sábado, 8 de julio de 2023

Paisaje con estatuas


Como es bien conocido, el siciliano Giovanni Tomasi de Lampedusa, príncipe de Lampedusa, no pudo ver publicada su única novela- Il Gattopardo- hasta 1958 en Feltrinelli, después de que hubiera sido rechazada por otras editoriales, entre ellas Einaudi o Mondadori. El escritor, bastante desilusionado por el rechazo, había muerto el año anterior en Roma, víctima de un cáncer de pulmón.

El éxito - inesperado - de la novela hace que en 1961 Giorgio Bassani se decida a publicar a su vez una colección de relatos del autor, I Racconti, de azarosa edición. Por cuanto la mayoría se transcriben de acuerdo a unos textos mecanografiados guardados en el palacio Lanza Tomassi que son dictados por su viuda, Alessandra Wolff Stomersee. En algún caso, el del cuento Ligea, "se ha descubierto una hoja suelta autógrafa que contiene un fragmento del encuentro a orillas del mar Jónico". Sicilia, el "porco paese", como irónicamente gustaba de aludir en las cartas a sus primos desde Londres o Suiza, era un lugar áspero y mágico al mismo tiempo en sus referencias a su isla natal. Que se transfiguran continuamente en los relatos. Particularmente en los que hacían referencia a su infancia: guardaban, inevitable, la noción de un lugar único y muy antiguo. En ellos describía un escenario aristocrático y desolado en una isla árida, sobre el que pesa ya de continuo la marca de la decadencia, la irreversible disolución del mismo.

En el breve relato Ligea, Tomasi di Lampedusa traza una especie de conclusión natural del encendido elogio al país que antes había aventurado. En un momento de la reclusión del protagonista del cuento, un estudiante de griego encerrado en una cabaña en la bahía de Augusta, éste se encuentra con una mujer solitaria y fascinante en la playa, que resulta ser una sirena. El resto de aquel verano, hasta la llegada de las primeras tormentas en septiembre, estará marcado por el relato de sus amores con la fabulosa criatura. El resto de la vida del mismo, catedrático ya, erudito y ensimismado con la Grecia antigua, lo constituirá a su vez el recuerdo y la nostalgia de unos días que nunca volverán a repetirse.

El protagonista, el senatour Rosario La Ciura, aquel agosto había de algún modo cumplido el sueño de Pigmalion, el artista legendario a quien le es dado tocar su anhelo, la estatua de Afrodita que él mismo ha creado. Envuelto en un escenario antiguo, repleto de leyendas y alusiones a la Magna Grecia -como en el mito del escultor, rey de Chipre-, el joven helenista del cuento conseguirá acceder a un mundo, el de la fatalidad de las sirenas, que para él, desde ese agosto, gozará de una realidad absoluta. Como nunca el regreso a la otra parte - universidades y honores académicos incluidos- llegarán a poseer.

En un momento determinado, el interlocutor de Rosario la Ciura, el también siciliano Paolo Corbera, podrá visitar la vivienda del solitario profesor en la ciudad de Turín, tan distante de su Palermo natal. Allí se sorprenderá con las reproducciones de esculturas y objetos clásicos de una Antigüedad de alguna manera ejemplares, que el senador ha guardado cuidadosamente.

"Allí estaban todas aquellas criaturas prodigiosas: el caballero del Louvre, la Diosa sentada de Tarento, que está en Berlín, el Guerrero de Delfos, la Coré de la Acrópolis, el Apolo de Piombino, la Mujer lapita y el Febo de Olimpia, el celebérrimo Auriga...

(...) Sobre la chimenea, ánforas y cráteras antiguas: Odiseo amarrado al mástil de la nave, las Sirenas que se arrojaban desde lo alto de la peña para ir a estrellarse contra los escollos como expiación por haber dejado escapar a la presa".

Es un repertorio paradigmático de la Grecia antigua. Las esculturas forman parte principal de él. El senador le regalará al joven periodista una reproducción de aquella que quizás consideraba la más significativa: un ánfora con la imagen de Odiseo amarrado a la nave mientras escucha el canto fatídico.

