En la Plaza Mayor de Salamanca, con la llegada de noviembre, instalan las casetas de la feria del libro en el centro de la explanada. Noviembre ha traído un turbión de aguaceros, nubes oscuras en la sierra, una luz de otoño en los soportales, y ha cargado los caminos de hojas.
Un tiempo viejo, como de regreso, que incluye los libros que encuentro en la feria. Juan, el del Rastro, de la librería Vitorio, ya no viene: en tiempos aparecía con alguna obra inencontrable sobre ganaderías antiguas en Salamanca, y alguna otra, no menos rara, sobre las elecciones locales en la República y el Bloque Agrario. Siempre vendía algo en la ciudad, me contaba, y además a él y su mujer les encantaba el aperitivo en los bares de alrededor, un aperitivo que estaba aderezado, por lo que contaban, de delicias castellanas como los morros, la jeta o las manitas de cerdo a las que eran especialmente sensibles. Tampoco viene Begoña, con su librería repleta de ediciones raras frente a la fachada de la Universidad, a la que no me importa no encontrar, porque incluso cuando anunció que cerraba el local nunca quiso abrirme el armario en el que guardaba los libros aún más difíciles, que yo solo alcanzaba a imaginar.
En una de las primeras casetas, bajo el arco de la plaza del Mercado, encuentro amontonados en una silla varios ejemplares de la colección de Temas Españoles. Es una colección popular, editada pobremente, con temas que remiten aún a la mitología de la guerra civil. Pero en cuyas modestas encuadernaciones se encuentran algunos datos, algunos temas insólitos - entre otros un catálogo de la arquitectura de los pueblos de colonización, editada en plena época del Plan Badajoz, que encontré una mañana en la Cuesta de Moyano. Tienen dos folletos encima del montón sobre la República y el Partido Comunista en la guerra que compro y que luego descubro no tienen ninguna noticia de interés. Más allá, en la librería de la calle Compañía encuentro una atractiva colección de primeras ediciones del 27 y del 36 que nunca había advertido en el local y no sé de dónde salen esta vez. Están muy altas de precio y no me quedo con ninguna. En su lugar, a un precio razonable, la excelente edición que Andrés Trapiello ha hecho de los poemas de Leopoldo Panero para la editorial Comares de Granada, que sí adquiero. También una primera de la "Antología consultada" de 1952. En ésta, pasados apenas los primeros años después de la guerra, empiezan a aparecer los temas que se harán luego frecuentes, parte de un paisaje de la poesía de posguerra, como la pregunta sobre la función social de los poemas, la referencia a las exigencias de un tiempo o directamente la alusión al pueblo, ese protagonista anónimo y un tanto oscuro que inundará a continuación la literatura - y la fotografía, y la plástica- de aquellos años. Es curioso: me interesan mucho más los autores desgajados de la primera posguerra que no la lírica que se hará más popular a continuación, de poetas como Blas de Otero, Gabriel Celaya o José Hierro, con sus motivos sociales y sus guiños a la censura. En su lugar, una intensa meditación religiosa, que surge de entre las sombras, con algún excelente poema de Carlos Bousoño, José María Valverde o Vicente Gaos. A quienes nadie ha vuelto a leer, intuyo, nunca.
Alguna otra cosa suelta en la feria; muchos ejemplares de la editorial Barral o de Taurus, que hoy son un raro hallazgo: ninguno que no tenga ya. Lo mismo me ocurre con los manuales de editorial Juventud o las colecciones de arte de Skira. En varios mostradores, numerosas publicaciones de cómics, más recientes o más raros, que hace tiempo dejaron de interesarme por completo - y motivaron un día una encendida discusión con el poeta J., que los sigue coleccionando todos. En una rara librería de Huesca comienzo a charlar con el librero, que me enseña espaciosamente una joya detrás de otra y que abandona toda comunicación con los clientes para hablar conmigo de las ediciones de la posguerra. Alguno de los libros no lo había visto nunca, sólo leído la cita del mismo en un lugar u otro. Entre otros la primera edición del mentado "Comunistas, judíos y demás ralea" que publicara el teatral Ernesto Giménez Caballero sobre textos de Pio Baroja en plena guerra. O la primera también del "Aquí París" del vasco. Se publicaron en una época en la que los exiliados en la capital francesa - Baroja o Azorín entre otros- subsistían sólo gracias a los artículos que iban publicando en la prensa argentina. O chilena en algún caso. Tiene también el igualmente raro "Eugenio o la proclamación de la primavera", de Rafael García Serrano, que edita la falangista Jerarquía en el año 38. Es un ejercicio de lírica forzada, según descubro al poco, donde el autor intenta elaborar una trabajosa apología de la guerra y del entusiasmo mesiánico de un joven falangista en medio del ruido de los frentes, que resulta al fin un tanto tedioso, una fatigosa prosa del entusiasmo.
Mucho más interesante resulta su "Plaza del castillo", ya del año 1951, donde García Serrano realiza un entrañable retrato de un tiempo inmóvil, el de la Pamplona de principios de siglo, que poco a poco se va acercando al levantamiento y al estallido de la guerra, que acabarán con su letargo expectante, y que - ya la había leído en otro momento- resulta una excelente evocación de los días de julio del año 36. Con el fondo, ya con las dosis suficientes de escepticismo pasados los años, de apología de la sublevación frente a la barbarie.
Leer en otoño, con las tardes que se acortan, tiene algo de ejercicio lento, ajeno por completo al espectáculo. Lo tiene la lectura de "La senda dolorosa", de la saga del "Aviraneta" de Pio Baroja, de 1928, que también adquiero del prolífico librero argentino - "Mis abuelos emigraron de La Rioja antes de la guerra", me contará otra mañana en la que acudo a la caseta de nuevo, el cielo amenaza nieve, y no le compro nada. En el caso de la novela de Baroja, en la primera edición de Caro Raggio, esta lentitud se ve acentuada por su carácter de libro intonso, que obliga a buscar un viejo abrecartas que estaba en la biblioteca familiar, y a detenerse a abrir las páginas a cada cuadernillo. Es un libro abrupto, por decirlo de algún modo, más aún de lo que suelen serlo las novelas del vasco en esos años. Hay algo en él, independientemente de que el moho se haya adueñado de muchas de sus páginas, que evoca un permanente olor a sacristía y desván cerrado. Pero en su arriscado relato de la muerte del conde de España se introduce en primer lugar la descripción de unas ciudades del Bearn, cercanas a la frontera española, que eran un paisaje acostumbrado de los refugiados vascos - de los partidarios del rey Carlos- en cuyo melancólico y provinciano escenario se mueven en continuas conspiraciones mirando hacia los Pirineos. (Pau, Bayona, Orthez, San Juan de Luz...). Y, por otra parte, existe la descripción de una Cataluña de masías aisladas y cercas decrépitas que es aneja al gusto por los escenarios añejos del escritor. (Y por sus atrabiliarios personajes). Y que en la polvorienta novela se reiteran puntualmente.
O el páramo leonés, la sierra del Guadarrama a lo lejos o las riberas del Teleno. Escenarios recurrentes en la obra de Leopoldo Panero. En cuyo paisaje acostumbrado - el de los padres, el jardín familiar, la casa de Astorga- va a tener lugar su honda reflexión religiosa. Es una edición que se mueve en el escenario de lo cercano. Terminada la guerra, hay ecos de Unamuno en su clara dicción castellana. O a la tristeza de un César Vallejo que había conocido en su momento la hospitalidad de la casa de Astorga y cuyo recuerdo acompañará siempre al poeta.
El páramo se extiende, inmediato, y a lo lejos se advierten unas cumbres sobre el crepúsculo, cuya presencia es la de lo familiar siempre. Pero también la de la amenaza de una tormenta incipiente. Sobre el peso de las cosas cercanas flota la noción en Panero del eco de una antigua alianza, entre Dios y los hombres, que a veces es postergada, y por la que el poeta se preguntará siempre.
"hacia la primavera, en lo distante,
con los ojos cerrados, Dios se siente".
Pero también la figura del caminante, del vagabundo por la despoblada llanura, en un poema como "El mendigo", de su libro "Escrito a cada instante". (Que remite, al pronto, al Antonio Machado de los campos y el páramo de Soria, el de “un pobre caminante que durmiera / de cansancio en un páramo infinito"). Sobre lo cercano, la inquietud por la antigua alianza. "Estamos siempre solos", afirmará en su evocación astorgana "A mis hermanas".
Sobre la mesa, otras compras igualmente lentas. Un Gabriel Miró de Biblioteca Nueva, con manchas de moho en las páginas - y un recordatorio del Miércoles de Ceniza del año 1938 que aparece de pronto entre aquéllas. La traducción, firmada por Manuel Azaña, del alegórico "La esfera y la cruz" de Chesterton de 1930 en Biblioteca Nueva también. Unas raras "Confesiones" de Paul Verlaine - un tanto decepcionantes- que traduce el ultraísta Eliodoro Puche para Mundo Latino en1921...
Baja el frío otra vez. Sobre la Peña de Francia, las primeras nieves.