En la fotografía se veía parcialmente la plaza del pueblo, con los soportales que la rodeaban a un lado. Unas casas cerradas, unos carros en la plaza, un balcón oscuro, unos charcos recientes. Bajo la galería del fondo, sentado, aparecía un individuo inmóvil, tapado por la manta tradicional segoviana. Hay otras personas en la calle, pero su presencia se difumina de un modo un tanto fantasmal debido a la larga exposición de la placa, que tiende a desvanecer a los objetos en movimiento. Al fondo, el antiguo castillo, cuyas murallas se encuentran parcialmente en ruinas.
De entre los numerosos catálogos que el fotógrafo iba editando, una noticia de 1863 anunciaba la publicación del Catálogo de las fotografías que se venden en casa de J. Laurent. "Se relacionaban vistas de Madrid, Alcalá de Henares, El Escorial, Toledo, Aranjuez, La Granja, Alhama de Aragón, Monasterio de Piedra, (...) y la escuadra española fondeada en la bahía de Alicante". En la edición del Catálogo de Laurent y Compañía de 1879 "Se publicó la lista de todas las fotografías de Portugal y España. Esta vez el libro incluía una detallada guía turística, junto a un mapa desplegable de la Península Ibérica".
En la imagen de Turégano - que debió de reproducirse en alguno de los varios álbumes del fotógrafo francés, probablemente en su "Guide du Tourisme en Espagne et Portugal"- está lo que se ve. Lo que no se ve también. Lo que se veía era la antigua villa segoviana en una toma descriptiva, con los edificios y el castillo mostrados en la placa desde una mirada central. Lo que no se enumera en ella es la imagen de una cierta decrepitud, un secular abandono en la calzada encharcada, los portales desvencijados y el castillo en ruinas. Lo que no se ve son tampoco los lugareños, que se desvanecen. Y sobre todo las ventanas ciegas, cuya oscuridad no permite mirar más allá. Pero que aparecen de forma obsesiva en la fotografía. Nombrando, sin decirlo, una existencia al fondo de las mismas que el espectador adivina igualmente precaria y gris, languideciendo detrás de un tiempo otro que ya no alcanzamos a conocer.
Azorín había recogido tempranamente este carácter de las fotografías de Laurent:
"¿No habéis visto - escribía en su libro Castilla - esas fotografías de las ciudades españolas que en 1870 tomó Laurent? Ya esas fotografías están casi desteñidas, amarillentas, pero esa vetustez les presta un encanto indefinible".
Y, más adelante añadía, retornando a los lugares que el fotógrafo había retratado: "Hoy sus campiñas están desoladas y casi yermas y sus ciudades parecen muertas y punto menos que deshabitadas".
El fotógrafo Laurent, junto con Charles Clifford y otros pioneros de mediados de siglo, habían comenzado a viajar - daguerrotipos al principio; calotipos, copias a la albúmina más tarde - por las ciudades castellanas recogiendo en sus placas un paisaje y un escenario que desde el siglo anterior había sido descrito por viajeros, pintores y escritores como Richard Ford o George Borrow; Théophile Gautier o Charles Davillier- el cual estuvo acompañado en su viaje por Gustave Doré, que ilustra su Voyage en Espagne con unas excelentes litografías- P. Merimée o Émile Verhaeren, Jenaro Pérez Villaamil, Francisco Parcerisa o H. Guerlin, Edgard Kin Tenyson o Louis de Clerq. Una nota melancólica - a despecho del interés por el orientalismo- se repetía ya en la literatura del finales del siglo anterior. Como en las cartas del italiano Giuseppe Baretti - que acompañaba en su viaje desde Lisboa a un lord inglés- el cual, acercándose a Zaragoza, hablaba de que: "Lo único que se divisaba eran otras colinas pequeñas, una tras otra, todas peladas, todas silenciosas, todas solitarias, nada más que una desolación inacabable". Para añadir, ya cerca de la ciudad: "En muchas leguas no se divisa una casa, ni un árbol, hombre o bestia (...)".
De entre los esforzados viajeros el infatigable George Borrow - don Jorgito el inglés- había recorrido las ciudades y pueblos de Castilla predicando la lectura de la Biblia y conviviendo con todos los trashumantes del camino. Resultado de sus viajes sería el libro sobre los gitanos en España, "The Zincali". Y, sobre todo, su leída The Bible in Spain de 1843, una lúcida guía que conocería varias ediciones inglesas en la época.
En una recensión sobre la obra se comenta que: "Salamanca le pareció una ciudad melancólica. Una impresión semejante le causó Medina del Campo, a la que halló sitiada por las ruinas, mientras que Valladolid se le apareció poblada de conventos abandonados (...) Palencia, por el contrario, le pareció una ciudad antigua y bella, admirablemente situada en las orillas del río Carrión, con una catedral tan hermosa como desconocida".
En condiciones precarias, con un equipo incómodo por lo voluminoso, en diligencias o a lomos de caballerías - excepto en los lugares que va alcanzando el ferrocarril poco a poco- los fotógrafos viajeros comienzan a recorrer una región, Castilla, que había sido tradicionalmente desdeñada en la mirada del siglo anterior. (P. López Mondéjar en un catálogo - "La memoria del tiempo"- sobre esta fotografía temprana nos advierte: "Pero sobre la inmensa mayoría de fotógrafos apenas sabemos nada, nos quedan algunas de sus obras rústicas e ingenuas realizadas en su eterno vagar por tantos pueblos y ciudades de nuestra geografía").
El galés Charles Clifford, pionero de estas fatigosas giras, que a su llegada a Madrid se había presentado como aeronauta, describe esta precariedad en su A Photographic Scramble through Spain:
"Los inconvenientes que se encuentran no son pocos, cuando viaja en un país como España en el que se desconocen las comodidades del transporte y en el que la temperatura oscila entre los treinta y cuarenta grados al mediodía (...); en el que el agua potable es tan rara como en el Sáhara y en el que, dada la aridez del suelo, el polvo es la norma y no la excepción; cuando el gran formato de los negativos exige cámaras enormes y de peso considerable. Con todo este tinglado y mal sujeto y expuesto al balanceo de las mulas, emprendemos el camino a las cuatro de la madrugada".
Él, Tenison, Laurent, Parcerisa, Pérez Villaamil, Atkinson, otros, publicarían los álbumes iniciales de la fotografía de Castilla. Obras a las que, además de la calidad de las imágenes, su condición pionera les otorgaría de algún modo el carácter de una imagen ya clásica de aquel escenario un tanto remoto, largamente silenciado con anterioridad.
Son imágenes monumentales, a veces. Costumbristas, otras. Con carácter de archivo las menos... Pero a despecho de su catalogación las fotografías recogen la imagen de un paisaje cuya desolación nombraba un momento anterior, que no ya sabemos cuál fue, y a cuya plenitud, a cuyos monumentos, conventos, mercados, calzadas y restos de una pasada grandeza no le restaba después sino la sensación de una larga, estéril decadencia.
Sería el mismo paisaje que en la literatura recogerían los escritores del 98, convirtiendo su sequedad en un símbolo de su patria, la España que sucedía al optimismo inicial de la Restauración. "Segovia- nos cuenta el geógrafo E. Martínez de Pisón- representaba un resumen de Castilla para Azorín y otros escritores del 98 (...) vieja potencia afectada por un abrumador legado de pasado, por el despoblamiento, el arcaísmo, la fosilización y, pese a su personalidad y hasta vitalidad interna, pobre, débil y resignada, con un futuro oscuro".
El Unamuno de "En torno al casticismo" había descrito la inacabable llanura de Castilla- que él en algún lugar había calificado de "paisaje monoteístico":
"Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas, sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo, alguna procesión monótona y grave de pardas encinas, de verde sereno y perenne (...) De cuando en cuando a la orilla de algún pobre regato medio seco o de un río claro, unos pocos álamos, que en la soledad infinita adquieren vida intensa y profunda...".
Castilla desolada aparece tempranamente en las páginas de viaje de Pérez Galdós, camino de Medina del Campo. Reconocidamente luego en la Soria de Antonio Machado de Campos de Castilla. Pero también en el Pio Baroja de Camino de perfección, entre otras. En El silencio de la Cartuja, de Enrique de Mesa. En el Unamuno de "Paisajes del alma". En La España negra de Gutiérrez Solana... O incluso en las páginas que el habitualmente luminoso Gabriel Miró, alicantino, le dedica a su paisaje en "El libro de Sigüenza".
"Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios, grandes, amarillos y decrépitos (...)".
Pero es - además de la pintura de Ignacio Zuloaga, las páginas madrileñas de Giner de los Ríos, los libros de fotografía de José Ortiz Echagüe...- en el levantino Azorín donde más certera, más melancólicamente se recogía este paisaje - la sequedad, la desolación castellana como símbolo de la España del fin de siglo.
Escribía en "La ruta de don Quijote":
"Casas grandes, anchas, nobles, se han derrumbado y han sido cubiertos los restos de sus paredes con bajos y pardos tejadillos; aparecen vetustas y redondas portaladas rellenas de toscas piedras; destaca acá y allá, entre las paredillas terrosas, un pedazo de recio y venerable muro de sillería; una fachada con su escudo macizo perdura, entre casillas bajas, entre un montón de escombros... (...) La plaza es es un anchuroso espacio solitario; a una banda destaca la iglesia fuerte, inconmovible, sobre las ruinas del poblado: a su izquierda se ven los muros en pedazos de un caserón solariego; a la derecha parecen una ermita grietada, caduca y un largo tapial desportillado. Ha ido cayendo la tarde. Os detenéis un momento en la plaza. En el cielo plomizo se ha abierto una ancha grieta; surgen en ella claridades del crepúsculo.. Y durante este minuto que permanecéis inmóviles, absortos, contempláis las ruinas de este pueblo vetusto, muerto, iluminadas por un resplandor rojizo".
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