Anteriormente, en otra narración titulada Recuerdos de infancia, el escritor había enumerado una serie de lugares que cumplían esta función ejemplar. En este caso de una Sicilia que, si bien con cierto escepticismo, rememoraba aún su modelo mítico:

"La casa de Palermo tenía también unas dependencias en el campo que multiplicaban su encanto. Eran cuatro: santa Margherita di Belice, la villa de Bagheria, el palacio en Torretta y la casa de campo en Raitano. Había también la casa de Palma y el castillo de Montechiaro, pero a éstos no íbamos nunca".

Hay una descripción memorable del viaje estival por una isla asolada por el verano, los campos inhóspitos y antiguos, hasta alcanzar el lugar de destino, la villa de Santa Margherita. El tren no llega más que a una perdida estación, Castelvetrano, "casi vacía y llena de moscas" según anota, y a partir de ahí el viaje tiene que continuar en unos landau de caballos hasta el palacio de Belice, a los cuales acompañan unos carabineros hasta su término.

"Durante horas atravesábamos el paisaje bello y tremendamente triste de la Sicilia occidental; creo que aún era el mismo que habían encontrado los Mil al desembarcar". En Belice, una villa señorial en el centro de la isla, los jardines todavía conservan las esculturas clásicas - en medio de la maleza, los parterres abandonados que crecen sin remedio- que Lampedusa siempre relacionará con su niñez.

A la fuente en mitad del jardín: "La rodeaba una balaustrada sobre la que surgían, aquí y allá, Tritones y Nereidas esculpidos en el acto de ir a zambullirse (...) Alrededor de la explanada de la fuente había unos bancos de piedra que mohos seculares habían ennegrecido".

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El escritor siciliano en sus relatos había recogido una tradición local que situaba la aparición de las sirenas en las costas de la Campania, la Lucania y el Bruttium. El litoral de Augusta, donde describe el legendario encuentro del joven estudiante con la fascinante criatura, se correspondía, nos apunta una introducción al libro, allí "donde estuvo la colonia griega de Megara Hyblea". 

Al sortilegio de su sonrisa y de su olor, Lampedusa había añadido el principal: el de su voz - tal como se insinuaba ya en los poemas clásicos.

"Que era un poco gutural, velada, y en la que resonaban múltiples armonías; como fondo de las palabras se escuchaban las lánguidas resacas de los mares estivales, el susurro de las últimas espumas en las playas, el paso de los vientos sobre olas lunares (...) la música que te atrapa sólo está en su voz".

Pero con la referencia a la costa siciliana el escritor no hacía sino reproducir una tradición mucho más antigua, en la que las islas de las sirenas se situaban precisamente en ese litoral que rodeaba la Magna Grecia. Según comenta Carlos García Gual, el erudito griego Licofron, en un raro poema titulado "Alejandra", había localizado a las mismas en las islas llamadas Sirenusas. "Al sureste de Sorrento; Falero es un antiguo nombre de Neápolis, hoy Nápoles - que recibe a su vez el nombre de Partenope por la criatura legendaria hallada en sus playas-, Enipeo es un cabo llamado también Poseidón, hoy Licosia, en Lucania; Ocinaro es el río llamado ahora Saruto; y muy cerca estaba la isla Ligea". La isla Antemoesa, citada en El viaje de los Argonautas, "se identificó con unas rocas de la costa italiana, cerca de Sorrento (...) Lo dicen Estrabón y el historiador siciliano Timeo". En el periplo de los Argonautas, recordaba Licofron, las abismales criaturas eran derrotadas por el canto de Orfeo, que se levantaba por encima de sus voces. Y que provoca que aquéllas se arrojen, despechadas, al mar, de donde ya nunca vuelven a surgir. Esto sucedía al sur de Sorrento, precisaba el autor griego, que había ejercido como bibliotecario en la ciudad de Alejandría.

En cualquier caso, una de las características de las sirenas - representadas aún en el siglo III a. C. con cuerpo de pájaro y rostro de mujer- era la de la imposibilidad del regreso.

Así lo había afirmado su primera aparición en un poema, - la Odisea- en el momento en que la maga Circe le augura a Odiseo, al partir de la isla de Eea:

En primer lugar, llegarás cerca de las sirenas,

las que hechizan a todos los hombres que se les aproximan.

A quienquiera que en su ignorancia se les acerca y escucha

la voz de las sirenas, a ese no le abrazarán de nuevo

su mujer ni sus hijos, contentos de su regreso a casa.

