miércoles, 21 de marzo de 2012

El naufragio de Franklin



Fotografías antiguas, cuadernos de notas, cuberterías con iniciales, veladores de caoba, canapés modernistas... Como un mensajero retardado, asistimos estos días a una suerte de paisaje que conocimos de niños, en la casa de los bisabuelos, y ahora retorna en forma de inventario y de objetos desplazados.

Un paisaje del siglo XIX... Que encuentro en las ilustraciones, los grabados que acompañan los libros de la biblioteca familiar - la mayoría libros de devoción. Pero también en los espléndidos grabados de una edición de Julio Verne (de la "Imprenta y Librería de Gaspar", de 1875.) O en la rememoración de los interiores de la época de la Restauración que se realiza en un ensayo sobre Castilla a finales del siglo, y que estoy leyendo estos días.

Unos retratos de familia vienen con marcos dorados. Unas mantelerías bordadas, unas vajillas chinas - que alguien trajo de Oriente y formaban parte del paisaje cotidiano, y exótico, de las habitaciones- una cubertería con iniciales grabadas... La retórica, el adorno cubren todas las cosas. Como el delito antiguo que en su día denunciara Loos, los teóricos geométricos que le sucedieron después. Aquí todo está ornado.

Si clasificamos fotografías de la familia, éstas nos vienen en primer lugar con marcos historiados. En una, incluso, una tía abuela surge debajo de un frontón partido, barroco, de unas columnas lacadas. En otra, la bisabuela mira severa y con un raro tocado debajo de una profusa marquetería, con nácares incrustados y conchas profusas.

Todos están vestidos para las fotografías. Todos se han acicalado y posado con los símbolos de su condición. La imagen muestra su nombre, su lugar.

Siempre ocurre así, en las imágenes de la época. En una serie que recuerdo ahora, de fotografías de la isla de Mallorca de finales de siglo, los payeses y los señores se retratan siempre con los mejores atavíos del oficio.  En el trabajo de Laurent, excelente, sobre las tierras de Gredos, aparecían los penitentes en Segovia ataviados con las capas, los símbolos de la cofradía a la que pertenecen. Un capitán de caballería con las botas, los galones del Cuerpo; unos tratantes de ganado con el mandil, la vara del gremio; los curas, con manteo... El bisabuelo siempre vestía de chaqué, en los retratos que de él hemos conservado.  

Siempre miran a la cámara. La fotografía proclama, no vela. Las familias, las cofradías, los gremios, se muestran como tales. Y como tales miran, orgullosos de la condición que el retrato anuncia. Y del discurso, y los adornos, que acompañan dicha condición.

Nos llegan ahora también ajuares con las iniciales de la novia; cuberterías firmadas, una enciclopedia con los "ex-libris" del propietario. ( La otra tarde un vecino nos enseñó, orgulloso, unas antiguas sillas de montar de sus bisabuelos. Llevaban todas - un tanto mohosas, comidas por la humedad y el abandono -, repujado en la concha, el hierro de la ganadería, la señal de la casa. Zaleas y zahones los llevaban también).

Dos delitos modernos. Uno era el ornamento. Otro, el signo, la marca familiar, social. La vanguardia prescribió también la anécdota. O el relato.


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En 1845 la expedición comandada por el capitán Franklin partió, en dos buques, los célebres Erebus y Terror, del puerto de Greenhithe en Inglaterra. Tras una breve parada en las islas Orcadas, la expedición prosiguió hasta la costa Oeste de Groenlandia, en donde recalaron unos días en la bahía Disko. La última vez que fueron vistos habían alcanzado el golfo de Baffin, en la costa nororiental de Canadá, donde esperaban un tiempo propicio para adentrarse en el canal del Lancaster Sound.

La expedición, como se sabe, era una de las muchas que se propusieron, desde las primeras iniciativas en el siglo XVI, alcanzar el llamado Paso del Noroeste - la ruta por el Norte entre el Atlántico y el Pacífico - sobre el que nada se conocía a ciencia cierta.

En el invierno  de 1845 los dos barcos fueron atrapados por el hielo en el llamado Estrecho Victoria, en la costa occidental de la isla del Rey Guillermo. Pasaron allí dos inviernos. No volvieron a navegar y la tripulación sucumbió finalmente. Unos, detenidos por los hielos en el estrecho y el resto, se supone, cuando intentaron infructuosamente alcanzar la desembocadura del río Back en la costa oriental.

Durante años distintas expediciones sufragadas por el Almirantazgo intentaron descubrir los restos de aquella otra fracasada de Franklin , encontrándose apenas algunas tumbas en el hielo y restos sucesivos de barcas, uniformes y objetos varios, que habían formado parte del utillaje de los barcos. Los inuit de la zona proporcionaron durante décadas abundantes relatos sobre aquellos hombres blancos que se habían perdido entre los hielos - relatos que había pasado a formar parte de las leyendas de la tribu.

El naufragio de las goletas ha dado lugar a bastantes narraciones e interpretaciones posteriores. En una de ellas, a finales del XIX,  el narrador da cuenta de los múltiples errores que, a su juicio, se hubieron de cometer en el mismo.

Entre ellos, y no es el menor, figura que en lugar de los necesarios víveres o medicinas, se hubieran embarcado una cantidad desorbitada de vajillas, mantelerías y juegos de té que, añade ,"resultaron completamente innecesarios". Entre los preparativos de la expedición figuraba "una biblioteca de no menos de 1000 volúmenes".

Algunas búsquedas posteriores dan cuenta de cómo "En concreto Rae compró a los inuit de Pelly Bay varios tenedores y cucharas de plata". O cómo "en el bote había una gran cantidad de equipo abandonado, incluyendo botas, pañuelos de seda, jabón perfumado, esponjas, zapatillas y muchos libros, entre ellos una copia de  El vicario de Wakefield". Un relato posterior añade que "llevaban una vajilla de plata y jarras de cristal".

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Fascinación de la retórica. Cuando leemos el relato del naufragio pensamos en la fascinación de una expedición, en pleno siglo XIX, que aún encuentra imprescindible, además de establecer de una vez por todas la existencia del mítico paso del Norte - existencia que, de pasada, no contribuyó a desvelar - aquello que encuentra indispensable para la vida humana. Esto es, la cubertería, los manteles, las iniciales en las vajillas y los juegos de té. La retórica de la vida, en suma, en un siglo que todavía no había aprendido a despreciarla.

A despecho del narrador pensamos que, en efecto, la cubertería era imprescindible. La muerte de todos los tripulantes no refuta su necesidad.

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- Beattie, Geiger   Frozen in time. Unlocking the secrets of the Franklin Expedition       Toronto, 1989.
- Julio Verne   Las aventuras del capitán Hatteras      1866
- Wilkie Collins     The Frozen Deep       1857.
John Wilson     North with Franklin. The Journals of James Fitzjames      1999
- Pierre Berton   The Artic Grail. The Quest for the Norwest Passage and the North Pole    Toronto, 1988.




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