piedra entre las ruinas del reino de Gandhara. (Clemente de Alejandría en sus Stromata hablaría de "la llegada de la filosofía a Grecia" después de los bárbaros. Con "los profetas de Egipto, y los caldeos entre los asirios, los druidas entre los galos, y los sarmana - monjes budistas- entre los bactrianos".

Por el norte la permanente amenaza de los escitas, esos pueblos de la estepa a los que ningún mapa recoge. Y que terminarían siglos más tarde definitivamente con los reinos griegos del oriente, con el más tardío y misterioso imperio kushan, con los nómadas de lenguas indoeuropeas.

Siglos más tarde algún raro viajero recorrería de nuevo las estepas orientales, esta vez con el propósito de establecer contacto con el khan de los mongoles. Sus nombres aparecen en el raro "La leyenda del Preste Juan" del portugués Oliveira Martins, libro editado en la Lisboa del año 1892, que me ha sido imposible encontrar. Pero que aparece editado en la red en una página del dominio academia.edu, donde sí he podido consultarlo. Accesible es sin embargo la reciente edición de "La carta del Preste Juan", un minucioso volumen de la Biblioteca Medieval de Siruela, edición prolija y abundante en notas, que ha sido llevada a cabo por el filólogo Javier Martín Lalanda. En él se reiteran los nombres de los enviados a Oriente. Son los de Juan del Pian Carpini, Guillermo de Rubruk, Marco Polo, Odorico de Pordedone, Jean de Mandeville o Pero Tafur. Sus viajes, tortuosos y arriesgados, no alcanzarían - excepto en el caso del mercader veneciano- su objetivo de establecer una alianza diplomática con el khan. En algún caso ni siquiera llegan a acceder a la corte de aquél. En otro, como el del apenas citado peregrino Ascelino de Lombardía, su pista se pierde al regreso sin que ninguna noticia dé cuenta de él. Un artículo de Víctor Larra ("Alcanzar la Utopía: las búsqueda del Preste Juan en los reinos ibéricos") editado por los Cuadernos del CEM, nos dará alguna noticia de estos viajes tortuosos, hasta llegar a la corte del khan mongol. También de la llegada de cinco embajadores etíopes - donde en adelante comenzará a localizarse el remoto reino del Preste Juan- a la corte de Alfonso el Magnánimo, que no podrán culminar más tarde su peregrinación a Santiago debido a las guerras del rey aragonés con Castilla. Del viaje del cordobés Pero Tafur - que recuerda constantemente durante el mismo su condición de hidalgo - tenemos noticia por la excelente edición que efectúa en 2010 la Biblioteca Castro en dos volúmenes. Y por medio de la que sabemos que, detenido el cordobés en el monasterio de Santa Catalina en el monte Sinaí, frente al desierto, nunca llegará a alcanzar el oriente, que se hallaba más allá de las dunas sin fin visible. 

Del viaje de Guillermo de Rubruk en 1253, se nos dice en otro lugar que éste partió de Crimea para cruzar regiones como la Tauride, Tartaria, la Horda de Oro, la región de Tarbagatai, el Karakorum. Y, ya de regreso, por Caucasia, Tabriz, la Pequeña Armenia o la isla de Chipre.



La isla, junto con otras cercanas o legendarias, aparecía en el monográfico que la Revista de Occidente había editado sobre el tema de los "islarios" o repertorios de islas en noviembre de 2009, y que yo había encontrado entre unas estanterías rebuscando acerca de un volumen sobre relatos insulares que nunca llegué a encontrar. (Todavía se editaban monografías en prensa sobre éste u otros temas remotos). Entre los artículos de la revista figuraba un lacónico pero esclarecedor breve de Umberto Eco sobre los citados islarios. Y el más extenso del sienés Tarsicio Lanconi sobre el conocido Isolario de Benedetto Bordone de 1534. El cual se había editado bajo el universal título de: "Libro de Benedetto Bordone en el que se da razón de todas las islas del mundo con sus nombres antiguos y modernos, historias, fábulas, y modos de vida y en qué parte del mundo están, y en qué paralelo o clima se encuentran". En algún lugar del volumen aparecía la antigua discusión sobre el Mar Caspio, que los viajeros a oriente cruzaban, y que en las antiguas geografías se suponía como una estribación del oceáno - sin más precisiones- en lugar del mar interior en que más tarde se convirtió en los relatos de viajeros por sus regiones.



El océano misterioso, anterior incluso al confuso mar interior de las estepas, había sido, anotan otras publicaciones sobre la antigua Grecia, el Ponto - el Mar Negro- el inhóspito océano por excelencia que era el escenario de los límites de la oikumene, y sobre cuyas turbias aguas habría tenido lugar en época remota la azarosa travesía de la nave Argos, de Jasón y sus compañeros en la búsqueda del Vellocino de Oro.

Era una leyenda muy antigua, anotan estas fuentes. Que no es conservada para nosotros hasta su redacción tardía por parte del erudito alejandrino Apolonio de Rodas en sus Argonauticas. Pero, apunta Carlos García Gual - en un excelente artículo "Jasón y Medea. Análisis de un mito y su tradición literaria", editado en la página Dialnet- escrito en un momento en que la antigua épica ya no era posible, y las colonias griegas de la costa de la Cólquide, "confin de la tierra conocida en el Mar Negro", habían desvelado en cierto modo el misterio de su geografía. "Apolonio de Rodas quiso construir un poema épico - en unos tiempos en que la épica no era ya posible", apunta el helenista en su ensayo.

Su incierta ubicación anterior había permitido situar en su oscuro periplo la presencia de unas tierras, unas islas, unos soberanos mitológicos que eran ciertamente anteriores a su colonización griega. (Una tablilla minoica del s. XIII a. C., encontrada en Chipre, ya hablaba de "los famosos viajes canto del ... soberano de la errabunda Argos"). La saga de Jasón recorre estos inciertos lugares: "Que partió hacia un país misterioso sin nombre: Ea (que en jonio significa sólo "la tierra"), el país donde nacía el sol y cuya entrada estaba guardada por unas rocas que chocaban entre sí, las Simplégades, negando el camino hacia ese mundo maravilloso - acaso el Más Allá- en que se guardaba escondido el tesoro mágico (el Vellocino de Oro)". La Cólquide, reino del rey Eetes y de la princesa Medea, había sido durante mucho tiempo el límite de lo conocido. Y sus oscuros términos son en algún momento los de la sospecha del acceso al mundo oscuro. 

"Diversos autores antiguos hablaron de una estatua y un culto a Plutón en el territorio de  Sínope. También Apolonio de Rodas relata cómo los argonautas hicieron sacrificios a Hécate en la desembocadura del Halis. Además debemos recordar que las Amazonas, tradicionalmente situadas en el Termodonte, pudieron haber tenido (...) una significación relacionada con el culto a los muertos". (James Frazer, de quien retomo el capítulo dedicado a los cultos de renovación y muerte en su clásico La Rama Dorada, habla en algún lugar del libro de los antiguos ritos de Tracia y de Capadocia, relacionados con los dioses ctónicos, los que vienen del mundo subterráneo).

Cuando la nave Argos en el relato de Apolonio de Rodas regrese de los confines de mar, de la Cólquide de Eetes, Circe y Medea, su retorno incierto y aventurado será dirigido esta vez por el erudito helenístico hacia otros lugares de la geografía antigua: como el río Tanais, las costa libia, Creta y las islas egeas, evitando así quizá la certidumbre que la colonización griega de las costas de Trapezunte, la Cólquide e incluso el Quersoneso de la península de Crimea, habrían hecho improbable.

(Más allá al norte, en la estepa póntica, seguían los escitas nómadas aún, los estrafalarios bárbaros, - según Herodoto- las tribus de los sármatas. La Cólquide, se nos recuerda en otro lugar, habría sido confundida en cierto momento con las tierras de las escitas, sin más precisión).