Pero en otro lugar se nos recuerda que el nombre de sirenas se atribuye también a las estatuas funerarias, estelas de mujer con cuerpo de pájaro, que adornaban habitualmente las tumbas de la época clásica. "Las sirenas - comenta el mismo estudio- encuentran su lugar en el intersticio entre los dos mundos" .

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Del egipcio Ptah -Hefesto para los griegos: "Hizo que sus simulacros se parecieran a lo que a ellos les gustaba. Así los dioses entraron en sus simulacros de toda especie de madera, de toda especie de piedra, de toda especie de arcilla, de toda especie de cosa que naciera de ella, donde tomaron forma", nos cuenta el florentino Roberto Calasso en algún lugar de su Cazador Celeste.

Una introducción al arte de la época de los faraones describe un paisaje fluvial, el del Delta del Nilo, que era único e irrepetible para los viajeros, y que a los ojos de los geógrafos griegos que accedían a él, había de resultar aún más extraño. Estos venían del Ática o el Peloponeso, o de la desértica Delos: un país escarpado de costas grises, torrentes secos en verano, colinas de piedra, cauces sin agua que sólo resurgían después de alguna rara tormenta. El poeta latino Virgilio, siglos más tarde, aún habría de recoger esta fascinación por un escenario fluvial repleto de vida bajo las colinas yermas en las que se iniciaba el desierto, y en el que en un determinado momento, anotaba, el cielo, el barro y la tierra se confundían en un horizonte impreciso. "Virgilio pintó el "lago de aguas desbordantes" donde el afortunado pueblo de Canope "pasea por sus campos en pequeños barcos pintados". Llenas de rumores entre los cañaverales, las casas de labranza, se nos cuenta, sólo podían alcanzarse en barca durante los meses de la crecida del río. Este paisaje confuso, en donde se mezclan el limo, el río y los cielos en el momento de la inundación, debía de recordar en la mitología nilótica el escenario anterior a La Primera Vez, "pues los egipcios tenían la concepción de que el origen de todo estaba en una materia oscura, informe y líquida donde domina el desorden y que denominaban Nuu". Una colina surgida del limo será el primer lugar que posibilite el cultivo de los cereales. Y con él, la aparición del orden en las cosas.

La misma introducción al arte de la época de los faraones, nos describirá las riberas del Delta, "cubiertas de flores y plantas acuáticas, rumorosas de espesos matorrales de papiros, son el refugio ideal de una rica fauna: hipopótamos, cocodrilos y serpientes - entre ella, las cobras - toros salvajes, bandadas de aves migratorias, patos del Nilo (...)". Unos bajorrelieves de época aún faraónica representan minuciosamente esta rica fauna. Cuando describan al valle nombrarán las tres estaciones en las que los antiguos egipcios dividían el año: La Inundación, Akhet; el Invierno, Perit; y el Verano, Shemu.

Igualmente era representada esta población fluvial en la descripción de Aanu, el "Campo de los Juncos" adonde accedían, según el Libro de los Muertos, los justos: "Una visión paradisíaca, abundante y exuberante del Egipto real, en la que había campos, cosechas, ríos, animales y gente". Aanu, anotaba otra indicación, se encontraba más allá del Lago de los Lirios, en los confines del mundo reconocible.

Sobre las colinas inmediatas al Nilo, sin embargo, se inicia el desierto, inacabable. Los habitantes del valle lo temen. (El Oeste en los mapas en general es concebido como el lugar en donde habitan los muertos). También los gobernadores de las provincias. Lo ocupan los nómadas, que son temidos por sus incursiones en el Delta en la época de las cosechas. Este temor habría de mantenerse incluso, siglos más tarde, en la época del eremitismo de los primeros monjes coptos, que contemplan este vacío con inquietud:

"El desierto de los monjes de Egipto se manifiesta como el lugar por excelencia de lo maravilloso; el asceta encuentra allí al demonio de manera inevitable pues el demonio está en su casa en el desierto". Aunque, añadía el Jacques Le Goff de lo maravilloso en Occidente, "Pero también en cierta manera encuentra en el desierto al Dios que ha ido a buscar allí".

En el desierto líbico muere el sol todos los días. Una antigua tradición relacionaba las dunas estériles con las sombras, la muerte, en la cosmogonía egipcia. Seth, el dios malvado, reina en estos lugares, se dice. A los que por otra parte se atribuye la presencia de sombras, rumores, genios y demonios diversos.

