Desde Castilla, noticias de lugares remotos. Me escribe G. enseñándome las
fotografías de una casa que han remodelado cerca de Sineu. Era una antigua casa
de payeses, en no sé qué alquería del pueblo. La remodelación es
excelente, respetando la antigua disposición de las estancias, y utilizando el revocado de las fachadas, la geometría nítida de paredes, dinteles y
huecos; una presencia del barro y la tierra en los muros como sólo en la isla
saben conseguir.
Lo que no sabe G., no puede saber, es que la fotografía de la
casa dibuja una cierta nostalgia. En la imagen cae un sol de plomo sobre la vivienda y la
alberca, y entonces recuerda perfectamente el paisaje de sol y piedra de
Mallorca, los días a la sombra en las fincas, las noches de cenas en alguna
casa semejante, esperando un frescor que nunca venía.
Es grato estos días el silencio del campo. Pero es también
tan propicio a la evocación. Unas imágenes de la diosa Artemisa, que consulto
en algún momento, remiten a una mañana de agosto en el Museo de Atenas. Otras,
del claustro de una abadía cisterciense del Mediodía, nombran unos días lluviosos
en la Provenza. Una estación de tren en Centroeuropa. Un parque con estatuas en Bulgaria. Los
puestos de libros sobre la orilla del Sena… En el sosiego del jardín, este
horizonte conocido, tan lejos de todo ahora.
Regreso esta mañana del mercado de los domingos, que han
vuelto a abrir en el pueblo. Me acerqué a comprar las cerezas que traen los
serranos al comienzo de la temporada. Pude tomar un café con la prensa en el
bar, casi vacío. Estaba nublado y hacía frío, y apenas había algún puesto en la
calle de los que vienen normalmente. El matrimonio de San Valero había bajado con
su furgoneta y pude comprar las cerezas nuevas.
Hablé con los serranos, con alguna gente que me había
encontrado en la plaza; todos protegidos detrás de sus mascarillas…. Luego
recordé, como he recordado estos días en que una cierta normalidad ruidosa, veraniega y banal ha retornado, esa vaga aspiración, difusa, que se concreta en el sueño
del retiro: un monasterio benedictino a veces; un templo zen en el norte del
Japón; una abadía apartada en las montañas de Armenia. Y pensé también que ese
sueño de alguna manera, inadvertido, se había cumplido los días anteriores.
Ha pasado el tiempo en el campo. Una
sensación al principio como de monacato- el que a veces nombramos. La ausencia
de ruidos en la finca, la ausencia de gente en los pueblos, los días que
transcurren en este lugar ya aislado.
Con el verano ha regresado la gente a las calles; los
tractores han vuelto a circular por la finca; se oyen los camiones en la
carretera; he tenido que volver a la ciudad – Salamanca – por distintas
gestiones… Hablando con Juan, que viene una tarde a verme a la finca,
comentamos acerca de esos raros días en los que salíamos solos al monte, por unos
caminos en los pueblos en los que no se veía a nadie, éramos los únicos
viajeros de un mundo que se hubiera refugiado, encogido, en alguna otra parte.
Noticias dispersas de la otra parte. Jorge está aislado en su
residencia de la sierra de Gredos. Con su rara capacidad para la supervivencia
lee la mayor parte del día en una habitación sobre un balcón que da a la montaña. Sale a pasear por el
pueblo, escribe aún en alguna publicación local. Le visitan antiguos conocidos, mantiene las noticias de los amigos que le llaman o escriben de
vez en cuando. No tengo ninguna intención de regresar a Madrid, me dice. Lo único que quiero es que vuelvan a abrir la terraza del bar de Cadalso, a la que solemos ir alguna tarde.
