jueves, 17 de noviembre de 2016

De bibliotecas varias. II

 
   
En el antiguo caserón familiar en el campo había una biblioteca en una sala. Ocupaba una larga pared, casi siempre oscura, en un destartalado salón interior al que apenas llegaba la luz. Sobre una librería de roble, adornada con tallas de insólitos atlantes, dormían los libros, alguna revista, unos folletos que siempre parecían haber estado allí. Nunca vi entrar o salir algún libro nuevo en ella - tal como por el contrario sucede en una librería animada. Los volúmenes ocupaban todas las baldas y tal pareciera que habían nacido allí. Jamás hubo ninguna variación en su penumbroso silencio.

Ignoro cómo habían llegado los libros hasta ella. Recorrer las baldas del salón - en unas tardes que se demoraban indefinidamente - era en cierto modo asistir a un escenario sin variaciones, sin origen, polvoriento como el pesado mueble que las atesoraba.

Había algo de biblioteca intemporal en su oscuro reposo - bien que supiéramos más tarde que aquella intemporalidad estaba hecha en realidad de la ideología de la época de la Restauración, de los avatares de la guerra civil más tarde, los sermones parroquiales de los domingos y de los lentos años de la posguerra después. Pero aún hoy sigo recordando la biblioteca del caserón como un escenario, un repertorio en cierta medida atemporal: el de la burguesía - agraria y provinciana por más señas - de aquellos años inmóviles.

 
En su azarosa disposición había algo de inevitable. Era inevitable, en cierto modo, que entre las repisas figurara alguna de las obras que toda biblioteca familiar poseía. Esto es, "La hermana San Sulpicio" de Armando Palacio Valdés o las "Pequeñeces" del Padre Coloma. Nunca las leí. De entre los clásicos de la Restauración figuraban también "La Regenta" de Clarín, alguna novela de Juan Valera, Alarcón - "El capitán Veneno" por supuesto -, las indagaciones arqueológicas del padre César Morán o el "Peñas arriba" de José María Pereda. Sólo leí algún Juan Valera y a Pereda, no sé por qué - quizás porque sus obras estaban en un estante inferior, muy a mano. Todo aquello, ya entonces, olía a provincia oscura y a lluvia, a olor a humedad y a interminables tardes en el casino de la ciudad.

 

De entre los clásicos, por decirlo así, figuraba también algún Pérez Galdós de los "Episodios" - que ya entonces se leían de un tirón - y sobre todo "La familia de León Roch", que por alguna razón atrapó mi atención adolescente en forma de preocupación por el gran tema, y el escenario perenne de aquella prosa del siglo anterior. Esto es, la cuestión del remordimiento, y las interminables páginas que se dedicaban después a torturar al protagonista - y a los lectores, pensé luego - de los prolijos centones del XIX. Aunque para remordimiento la lectura atormentada también de un atormentado Raskolnikof en los cientos de páginas del "Crimen y castigo" de Dostoievski. No sé cómo habría llegado hasta allí el centón ruso. No había ninguna más de la obra de unos autores, los rusos, a los que un escritor como Baroja declaraba como la fuente original de toda la cultura literaria de su generación. Pero allí no había ningún Tolstoi, ni Turgueniev, ni Gogol, ni Pushkin, ni nada. Sólo aquel solitario crimen del estudiante y la vieja usurera, en un volumen con manchas de moho en la portada, debidas tal vez al largo viaje desde la estepa siberiana al páramo castellano en un incierto momento. Quizá fuera la temprana lectura. Aún pasados los años recuerdo el interminable volumen sobre la culpa y la redención del protagonista como una lectura adolescente en el fondo, que nunca volvería a emprender.

Hay algo fascinante en el desdén que una biblioteca rural muestra hacia la historia de las vanguardias. A despecho de la supuesta revelación de la obra de Joyce, o de Pound, o de la tiranía de la inacción en Becket - que aprendimos más tarde - allí se manifestaba una historia mucho más cercana, a la que no afectaba para nada la elaboración del relato vanguardista.


Entre alguno de aquellos libros inmóviles asomaba incluso algún Premio Nobel, de los que en su momento se leyeron, y más tarde habían sido postergados. Figuraban en una colección, cuyo nombre no recuerdo, que los editaba todos. Allí estaban - pero nunca los abrí - Sinclair Lewis o Pearl S. Buck, Romain Rolland o Knut Hamsun... (Sí abrí el "Sin novedad en el frente" que formaba parte de la colección. Y alguno de los escritores más leídos en su momento, como Axel Munthe, Edgard Wallace o A. J. Cronin. De este último recuerdo haber abierto, un verano lluvioso, una novela sobre un médico rural cuyo título no recuerdo - debía de ser "Las llaves del reino", una de sus obras más traducidas - y en la que había un paisaje de carbón y mineros atormentados que de nuevo me impresionó juvenilmente. Nunca leí "La Historia de San Michele" del primero, el clásico por excelencia de toda biblioteca familiar que se preciara, y nuestra abuela nunca se lo pudo creer. Era un clásico en su época.

 
Autores del momento, best seller olvidados... Allí figuraban Torcuato Luca de Tena, que vendió todo en su momento, Wenceslao Fernández Flórez y Álvaro de la Iglesia, que también. José María Gironella o las memorias taurinas de César Jalón, "Clarito" - bien que éstas por amistad personal con el dueño de la casa. Los leí a todos. Pero también a un desolador John Steinbeck - el de "Las uvas de la ira" - el cual imagino habría ido a parar allí por su condición de Nobel y que me dejó desolado todo un estío interminable, como eran entonces los veranos. Tampoco sé cómo habrían ido a parar a la estepa de Castilla las ingeniosas novelas del inglés P. G. Woodehouse. A no ser que fuera porque figuraban en una colección de "Obras universales" de las que se adquirían los distintos volúmenes sin preguntar. El caso es que aquellos libritos eran una inyección de frivolidad e ironía británicas en medio del frío permanente, y había algo que rechinaba - felizmente - en la descripción de la aristocracia arruinada y beoda del castillo de Howard en una Castilla rural, en la que el párroco local presidía aún la mesa en todas las fiestas de guardar.