Del sur, el griego Heródoto, en su conocido tratado sobre Egipto - nombre identificado con el río- hablará del "país de los desertores del sur, egipcios que se habían pasado a los etíopes, al verse abandonados en sus guarniciones por el faraón Psamético. A partir de allí resultaba prácticamente imposible conseguir cualquier tipo de información ya que la zona se hallaba desierta a causa del ardiente calor". Al oeste, el desierto líbico es: "un territorio poblado por toda clase de fieras y en el que habitaban pueblos fabulosos que pertenecían más a la leyenda (...) que a la descripción geográfica".

Muchos siglos más tarde el novelista Lawrence Durrell habría de recoger esta misma sensación inquietante cuando en su novela "Justine" describa los: "Símbolos de Alejandría, un lago muerto, de agua salobre rodeado de un silencioso, incalificable e inocente desierto que penetra en África bajo una luz mortecina".


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Cámaras funerarias en la oscuridad, repletas de innumerables estatuas, bajorrelieves, inscripciones enigmáticas en los muros... Sobre las mesas figuran a veces los ajuares, los vasos de ofrendas, incluso las vajillas que serán necesarias para el viaje. Entre los descubrimientos de la época heroica de la arqueología en Egipto habrían de figurar tempranamente el del Serapeum de Menfis, en 1850, por Auguste Mariette. Las necrópolis menfitas por el alemán Lepsius a partir de 1842. O la lectura de los Textos de las Pirámides que el inagotable Gaston Maspero, sucesor del anterior Mariette, había de editar en torno a las mismas excavaciones. Para la prensa del momento - y para una novelística, y una filmografía posterior- el más célebre sería el descubrimiento de la tumba de Tut-ankh-amon, en el Valle de los Reyes, que realiza en 1922 el inglés Howard Carter, bajo el patrocinio de Lord Carnarvon.

En 1893 el geólogo francés Jacques de Morgan - que había excavado anteriormente la antigua ciudad de Susa en los Montes Zagros y publicado una exhaustiva monografía sobre las regiones del Cáucaso- había desenterrado la llamada mastaba de Mereruka, aneja al complejo de Saqqarah, que se reveló  sorprendentemente intacta, a pesar de haber sido ya abierta varias veces en la Antigüedad.

 Bajorrelieves, nichos, estatuas e inscripciones habían permanecido en la oscuridad durante siglos. El complejo, que obedecía a un esquema bastante común, reproducía en primer lugar unos relieves con una serie de escenas cotidianas que debían acompañar al difunto, un alto sacerdote de principios de la VI dinastía, en su permanencia fúnebre. Su mujer y su única hija, algunos adornos, una serie de oficiales carpinteros, escultores, metalistas... Escenas de caza en los pantanos, celebraciones y regalos diversos constituían la reproducción de una biografía personal y de sus objetos, guardados para la muerte. En la cámara sepulcral propiamente dicha aparecía un barco con el viaje del difunto al más allá, y surgiendo de un nicho surgía la estatua del propio Mereruka desde una puerta falsa. Era una representación exacta de la función de la puerta falsa o estela de Ka, que normalmente estaba vacía y sellada, indicando un acceso a la otra parte que se postergaba fuera del tiempo exacto de la cámara fúnebre. El difunto, según comenta una descripción de la apertura de la mastaba: "Porta peluca ceremonial, con pectoral y pulsera, y a sus pies hay una mesa de ofrendas de alabastro. El nicho está rodeado con las fórmulas que habían de recitar en honor a los muertos y una descripción de todo lo que necesitaba en la otra vida".

Habían permanecido en las sombras durante siglos. Su presencia silenciosa era una especie de garantía para la eternidad, a la espera del momento en que ésta por fin acaeciera. Las inscripciones - fragmentos del Libro de los Muertos, o del Libro de las Pirámides - acompañaban su trabajosa resurrección. Su aparente naturalismo se sitúa en realidad fuera del tiempo de su representación. En su estudio sobre la pintura de la época, el egiptólogo inglés Cyrill Aldred nos recordaba cómo: "Hay que hacer un esfuerzo para recordar que lo representado por pintores y escultores son temas "fúnebres". Que esos personajes sentados ante una mesa con la mano tendida hacia un pan que se van a comer (...) que esos trabajadores no son - jamás lo fueron- de este mundo". Y, más adelante advertía que: "Los egipcios, como otros muchos pueblos antiguos o modernos, creían sin duda que la estatua de un personaje o un animal podía animarse en ciertas circunstancias, e, incluso, revivir verdaderamente".

Otras noticias sobre la época nos advierten, de una manera un tanto confusa, de la función de los textos y las inscripciones en los muros, destinados a un tránsito, por otro lado repleto de peligros, hacia el otro mundo. El nombre exacto de las cosas, se comenta, tiene una función especial en la posible animación de lo inmóvil. (Y en algunas inscripciones en la tumba de los faraones los nombres aparecen mutilados, a fin de que no puedan ser conocidos e interpretados por nadie más). En otro lugar, de manera aún más confusa, se habla de una ceremonia, llamada "La apertura de la boca", que al instante devolvería la vida a toda las figuras representadas. La magia del nombre, como en toda ceremonia analógica, era fundamental en su renacimiento.

"Su presencia, necesaria - la de las imágenes- estaba destinada a los dioses (...) En términos modernos diríamos que la magia es soberana: sólo lo sagrado da acceso a las fuerzas vivas del mundo".

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En algún lugar de su memoria sobre Operaciones realizadas en la pirámide de Giza en 1837 el británico William Vise recogía unas páginas del sirio Jámblico, que figuraban en su clásico "Sobre los misterios egipcios".

En torno a las figuras de la mediación, y a una influencia de lo de arriba en lo de abajo, el neoplatónico Jámblico había recogido un fragmento del Asclepio, el famoso tratado del enigmático Hermes Trismegisto, en el que éste replica taxativamente a su discípulo:

" - ¿Te refieres a las estatuas, oh Trismegisto?

- Sí. A las estatuas, Asclepio. ¡Mira como tú mismo careces de fe! Son estatuas provistas de alma, sentido, llenas de espíritu, y que realizan infinidad de maravillas; estatuas que conocen el porvenir y lo predicen por sortilegios, inspiración profética, sueños y otros métodos; que envían a los hombres enfermedades y los curan, que otorgan, según nuestros méritos, el dolor y la alegría".

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El historiador Erwin Panofsky reproduce en algún lugar de su clásico "Renacimiento y renacimientos..." el viaje que un amigo de Petrarca, Giovanni Dondi, hubo de efectuar a la ciudad de Roma en 1375, posterior al recorrido del propio Petrarca. En éste, la curiosidad y la admiración del poeta de Arezzo por los restos de la Antigüedad iban a ser de algún modo uno de los motivos iniciales del Renacimiento. Se habían iniciado, de manera vaga, en las notas del misterioso "Magister Gregorius" - un clérigo inglés, probablemente- que ya en el siglo XIII escribió una Narratio de Mirabilius urbis Romae, "en la que muestra su entusiasmo por la belleza de los restos romanos". O en la mirada anterior de Hildeberto de Laverdin, obispo de Tours. El cual en su conocido poema Allocutio Romae, a principios del siglo XII  iba ya a celebrar una visión de la ciudad marcada por la presencia de sus ruinas, que nombraban un mundo desaparecido. 

Es tanto lo que resta, y lo arrasado es tanto que lo que aún se mantiene

no puede ser igualado ni repararse sus ruinas.

Aquí los dioses admiran las estatuas de los dioses, 

y ansían semejarse a los rostros esculpidos.

Este motivo del viaje del primer Quattrocento a las ruinas romanas iba a ser por otra parte repetido en la célebre visita del arquitecto Brunelleschi acompañando al escultor Donatello en 1404, acontecimiento central de sus biografías, según André Chastel. "Allí permanecieron hasta 1406 estudiando los monumentos arquitectónicos y escultóricos de la Antigüedad". O en la anterior del duque Lorenzo el Magnífico con el poeta Giovanni Rucellai. En lo que seguían en cierto modo el género elegíaco romano que había utilizado el erudito Poggio Bracciolini en su obra De varietate Fortuna a principios del siglo. 

"Veíamos la ciudad casi desierta (...) El Foro y el Comicio (...) desiertos por la malignidad de la Fortuna y mancillados por cerdos y bueyes y por cultivos...", había escrito éste al humanista Antonio Loschi, en carta que luego reproducirá en el primer volumen de su libro.

