domingo, 30 de abril de 2023

Paisaje con estatuas en un parque. II.

 

Figuras en arabesco sobre los muros, los techos, en las carpetas de grabados... Llegado en 1706 a París desde su remoto Valenciennes natal, el joven Antoine Watteau, unido a la colonia de pintores flamencos de Saint Germain des Prés, habría de pasar varios años dedicado a la copia de otros cuadros al principio; a la elaboración de frescos con grutescos para diversos palacios de la ciudad; a la creciente demanda de dibujos para los grabadores de la época, que estos le solicitaban con un interés renovado, debido a la calidad de los mismos. "Pintaba - nos describe una biografía- comisionado arabescos para llenar los paneles en hoteles y salones, chinoserías, y figuras galantes o escenas de la comedia del arte a demanda de los grabadores".

Entre los frescos que elabora en estos años, en colaboración con el pintor Claude Audran, figuraban los del Chateau de Montmorency, que había adquirido el mecenas Pierre Crozat. Curiosamente el castillo, cercano a París, sería uno de los pocos lugares reconocibles en una tela posterior de Watteau, "La perspective", en el que figura al fondo de una rotonda en un parque idealizado. La logia en primer término sería a su vez la residencia campestre de Charles le Brun, que asimismo adquiere el financiero en 1704. Watteau había decorado también la residencia parisina de aquél, con unos paneles con el tema de "Las cuatro Estaciones".


En los paneles Watteau reproduce el conocido tema del grutesco. Una decoración en espirales sobre el muro, sin perspectiva ni profundidad, desarrollada a partir del redescubrimiento de los frescos de las grotte de la Domus Aurea en Roma en el siglo XV. Frente a la difusión de los mismos en el siglo, Vasari los había definido un tanto críticamente como: "Una clase de pintura libre y divertida inventada en la Antigüedad para decorar los muros donde únicamente se podían situar formas suspendidas en el aire". 

Atlantes, ninfas, silenos, hermas, acantos. Cornucopias y guirnaldas. Quimeras, mascarones y bucráneos. Bichas, putti y centauros, faunos con pies de cabra y caduceos encontrados forman el dibujo de esta representación abigarrada sobre los muros, que evita en todo momento el vacío. Sobre la cual, quizá, tiene lugar una escena más reconocible- normalmente báquica. Es, en definición de un historiador, "un mundo vertical, sin espesor y sin peso". Su lugar no es la historia. Sino un mundo fantástico, que se encuentra detrás. (Alguien aludió al mundo anterior a la expulsión del Edén, en relación a ella). En el desarrollo de esta antigua decoración en los muros de los palacios André Chastel habría hablado de "las leyes sobre las que se apoyaba - y se apoya aún- el encanto que provoca: la negación del espacio y la fusión de los elementos, la ingravidez de las formas y la insolente proliferación de  híbridos".

En su minucioso ensayo sobre el "grotesco", el historiador francés deslizará al final una inquietante reflexión, sin respuesta:

"¿Y si nos encontráramos ante jeroglíficos con un mensaje cifrado oculto entre los arabescos y bajo estas figuras encantadoras, al modo de los pitagóricos?". Para aludir más adelante a: "Ese secreto que instintivamente se les atribuye". (De los frescos de Watteau, de sus compañeros, a veces se alude a ellos también como "arabescos" y "chinoserias" por los motivos y el repertorio utilizados, precursores de la extensión del orientalismo después de la Revolución francesa).

Las figuras híbridas y los arabescos florales se despliegan sobre un espacio plano, ilusorio. No pertenecen a ningún acontecimiento ni a ninguna escena situada en la historia. Su repertorio imaginario se relaciona sin embargo siempre con un momento arcaico de la mitología y la leyenda. Es un mundo selvático, un tanto monstruoso, de dioses, ninfas y faunos que vagan por una floresta anterior a la historia.