  
O las joyas inadvertidas, que confusamente una distraída atención adolescente percibía ya como tales. Allí estaba, en edición de la impagable Colección Obras Maestras de la editorial Juventud, el magnífico Conan Doyle, Edgard Rice Burroughs o el "Kazán perro lobo" de  J.O. Curwood. Una edición austera, en portada con caracteres blancos sobre un rojo chillón, acrecentaba el misterio, que se desvelaba al abrir el libro como un misterio de fríos y hielos perpetuos y tramperos por la nieve, y luchas entre animales salvajes e indígenas no menos salvajes que aquellos.

 
  La colección era una joya. Allí encontré, otra tarde distraída, el "Beau Geste" de P.C. Wren - nada sabía entonces de la célebre película interpretada por Gary Cooper - y esta vez el misterio eran arenas ardientes, la soledad del desierto y un horizonte inmenso del que no cabía esperar ninguna ayuda. Publicaban también las morosas y románticas novelas del Oeste de Zane Grey - las conocía todas. O el no menos misterioso "Las minas del rey Salomón" de Henry Rider Haggard, obra a la que siempre rodeó un halo enigmático e inclasificable. Y que, después de leída, siguió rodeándolo, porque nunca se sabía dónde estaban las misteriosas minas y la novela no ayudaba a aclararlo. Aún hoy sigue flotando la fascinación de aquel paso inadvertido que nadie encuentra, detrás del cual se abre un escenario mágico y tremendo. Que nunca más íbamos a cruzar.

 
También surgía la frontera fantástica en las novelas de Emilio Salgari, el italiano, o del alemán Karl May, que se incluían en la misma colección. Que años después descubriéramos que el segundo jamás se movió de su Hohenstein natal no le restó un ápice de verosimilitud a su legendario Oeste y a sus no menos legendarios indios apaches. El Oeste nunca fue tan real como en sus novelas escritas desde la provincia alemana. Y de hecho todo el que viajó después por el escenario real se quejaría de una incierta vaguedad, una especie de imprecisión, que desde luego los relatos de May no tenían.

Y las poesías de José María Gabriel y Galán, que los inquilinos del caserón recitaban de memoria, sin ayuda de ningún libro. Los cancioneros tradicionales de Dámaso Ledesma - que también se sabían de memoria. Un raro Enrique de Mesa, que con los años aprendería a apreciar. El viaje por España y Portugal de Miguel de Unamuno, única obra del ilustre rector que allí recuerdo. Las "Doloras" de Campoamor. O esa lectura iniciática también que fueron las memorias del ganadero y poeta Fernando Villalón, escritas por su sobrino Manuel Halcón - de quien, como en tantas librerías de la época, se hallaba al lado su "Monólogo de una mujer fría", que mucho más tarde abrí.

Pero todo esto es literatura. Nunca nada se movía en aquella biblioteca inmóvil; nunca llegó algún libro nuevo y nunca salió ninguno de allí.


Excepto las novelas de la colección Bravo Oeste de la editorial Bruguera. Éstas sí eran leídas, profusa y vorazmente, y en su movilidad rara vez llegaron a reposar de nuevo en la estantería. Para qué vamos a engañarnos: era lo que realmente se movía - atribuciones fantásticas al margen, como las de un pariente con pretensiones filológicas que afirmaba haber leído todo el Quijote de Avellaneda, que se guardaba, intonso, en un estante de arriba.

Todas las semanas llegaba alguna novela nueva de aquellas de la capital. O a veces del quiosco del lugar cercano, donde se practicaba la suerte del intercambio: dos obras viejas por otra sin leer - y una pequeña remuneración. Nada más llegar a la casa desaparecían, requisadas, para resurgir más tarde en los lugares más insospechados: en los bolsillos de alguna pelliza; en la guantera del coche; entre las tablas del desván... El formato era único y los títulos semejantes: Dispara o muere, La ley del cáñamo, Un forastero ha llegado, De camino a Wichita... Los autores debían de ser varios también, pero evidentemente era Marcial Lafuente Estefanía el más prolífico, y el más solicitado. Su sencillez - no creo que llegara a figurar en toda su historia una sola oración subordinada - era absolutamente eficaz. Sus temas también. Había un forastero que entraba en el peor momento y su llegada era el presagio de que todo iba a cambiar. Era siempre muy alto - "medía más de seis pies" era la frase que buscábamos, hasta encontrarla, en cada novela nueva - y, como puede suponerse, poco locuaz: su revólver hablaba por él. Había siempre un salón, y un rancho aislado y unos malvados procaces - encima.

Había otros autores. De ellos sólo recuerdo - o sólo teníamos en cuenta - a Keith Luger y a Silver Kane. Eran algo más complejos, más perversos quizá también. Luego, poco a poco se fueron mezclando los géneros, y la novela de pistoleros fue perdiendo su pureza.


Aún recuerdo la tarde en la que alguien abrió una novela nueva - de portada exótica - y con cierto asombro nos leyó:

- Mirad lo que pone aquí: "El forastero desenfundó con una mano antes que nadie se diera cuenta. Con la otra le quitó las braguitas rosas". Nos quedamos perplejos -y extasiados, quizá. Los géneros comenzaban a mezclarse, todo se confundía, y aquello era el final de una época, sin que ninguno lo supiera entonces.

 

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