En su visita a las ruinas de la ciudad el paduano Dondi realizó abundantes anotaciones sobre los restos que iba encontrando, y dibujó precisas transcripciones epigráficas de las inscripciones latinas- hasta el punto de ser incluidas en el no menos preciso Corpus inscriptionem latinarum de Mommsem de 1861. En una carta posterior a sus amigos comentaría la admiración, que estaba comenzando a extenderse dentro del círculo de los llamados primeros humanistas, por los restos clásicos que, enterrados entre la maleza o los escombros, iban descubriendo.

"Estos - arcos triunfales, columnas, etc.- son verdaderamente testimonio de grandes hombres; monumentos semejantes (...) no se construyen en nuestra época" Para comentar, más adelante: "Salta a la vista que sus autores eran superiores en cuanto a ingenio natural y más doctos en la aplicación de su arte". El Renacimiento estaba comenzando a elaborar una teoría histórica en la que el redescubrimiento del arte clásico -de sus ruinas- era al mismo tiempo el reconocimiento de la distancia que les separaba de aquél. Advirtiendo, por primera vez, la presencia de una distancia irresoluble: entre ellos mediaban los siglos de la llamada "Edad Oscura", esto es, la del final de la época clásica y el advenimiento de la sociedad y el arte medievales, que les apartaban de aquella, de algún modo, edad dorada para ellos. Distancia de la que, dicho sea de paso, la sociedad medieval nunca había sido consciente, ignorante de cualquier cesura histórica, y sucesora de una tradición clásica que el cristianismo, sostenían, había continuado. Manteniendo como ejemplo la institución del Sacro Imperio Romano. O, en la distante Constantinopla, la permanencia del Imperio de Oriente. Y del emperador de los romanos, heredero declarado del emperador Constantino.


La admiración por los restos de un pasado remoto adquiere en algún momento una pasión que sólo la distancia puede permitir. Así, el relojero y astrónomo Dondi - también llamado "Giovanni dell´Orologio"- proseguía en su carta hablando de un escultor famoso, del cual no daba el nombre, que, paseando en compañía de otros por la ciudad - debemos suponer que por la colina del Capitolio, o el llamado Foro Vaccino por la existencia de las vacadas que pastaban en él - "Pasó por un sitio donde había imágenes de esta clase, y extasiado ante su arte se quedó atrás contemplándolas y allí permaneció sin acordarse de sus compañeros". Regresado a su compañía, el escultor hubo de abrumarles con una larga perorata sobre la excelencia de aquellas figuras, afirmando más tarde que: "Si no fuera porque a aquellas imágenes les faltaba el soplo de la vida, serían superiores a los seres vivos; como si quisiera decir que la naturaleza, más que imitada, había sido superada por el ingenio de aquellos grandes hombres".

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Perdido en la inmensidad de su sueño, en la novela de su nombre el enigmático Polifilo accede a un repertorio arquitectónico descomunal, con figuras enigmáticas a su vez, que surgen entre las ruinas que revelan su edad. Y la distancia que el tiempo ha impreso, para siempre, sobre aquéllas. 

Todo es enigmático en la obra, el Hypteronomachia Poliphili, publicada en la magnífica edición veneciana de Aldo Manuzio en el año 1499. Comenzando por la autoría del libro, en principio anónima, que generalmente se atribuye al clérigo Francesco Colonna.

En un lenguaje anacrónico, repleto de términos que nunca habían pertenecido al latín clásico, el protagonista emprenderá un viaje delirante y remoto en pos de su amada Pola - que nunca sabremos si pertenece a este mundo o es parte de la ensoñación del personaje. La obra seguía claramente la influencia que un ambiente determinado, marcado por el neoplatonismo en primer lugar, pero también por el llamado hermetismo, había flotado por el primer renacimiento italiano. Posterior a la traducción de obras como la Hyerogliphica de Horapolo, del siglo V, y el conjunto de textos del Corpus Hermeticum, atribuidos al mismísimo Hermes Trismegisto, que los escribiría en torno al siglo V de nuestra era. Una excelente edición, anónima también, de xilografías acompañaba al libro. En la que era una muestra ejemplar "del imaginario renacentista sobre las antigüedades griegas y romanas". Pero también del mito de una ciudad ideal tal como surgía sobre todo en las pinturas de la época. (Como en la célebre "ciudad ideal de Urbino" de la corte de los Montefeltro, atribuida entre otros a Piero della Francesca o Melozzo da Forli). El filólogo Julius Schlosser comentaría de la obra del sueño de Polifilo: "Sobre la trama de una alegórica historia de amor bastante insignificante, se tejen fantasías sobre antiguos edificios, que responden a las arquitecturas de la pintura contemporánea". 

En un momento determinado el apasionado Polifilo accede a un recinto monumental, que surge en medio del desierto circundante. Todo es desmesurado en él: pórticos, patios, estatuas, columnas y obeliscos. Y a la desmesura de los restos de una pasada grandeza, cuya función desconoce, se añade la presencia de unos textos en forma de inscripciones sobre las basas y los muros, en latín, griego y un lenguaje jeroglífico, que el autor traduce con trabajo - tomando como inspiración el dibujo de los mismos en la obra del legendario Horapolo, supuesto último sacerdote alejandrino del culto a Isis y Osiris.

Entre los pórticos y las estatuas retorna el lamento, y la admiración, por las épocas pasadas.

"¡Oh, preclaros ingenios pasados; oh, edad verdaderamente áurea, cuando la virtud iba de la mano con la fortuna! !Para este siglo sólo ha dejado como herencia la ignorancia y su rival, la avaricia!".

Esta arquitectura formidable - y poseedora de un significado remotamente descifrable- aparece de nuevo marcada por la presencia de las ruinas. Que imponen una distancia insalvable en relación al presente. Y determinan un tiempo abismal, irrecuperable. Las ruinas son el signo de una sabiduría distante y un tiempo inmóvil, ya inalcanzables.

"A muchas columnas les faltaba su capitel y estaban sepultadas en escombros hasta la parte superior y sobresaliente del astrágalo, el hipotraquelio y el ábaco. Siguiendo el curso de la columnata subsistían todavía viejos plátanos y laureles silvestres y cipreses y espinosas zarzas".

Un caballo formidable, una puerta misteriosa, un patio rodeado de columnas, un coloso en ruinas... En un momento determinado, el protagonista experimentará, de nuevo, el vértigo de las esculturas. Y ese anhelo, que nunca se cumple, por alcanzar aquello que sólo en el mito clásico de Pigmalion era dado alcanzar: conseguir acceder a ellas y romper su distancia impenetrable.

"Las estatuas parecían estar doloridas y agotadas. Y si no podían oírse sus lamentos era sólo porque estaban hechas de materia inerte y porque su artífice no había podido inspirarles el aliento vital: así de convincentemente imitaban la verdad de la naturaleza".

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Un raro momento de reversión de la fascinación por las estatuas, que viene del Genesis bíblico. Sólo que esta vez sucede al contrario de los mitos clásicos.

Cerca del monte Sodoma, a orillas del mar Muerto, se encuentra una columna de sal a la que la tradición denomina "La esposa de Lot". Una recomendación de la Mishná aconseja pronunciar una bendición al pasar cerca de la misma.

En la tradición del Genesis, como es sabido, la columna de sal representa a la mujer de Lot, el único justo de la malvada ciudad de Sodoma. El cual, aconsejado por los ángeles que han acudido a visitarle, abandona en la madrugada su vivienda antes de que Yahveh la destruya en un mar de fuego. La mujer de Lot, a pesar de haber sido advertida, se detiene para mirar a su ciudad y al instante es convertida en una estatua de sal. Mientras su familia huye hacia los montes, sin volverse hacia atrás. "Abraham - prosigue el relato bíblico - miró hacia Sodoma y Gomorra, y hacia toda la tierra de aquella llanura miró; y he aquí que el humo subía de la tierra como el humo de un horno".

El anhelo de las estatuas, el deseo de alcanzarlas desde este otro lado, en la leyenda de la estatua del monte Sodoma es realizado al revés. Es la mujer del sabio - que en la Biblia no es designada por su nombre, pero a la que algunas tradiciones judías denominan Ado o Edith- la que alcanza el lugar de la estatua. Sólo que dejando este escenario, adonde permanece Lot sin volverse, y convirtiéndose en ella, una inmóvil y estéril figura.

     - