martes, 1 de octubre de 2019

Noticias de Europa


En algún momento, que puede ser vagamente la posguerra europea, la vanguardia aparecía dotada de un raro prestigio, una suerte de certeza que tácitamente aludía a su enfrentamiento con la llamada Academia dotándola- a aquélla - de la victoria final.

Estos días hemos estado repasando el antiguo volumen sobre "El Surrealismo" que, dirigido por Antonio Bonet Correa, la editorial Cátedra encargó en 1983 a varios autores. Al cabo de tantos años flota sobre el libro y sus artículos el peso de algo que estaba implícito en el ambiente de aquellos días, pero que no podía nombrarse, precisamente porque era lo implícito. Esto es, la noción del prestigio de la vanguardia. Y del atractivo, y en última instancia la idea de que "tenían razón" de ésta.

Indecible, lo que no se expresa es lo que en realidad nombra aquellos días. Del libro de la editorial Cátedra extraemos la noción de que el tiempo ha pasado. Los textos posteriores que sobre el surrealismo se escribieron - por ejemplo los de Ángel González y Estrella de Diego en el excelente catálogo de la exposición "Los cuerpos perdidos" en la Caixa en 1995, que también hojeamos estos días - habían abandonado el tono de descripción apologética del movimiento y recurrido en su lugar a la noción del fracaso. Y a una lectura de los textos del surrealismo en los que, en última instancia, nada podía ser tomado al pie de la letra.



Lecturas del después... Del volumen de ensayos retener ahora dos textos que en su momento escapaban a la descripción del movimiento. Uno es el del ya fallecido Juan Antonio Ramírez sobre "La ciudad surrealista". Otro, un análisis de la recepción de las teorías surrealistas por parte de la Escuela de Nueva York, realizado por Juan Manuel Bonet. El peso de la influencia de un André Masson, hoy un tanto olvidado, sobre los pintores que estaban surgiendo al amparo de Art of this Century, la galería de Peggy Guggenheim. Como Roberto Matta, Motherwell, Baziotes, de Kooning, Mark Rothko o Jackson Pollock.



Si, pasado el tiempo, todo lo que en realidad nos interesa ahora, lejos de la polémica sobre la adscripción final del grupo surrealista al Partido Comunista francés, fuera una historia de las ciudades... En algún lugar el belga Luc Santé había escrito un The Other Paris - traducido al español en Libros del KO como "El populacho de París"- en el que la ciudad aparecía como un lugar de los márgenes, los barrios periféricos y los lugares innombrables. Frente a la imagen reconocible de "la capital del siglo XX" -como Gertrude Stein se empeñaba en definir - surge aquí otra que se resiste a la descripción. Por cuanto sus lugares, los escenarios, se encuentran siempre en los márgenes: entre el campo y lo urbano, entre la ciudad y el río, la calle y el descampado, lo visible y lo secreto. Algo así surgía en la biografía que el fotógrafo Brassaï había escrito sobre su amigo Henry Miller, "Los años de París", en donde se hablaba de la ciudad tal como un desconocido escritor huido de Nueva York sin un céntimo podía conocer en los aledaños de la crisis del 30, que cambió la urbe para siempre . El libro, del que existía una edición en Fischer del año 1981, se había traducido en el Fondo de Cultura Económica en 2002.


De los relatos sobre el surrealismo que habíamos hojeado estos días, recordar entonces los que menos tienen que ver con una teoría de la vanguardia que, tiempo después, siempre aparece con la nota de lo artificioso. Así, recoger la descripción de un París que se está desvaneciendo en El aldeano de París -en la traducción de Vanessa García Cazorla para Errata Naturae - el libro que en 1926 publicara el poeta Louis Aragon sobre la ciudad. En donde la artificiosa búsqueda de lo maravilloso en el surrealismo en realidad aparecía como lo inquietante del desplazamiento en el tiempo de un escenario que ya surgía como una fisura en la modernidad. Como resto perturbador de otro momento, otra época en el fondo. Era la noción que revelaba también otro escritor, contemporáneo de los vanguardistas pero nada sospechoso de contaminación, como el León Paul Fargue de El peatón de París - editado originalmente en 1939 - en donde describe morosamente una ciudad, la suya, teñida igualmente por el sentimiento de lo que termina. (En español en traducción reciente de Regina López Muñoz para El paisaje de los Panoramas).



