miércoles, 16 de noviembre de 2022

Turris Babel. II

 


"Y le respondió diciendo: - Mi nombre es legión, pues somos muchos".

(Marcos, 5:9)

Un tiempo nuevo otra vez, con la tarde que acaba enseguida, la chimenea encendida y el agua que golpea en los canalones, fuera.

Rebuscando en la trastienda de algunos puestos de la Feria del Libro en el paseo de Recoletos encuentro algo. Un librero al que desconozco me enseña una primera edición de la "Casa de campo" de José Donoso que no había visto nunca. También la primera de los "Dos días de setiembre" de Caballero Bonald, ambas de Seix Barral, con la cubierta rancia del arquero de la Biblioteca Breve. También tiene un breve relato de Miguel Delibes, "Los raíles", editado en la Novela del Sábado hacia los años 50, y, después de discutir un rato, se lo compro todo.

Lo que el librero no sabe, ni falta que le hace, es que con las ediciones clásicas de Barral lo que estoy comprando, además del texto, es el recuerdo de un mundo editorial de papel áspero y cubierta opaca, que evoca ese tiempo de escritores en pensiones de la posguerra, publicaciones baratas y el realismo de la época, que teñía de gris todo lo que le rodeaba, tabernas de vino agrio incluidas.

Apenas hojeo luego el Caballero Bonald. Ya lo había leído en tiempos y lo dejo para mejor ocasión. Tampoco el Delibes, que se pierde al pronto en una estantería caótica. Sí abro la novela de José Donoso, a quien, después de una lectura adolescente de su Obsceno pájaro de la noche, y otra mucho menos fascinada de sus Tres novelitas burguesas, no había vuelto a hojear. La novela del chileno, en la prosa de un sur que desconocemos, recrea ese mundo cerrado, redundante y profuso y como al borde de la devastación, que podíamos esperar de un escenario tantas veces reiterado: la casa de campo, las familias antiguas, el calor de la selva, que aguarda afuera y está comenzando a inundar el antiguo recinto ordenado, aristocrático, cansado. Es un paraje ensimismado, que se repite en tantos momentos de la narrativa del boom de los latinoamericanos - había aparecido antes en los relatos sobre la montaña leonesa en Juan Benet. O en las masías de las afueras de Barcelona de Luis Goytisolo.

En el fondo reproduce un tema de la literatura desde la epopeya de Gilgamesh, que es el del jardín cerrado, escenario absorto en donde una suerte de destino ensimismado discurre dentro de los muros que lo aíslan del mundo afuera.

Yo recordaba ese paisaje obsesivo en "Bomarzo", otra novela excelente dentro del boom, del argentino Manuel Mújica Laínez. Y, sobre todo, "Aura", el también obsesivo relato breve del mejicano Carlos Fuentes, modelo del recinto enigmático- esta vez en una colonia sin nombre del Distrito Federal de México. (Que el profesor García nos indicó una vez que se trataba probablemente de la calle Donceles, en el Centro Histórico).


En las baldas de fuera de las casetas, entre el montón de libros acumulados y de saldo, encuentro un raro Ricardo de la Cierva sobre las "Brigadas Internacionales", que había visto citado en otras obras, pero nunca en los estantes de la librerías. Hojeado luego, resulta previsible y no puedo ver ninguna noticia, rara o no apuntada en otros libros, que pudiera guardar. También está la edición de bolsillo del "Diccionario de símbolos" de Juan Eduardo Cirlot, que compro por el precio, aunque sospecho que ya estaba en alguna estantería de la casa. De este último recibo una cierta decepción al escudriñar sus entradas en orden alfabético. Las cuales resume enseguida con una referencia a la dualidad, sin más profundidad. Una lectura posterior en cambio me reconcilia con la obra, al releer la introducción, una buena digresión sobre los problemas del simbolismo y la noción de un imaginario universal, más allá de la torpe fantasía de lo individual.


Siguen el aire frío, una lluvia intermitente que cae todos los días. En la vieja Salamanca resta apenas un resquicio de la antigua ciudad en la portada de la iglesia de San Benito, siempre sola, el bar Bolero al fondo de una calleja sin salida, el café Novelty en la plaza... Entre la procesión de turistas y tiendas de recuerdos que ocupan ya, a todas horas, las calles.

La librería C., frente a la fachada de la Universidad, es un remanso en medio del desfile y los puestos de comida rápida. Alguien me contó que habían comprado hacía poco la colección completa de clásicos de la editorial Gredos. Me acerqué algún día pero estaba siempre cerrada. B., la dueña, me viene a decir que abre cuando hace buen tiempo. Esta mañana luce un sol frío, de otoño, y por eso está allí, detrás de una mesa caótica y una estantería en la que guarda algunas ediciones realmente raras. Esas no las vende, me informa, fiel a una costumbre de librero de lance que agradezco en el fondo.

Toda la colección de Gredos, esas joyas de la edición de los Ovidio, Herodoto, Aulo Gelio y aún Rutilio Namaciano están ya vendidas, dice. En cambio ha conseguido el catálogo de la biblioteca medieval de Siruela, no menos raro. Le compro la edición de Victoria Cirlot del Mabinogion galés, el repertorio de antiguas leyendas contadas originalmente en antiguo gaélico, y en cuyas páginas asoma el paisaje bretón - no se sabe cuál sería anterior- los primeros motivos artúricos y un recuerdo como velado de una mitología celta y la epopeya de antiguos héroes y reyes britones de los que apenas tenemos noticia. 

Tiene muchas otras cosas. Pero la mayoría de las novelas de la editorial Áncora y Delfín o del Premio Formentor de relato las tengo ya. Una rarísima edición del poeta José María Hinojosa, publicada en Málaga en los años anteriores a la guerra, está dedicada a no recuerdo quién y no la había visto jamás. Pero el precio es insólito también y B. además no tiene ganas de desprenderse de ella, deduzco. Sí le compro otro raro Azorín, el "Cavilar y contar" del año 42. De cuando Azorín, de regreso de un París del que sólo ha visto los puestos de libros de la orilla del Sena y los restos del Segundo Imperio, vuelve al Madrid de la posguerra, un tanto hastiado de todo, y se dedica a escribir sobre sus amigos inmediatos. Y sobre la tertulia gris del café Belgrado, allá en la calle Alcalá, lejos de la contienda mundial que prosigue en las costas de Francia, las estepas ucranianas, al otro lado de la frontera.


En otra librería de Salamanca, en un pasaje también olvidado por las romerías del turismo, a la que acudo con cierta frecuencia - el café en la plaza es excelente- me miran con cierta sorna cuando una mañana les pregunto por varios títulos que creía desaparecidos para siempre. Tienen el Erwin Panofsky sobre "Los primitivos flamencos", su ensayo sobre iconología medieval, y aún el volumen de Aguilar de "El renacimiento meridional" de André Chastel, que me apresuro a adquirir antes de que entre en la librería otro orate. No tienen el raro libro sobre "El grutesco" de éste último, pero me lo pueden conseguir en dos días, y en efecto a los dos días me llaman. No tienen, y no se puede conseguir si no es a precio desorbitante, me informan, ni el insólito estudio del erudito bizantino Pavel Florensky sobre la perspectiva de los iconos. Ni aún menos el Stanislas Klossowsky sobre "El juego áureo", ambos de editorial Siruela. Lo escucho casi con una sensación de alivio. La Biblioteca de Babel no se halla aún en la plaza de San Boal, y en el fondo es un consuelo saberlo. (Luego, después de haber leído el excelente ensayo sobre el grutesco del francés André Chastel, donde aventura la tesis de que el juego frívolo y anticuario de las figuras caprichosas de decoración tal vez oculte un sistema alegórico indescifrable, el tono académico y de historiador clásico del mismo en el volumen sobre el renacimiento me sorprende al principio. Y me agrada después. Retomo más tarde el Panofsky sobre la pintura flamenca y su memorable ensayo sobre la cosmovisión de la perspectiva, posterior a Brunelleschi. Aún tengo reciente una visita al museo Groeninge de Brujas, y sus Van Eyck, Hans Memling, Gerard David y otros).



De camino otro día a la tertulia capitalina, acudo esta vez con el raro catálogo de una galería de arte malagueña, después de pasar la mañana con B. en la feria de arte antiguo. En cuyos fondos, puestos ahora a la venta, figuraban una magnífica estela egipcia del reino de Meroe; un no menos obsesivo Kylis griego, con las figuras de Ayax y Telamón en lucha. O un ladrillo paleocristiano del siglo III, en el que ya aparece el crismón, la representación de la figura de Cristo - "El ungido"- en el cruce de las letras griegas X y P. Hay algo iniciático - de iniciación y de regreso a unos primeros tiempos- en ese emblema aún torpe en una época en la que el cristianismo busca sus propias figuras, sumergido todavía en una tradición absorbente de dioses, planetas y alegorías de la Antigüedad pagana. 

En la tertulia, sin embargo, el erudito profesor García está desazonado con la publicación de un emblema muy distinto. Se trata de un sello, editado en colores y diseño industrial por no sabemos qué organismo oficial, que conmemora el centenario de la fundación del Partido Comunista. "Un ejemplo en la lucha por las libertades", había leído en alguna parte.

- Sería más consecuente si hubieran celebrado la expansión de las legiones del Maligno - comentó, aún ofuscado. Para añadir luego-. Claro, que para eso tenían que haber leído algo más...


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