Otros lugares figurarán, ya casi en nuestros días, como el último paraje de lo remoto en el viaje a oriente. En el libro de Juan Nadal Cañellas, "Las iglesias apostólicas de Oriente", que leo buscando noticias sobre las liturgias orientales, encuentro en un párrafo tardío la noticia de la subsistencia, después de interminables persecuciones y exilios, de la antaño extendida iglesia asiria en un remoto rincón de las montañas de Hakkada, cercanas a la frontera persa. ("La iglesia ortodoxa siríaca incluía 20 sedes metropolitanas y 103 diócesis, extendidas desde Siria hasta Afganistán, así como comunidades sin obispos en el Turquestán y en la hoy provincia de Xinjiang", apuntaba un artículo histórico sobre la misma). Los últimos cristianos asirios se habrían refugiado en algún momento en las remotas e inhóspitas montañas de la región, al norte de Mosul, donde llevarían una soñolienta y pobre supervivencia. Hasta el genocidio generalizado de la región por los turcos en 1915, que sufren también armenios, ortodoxos griegos y georgianos, hasta desaparecer por completo de las montañas.


Una noticia última en el breve artículo nos informa de que: "Qodshanes - sede del último patriarca asirio- se encuentra ubicada, actualmente casi totalmente en ruinas, en el sureste del macizo montañoso de los montes Hakkari (...) Desde 1915 ha sido casi totalmente demolida y despoblada por los turcos, quedando unas pocas ruinas, habiendo sido algunos pocos edificios reconstruidos por los fieles cristianos nestorianos". Al lugar, nos refiere el mismo, apenas llegaban viajeros occidentales, ni de ningún tipo. Y alguno de los que accedieron por fin a la modesta iglesia de Mar Shalita cercana a Qodshanes encontraron que la biblioteca de la misma, que habían supuesto prolija y rica en textos de la Iglesia del Oriente, carecía casi por completo de ellos. Excepto un rarísimo y valioso ejemplar del Liber Heraclidis del obispo Nestorio, en una copia del siglo XII, que finalmente sería trasladada a Estrasburgo. La propia iglesia habría sido más tarde saqueada.

En la fascinación de los nombres del viaje, surgían esta vez los nombres de la devastación, la ruina. 



sábado, 25 de enero de 2025

Alem do mar


Una incierta distancia, un intervalo más o menos extenso, separaba a las tierras del Preste Juan de los reinos cristianos desde su origen.

Pudieron, afirmaban, sus tropas haber intervenido decisivamente en la recuperación de Tierra Santa, después de la caída de Edesa en 1145. Así por lo menos lo relataba el obispo Hugo de Jabala, quien, en medio de la desesperanza, comenta que por fin el ejército del mítico Emperador había decidido recuperar Jerusalen de los infieles. Antes, en su victorioso avance, habían llegado hasta Ecbatana, ancestral capital de los persas.

Hugo de Jabala, en concreto, contaba que: "un cierto Juan, rey y sacerdote de un pueblo que se encontraba al otro lado de Persia y Armenia, en el Extremo Oriente (...) aunque inclinado al nestorianismo declaró la guerra a los hermanos Samiardos y conquistó su capital, Ecbatana. Al conseguir la victoria, el mencionado Juan prosiguió su camino, a fin de prestar ayuda a la Santa Iglesia. Sin embargo, una vez alcanzado el Tigris y sin disponer de barcos, no podía cruzar el río y se dirigió al Norte, donde le habían dicho que el río se helaba en invierno. Pasó allí unos años esperando, pero el frío no llegaba; se vio por tanto obligado a volver a sus tierras, sin haber alcanzado la meta".

Sólo las aguas del Tigris, finalmente, nos habían separado de su retorno. El Reino - tan cerca por un momento - al cual el Preste Juan regresaba se encontraba lejos: "al otro lado de Armenia y Persia", en ese lugar aún más remoto que era "el Extremo Oriente". Ningún mapa daba aún cuenta de esas tierras, más allá de la ruta de Alejandro, de las Tres Indias conocidas y mencionadas en los textos, del Mar de Arena, de la Trapobana o de las islas de los escitas antropófagos. Más lejos.


Años después, Marco Polo en su "Maraviglie" nos hablaría de nuevo del Reino y de la batalla inmensa que el Preste hubo de librar con el gran Khan, batalla cruenta y titánica que finalmente se saldó con la derrota del Rey cristiano. Marco Polo habla del recuerdo más cercano de su estancia en la Corte de Kubilai. Una batalla apenas le separó de haber conocido la otra corte, la de aquel Emperador que reinaba "sobre no menos de setenta y dos paises y setenta y dos reyes" hasta entonces.

Un mapa incierto, al este de las estepas arábicas y Babilonia la Desierta, nombra las tierras del Preste.
"Nuestra tierra se extiende por el desierto y progresa hacia el orto del sol, volviendo en declive hasta Babilonia la Desierta, junto a la Torre de Babel". En la carta del Preste Juan al emperador de Bizancio Manuel Comneno se citaban personajes como el patriarca de Santo Tomás, en la India Mayor, el protopapa de Samarcanda o el archiprotopapa de Susia, lugares más o menos reconocibles, a los que accedían en sus rutas los mercaderes de la Ruta de la Seda. Pero también se nombraba la fabulosa ciudad de Briebric, la incierta Taxila, el río de piedras o, al extremo norte, los reinos amurallados de Gog y Magog, ("Antaño salían de sus tierras, hasta que Alejandro les impidió el paso elevando su famosa muralla que se abrirá al fin de los tiempos") de cuya existencia nadie había sabido dar cuenta hasta la fecha.

Pero el reino del Preste Juan, cuyos embajadores, se dice, llegan hasta Constantinopla, aunque a veces intuido como cercano, aparecía siempre teñido por la marca de la distancia.

"[Los mercaderes] les conviene yr a comprar a Catay que es mucho más cerca, aunque de Venecia a Catay ay camino de diez o doce meses por mar. Pero mucho mas lexos es la Tierra del Preste Juan..." explicaba uno de los mayores expertos en las tierras del Rey cristiano, Jean de Mandeville, en su fabuloso "Libro de las maravillas del mundo".

O, añadía después, hablando del insondable Mar de Arena que cercaba el Reino: "y no puede hombre passar aquella mar en ninguna manera, por esto no pueden saber qué tal sea la tierra que está de la otra parte".

La distancia, indefinible pues no se mide en meses de trayecto - como la que lleva a los mercados de Catay o a Gedrosia -, es la marca del Reino. Es un intervalo apenas definido, una sensación de estar siempre "un poco más allá".

El desierto, unos montes infranqueables y un tiempo sin referencias lo cercan.

"Y además de estas islas y tierras y de los desiertos del reino del Preste Juan, yendo directo para el este, los hombres no encuentran sino montañas y grandes rocas; y allá queda la región de las tinieblas, donde nadie consigue entrever, ni de día ni de noche... ".


O les separaba también un tiempo cíclico, interminable, que tampoco se mide en jornadas de viaje. Como por ejemplo se medía la ruta de Trebisonda, la que recorre el embajador castellano Ruy González de Clavijo, en su busca del gran Khan, aliado hipotético y siempre buscado en la lucha contra los infieles.

Frente a la extrañeza de lo lejano, al asombro de la enorme distancia, la ruta de los enviados del rey Enrique III de Castilla está señalada en sus notas continuamente por las fechas exactas, los lugares precisos.

"E otro dia jueves veinte e dos días del dicho mes de mayo partieron de aquí e fueron a dormir a un aldea que ha nombre Partir Juan (...) E viernes seguiente llegaron a un aldea que ha nombre Ischu e estovieron en esta aldea este día que allí llegaron e otro día sábado, e en esta aldea bivían muchos armenios (...) E domingo seguiente fueron dormir a un aldea que ha nombre Delurlarquente, que quiere dezir el aldea de los locos, e los que allí bivían eran moros como hermitaños que llaman caxises..." - narraba el embajador en la minuciosa Embajada a Tamorlán.

O la embajada del franciscano Giovanni de la Pian del Carpini, enviado, en largo periplo, por el papa Inocencio IV "a través de Rusia meridional, con instrucciones de entrar en contacto con el Khan mongol (...) y también con instrucciones para contactar con el propio Preste Juan". El viaje desde Cumana por las estepas duraría tres años y el embajador papal pudo al fin alcanzar la corte del Khan. Pero no así la del legendario rey cristiano, que nunca llega a ver. En otro lugar, las jornadas exactas marcadas en los innumerables "Roteiros" de los navegantes portugueses del siglo, que miden las distancias en días de navegación. Frente a la enumeración, el recuento de los días de los roteiros, las jornadas del Reino son incontables, asimismo.

Un tiempo cíclico, innumerable, acompaña las jornadas del Preste Juan y su Imperio. Estaba señalado ya por las remotas predicaciones del apóstol Tomás, cuyo cuerpo yacía en algún lugar de la India, incorrupto. Así, sabemos que el "Árbol de la vida", uno de los raros atributos del mismo, "era guardado por una serpiente dos veces mayor que un caballo, teniendo además nueve cabezas y dos alas. Vigilante todo el tiempo, ella dormía apenas el día de San Juan Bautista, cuando se podía recoger el bálsamo que el árbol produce y del cual se elabora el crisma y el óleo sagrado". El Reino se relaciona a veces con Juan el Apóstol - el que nunca murió, según la leyenda. También con el regreso de los Tres Reyes Magos de Oriente a sus reinos remotos -tras el legendario viaje al portal de Belén. Del Emperador se dice que tiene más de cien, de doscientos años... Éste es un tiempo extenso, ya en el límite. A él se llega por ejemplo desde la "Tierra de Vaqueira", también imprecisa: "De aquí se va hombre por muchas jornadas ".




Pero aunque distante y remoto en las jornadas y los desiertos, del Reino llegan noticias en ocasiones, algunos signos.

Así, la minuciosa carta que en 1150 hubo de escribir el Preste Juan a los personajes principales de Occidente - el reino de lo cercano - entre ellos al emperador de los romanos Manuel Comneno, a Federico I o el Papa Alejandro III. La Carta recogía la noción de la inmensa distancia también: "Hacia la otra parte del desierto se encuentra una tierra llamada Femenia, en la que ningún hombre puede vivir más de un año. Y aquella tierra es muy grande, pues en atravesarla a lo largo o a lo ancho se tarda cincuenta jornadas". En su descripción aparecen las figuras tradicionales de la extrañeza, la distancia: El río Sambatyon, infranqueable; las Diez Tribus perdidas; los animales salvajes; los seres mitológicos; el río del Paraíso "tan grande que sólo se puede atravesar en barco"; los desiertos o las murallas inabordables. "En las partes extremas del mundo, hacia mediodía, tenemos una ínsula grande e inhabitable en la que el Señor hace llover dos veces por semana (...) Nadie puede decir hasta dónde se extienden las demás partes de nuestros dominios".

La Carta fue editada y leída profusamente en los años siguientes. Noticias de la época dan cuenta también de una confusa relación sobre embajadores personales del Preste, que accedían a Europa. Pero nadie supo dar luego noticia precisa de ellos. En 1237 el abad de los frailes misioneros le comunicaba también al papa Gregorio IX:

"Hemos recibido muchas letras del patriarca nestoriano, a quien obedecen la grande India, el reino del Preste Juan y las tierras vecinas del Oriente".

Años más tarde de la primera misiva, en 1177, el papa Alejandro III envía a su médico personal - siempre nombrado como Giuseppe, sin más atributos - a que establezca contacto con el Preste. Parece que el enviado papal termina su misión en Abisinia "sin ningún resultado". En otros lugares se nos informa de que la misiva - encargada esta vez al "médico Felipe"- nunca llega y ambos "acabaron perdiéndose en algún lugar entre Roma y la India". El franciscano Odorico de Pordenone por el contrario, que viaja hasta la remota Catay un siglo más tarde anotaba en su De rebus incognitus que: "Cuando salimos de Catay yendo hacia el oeste (...) navegamos cerca de un mes, y llegamos a las tierras del Preste Juan, que no son de ningún modo como de ellas se cuenta". Esta carta era la respuesta del Papa a la que tiempo atrás había recibido y en donde, entre otras razones, se le invitaba al Preste que estableciera una iglesia en Roma "para la unificación de la cristiandad" y a que regularizara el intercambio de embajadores. La carta, asimismo, nunca recibió respuesta.

Viajeros posteriores, embajadores varios, llevan como misión, además, establecer contacto con el Imperio. Reciben noticias, escuchan relatos sobre el mismo, intercambian opiniones. Pero el Preste no termina de ser alcanzado, separado siempre por el desierto, por un espacio inmenso, unas arenas infranqueables. En un momento determinado, a partir del siglo XIII, la presencia de los misioneros franciscanos cerca del imperio de Etiopía contribuye a situar en aquel país por fin el lugar del Reino. "Esta es la razón por la que el papa Eugenio IV, al invitar al emperador abisinio al Concilio de Florencia en 1439, se dirigía a él como a: "Nuestro querido hijo, el preste Juan, ilustre emperador de Etiopía". Enviada la carta por medio del legado papal, el franciscano Alberto Sachiano, éste sin embargo nunca llega a su destino. En su lugar, refiere una crónica, "la recibieron el patriarca copto de Alejandría, Johannes, de quien dependía canónicamente Etiopía, y (...) el abad del convento etiópico de Jerusalén, Nicodemos". El rey Juan II de Portugal envía más tarde otros enviados "con muchos gastos que el Rey hizo en ello", sin que en ningún caso recibiera respuesta. Confusas noticias hablan de enviados posteriores, sin que alguno logre establecer contacto con el remoto emperador - hasta la expansión portuguesa en el siglo XV.

El Reino estaba ahora más cercano. Pero siempre se interponía el intervalo, esa terca distancia aún.



El viajero cordobés del siglo XV Pero Tafur - "hidalgo e cavallero andaluz"- nunca llegaría a la India Mayor, en donde se proponía alcanzar la corte del Preste Juan, tal como lo relata en su Viaje a Oriente. Pero sí conoció a quien había regresado del Reino y le traía noticias, por demás abundantes, de él. Desde El Cairo, -llamada "Babilonia" en sus memorias- el hidalgo había conseguido un permiso especial para acceder al legendario Monasterio de Santa Catalina en el Sinaí, "donde la tradición supone que Moisés vio la zarza que ardía sin consumirse". (Una noticia anterior, diez siglos antes, de la noble viajera Egeria había comentado que: "A la hora cuarta llegamos a la cumbre de aquel santo monte de Dios, el Sinaí, donde se dio la Ley, es decir, el lugar donde descendió la majestad del Señor el día en que el monte humeaba. En este lugar hay ahora una iglesia reducida, pues (...) la cumbre del monte, no tiene demasiada extensión pero la iglesia es de gran belleza"). Al monte y el oratorio en el desierto llegaban las caravanas de la India cargadas de mercancías, antes de alcanzar los puertos del Mediterráneo, y partir de regreso al oriente más tarde. (Del patriarca del monasterio se decía que: "elige patriarca para embiar a la India Mayor al Preste Juan" para que éste le suceda a su muerte). Más allá del monasterio se extendía el vasto desierto, unas tierras sin apenas noticias ciertas según se alejaban del mar Mediterráneo.

En la espera en el convento del Sinaí el cordobés conoce al afamado viajero veneciano, Niccolo del Conte, que venía en la caravana junto a su mujer y dos hijos y una hija "que ovo en la India". Habían recorrido un largo camino desde la costa malabar, por el Mar Rojo y los desiertos arábigos, hasta llegar a La Meca, donde es obligado a convertirse al Islam- aunque, añade, lo ha hecho sólo para proteger a su mujer y sus hijos. Enterado de los propósitos del viajero andaluz le apremia para que no emprenda el interminable camino:

"Por el amor que te he, pues eres cristiano y de la tierra donde yo soy, que no te entremetas en tan gran locura, porque el camino es muy largo e trabajoso e peligroso, de generaciones estrañas sin rey e sin ley e sin señor". Y además, añade: "Mudar el aire e comer e bever estraño de tu tierra, por ver gentes bestiales que no se rigen por seso e que, bien que algunas monstruosas aya, no son tales para aver placer con ellas". Y, concluye Tafur: "E tantas e tales cosas me dixo, e a la fin concluyó que, si yo no pasava volando, imposible era llegar allá".

Pero Tafur desiste entonces de acometer el azaroso viaje y, junto al veneciano, emprenderá el camino de vuelta a El Cairo. Durante el mismo éste le cuenta abundantes noticias del legendario Emperador, al que Niccolo afirma ha conocido:

"E preguntándole del Preste Juan e de su poder; dize cómo era muy grande señor e que tenía veinte y cinco reyes a su servicio, pero estos no eran grandes ombres, e aun muchas gentes de aquellos que no han ley ninguna e siguen el rito gentílico, le obedecen".


El Reino en las noticias del veneciano es, frente a la noción tradicional de un lugar armoniosamente cristiano en medio de los infieles, un país un tanto azaroso. Abundan los gentiles en él, los animales monstruosos, las tribus de los paganos. Una montaña inmensa lo rodea, tan alta que los de arriba nunca tienen noticia de los que viven abajo. "El Preste Juan e los suyos son tan católicos e buenos cristianos que más no se podríe dezir, pero que no han noticia ni se rigen por la nuestra iglesia de Roma". El viajero reafirmará la noción de la distancia, la ausencia de noticias que llegan del Reino. "Estando él allá, vido dos veces embiar embaxadores el Preste Juan a los príncipes de acá, pero no oyó dezir que oviese respuesta de ellos, aunque vido aderesçar al Preste Juan de venir con sus huestes fasta Jerusalén, que es mucha más tierra que de allá acá".

De regreso a El Cairo, Pero Tafur iniciará entonces su viaje de vuelta hasta Andalucía, que comienza en la ciudad de Constantinopla, ésta sí bien conocida y cartografiada, de la que escribe abundantes notas antes de emprender una azarosa travesía que le llevará hasta el puerto de Venecia primero, la Lombardía después, a través de los pasos de los Alpes más tarde.


Situado alternativamente "más allá" de las tierras del califato, del Gran Khan, de los escitas, o en "las Tres Indias", es a partir del siglo XIV que el Reino comienza a desplazarse a África, todavía mal trazada en los mapas, a los reinos que los embajadores y exploradores portugueses y aragoneses sitúan como "descendientes de la antigua Reina de Saba", en el impreciso territorio al Sur del Nilo. Pedro Manzano, embajador de Aragón, afirmaba en 1450 que el rey de Abisinia - el Negus Neguste - era el verdadero Preste Juan, descendiente directo de la Reina de Saba. Su poder, según decía, era igualmente incontable. Antes, a mediados de siglo, el cartógrafo genovés Angelino Dulcert, había sido el primero en dibujar el Reino "ao sul do Egito", según las crónicas portuguesas. También aparecía el mismo en el conocido Planisferio de Fra Mauro, el cartógrafo benedictino italiano, editado hacia 1457, en el que en las notas explicativas se indicaba que: "120 reinos tributaban al Rey y su ejército superaba el millón de hombres". El anónimo franciscano autor del Libro del conoscimiento a finales del siglo había escrito en él que: "Llegué a la ciudad de Molsa, do mora siempre el Preste Johan, que es patriarca de Nubia y de Etiopía (...) e pregunté por el Paraíso Terrenal".

En 1485 el rey Juan II de Portugal designa a los embajadores Pedro da Covilha y Afonso da Paiva para que viajen más allá de Egipto, con la intención de establecer contacto con la ruta de las especias entre el Mar Rojo y el Índico hasta la India, y de entrar en contacto con el Preste Juan, con quien se desea establecer una alianza frente a los musulmanes, que dominan todas las rutas de los estrechos.

Entre los presentes que el rey otorga a sus embajadores, se dice, figuran un salvoconducto real, "de latón, indestructible y escrito en todas las lenguas conocidas"; 400 cruzeiros y varias cartas de crédito para la banca. Llevaban un planisferio, "para señalar las tierras del Preste Juan cuando las alcanzaran". Y una carta oculta que el rey enviaba al Emperador, el cristiano rey de Oriente.

El itinerario de ambos es conocido hasta cierto momento. De Santarem partieron a Lisboa. De aquí a Valencia y después a Barcelona. Allí embarcan y se dirigen a Nápoles. De aquí a Rodas - última tierra cristiana que iban a visitar-  en donde recibieron la hospitalidad de la Orden de San Juan, todavía en poder de la isla, para partir de ésta ya disfrazados de mercaderes árabes al puerto de Alejandría, en donde enferman. De allí, cuando pudieron recobrarse, tomaron la ruta tradicional que seguía a Rosetta y luego a El Cairo. Embarcaron para Suez, cruzan como peregrinos las ciudades de La Meca y Medina y por fin en la costa, en 1488, se separan, con la intención de encontrarse de nuevo al regreso en El Cairo.



Pedro da Covilha hubo de alcanzar el cabo Guardafui, Aden de nuevo, Ormuz, la India y los puertos de las especies, Goa y Calicut. Afonso da Paiva cruza el mar Rojo para partir directamente hacia la tierra del Preste Juan. Murió en el camino y nunca sabremos si, por fin, las alcanzó. A partir de la costa del Mar de Eritrea los nombres de los lugares habían dejado de ser conocidos.

Cuando Pedro da Covilha regresa por fin, después de su accidentado periplo, a El Cairo, no encontró a su compañero Paiva. En su lugar habían llegado unos espías judíos del rey de Portugal - Rabi Abrao, de Beja y el zapatero Joseph, de Lamego - que le entregaron una cartas del rey en las que éste le ordenaba regresar y zarpar de nuevo en busca del Preste Juan. Covilha les entregó a su vez una extensa relación de sus viajes para el Rey, que se archivó en algún lugar de Portugal y que nunca más se ha encontrado.

Aquí su rastro se pierde, en el extremo de los mapas conocidos. Pedro da Covilha sería alcanzado, años después, por el embajador portugués Rodrigo da Gama en la corte del rey Nahud de Abisinia. "Allí vivía aún en 1526, al tiempo de la embajada de D. Rodrigo de Lima". Había arribado a la corte en vida de su hermano Alexandre, Negus y León de Judá. Aunque bien recibido, nunca se le permitió regresar y en Etiopía acabó sus días, en torno a 1530.



Seguían llegando noticias inciertas del Reino. En textos portugueses se menciona "um documento há pouco descoberto na Chancelaria de Alfonso V. Nele se menciona um certo Jorge, embaixador de Preste Joáo, que estava em Portugal em 1452". Nunca más sería nombrado y el rastro del enigmático embajador se agota en esta mención. El enviado del rey de Benim, llegado a Lisboa, informó a D. Juan II "que más allá de su país, cosa de doscientas leguas al oriente, había un príncipe muy poderoso, llamado Ogané, de quien el rey de Benim era vasallo". Otras noticias llegarían con Lucas Marcos, sacerdote etíope recién venido de Abisinia, "que había ido antes a Roma a besar el pie de Inocencio III".

Pero ahora el Reino iba a estar por fin más cerca. En 1497 partía la histórica expedición de Vasco da Gama, que doblaba el Cabo das Tormentas - da Boa Esperança, según la posterior denominación real - alcanzaba por fin la costa oriental de África, cruzaba el Índico y arribaba a Calicut y los puertos de las especias en la India.

Llegando a la costas de Mozambique, el anónimo redactor del "Roteiro da Primeira Viagem da Vasco da Gama" - atribuido entre otros a un tal Álvaro Velho, de la región del Algarve - contaba que:

"También nos dijeron que el Preste Juan estaba allí cerca, y que tenía muchas ciudades a lo largo del mar, y que sus moradores eran grandes mercaderes, y tenían grandes naves; pero que el Preste Juan estaba muy tierra adentro y que no se podía llegar allí si no era en camellos (...)".


¿Cerca? ¿Lejos? ¿"muy tierra adentro"? Sin duda la tierra del Preste Juan era la única que se prestaba a semejante definición, que escapaba a la certidumbre, la exclusión de Occidente. Pues ahora que se afirmaba estar tan cerca, se decía también sin escándalo que el acceso se prolongaba, y que el reino del Rey se demoraba. Una vez más, de nuevo. Una descripción posterior nos informa que "fue en Mozambique donde los portugueses recibieron las primeras noticias sobre las muchas ciudades, los muchos mercaderes, los muchos barcos del Preste Juan, aunque también supieron de su lejanía".

En carta al rey Manuel, en 1499, el informador Girolamo Sernigi le advertía, frente al entusiasmo de los primeros viajes a los puertos de la India: "no entiendo que haya cristianos allí con los que se tenga que contar, a no ser los del Preste Juan, cuyo país está lejos de Calicut". 

A principios del siglo XVI, Alfonso de Alburquerque, gobernador de las nuevas posesiones orientales de la Corona portuguesa, escribe una relación en numerosas cartas sobre los viajes que hubo de efectuar entre las costas del Océano Índico y el Mar Rojo, ahora alcanzado, después de siglos, por las naves occidentales.

En una de ellas, enviada desde el puerto de Mecua afirmaba que "Nom temos ja outra pemdença a na India, senam a do Mar Roxo e Adem (...) e prazerá a nosso Sehor se fizemos asemto em Mecua, porto do Preste Joham".

Y, más adelante, se sitúa por fin cerca, tan cerca del Reino, que a punto está de alcanzarlo:

" [El Jeque de Dalaca] Disse me mais que o Preste Joham se trabalhara per muitas vezes per ganar a ilha de Macua, e que non tinha com que passar a ela, e que tentava ja tapar o braço do mar que vay emtre a ilha e a terra firme, e nam podera... disse me mais que tinha grandes desejos de nos ver e de nossa conversaçam e trato e que le parecía que se aly chegasse capitam de vos´alteza com armada, que viria ho preste Joham en pessoa". Francisco Álvares, miembro de una delegación portuguesa a la corte de Etiopía escribiría alrededor de 1520 una relación de la embajada como Verdadeira informaÇao das terras do Preste Joáo das Indias.

Alburquerque iba a estar más cerca todavía. En 1513 escribe al rey Manuel de Portugal:

"Numa noite escura, no Mar Vermelho, quando a armada, ancorada fora da porto, esperava pela brisa, surgiu no céu uma cruz luminosa que brilhou sobre a terra do Preste Joáo (...)

Eu tomey daquy que a nosso Senhor aprazia fazermos aquele caminho, e que nos mostrava aquele synall pera aquela parte. Mas, nao obstante, nao se levantou vento que levasse a armada a Macua".

El Reino estaba más cerca que nunca. Un intervalo constante, una pequeña diferencia, una contradicción nunca resuelta, se oponían a su acceso, a la plena presencia.

Cerca, pero también lejos. Un río, un desierto, una batalla perdida, el silencio, la muerte del embajador o los vientos contrarios señalaban la distancia. Siempre.



martes, 14 de enero de 2025

Del bosque, el desierto


Sierra de la Peña de Francia, en el límite con los montes extremeños. Llegar a La Alberca suponía, en los inviernos de antes, acceder a un pueblo oscuro en la ladera de la sierra, de calles empedradas, aleros prominentes y sombras en las esquinas. Una niebla perenne cubría la llegada, el calvario en la entrada, poca gente en la calle, un balcón iluminado en la plaza, adonde subíamos para tomar un caldo humeante frente al hielo de la acera. 

Alrededor, el monte oscuro y confuso, la noche sin luces, el silencio de los bosques de roble y castaños - como cargados de rumores, que no se aciertan a desvelar.

Era el escenario aún medieval de la aldea y el bosque que la rodeaba, su cercanía ominosa y negra.

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Una repoblación medieval de la comarca relativamente temprana, desde el reinado de Alfonso IX. Asegurada en parte la frontera con los reinos árabes, tras la toma de Toledo por Alfonso VI en 1085, curiosamente la repoblación de los poblados de la sierra es anterior a la ocupación de las villas en el llano, siendo éstas sin embargo de una economía mucho más productiva que los dispersos caseríos en el monte, siempre agrestes, pedregosos y de tortuoso cultivo - o de precaria actividad ganadera, entre riscos e impenetrables bosques. Los serranos viven de la montanera a veces o del producto de la sierra: miel, olivas, cera o castañas, con las que, cuenta la historia, elaboraban en tiempos un pan áspero y oscuro. 

Una tradición de la Alberca, "antiguamente llamada Valdelaguna", señala que desde siglos antes - siglo XVI según las noticias- se establece el ritual de la Moza de Ánimas, que aún hoy se mantiene. En sus calles, al atardecer, pasea la llamada "Moza", una mujer del pueblo enlutada, que se acompaña de otras dos mujeres, también vestidas de negro.  

En su procesión por las calles se acompañan de una esquila, que va sonando a intervalos. Tras el primer toque la moza salmodia:

"¡Fieles cristianos! Acordémonos de las Benditas Ánimas del Purgatorio, con un Padre Nuestro y un Avemaría, por el Amor de Dios". Un segundo toque y continúa: "Otro Padre Nuestro y otro Ave María por los que están en pecado mortal, para que su divina Majestad los saque de tan miserable estado". Un tercer toque. La procesión culmina frente a una hornacina en la pared de la iglesia, donde figuran dos calaveras sobre el muro. Nadie acompaña a las mujeres cuyas voces admonitorias se dejan oir entre las calles. Recuerdan un mundo intermedio, oscuro, que acompaña a éste.

O la tradición de la Esquila del Mes, también destinada a contener a las ánimas. En ésta, que se celebraba el viernes primero de mes, una esquila sonaba a la madrugada, recorriendo todo el pueblo y finalizando asimismo en el osario de la iglesia. En un estudio sobre Vida y muerte en La Alberca se apuntaba cómo: "No hace muchos años era un hombre quien recorría el pueblo entero, saliendo a las tres de la madrugada, mientras tañía la esquila, cuyo mágico sonido de bronce se encargaba de ahuyentar y guiar a las Ánimas que por allí pudieran vagar".  [1]

Las sombras sobre el mundo. El bosque, la noche fuera, siguen guardando su amenazadora presencia.

(Estas procesiones remiten en cierto modo también al mantenimiento de los rezos de ánimas en la comarca de Sayago, esa tierra de pizarra negra y cortaduras afiladas en el extremo de Zamora. Allí, en la aldea de Abelón se celebraba la noche de Difuntos el llamado "Ramo de Abelón" - "Ramo de Ánimas"- en el que, tras la procesión por el pueblo y el persistente toque de campanas hasta que llegaban a la iglesia, unas mujeres recitaban el largo parlamento dedicado a evocar a los penados del purgatorio y sus demandas. "Era una de las imágenes más tétricas que acompañaban el paisaje devocional del mundo rural hasta no hace muchos años", comentaba un artículo sobre el secular Ramo. Perdido éste en Abelón, la tradición se ha conservado hasta hoy en el vecino pueblo de Pobladura de Aliste).  [2]

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El bosque, la foresta de alrededor, nos recuerda el medievalista Georges Duby, forman parte del paisaje europeo durante siglos.

"Pocos hombres, muy pocos - sólo vastas soledades que gradualmente se van extendiendo hacia el Norte y el Este, llegan a ser inmensas y muy pronto terminan por invadirlo todo - baldíos, cenagales, ríos vagabundos y los páramos, los tallares, las dehesas, todas las formas degradadas de la selva que suceden a los incendios de matorrales y a los cultivos ocasionales de los incendiarios de bosques (...) A grandes trechos, una ciudad, pero que, invadida por la naturaleza rural, no es sino el esqueleto enmohecido de una ciudad romana, trozos de ruinas que contornean las caballerías...". Así comenzaba su ensayo sobre la "Adolescencia del cristianismo occidental" el historiador francés.  [3] En la representación de aquel mundo Duby señalaba la presencia del centro y de la periferia, siempre amenazante y oscura. "Un vasto disco cubierto por la cúpula celeste y rodeado por el océano. En la periferia, la noche. Poblaciones extrañas, monstruosas, de unípedos, de hombres lobos. Se contaba que surgían de vez en cuando, en hordas terroríficas, como adelantados del Anticristo".

El también francés Jacques Le Goff destacaba por su parte el paisaje del desierto en los orígenes del cristianismo, que como recuerda, había surgido en las sequedades de oriente. Allí, el desierto era el lugar de la pobreza y la contemplación en silencio. La ciudad quedaba muy lejos. Pero también era el lugar de la amenaza, cuya soledad inmensa estaba poblada por todos los rumores y los daimones de la oscuridad, que escapaban a las leyes de la urbe.  [4]   El desierto, recordaba Ernest Renan - en un comentario un tanto arriesgado, anota el francés- es el origen de las religiones monoteístas del mundo. En su escenario desolado, y lejos de los hombres, tiene lugar la ascesis de los ermitaños de la Tebaida, ese pedregoso lugar cercano al Nilo. Al desierto, cercano al río Jordan, recuerda el historiador de nuevo, se había retirado san Juan Bautista antes de iniciar su predicación. Y en el desierto de Judea - "una montaña muy encumbrada"- tienen lugar la aparición y tentaciones del maligno a Jesucristo. ("Fue conducido del Espíritu de Dios al desierto, para que allí fuese tentado por el diablo", relataba sencillamente Mateo, 4:1).