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Los primeros visitantes de las grutas subterráneas del palacio de Nerón, la Domus Aurea, hubieron de contemplar los frescos que el encierro había conservado entre las sombras, con unas antorchas que apenas iluminaban los techos y el arriscado paso de una estancia a otra por medio de huecos excavados en la pared. La oscuridad aumentaba la sensación de lo ancestral, un a modo de secreto - que se quería descifrar- que el silencio y la penumbra habían guardado hasta entonces.

Vasari cuenta del deslumbramiento inicial con que artistas como Rafael, o su discípulo Giovanni da Udine, hubieron de recoger en sus tempranos atisbos de una pintura perteneciente a la añorada Antigüedad, que entonces descubrían por primera vez:

"Cuando Rafael fue llevado a verlas, y Giovanni acudió junto a él, fueron golpeados por el asombro: tanto era el frescor, la belleza y la excelencia de aquellas obras...(...) Estos grotescos habían sido ejecutados con tanto disegno, con fantasías tan variadas y tan bizarras, con ornamentos de delicado estuco divididos por campos de color, y con las pequeñas escenas tan placenteras y bellas: se introdujeron profundamente en el corazón y la mente de Giovanni...". Tiempo después, nos recuerda la historia, Rafael que había utilizado los motivos del grottesche de forma accesoria en algunas de sus obras, llevaría a cabo la decoración de la Stuffetta del cardenal Bibbiena primero; de la gran Logia después, en la que los temas procedentes de la Domus Aurea ocupaban un lugar principal.

Alguien, en la historia de la expansión de las fantasías romanas en el estilo del Renacimiento, recordaría la constante tentación de desciframiento de los emblemas por parte del humanismo. A partir por ejemplo de la traducción de la Hyeroglyphika de Horapolo en 1419. O la edición veneciana del Hypterotomachia Poliphili de Francesco Colonna en 1467; la de los Emblemata de Andrea Alciato en 1531... En esta pasión por un desciframiento de las imágenes alegóricas el duque Cósimo de Medici había aplazado la traducción de las obras de Platón tras el redescubrimiento del Corpus Hermeticum, del legendario Hermes Trismegisto, que traduce primeramente Marsilio Ficino en 1471.

El mismo crítico - Michael Squire- que analiza la obra vaticana de Rafael comentaría, en torno a los frescos de Filippino Lippi en Santa Maria sopra Minerva, que utilizaban estos mismos motivos:

"Si eran absurdas entidades visuales, ellas también encarnaban la promesa de un (futuro) desciframiento emblemático".

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Estatuas que surgen en los jardines de Watteau, en sus escenas galantes. Mudas, su presencia alude de nuevo a un tiempo ajeno a la historia. Su repertorio es con frecuencia el de los dioses ancestrales, aquellos de algún modo anteriores a la urbanización del Olimpo, a su ordenamiento.

La escena galante se desarrolla a su alrededor, y relata un mínimo acontecimiento: balada, danza o conversación. Las figuras de piedra permanecen inmóviles, un tanto ausentes de lo que - apenas- sucede. Una sonrisa irónica en muchos casos envuelve el silencio de los sátiros. Sobre los plintos que representan a Sileno, - o a Silvano en la mitología romana, el sátiro con orejas y pies de caballo- el crítico Calvin Seerveld comentará: "Ellos retienen sus grandes orejas equinas y una sonrisa confiada porque en sus días han sondeado las profundidades del amor y la vida; lo conocen todo". Inmóviles al fondo de la escena, nombran un paisaje anterior a las ciudades. 


En el grabado "Les enfants de Momo" (c.1708) Watteau habrá representado a un grupo de putti y figuras festivas en torno a una fuente, y alrededor de un dios menor, como era Momo, semidios del sarcasmo y la sátira, que en algún momento es expulsado del Olimpo por sus burlas. Se le representaba a menudo con una máscara, que ocultaba su burla, o con un cetro grotesco.