Leer la historia de la vanguardia como una historia de las ciudades... Hacía poco habíamos podido leer el relato que de los días de Zúrich y el Cabaret Voltaire había escrito el dadaísta Hugo Ball, con el título de La Huida del Tiempo. (En traducción de Editorial Acantilado, en 2005). En ese momento temprano el escritor y actor ya era capaz de elaborar una descripción de la vanguardia llena de fisuras, marcada por la tremenda crisis de la Primera Guerra Mundial y el final del mundo de las certezas. Y muy alejada del optimismo innato de los días inaugurales. Su periplo le llevaría años más tarde, en 1923 tras un retiro de la vida artística, a escribir un Cristianismo Bizantino, - en editorial Berenice en español -  erudito y certero, en donde las figuras de los agitadores dadaístas de Zúrich habían sido sustituidas por el estudio de la teología ascendente del pseudo Dionisio Aeropagita.

Curioso periplo el de los indignados dadaístas del Cabaret Voltaire y el Dadá berlinés del año 1918. El poeta Tristan Tzara viajaría al París de la posguerra para las batallas de la vanguardia que allí se avecinaban. Hans Arp se traslada a Meudon, un suburbio parisino al sur de la Cité. Con él, Sophie Taeuber, que con el tiempo crearía una colonia de artistas junto a Sonia Delaunay en el lugar de Grasse, al sur de Francia. Elsa von Freytag viaja al Village neoyorquino, donde muere. Marcel Janco había regresado a Rumania en 1922. Su destino final, ante el avance del nazismo, sería el nuevo Israel, de donde ya no regresaría.

Otro de ellos, el fotógrafo y poeta Raoul Hausmann, había de recalar en cambio en la Ibiza de los años 30.  Allí, fascinado por la vida en el lugar del Mediterráneo y la arquitectura tradicional del lugar escribiría un "Hyle- ser sueño en España", libro harto raro hoy - existe una esquiva edición en Ediciones Trea, de 1988 - antes de retornar a Suiza con el estallido de la guerra civil. Y recalar finalmente en la francesa Limoges, donde habría de vivir ya en una suerte de exilio voluntario. Pero a Ibiza habían ido a parar en un momento u otro fugitivos de las vanguardias como el filósofo Walter Benjamin, Pierre Drieu de la Rochelle, Jacques Prévert, Tristan Tzara - después de los días de París -, el entonces fotógrafo Wols, que huía de París asimismo, Albert Camus o Emil Cioran, entre otros muchos. (Como recoge en un buen relato isleño el escritor Vicente Valero - Viajeros contemporáneos. Ibiza siglo XX, en editorial Pre-Textos, 2004).




Periplos de la vanguardia... En algún lugar del raro " Mito y realidad de la escuela de Vallecas"- publicado en 1975 e inencontrable hoy en día - el autor, Raúl Chávarri describe los paseos cotidianos que en su momento, a partir de los años 30, iniciaron los jóvenes artistas entonces, el escultor Alberto y el pintor Benjamín Palencia. Desde la estación de Atocha, donde quedaban citados, hasta el distante "Cerro testigo" del entonces pueblo de Vallecas.

"Según el relato del propio Alberto - leemos en alguna parte - a partir de 1927, él y Palencia se citaban en Atocha hacia las tres y media de la tarde, y hacían distintos recorridos a la búsqueda de motivos pictóricos. Uno de ellos era siguiendo la vía del tren, hasta las cercanías de Villaverde Bajo; y sin cruzar el río Manzanares, subían hacia cerro Negro y se dirigían al pueblo de Vallecas, terminado en el cerro Almodóvar (que ellos rebautizaron como Cerro Testigo)". La ciudad era otra. Y la sensibilidad para recoger una poética del páramo, también.




En 1937 el escultor Alberto había instalado en la fachada del Pabellón Español de la exposición de París su conocida escultura "El pueblo español tiene un camino que le conduce a una estrella".

Independientemente del relato teórico del surrealismo, - que se propuso en su momento en exposiciones como "Orígenes de la vanguardia española" de 1974  de la galería Multitud, y en publicaciones pioneras sobre La vanguardia en España, entre ellas el erudito y ameno "Diccionario de las Vanguardias en España" de Juan Manuel Bonet en Alianza en 1995 - lo cierto es que había que haber recorrido muchos caminos de La Mancha, y las tabernas rurales de los pueblos inmediatos a Madrid, y los cafés populares en torno a la estación, para elaborar aquella obra.

En "Palabras de un escultor", texto que había publicado en 1933 en ARTE, órgano de la Sociedad de Artistas Ibéricos - editado en 1975 en Fernando Torres, en edición casi inencontrable también hoy  -  Alberto aludía a la idea de "levantar esas formas de la tierra (…) con rayas dibujadas y esmaltadas hierbas, tierras y piedras, por las pisadas de los caminantes solitarios, por los caminos cubiertos de formas de grandes piedras labradas por el tiempo".




La ciudad era distinta. Un ensayo reciente del holandés Gijs van Hensbergen - del que desconocemos otra referencia - sobre una historia del Guernica, el cuadro que Picasso presentara en el Pabellón Español de la Exposición de París de 1937, nos devuelve de pronto a la descripción de una España del siglo XX que creíamos olvidada. En donde se habla de campesinos famélicos y terratenientes a caballo, anarquistas milenarios y oscuros guardias civiles que surgen de un camino en sombras. Y donde la imagen de la posguerra es la de un padre de familia con bigote falangista y una estampa del Sagrado Corazón sobre la televisión con faldillas. Todos los tópicos de una descripción heredera del viaje del XIX a la España de Sierra Morena del romanticismo europeo se guardan aquí petrificados todavía. Curiosamente, tanto en el tópico ensayo del holandés - plagado de errores, por lo demás - como en otro anterior, ya clásico, de Josefina Alix sobre el Guernica - el que publicara, en impagable edición de Gonzalo Armero y Narciso Abril la revista Poesía el año 1993 - lo que de nuevo nos interesa son los márgenes de un relato más o menos oficial sobre el conocido cuadro de Picasso. Esto es, la relación de las obras que acompañaban la obra en el pabellón de la República. Las de un Solana, Julio González, Rodríguez Luna, Ramón Gaya, Horacio Ferrer, Gregorio Prieto, Pedro Flores o Aurelio Arteta, entre otros muchos. En donde surge la noción de una vanguardia, al margen de la historia oficial de la misma - aquella que gira en torno a la nómina de manifiestos futuristas, cubistas, dadaístas, surrealistas, constructivistas, tachistas y demás - con una pintura teñida de un paisaje tradicional, estepario y antiguo, que no la guerra, sino el desarrollismo de los años 50 y 60 iban a hacer desaparecer para siempre.

Era un paisaje que una obra al margen de la vanguardia, como la del grabador Ricardo Baroja, José Gutiérrez Solana, Gabriel García Maroto, o Díaz Caneja, iba a recrear. Pero también los artistas de la Escuela de Vallecas. En un escenario entre urbano y rural, la ciudad y sus afueras, en donde el color terroso del campo, el ruido de las voces y un tiempo como de los márgenes aún alcanzaban a la ciudad, situada en unos límites imprecisos.





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