Al lugar del desierto en el oriente se contrapone, afirma el mismo ensayo, el bosque en la geografía occidental. (Marc Bloch, nos recuerda, señalaba el rostro de la selva medieval "que abarcaba espacios mucho mayores que hoy en macizos mucho menos abiertos por los claros"). El bosque - la gaste forêt de Perceval - es, como nos recuerda constantemente la literatura del ciclo bretón, el lugar de los encuentros enigmáticos. Y también el de un laberinto sin salida, ni posibilidad del regreso.

"Cuando el joven Tristán, que había huido de los mercaderes piratas noruegos, llegó a las costas de Cornualles, subió con gran esfuerzo al acantilado y vio, más allá de la landa abarrancada y desierta, un bosque que se extendía sin fin". Su huida con la bella Isolda encontrará refugio, como se sabe, sólo en el impenetrable bosque de Morrois, alejados de toda persecución. Pero en otro lugar - un ensayo sobre la selva oscura del Inferno de Dante, donde la diritta via era smarrita - se nos recordará la "visión del abate calabrés Gioacchino di Flora, dotado de espíritu profético, un religioso que se extravía en la selva y el camino está impedido por linces, leones, serpientes".

En la búsqueda de la ascesis en el monacato europeo se denomina "desierto" también a esta selva fragorosa: Desierto de la Grande Chartreuse que pueblan san Bruno y sus compañeros en la fundación de la Orden de los Cartujos. O las cabañas de Molesmes que ocupa san Roberto en Citeaux - en los orígenes de la Orden del Císter. San Ronán, el santo irlandés - nos dice la Vita san Ronani- "Se adentra en el desierto y llega al bosque de Nemet en Cornouaille". (Allí será acusado de connivencia con los lobos, licantropía y hechicería, por lo que más tarde se traslada al reino de Domnonia, en el extremo de Bretaña). O la fundación de la comunidad de Sainte- Foy- de- Conques - la formidable basílica románica, origen de una de las rutas principales a Santiago de Compostela- de las que el cartulario nos indica que la misma fue a establecerse en un lugar en el que "no había ninguna habitación humana, salvo la de los bandidos de los bosques". O la fundación de la Camandula, en el alto valle del Arno, en Toscana.

Allí el noble Romualdo "decidido a abandonar el mundo a pesar de tener ante sí un futuro de comodidades (...) había encontrado a Dios en los densos bosques del Casentino (...) Justo allí, cerca de un árbol, Romualdo había tenido en un sueño la visión de una escalera recorrida por algunos monjes, como premonición del nacimiento de la Orden". En su intención: "Campus Malduli (...) convertir el mundo en un yermo".   [5]

Allá por los valles del rio Sil a principios del siglo VII, en la soledad del Bierzo, San Fructuoso, huyendo de las ciudades tras el establecimiento del monasterio de Compludo, fundará en los montes Aquilianos el eremitorio de san Pedro de Montes. A estos cerros en la Valdueza leonesa acudirán eremitas o ascetas, como san Valerio, en cuyas laderas fundarán a su vez iglesias como la mozárabe de Santiago de Peñalba, entre las escobas, el brezo y los riscos. El término "desierto" se incluye en las fundaciones de los carmelitas descalzos, que buscan lugares apartados pero también "amenos", que favorecen la contemplación, afirman las ordenanzas de la reforma del Carmelo. Así, el más antiguo de ellos, el Desierto de San José en el valle de las Batuecas. Pero también el formidable -y arruinado- monasterio del Desierto de Calanda, en un intrincado paraje cercano a la villa. O el convento del Desierto de Las Palmas, en la Plana Alta, cercano a Benicassim - cuyos últimos monjes fueron asesinados todos durante la guerra civil. En otra sierra, aneja a Benifallet, se levantó en tiempos el monasterio - y las ermitas- de Sant Hilari de Cardó, allá por el Bajo Ebro...

Una descripción repetida en las "Historias de los monjes de Siria" del obispo de Ciro Teodoreto, en sus minuciosas historias de santidad, reitera la escena inicial en las biografías: un monje abandona la ciudad, el mundo donde se ha criado, y se encamina al desierto - omnipresente en las montañas de Siria. Así cuando compara al "célebre Marciano" con: "Elías, Juan y sus seguidores, quienes vestidos con melotes, con pieles de cabra, indigentes, atribulados, maltratados (...) erraban por desiertos, montes y cavernas y las hondonadas del terreno".  [6]

Pero en otro lugar muy distante, en el extremo norte de la cristiandad, Le Goff señala cómo "los ermitaños irlandeses pueblan los solitarios islotes".

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Fuera de la ciudad, el bosque, su laberinto oscuro e inextricable será el espacio de las sombras. 

"Sombras, esos poderes mágicos cuya existencia sólo se percibe alguna que otra vez, en las visiones premonitorias de la muerte, en todos los rumores que cubren entonces la noche, pero que, como cada cual sabe, dirigen enteramente el universo", había escrito el Georges Duby del minucioso manual sobre los orígenes del románico de Skira.

Del bosque, nos informa otra noticia, surgen de vez en cuando sus remotos habitantes: los leñadores, los proscritos, fugitivos, los perseguidos por la justicia. Pero también el oso, los lobos o, en la imaginería medieval, seres aún más hórridos, como los trasgos, la banshee, el  hombre salvaje o una sombría procesión que atrapa a los que la contemplan en los cruces de caminos. Su oscuro laberinto está plagado de voces, como bien conocen los habitantes de las aldeas. Pero estas voces, presagios de qué turbia amenaza, nunca se distinguen muy bien. Al atardecer, recuerda el monje Glauber, comienzan los aullidos en el monte, las voces de qué sombría advertencia.

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La ciudad está delimitada a veces por las murallas. Éstas establecen una nítida separación entre la villa y sus afueras. (En su De civitate Dei San Agustín ya había hablado de la oposición "Dentro del júbilo del Señor" y de las "tinieblas exteriores").

En las ilustraciones que realiza el monje benedictino Matthew Paris en la abadía de St. Albans para su Chronica Majora, a finales del siglo XIII, figuran las del itinerario que había dibujado para describir - y documentar- el viaje que el peregrino debería recorrer desde Londres hasta alcanzar la ciudad santa de Roma - o, en otra versión, hasta el extremo meridional de Brindisi, desde donde había que embarcar hacia Tierra Santa. El itinerario, según la tradición medieval, señala las ciudades y las distancias que hay que cubrir, en una línea recta que desdeña la representación analógica del territorio, y que dibuja y anota con señales el recorrido hasta Jerusalén.  [7]   De su Historia Anglorum se nos señala cómo "las principales ciudades de Londres, Dover y York (aquí conocido por su nombre latino Eboracum) aparecen acompañadas por pequeños dibujos de castillos o fuertes, con murallas almenadas".

Las ciudades son nombres en el mapa. Una inscripción en tinta las designa. Su existencia es la del nombre, desde luego. Pero su dibujo es siempre el de una torre, una iglesia, un castillo encerrado entre murallas en ocasiones. Los edificios son reconocibles y figuran como emblemas del lugar. Los muros señalan, en la representación medieval de la villa, la situación de ésta. Y marcan, en su aislamiento, la presencia a su vez de un afuera que, por el contrario, no se puede dibujar.


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No siempre el bosque es el lugar del caos, lo oscuro, lo innombrable. Una tradición que remite a la figura del jardín del Edén, también situado fuera de los avatares y sombras de la historia, se desarrolla sobre todo a partir de la extensión del llamado Estilo Internacional, a finales del siglo XIV. Se reiterará en las ilustraciones de los Libros de Horas de las cortes borgoñonas, por ejemplo, ya a finales de siglo. (Pero también en la fabulosa serie de tapices de Flandes “La dame a la licorne”, del género llamado mille-fleurs, representación de un jardín encantado en el que el fabuloso animal es subyugado por una doncella, realizados a partir de unos cartones que habían sido dibujados en París alrededor del año 1500).


Pero antes, había aparecido en las raras ilustraciones que en 1230 en la abadía benedictina de Seckau acompañaban los primeros manuscritos de los Carmina Burana, la colección de cantos goliárdicos de los siglos XII y XIII recogidos en el monasterio de Beuern.

Le Goff indicará cómo en las ilustraciones: "En ese bosque mágico, bajo los árboles extrañamente estilizados, cohabitan el caballo, el león, el ciervo, la liebre y toda una población de pájaros".  [8] 

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Alguno de los motivos característicos del romanticismo europeo - alemán sobre todo- se habían recogido en la publicación, que se realiza primeramente en prensa, de las Leyendas de Bécquer, a mediados del siglo XIX. Un escenario medieval, la pervivencia de las leyendas que surgían en la historia, la intervención de lo sobrenatural en la sucesión de los días, el ideal, normalmente trágico, sobre los intereses cotidianos... Un mismo clima rodea los relatos, al fin. Y éste puede definirse como el de la preeminencia de lo distante sobre lo cercano; lo indefinido sobre lo preciso; lo incierto sobre lo inmediato...

En una de las leyendas más conocidas, la de "El monte de las Ánimas", el relato se situará en un lugar ejemplar, como es la ciudad medieval de Soria, en el monte oscuro y sus ruinas a lo lejos, y en una noche no menos ejemplar, como es la del día de Todos los Santos. 

Del monte, a la distancia, Bécquer hablará de: "(...) Un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad".

Era la representación de una tradición europea que surgía en la edad media, del monte y sus voces, allá fuera, a lo lejos.

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Un dictamen esforzado hablará del establecimiento de una nueva fundación de la orden del Carmelo, esta vez en el remoto lugar de las Batuecas, el valle y los riscos inmediatos a la Peña de Francia. La fundación del convento de San José, en el Santo Desierto de las Batuecas, se realiza a partir de 1599, establecida por el P. Tomás de Jesús, Superior Provincial de los Carmelitas Descalzos de Castilla.

Una crónica posterior, de finales del siglo XVII, nombrará:

"La extrañeza y retiro de estos montes, de estas rigurosas breñas, habían derramado por los pueblos circunvecinos opinión que allí habitaban demonios, y alegaban testigos de los mismos infestados de ellos. En los pueblos más distantes corría fama que en tiempos pasados había sido aquel sitio habitación de salvajes y gente no conocida en muchos siglos; oída ni vista de nadie, de lengua y usos diferentes de los nuestros; que veneraban al demonio: que andaban desnudos; que pensaban ser solos en el mundo...".
[9]

El monasterio, presidido por la modesta iglesia, estaba situado en el valle del rio de las Batuecas. Sobre las peñas alrededor de la ribera, se levantaban las pequeñas celdas y oratorios de los monjes. En el muro oeste, una puerta abre paso al refectorio, la cocina, los talleres, el lavadero. Una cerca de piedra de unos seis kilómetros de extensión rodea todo el conjunto. El plano de las edificaciones seguiría un esquema generalizado en los yermos de la orden, con una iglesia de nave única y un crucero con cúpula en el centro, inscritos en un rectángulo en el que se situaban las celdas con jardines y, al exterior del recinto, las dependencias como las pequeñas ermitas, panadería, almacén, porterías, etc. (Modernamente, se ha instalado una hospedería en la entrada, que acoge a los que lo solicitan). Sería construido todo, según relata la crónica del convento, con materiales de una extrema pobreza. Desalojado el lugar con la desamortización de Mendizábal en 1838, el convento se abandona. A finales de siglo sufre un enorme incendio, que quema la comarca alrededor y destruye los restos del eremitorio. Después de varias vicisitudes, el monasterio vuelve a ocuparse en 1950, cuando la orden de los Carmelitas Descalzos restablece la comunidad.   [10]

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Cuenta la leyenda que un día de frío intenso, a finales del siglo XIX, la animera de La Alberca quedó en cama, olvidándose de salir aquella tarde. Al día siguiente los vecinos comentaron que, sin embargo, todos ellos habían escuchado la esquila por la noche.

La leyenda la recoge, entre otros, el estudio sobre "Vida y muerte en La Alberca" publicado a finales del siglo anterior por la Universidad de Navarra. También un antiguo manual, inencontrable hoy en día,  del P. Hoyos sobre la sierra, que se edita en 1946.   [11]

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[1]. Mercedes Cano / Javier Sanz    Vida y muerte en La Alberca.      Dialnet, 1989.

[2]. José Lorenzo Fernández Fernández.   "El culto a las Ánimas. El ramo de ánimas de Abelón (Zamora)".    Bibl. virtual Miguel de Cervantes  

[3].  Georges Duby.    Adolescencia del cristianismo medieval.   ed. Skira,  Ginebra. 1987.

[4] J. Le Goff.  Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval.   ed. Gedisa, Barcelona, 2017. pg. 38

[5]  Paolo Cozzo   "Bosques y patrimonio forestal en la cultura monástica (...) el caso de la congregación camaldulense"
   Univesitá degli Studi di Torino    septiembre 2021.

[6]. Teodoreto de Ciro.   Historia de los monjes de Siria.  ed. Trotta, Madrid.   2008.

[7 ] cit. en AA.VV.   Arte e historia en la Eda Media. , vol I     ed. Akal, Madrid, 2009. pg. 228.

[8] J. Le Goff.   La civilización del Occidente medieval.   ed. Juventud, Barcelona, 1969.   pg. 185.

[9].  Daniel de Pablo Maroto.  "La antigua biblioteca del desierto carmelita de las Batuecas".   Salmanticensis 48. ( 2001).

[10].  José Miguel Muñoz Jiménez.    "La arquitectura de los desiertos carmelitanos".  en Monte Carmelo 97,   1989.

[ 11].   P. Hoyos    La Alberca, monumento nacional.   Salamanca, 1946.

viernes, 15 de noviembre de 2024

Leopoldo Panero en otoño


En la Plaza Mayor de Salamanca, con la llegada de noviembre, instalan las casetas de la feria del libro en el centro de la explanada. Noviembre ha traído un turbión de aguaceros, nubes en la sierra, ha llenado los caminos de hojas.

Un tiempo viejo, como de regreso, que incluye los libros que encuentro en la feria. Juan, el de la librería Vitorio, ya no viene: en tiempos aparecía con alguna obra inencontrable sobre ganaderías antiguas en Salamanca, y alguna otra, no menos rara, sobre las elecciones locales de la República y el Bloque Agrario. Siempre vendía algo en la ciudad, me contaba, y además a él y su mujer les encantaba el aperitivo en los bares de alrededor, un aperitivo que estaba aderezado, por lo que contaban, de delicias castellanas como los morros, la jeta o las manitas de cerdo a las que eran especialmente sensibles. Me dijeron que había cerrado la librería, definitivamente. Tampoco viene Begoña, con su local repleto de ediciones raras frente a la fachada de la Universidad, a la que no me importa no encontrar, porque incluso cuando anunció que cerraba la librería no quiso abrirme el armario en el que guardaba los libros más difíciles, que yo sólo alcanzaba a imaginar.