En una descripción se nos describe cómo: "Les enfants de Momo se centra en un grupo de putti jugando alrededor de una fuente adornada con delfines. En la parte superior una cabeza femenina contempla la escena abajo desde el centro de un pabellón estelar abierto como un parasol. El grabado incorpora elementos arquitectónicos flotantes, paños, cariátides que emergen desde la fronda y hermas de sátiros, todo dentro de un diseño floral".

El mismo Seerveld comentará: "Las cuatro espectrales columnas de silenos (...) el grupo inmóvil aparece como una compañía de esfinges, la enigmática sabiduría de los siglos, y agrupan una calma votiva sobre la escena". Otro historiador, Jean Louis Schefer, había hablado de: "La edad órfica del mundo". El orfismo, se nos recordaba en otro lugar, se refería siempre a dioses errantes, que no se detenían en las ciudades y vagaban sin cesar por bosques y montañas, situándose sus centros de culto en los lugares más remotos.

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La historiadora Jane Ellen Harrison nos recuerda que en sus orígenes el dios Hermes en las representaciones más antiguas era una piedra, simplemente. Era una herma - una figura de caliza sin desbastar. Esta herma antropomorfa sustentaría siglos más adelante palacios, cortiles, pórticos sobre una balaustrada.

"Se le adoraba como una herma, esto es, como un burdo bloque o poste, al que más adelante le fue colocada una cabeza encima". Pausanias en algún lugar de su Descripción de Grecia afirmaba que en Beocia había un antiguo santuario de las Gracias. Sus imágenes eran "piedras que habían caído del cielo". Del propio Eros - relacionado en alguna parte con Hermes por el historiador Karl Kerenyi-  se dice que: "En Tespias disponía de un arcaico monumento de culto: una tosca piedra similar a las hermas fálicas, si bien estas ya mostraban un nivel muy diferenciado".

En Acaya, al extremo del golfo de Corinto, el historiador Pausanias vio en el ágora una figura de Hermes Agoreo, -"el del mercado":

"En medio del ágora hay una imagen de Hermes hecha de piedra y con barba. En pie sobre la misma tierra es de forma cuadrangular y de pequeño tamaño. Se llama Agoreo y en él hay un oráculo". De una estatua de Heracles comentaba a su vez que no estaba trabajada: "Es una piedra en bruto como en los viejos tiempos". Pero en otros lugares de la Hélade las piedras, que reciben un culto vago, aún no tienen nombre y son veneradas como tales. Colocadas en las encrucijadas las hermas son el símbolo de alguien fallecido a su vez, y como tales velan por los límites: los linderos. En su forma más antigua - un montón de piedras en un cruce- los viajeros al pasar añaden en ocasiones alguna piedra al montón, que sigue teniendo una función protectora de los caminos, siempre azarosos. En otras, son los lugareños los que colocan una ofrenda de higos bajo la misma, veneración del dios apenas simbolizado - Hermes, en general- pero también como ayuda a los viajeros. Por otra parte, en la región del Lazio Terminus es un nombre que designa tanto a los hitos que delimitan los terrenos como al dios que protege estos límites, emparentado vagamente con Silvano - la versión romana de Sileno, vagabundo y espíritu tutelar de los campos y los bosques. "En su origen la imagen de Término consistía en un pedrusco cualquiera. Después se representó con un pilar que tenía encima una cabeza humana".

O su relación, piedra original, con el omphalos - centro del mundo. "Lo que los habitantes de Delfos- escribía Pausanias- llaman omphalos es de piedra blanca, y se considera que está en el centro de la tierra".