En Madrid está ya Andrés, en su piso de Aluche. No sale
de allí, no ha visto a nadie. Alguna tarde ha bajado a un bar en la esquina. Se
ha emborrachado solo. Tiene la intención de pasarse por la taberna del centro,
que ha abierto ya hace tiempo. Yo no le puedo dar noticias de ella. Hablé con
José, con Nacho, al principio de la cuarentena. Luego, no he vuelto a saber
nada. Alguien me contó que P., de regreso de Taiwan, se había acercado por allí pero no había encontrado a nadie. Carmen me dice que alguna vez quedaba con las amigas por el barrio de la
Plaza de Santa Ana. Tomaban una cerveza rápida, luego regresaban a sus casas. Manuela ni siquiera las ha visto. Va de la biblioteca a casa, me cuenta, sin pararse en otra parte. Fátima marchó hace rato a Denia, en la costa. De la ciudad tampoco me sabía dar
noticias cuando hablaba con ella. No tenía nada que contar o no ocurría nada en
las calles. Ángeles, con quien he hablado casi a diario, no salía apenas de casa,
empezó a acudir al estudio a pintar por las mañanas, regresaba luego sin haber
visto a nadie. En el Museo han inaugurado una exposición que no nos interesa. También otras en un centro oficial, de unos conceptuales históricos, a las que tampoco hubiéramos acudido. Otros conocidos están publicando su obra en internet: imágenes que circulan en un lugar u otro de la red, como un remedo de la presencia física, de una exposición real que de todas maneras se había hecho problemática en estos últimos años. En el Círculo abren una muestra de fotografía japonesa, que se anuncia acompañada de una excelente publicación. Quedamos en ir a verla cuando regresemos, en algún momento. C. escribe desde Australia. Concha ha marchado, dice que por el momento indefinidamente, a la casa de Ronda. Ignacio envía las imágenes de unas conferencias que ha dado en Galicia, adonde lleva viviendo hace unos meses. No tienen público, excepto el cámara. Circulan por la red, nombran una aldea irreal, en un monte que seguramente tampoco existe. D. vaga por unos pueblos de Cádiz extrañamente vacíos. Me envía una fotografía del faro de Trafalgar solitario, un tanto melancólica. No he vuelto a saber, no he querido saber nada de V. La ciudad
ha quedado extrañamente lejos, este tiempo, y no sabemos cuándo volveremos a
ella.
Otras son las noticias, los lugares más remotos, que retornan
a este tiempo en el campo.
Fátima escribe desde la costa. Da algunas noticias de una cotidianeidad típicamente agosteña. Sólo a veces, en algún mensaje desde el veraneo moderno, se trasluce algo del antiguo paisaje del levante de nuestras tías, de nuestros padres.
Fátima escribe desde la costa. Da algunas noticias de una cotidianeidad típicamente agosteña. Sólo a veces, en algún mensaje desde el veraneo moderno, se trasluce algo del antiguo paisaje del levante de nuestras tías, de nuestros padres.
Curiosamente, Ricardo, que viene desde Alicante estos días,
me trae una fotocopia de los diarios de peregrinación de nuestra tía Concha en los
años 60, cuando emprendía, sola y terca, esa larguísima ruta a pie hasta la
imagen de la Virgen del Pilar en Zaragoza, en cumplimiento de una promesa que
nunca reveló a nadie. Ricardo quiere utilizar algunos fragmentos para un
oratorio que está componiendo. Había encontrado el diario en la casa del Huerto
y ahora quiere utilizarlo como texto para la música, con el motivo de los
peregrinos.
En las notas de la tía Concha, se trasluce el reflejo de un paisaje de
Valencia que ellos conocen desde la infancia y que en ese momento ya se estaba desvaneciendo entre un turismo masivo y hortera. Los apuntes sobre los lugares que recorre, el árido camino entre carreteras nuevas y urbanizaciones que han ocupado el horizonte. Entre bares y hostales de los pueblos nuestra tía visita los santuarios que aún restan en la región, cuyos ritos y orígenes conoce perfectamente. Recuerda esos mismos lugares de los tiempos de la guerra, cuando iban a buscar arroz o verduras, a pie con unas primas, que cambiaban por no sé qué baratijas o un dinero que no tenían. Nombra la
ascensión luego desde la costa masificada a unos lugares en la serranía de Teruel que se van
vaciando paulatinamente, en un mundo que va quedando a trasmano en la montaña. La cálida acogida más tarde de las gentes de los pueblos de Aragón, cuya brusca hospitalidad ella agradece abiertamente. El recuerdo de los crímenes de la guerra, aún.
Y la noción de una fe profunda, austera y sin concesiones, en
su viaje solitario, su esforzada peregrinación, una mujer gorda y cansada a solas
por una España seca, con su conciencia.