En una de las primeras casetas, bajo el arco de la plaza del Mercado, - el llamado popularmente “de Villa-Rosa” - encuentro amontonados sobre una silla varios ejemplares de la colección de Temas Españoles. Es una colección popular, editada pobremente, con temas que remiten aún a la mitología de la guerra civil. Pero en cuyas modestas encuadernaciones se encuentran algunos datos, algunos temas insólitos - entre otros un catálogo de la arquitectura de los pueblos de colonización, editada en plena época del Plan Badajoz, que encontré una mañana en la Cuesta de Moyano. Tienen dos folletos encima del montón sobre la República y el Partido Comunista en la guerra que compro y que luego descubro no tienen ninguna noticia de interés. Más allá, en la conocida librería de la calle Compañía encuentro una atractiva colección de primeras ediciones del 27 y del 36 que nunca había advertido en el local y no sé de dónde salen esta vez. Están muy altas de precio y no me quedo con ninguna. En su lugar, a un precio razonable, la excelente edición que Andrés Trapiello ha hecho de los poemas de Leopoldo Panero para la editorial Comares de Granada, que sí adquiero. También una primera de la "Antología consultada" de 1952. En ésta, pasados apenas los primeros años después de la guerra, empiezan a aparecer los temas que se harán luego frecuentes, parte de un paisaje de la poesía de posguerra, como la pregunta sobre la función social de los poemas, la referencia a las "exigencias de un tiempo" o directamente la alusión al pueblo, ese protagonista anónimo y un tanto oscuro que inundará a continuación la literatura - y la fotografía y la plástica- de aquellos años. Es curioso: me interesan mucho más los autores desgajados de la primera posguerra que no la lírica que se hará más popular a continuación, de poetas como Blas de Otero, Gabriel Celaya o José Hierro, con sus motivos sociales y sus guiños a la censura. En su lugar, una intensa meditación religiosa, que surge de entre las sombras, con algún excelente poema de Carlos Bousoño, José María Valverde o Vicente Gaos. A quienes nadie ha vuelto a leer, intuyo, nunca.

Alguna otra cosa suelta en la feria; muchos ejemplares de la editorial Barral o de Taurus, que hoy son un raro hallazgo: ninguno que no tenga ya. Lo mismo me ocurre con los manuales de editorial Juventud o las colecciones de arte de Skira. En varios mostradores, numerosas publicaciones de cómics, más recientes o más raros, que hace tiempo dejaron de interesarme por completo - y motivaron un día una encendida discusión con el poeta J., que los sigue coleccionando todos. En una rara librería de Huesca comienzo a charlar con el librero, que me enseña espaciosamente una joya detrás de otra y que abandona toda comunicación con los clientes para hablar conmigo de las precarias ediciones de la posguerra. Alguno de los libros no lo había visto nunca, sólo leído la cita al mismo en un lugar u otro. Entre otros la primera edición del mentado "Comunistas, judíos y demás ralea" que publicara el teatral Ernesto Giménez Caballero sobre textos de Pio Baroja en plena guerra. O la primera también del "Aquí París" del vasco. Se publicaron en una época en la que los exiliados en la capital francesa - Baroja o Azorín entre otros- subsistían sólo gracias a los artículos que iban publicando en la prensa argentina. O chilena en algún caso. Tiene también el igualmente raro "Eugenio o la proclamación de la primavera", de Rafael García Serrano, que edita la falangista Jerarquía en el año 38. Es un ejercicio de lírica forzada, según descubro al poco, donde el autor intenta elaborar una trabajosa apología de la guerra y del entusiasmo de un joven falangista en medio del ruido de los frentes, que resulta al fin un empeño un tanto tedioso, una fatigosa prosa del entusiasmo.

Mucho más interesante resulta su "Plaza del castillo", ya del año 1951, donde García Serrano realiza un entrañable retrato de un tiempo inmóvil, el de la Pamplona de principios de siglo, que poco a poco se va acercando al levantamiento y al estallido de la guerra que acabarán con su letargo expectante, y que - ya la había leído en otro momento- resulta una excelente evocación de los días de julio del año 36. Con el fondo, ya con las dosis suficientes de escepticismo pasados los años, de apología de la sublevación frente a la barbarie.

Leer en otoño, con las tardes que se acortan, tiene algo de ejercicio lento, ajeno por completo al espectáculo. Lo tiene la lectura de "La senda dolorosa", de la saga del "Aviraneta" de Pio Baroja, de 1928, que también adquiero del prolífico librero argentino - "Mis abuelos emigraron de La Rioja antes de la guerra", me contará otra mañana en la que acudo a la feria de nuevo, el cielo amenaza nieve, y no le compro nada. En el caso de la novela de Baroja, en la primera edición de Caro Raggio, esta lentitud se ve acentuada por su carácter de libro intonso, que obliga a buscar un viejo abrecartas en la biblioteca familiar, y a detenerse a abrir las páginas de cada cuadernillo. Es un libro abrupto, por decirlo de algún modo, más aún de lo que suelen serlo las novelas del vasco en esos años. Hay algo en él, independientemente de que el moho se haya adueñado de muchas de sus páginas, que evoca un permanente olor a sacristía y desván cerrado. Pero en su arriscado relato de la muerte del Conde de España se introduce en primer lugar la descripción de unas ciudades del Bearn, cercanas a la frontera española, que eran un paisaje acostumbrado de los refugiados vascos - de los partidarios del rey Carlos- en cuyo melancólico y provinciano escenario se mueven en continuas conspiraciones mirando hacia los Pirineos. (Pau, Bayona, Orthez, San Juan de Luz...). Y, por otra parte, existe la descripción de una Cataluña de masías aisladas y cercas decrépitas que es aneja al gusto por los escenarios añejos del escritor. (Y por sus atrabiliarios personajes). Y que en la polvorienta novela se reiteran puntualmente.

O el páramo leonés, la sierra del Guadarrama a lo lejos, o las laderas del Teleno. Son los lugares que surgen, como en sordina, después de un tiempo al que las sombras han invadido: después de la guerra. Son escenarios recurrentes en la obra de Leopoldo Panero. En cuyo paisaje acostumbrado - el de los padres, el jardín familiar, la casa de Astorga- va a tener lugar su honda reflexión religiosa. Es una meditación que se mueve en el escenario de lo cercano. Terminada la contienda, cubiertos aún los días de sombras, hay ecos de Unamuno en su clara dicción castellana. O de la tristeza de un César Vallejo que había conocido en su momento la hospitalidad de la casa de Astorga y cuyo recuerdo acompañará siempre al poeta. ("Y siempre estaba solo - escribiría en 1947 en su poema al peruano- aunque nosotros le quisiéramos"). 

“De la estancia vacía” se titulaba su segundo libro, de 1944. El páramo se extiende, inmediato, y a lo lejos se advierten unas cumbres sobre el crepúsculo, cuya presencia es la de lo familiar siempre. Pero también otras veces la de la amenaza de una tormenta incipiente. Luis Felipe Vivanco, compañero del grupo, -de quien yo había encontrado hacía poco su raro "Tiempo de dolor", volumen de poemas escritos en plena guerra-, tenía también un poema titulado "El peregrino amante", con la misma sensación de lo errante sobre la llanura

Sé que la soledad es la viva canción de mi sangre

que convierte los días en llanura exaltada

La llanura, la casa, el páramo frío... Unas fotografías muestran el caserón familiar de Castrillo de las Piedras. Hay una galería acristalada, un jardín con un pozo, la hiedra perenne... Sobre el peso de las cosas cercanas flota la noción en Panero del eco de una antigua alianza entre Dios y los hombres, que a veces es ocultada, y por la que el poeta se preguntará siempre.

Las cosas, en estos tiempos de aislamiento, aún pesaban.

"hacia la primavera, en lo distante,

con los ojos cerrados, Dios se siente".

Pero también aparece la figura del caminante, del vagabundo por la despoblada llanura, en un poema como "El mendigo", de su libro "Escrito a cada instante". (Que remite, al pronto, al Antonio Machado de los campos y el páramo de Soria, aquel de “un pobre caminante que durmiera / de cansancio en un páramo infinito"). Sobre lo cercano, la inquietud por la antigua alianza. "Estamos siempre solos", afirmará en su evocación de su adolescencia astorgana "A mis hermanas". (Pero también Vicente Gaos, en su poema dedicado a la "Adolescencia" hablaba en algún lugar de "la noche sin Dios, súbita y triste").

Sobre la mesa, otras compras igualmente lentas. Un Gabriel Miró de Biblioteca Nueva, con manchas de moho en las páginas - y el recordatorio del un Miércoles de Ceniza del año 1938 que aparece de pronto entre aquéllas. La traducción, firmada por Manuel Azaña, del alegórico "La esfera y la cruz" de Chesterton de 1930 en Biblioteca Nueva también. Unas raras "Confesiones" de Paul Verlaine - un tanto decepcionantes- que traduce el ultraísta Eliodoro Puche para Mundo Latino en 1921... 

Baja el frío otra vez. Sobre la Peña de Francia, las primeras nieves.


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Sobre Gedrosia y el remoto reino greco-bactriano

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