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Figura de la inmovilidad por excelencia, el titán Atlas representará el modelo ideal de esta figura de piedra, sin movimiento pero siempre en tensión, que soporta sobre sus hombros el peso del mundo. Se extienden en la arquitectura desde el tratado de Vitruvio, junto a sus equivalentes femeninos, las cariátides. El tratadista romano ya había aludido a Hesíodo en su descripción de aquellos soportes ciclópeos:

"Bajo una potente coerción, en los límites del mundo, frente a las Hespérides de sonoro canto, sostiene el vasto Cielo, en pie, con cabeza y brazos infatigables: es la suerte que le ha impartido el prudente Zeus". Curiosamente esta noción de Atlas como soporte del mundo, en un lugar apartado y apenas accesible, es la que efectúa Plinio el Viejo en torno a la montaña del Atlas, de la que dice "Los espacios hasta él son inmensos e inseguros". La región, descrita por él en su Descripción y dimensiones de las Mauretanias, contempla este monte del nombre del titán, que, se dice," se eleva hasta el cielo en medio de las arenas".

Atlas pertenece al mundo de los dioses arcaicos. Aquellos que son derrotados en la Titanomaquia por los olímpicos. En su pervivencia inmóvil hay sin embargo, como sucede con estos dioses remotos, un eco de una antigua sabiduría, que recoge Homero en su Odisea, cuando alude a "Un espíritu maligno" que, no obstante, "conoce del mar entero los abismos y, por sí solo, vela por las altas columnas que guardan, apartado de la tierra, el cielo".

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Quizás sea el poeta John Keats, en su melancólico y a la vez jubiloso poema The Lamia, (escrito en 1819 y localizado en una Creta inédita), quien mejor acierta a señalar esta nostalgia por una época anterior a la urbanización de los montes, el bosque y las islas; a la ordenación de un paisaje que era impredecible y remoto. Y cargado de augurios:

Antes de que la estirpe de las hadas

expulsara a las Ninfas y a los sátiros

de los felices bosques, mucho antes

de que la reluciente corona de Oberón

y su cetro y su capa, abrochada con gemas

de rocío, ahuyentaran a Dríades y a Faunos

de los verdes juncales, de los prados

tapizados de prímulas y de las espesuras (...)

El poeta inglés había recogido esta figura inquietante, la Lamia, se decía que de la tradición de "La novia de Corinto", que aparecía en la Vida de Apolonio de Tiana, supuesta biografía del inquietante filósofo neopitagórico Apolonio escrita por Filóstrato hacia el a. 217 en la corte siria. Surgida de una antigua mitología la figura de la lamia estaba compuesta por un torso y un rostro de mujer sobre el cuerpo de una serpiente. Su aparición en los relatos suponía la promesa de un amor fatal, y la de una belleza letal que terminaba por devorar a sus objetos. 

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El bosque, la selva animada... Sobre los ardores del mediodía en la arisca región de la Arcadia, se nos dice, sus lugares estaban animados a veces por un cortejo báquico que los recorría, distante y en raras ocasiones percibido, de silenos y bacantes agitadas, que acompañaban el paso de un dios agreste, como era Dioniso. "Otros grupos de ninfas como las Náyades, las ninfas Bromias o las Táides danzan y recorren las montañas en compañía de Dioniso, en el mito y en el rito, comportándose como bacantes míticas y como ménades reales", nos recuerda un estudio sobre el dios y su cortejo agreste. En otros lugares el dios que preside el cortejo es Pan, el dios de patas y cuernos de cabra. De éste, que en su origen pertenece únicamente a la agreste región montañosa, se nos advierte: "Es un dios que obedece a sus instintos y que se imagina habitando riscos en lugar de ciudades, un dios cuya parte animal predomina".

Los viajeros temen a veces recorrer la región bajo el mediodía. Ninfas, dríades, náyades, permanecen mientras tanto en los parajes de la sombra. O del agua. Protegiendo a veces unas fuentes, - o unos robles en el caso de las dríades- cargadas de un simbolismo antiguo que en ocasiones se acompañan del don de la adivinación. Las ninfas - como señalará Roberto Calasso en su artículo sobre la destrucción de la Fuente Castalia- se relacionan con el agua, la sombra, la humedad cargada de vida en general.

En su tratado "De fluviis", atribuido a Plutarco, éste habría elaborado una extensa relación de historias sobre ninfas y ríos. Allí se decía que: "La ninfa Calauria se unió a Indo y concibió un hijo al que llamaron Ganges. En sus orillas, otra ninfa, Anaxibia, fue perseguida por Helios (...) se ocultó aprisa en el bosque de Ártemis Ortia, y tras ella toda pisada quedó borrada". 

Bocaccio en su Genealogía de los dioses paganos habría definido, simplemente: "Ninfas es el nombre genérico de algunas humedades". Esquivas y en constante huida las ninfas - como las describe un estudio sobre el "Lamento della ninfa", el conocido madrigal de Claudio Monteverdi- "Saben de diosas, saben de dioses, saben de infinitos mundos que están en lo finito del mundo".

Así, en un recinto fluvial, tendría lugar el enfrentamiento entre Apolo - el dios civilizador, como a veces se le denomina- y la serpiente Pitón, hija de la Tierra, que guardaba con su sombra el agua de la fuente Castalia, de cuyas grietas manaba una sabiduría profética. Esta sabiduría provenía de la ancestral Temis, la tierra. Vencida por el dios, la ocultación de la monstruosa sierpe Pitón daría lugar al nuevo oráculo, que otros sitúan en la desértica Delfos, junto al monte Parnaso. Una nueva referencia de Pausanias nos cuenta que: "En los tiempos más remotos ya se creía que el oráculo pertenecía a Gea quien nombró a Dafnis, una ninfa del bosque, como profetisa". 

Eurípides, en su Ifigenia en Táuride, describía: "En este lugar, la serpiente de matizado dorso, de color vinoso, broncínea bajo la sombra del apretado laurel y prodigio monstruoso de la tierra, protege el oráculo ctonio (...) ocupando un palacio que es el centro de la Tierra". En las versiones más antiguas el dragón Pitón era aún una hembra. Su mundo es todavía el de "un saber líquido, fluido, al cual el dios le impondrá su metro", comentará el italiano Calasso. Otra tradición habla de las ninfas como poseedoras de esta sabiduría agorera que pertenece al mundo de los primeros dioses, errantes aún.

"Las ninfas, en efecto, en su acción de raptoras, son asimiladas por antigua tradición, todavía testimoniada en el folklore moderno, a un torbellino". Su cercanía, su encuentro, está peligrosamente cercano a la locura, la manía dionisíaca. (Y la ninfolepsia se define como "El delirio de haber visto a las ninfas, la irrefrenable melancolía de los bosques y las aguas, el negarse a regresar a lo anterior"). Una tumba antigua de una niña, recordaba Mircea Eliade, al sur de la Hélade figuraba aún con la inscripción: Niña amable: por ser agradable, fui capturada por las Náyades, no por la muerte.

Pero, en la melancólica reflexión posterior de Paracelso, - cuyo "Libro de las ninfas, los Silfos, los Pigmeos, Salamandras..." sería leído profusamente - se nos indica, las ninfas son también mortales. (Después de una clasificación que las nombra como Oceánides - ninfas del océano- Nereidas - hijas de Nereo-, Potámides - de los ríos- , Náyades - del agua dulce-, Lampades - de los ríos infernales- Oréades -de  las montañas- y Dríades - de los árboles). El alquimista suizo nos advierte: 

"(Obras de Dios) conocen la pestilencia, la fiebre, la pleuresía y todas las demás enfermedades del cielo, al igual que nosotros".

Otra antigua tradición griega aludía a su presencia en un determinado lugar: fuente, gruta, lago o arboleda. Cuando estos desaparecían, con ellos morían las deidades asociadas al lugar. Paracelso, y con él, los que leyeron atentamente su tratado, - el Libro de las ninfas, los silfos, los pigmeos, las salamandras y los demás espíritus, entre ellos Goethe, que siempre reconoció su influencia- no había hecho sino continuar, de un modo un tanto dramático, con la definición tradicional de aquéllas, tal como aparecía, desde el principio, en la Teogonía de Hesíodo:

"No son seres humanos ni inmortales; viven mucho, se alimentan de ambrosía y bailan sus rondas con los dioses. Los Silenos y Hermes practican con ellas el juego amoroso en los recovecos de sus amables grutas (...) Pero si por voluntad del destino les llega la muerte, primero se marchitan los hermosos árboles (...) sus ramajes se quiebran, y con ello también parten de la luz del sol las almas de las ninfas":


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Una brisa constante acompaña el paso de las ninfas, del cortejo pánico entre los bosques. Sólo Céfiro, el dios del viento del oeste, es quien posee finalmente a la ninfa Cloris, metamorfoseada entonces en Flora, el símbolo de la Primavera en el célebre cuadro de Botticelli.

La imagen de la ninfa en movimiento es señalada por el historiador Aby Warburg - sobre una representación del Nacimiento de san Juan Bautista de Ghirlandaio, en Santa Maria Novella- como uno de los motivos que dará lugar a su inquietante reflexión sobre la imagen en movimiento, inestable objeto de una "iconología de los intervalos". (Preguntado por la figura de ésta comentará: "Según su realidad corporal, puede haber sido una esclava tártara liberada (...) , pero según su verdadera esencia es un espíritu elemental, una diosa pagana en el exilio"). La desazón de una historia del arte que no puede ser definida en sus objetos, será seguramente la que dará lugar a su Atlas Mnemosyne, en el que, lejos de un discurso verbal, reproduce unas imágenes que dialogan, en fuga, entre sí. 

En el conocido panel 46 del libro de fotografías reproducirá, además de la representación de Ghirlandaio, unas imágenes de Filippino Lippi, Rafael, Botticelli, "o incluso una fotografía de campesina italiana tomada por él". La ninfa, que había estudiado antes detenidamente en las representaciones clásicas de Sandro Botticelli, será aquí la imagen de lo que fluye, trae como un recuerdo vago de algo anterior, se escapa hacia otro lugar que desconocemos. En una cita inquietante, que quiebra todo optimismo clasicista, Warburg comenta: "Las ménades que aparecen en las representaciones no son los personajes griegos como tales, sino una imagen marcada por el fantasma metafórico".

Historias de ninfas, siempre a la huida de quien pretende alcanzarlas. El viento agita sus ropajes, una brisa inaudible señala su presencia quizá tras las sombras. Otra reflexión posterior en un tratado sobre la música del siglo XVII nos advierte que: "Ni es posible alcanzarlas, ni tampoco olvidar su presencia".

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Jardines como recinto ideal, parajes sustraído a la enfermedad y la historia. Uno de los más conocidos, en la literatura italiana, será el que, según el poeta Tasso, recrea la maga Armida en una isla remota para acoger a su amado Rinaldo, y sustraerle a los horrores de la guerra, las penalidades y el olvido del amor que aquella trae consigo. (En un reproducido capítulo de su Gerusalemme Liberata).

En su representación del lugar idílico el pintor Giovani Battista Tiepolo describe a las figuras del lugar: los amantes, el recinto cerrado, la arquitectura clásica, el pórtico y frontones truncados que cercan el jardín... Sobre una esquina una estatua del dios Pan, inmóvil y sarcástico, contempla la escena desde su pedestal de piedra. Está fuera del tiempo, pertenece a un escenario anterior, desde el que su mirada quieta conoce, distante, las cosas que pasaron, las que han de pasar, ajeno a ellas. Y anterior a la propia muerte del dios Pan, tal como la describe Plutarco en su De defectu oracolarum.

"Cuando llegues a Palodes anuncia que el gran Pan ha muerto".

Pero en otro lugar, en el siglo IV en su libelo Contra el emperador Juliano, el tratadista cristiano Gregorio Nacianceno ya había advertido que: "El roble no deja oír su voz, el caldero ya no transmite oráculos... E incluso Castalia ha callado y guarda silencio, y su ama ya no da profecías, sino risa".




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