En una reunión familiar en el campo alguno de los parientes jóvenes nos pregunta por la historia de la familia en la guerra, que ellos han oído apenas nombrar. O que desconocen por completo. En el relato de aquellos años trágicos figura el fusilamiento de algún familiar, delaciones, patrullas de milicianos que se presentan de noche en las casas ya vacías. El generoso asilo de una embajada o la huida precaria e incierta de la abuela con unas niñas pequeñas - que son sus hijas y sus nietas - rodeadas de la ferocidad de las detenciones, la arbitrariedad de los facinerosos de turno - y la colaboración del gobierno de turno.
Con el tiempo la historia se ha llenado de imprecisiones. Alguien, más joven, expone la noticia de unos lugares y unos personajes de los que los otros nunca han oído hablar. Las primas mayores, con desgana, acceden a contar de nuevo el relato de aquellos días: las persecuciones en Madrid, el barco que espera en la costa, el precario viaje desde Marsella, la llegada por fin a la tranquilidad de la finca - en donde se habían refugiado los familiares y amigos más diversos, acogidos todos por la generosidad del abuelo. Una tórrida mañana en que vamos a visitar a nuestras parientes, aisladas ahora en una dehesa cercana a Ciudad Rodrigo, resurge la narración de aquellos días.
Un relato que se había quedado adscrito a la memoria de la familia, una narración en la estantería de los recuerdos, se ha poblado esta mañana de un raro malestar; una actualidad como improvisada, de pronto. Pues, sin que nadie lo diga explícitamente, todos la rememoran en alguno de los personajes de este momento; en la barbarie reciente, en el exilio del rey por último, el retorno de un relato que por lo demás había quedado arrumbado en la biblioteca de los libros viejos. Con el calor y el prestigio de todos los cuentos del pasado.
La noción de un veraneo antiguo, original e inmóvil, que resurge en los lugares más insospechados, más distantes. Es el que evocan unas casas en la costa, un chalet sobre la ría, en un viaje que efectuamos a la bahía de Pontedeume, a Santiago más tarde, en una calurosa tarde de agosto. La ciudad a la noche nombra otro paisaje también antiguo, un escenario de piedra y frontones partidos, y escaleras en espiral, columnas salomónicas y pináculos oscuros, y estípites invertidos. Y ceremonias en las plazas y la noción del remoto destino de una peregrinación que hubiera comenzado mucho tiempo antes. Nublada de pronto, en medio del calor asfixiante de estas fechas, la ciudad sugiere siempre, no sé por qué, la idea de un invierno lluvioso, de las calles mojadas y el reflejo del agua en la acera.
Un verano inmóvil, atemporal. Aparecía en los Racconti del príncipe de Lampedusa, en su caso en los palacios destartalados y luminosos de Palermo o Santa Margherita di Belice, en una isla calcinada por el sol y los recuerdos. En el Báltico de la iniciática novela "Un ardiente verano" de Eduard von Keyserling. Pero también en algunas páginas, aquí o allá, de un Truman Capote sureño, de la escéptica - y sureña asimismo- Eudora Welty. O el melancólico Scott Fitzgerald del The Beautiful and Damned. En la descripción del Corfú ensimismado de Prospero´s cell de Lawrence Durrell. O, más cercano, en el relato un tanto cínico sobre un veraneo en el norte de Juan Benet, su "Así era entonces". O las páginas sobre un Madrid vacío en agosto del Aldecoa de "Los pájaros de Baden Baden".
En algún lugar de su voluminoso Danubio de Claudio Magris éste nos cuenta:
"Llego a Histra, Istria, la ciudad muerta que lleva, para mí, el nombre del verano y los lugares familiares. Es extraño llegar a esta hora, y aún más extraño llegar solo - esa palabra, Istria, va ligada a la luz absoluta, al pleno día, a una vecindad desconocedora de la soledad". Su viaje está finalizando, el río se pierde en el mar, y en su extremo, el escritor recobra el nombre del origen, el verano.
Otras voces, otros nombres, sobre los días ciertamente extraños.
Un mundo finalizaba, abruptamente, en el incendio que al fondo cierra la novela "El reino dividido", volumen final de la Trilogía Transilvana de Miklos Banffy. Todo el extenso relato, todos los personajes, los salones, los jardines, los palacios, los bosques y las tabernas de la prolija narración quedan de pronto clausurados en una luz, crepuscular, que desde la colinas distantes alcanza el pueblo, con el castillo familiar en lo alto.
La clausura de un mundo, la Mitteleuropa del Imperio Austro-Húngaro, que se desvanece melancólicamente para no dejar sino restos de su supuesta permanencia a su término.
No sé qué hace el recuerdo del reino perdido estos días en la estepa castellana. Pero después de la obsesiva lectura de la trilogía del novelista húngaro - que, confinado en la soviética Rumania no pudo regresar a su desaparecido país hasta 1947, para morir al poco - es una noción que encuentro asimismo en La huida del tiempo, el libro de notas y ensayos personales de Hugo Ball, uno de los fundadores del Cabaret Voltaire en la Suiza neutral durante la guerra. En cuyas páginas asoma la descripción de un mundo, en su caso la Alemania guillermina, que también finaliza con la Gran Guerra - y él, en un pueblo perdido del Testino italiano en la posguerra, de donde no vuelve a salir. O también en las memorias del pintor expresionista George Grosz - A little Yes and a Big No - que describen el Reich que concluye. Y su viaje posterior a Estados Unidos, desde donde recreará la Pomerania, Dresde, el Berlín en ascuas que ha abandonado con el ascenso del nacional socialismo. No hacía falta leer además al clásico Joseph Roth, que muere en París, y cuyo tema recurrente es el de la pérdida del universo de la Doble Monarquía. Pero releo su Fuga sin fin, y de nuevo resurgen la antigua Viena, la nobleza provinciana, la Rusia de la revolución, el regreso a una Austria sin emperador ya y cuyas calles el protagonista no reconoce...
Sobre el verano insólito la noción de "Los últimos días de la Humanidad", como había titulado el austríaco Karl Krauss su sátira vienesa - sobre un escenario que, ya, se estaba desvaneciendo. A despecho de su pretendida permanencia, su indefensión frente a los nuevos tiempos.
"Esplendores de lo pequeño", había titulado en algún momento mi amigo J., que está releyendo a Josep Pla de nuevo, su minucioso redescubrimiento de los cuadernos del escritor ampurdanés este verano. Como esplendores de lo pequeño o algo así, le describo a S., que me da noticias de la capital estos días, las inexistentes nuevas de la comarca, tan lejos ahora. El médico, Antonio, ha vuelto a aparecer en el pueblo. Con un amigo común nos sentamos en la plaza, con un café, y comentamos sucesos taurinos que ambos recordamos. Los sucesos son, de pronto, extrañamente antiguos: una tarde tremenda en un pueblo de la provincia, un torero joven de quien nadie ha vuelto a saber; una fiesta en Ledesma en la que un desconocido bordó el toreo un instante... Nuestro amigo, que regenta un comercio destartalado y profuso en los soportales del ayuntamiento, nos hace notar que de todo lo que estamos hablando han transcurrido ya temporadas. Pero es que de este año no podemos hablar nada, le advertimos, que no sea la ausencia de sucesos, la suspensión de las fiestas, las tardes en el campo sin ningún otro vecino en el horizonte...
Otro día, en una comida en el mesón de la carretera, Jesús nos comenta que ha enviado todos los toros de la temporada al matadero. No había ninguna salida para ellos. Cuando llegó el camión que los conducía a la carnicería, otros camiones, nos dice, estaban aguardando a la puerta. Con Luis, que ha perdido a su madre hace poco, recordamos anécdotas de ésta, escenas de la finca en la que vivió siempre, sucesos de un tiempo que, alguien advierte, semeja irremisiblemente remoto. Hasta el punto de que si alguno nos escuchara no podría saber de qué lugar, de qué tiempo, de qué escenario insólito estamos hablando.
En la calma de lo pequeño - las noticias, inquietantes, llegan de más allá - el atractivo, la seducción de los viajes a una otra parte. Releo el libro de Magris sobre una Trieste en los confines del Imperio, entre el Imperio en decadencia, una Venecia ancestral, los Balcanes tan cerca. Una biografía de Joyce, su extraña relación con una Irlanda de los orígenes a la que nunca - a excepción de un breve viaje - regresa. Una guía sin nombre, excelente, sobre Venecia que veo en casa de M. y luego me presta, y que reproduce todos los cuadros del Giorgione, los Carpaccio, Tiziano o Bellini, junto a las portadas de la Giudecca o los arrumbados palacios del Canal. Repasando la guía hace frío de nuevo en Venecia, tal como hubimos de descubrir un invierno lluvioso, y yo recuerdo un café oscuro frente al Arsenal, la lluvia que no cesaba fuera.
Con el tiempo la historia se ha llenado de imprecisiones. Alguien, más joven, expone la noticia de unos lugares y unos personajes de los que los otros nunca han oído hablar. Las primas mayores, con desgana, acceden a contar de nuevo el relato de aquellos días: las persecuciones en Madrid, el barco que espera en la costa, el precario viaje desde Marsella, la llegada por fin a la tranquilidad de la finca - en donde se habían refugiado los familiares y amigos más diversos, acogidos todos por la generosidad del abuelo. Una tórrida mañana en que vamos a visitar a nuestras parientes, aisladas ahora en una dehesa cercana a Ciudad Rodrigo, resurge la narración de aquellos días.
Un relato que se había quedado adscrito a la memoria de la familia, una narración en la estantería de los recuerdos, se ha poblado esta mañana de un raro malestar; una actualidad como improvisada, de pronto. Pues, sin que nadie lo diga explícitamente, todos la rememoran en alguno de los personajes de este momento; en la barbarie reciente, en el exilio del rey por último, el retorno de un relato que por lo demás había quedado arrumbado en la biblioteca de los libros viejos. Con el calor y el prestigio de todos los cuentos del pasado.
La noción de un veraneo antiguo, original e inmóvil, que resurge en los lugares más insospechados, más distantes. Es el que evocan unas casas en la costa, un chalet sobre la ría, en un viaje que efectuamos a la bahía de Pontedeume, a Santiago más tarde, en una calurosa tarde de agosto. La ciudad a la noche nombra otro paisaje también antiguo, un escenario de piedra y frontones partidos, y escaleras en espiral, columnas salomónicas y pináculos oscuros, y estípites invertidos. Y ceremonias en las plazas y la noción del remoto destino de una peregrinación que hubiera comenzado mucho tiempo antes. Nublada de pronto, en medio del calor asfixiante de estas fechas, la ciudad sugiere siempre, no sé por qué, la idea de un invierno lluvioso, de las calles mojadas y el reflejo del agua en la acera.
Un verano inmóvil, atemporal. Aparecía en los Racconti del príncipe de Lampedusa, en su caso en los palacios destartalados y luminosos de Palermo o Santa Margherita di Belice, en una isla calcinada por el sol y los recuerdos. En el Báltico de la iniciática novela "Un ardiente verano" de Eduard von Keyserling. Pero también en algunas páginas, aquí o allá, de un Truman Capote sureño, de la escéptica - y sureña asimismo- Eudora Welty. O el melancólico Scott Fitzgerald del The Beautiful and Damned. En la descripción del Corfú ensimismado de Prospero´s cell de Lawrence Durrell. O, más cercano, en el relato un tanto cínico sobre un veraneo en el norte de Juan Benet, su "Así era entonces". O las páginas sobre un Madrid vacío en agosto del Aldecoa de "Los pájaros de Baden Baden".
En algún lugar de su voluminoso Danubio de Claudio Magris éste nos cuenta:
"Llego a Histra, Istria, la ciudad muerta que lleva, para mí, el nombre del verano y los lugares familiares. Es extraño llegar a esta hora, y aún más extraño llegar solo - esa palabra, Istria, va ligada a la luz absoluta, al pleno día, a una vecindad desconocedora de la soledad". Su viaje está finalizando, el río se pierde en el mar, y en su extremo, el escritor recobra el nombre del origen, el verano.
Otras voces, otros nombres, sobre los días ciertamente extraños.
Un mundo finalizaba, abruptamente, en el incendio que al fondo cierra la novela "El reino dividido", volumen final de la Trilogía Transilvana de Miklos Banffy. Todo el extenso relato, todos los personajes, los salones, los jardines, los palacios, los bosques y las tabernas de la prolija narración quedan de pronto clausurados en una luz, crepuscular, que desde la colinas distantes alcanza el pueblo, con el castillo familiar en lo alto.
La clausura de un mundo, la Mitteleuropa del Imperio Austro-Húngaro, que se desvanece melancólicamente para no dejar sino restos de su supuesta permanencia a su término.
No sé qué hace el recuerdo del reino perdido estos días en la estepa castellana. Pero después de la obsesiva lectura de la trilogía del novelista húngaro - que, confinado en la soviética Rumania no pudo regresar a su desaparecido país hasta 1947, para morir al poco - es una noción que encuentro asimismo en La huida del tiempo, el libro de notas y ensayos personales de Hugo Ball, uno de los fundadores del Cabaret Voltaire en la Suiza neutral durante la guerra. En cuyas páginas asoma la descripción de un mundo, en su caso la Alemania guillermina, que también finaliza con la Gran Guerra - y él, en un pueblo perdido del Testino italiano en la posguerra, de donde no vuelve a salir. O también en las memorias del pintor expresionista George Grosz - A little Yes and a Big No - que describen el Reich que concluye. Y su viaje posterior a Estados Unidos, desde donde recreará la Pomerania, Dresde, el Berlín en ascuas que ha abandonado con el ascenso del nacional socialismo. No hacía falta leer además al clásico Joseph Roth, que muere en París, y cuyo tema recurrente es el de la pérdida del universo de la Doble Monarquía. Pero releo su Fuga sin fin, y de nuevo resurgen la antigua Viena, la nobleza provinciana, la Rusia de la revolución, el regreso a una Austria sin emperador ya y cuyas calles el protagonista no reconoce...
Sobre el verano insólito la noción de "Los últimos días de la Humanidad", como había titulado el austríaco Karl Krauss su sátira vienesa - sobre un escenario que, ya, se estaba desvaneciendo. A despecho de su pretendida permanencia, su indefensión frente a los nuevos tiempos.
"Esplendores de lo pequeño", había titulado en algún momento mi amigo J., que está releyendo a Josep Pla de nuevo, su minucioso redescubrimiento de los cuadernos del escritor ampurdanés este verano. Como esplendores de lo pequeño o algo así, le describo a S., que me da noticias de la capital estos días, las inexistentes nuevas de la comarca, tan lejos ahora. El médico, Antonio, ha vuelto a aparecer en el pueblo. Con un amigo común nos sentamos en la plaza, con un café, y comentamos sucesos taurinos que ambos recordamos. Los sucesos son, de pronto, extrañamente antiguos: una tarde tremenda en un pueblo de la provincia, un torero joven de quien nadie ha vuelto a saber; una fiesta en Ledesma en la que un desconocido bordó el toreo un instante... Nuestro amigo, que regenta un comercio destartalado y profuso en los soportales del ayuntamiento, nos hace notar que de todo lo que estamos hablando han transcurrido ya temporadas. Pero es que de este año no podemos hablar nada, le advertimos, que no sea la ausencia de sucesos, la suspensión de las fiestas, las tardes en el campo sin ningún otro vecino en el horizonte...
Otro día, en una comida en el mesón de la carretera, Jesús nos comenta que ha enviado todos los toros de la temporada al matadero. No había ninguna salida para ellos. Cuando llegó el camión que los conducía a la carnicería, otros camiones, nos dice, estaban aguardando a la puerta. Con Luis, que ha perdido a su madre hace poco, recordamos anécdotas de ésta, escenas de la finca en la que vivió siempre, sucesos de un tiempo que, alguien advierte, semeja irremisiblemente remoto. Hasta el punto de que si alguno nos escuchara no podría saber de qué lugar, de qué tiempo, de qué escenario insólito estamos hablando.
En la calma de lo pequeño - las noticias, inquietantes, llegan de más allá - el atractivo, la seducción de los viajes a una otra parte. Releo el libro de Magris sobre una Trieste en los confines del Imperio, entre el Imperio en decadencia, una Venecia ancestral, los Balcanes tan cerca. Una biografía de Joyce, su extraña relación con una Irlanda de los orígenes a la que nunca - a excepción de un breve viaje - regresa. Una guía sin nombre, excelente, sobre Venecia que veo en casa de M. y luego me presta, y que reproduce todos los cuadros del Giorgione, los Carpaccio, Tiziano o Bellini, junto a las portadas de la Giudecca o los arrumbados palacios del Canal. Repasando la guía hace frío de nuevo en Venecia, tal como hubimos de descubrir un invierno lluvioso, y yo recuerdo un café oscuro frente al Arsenal, la lluvia que no cesaba fuera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario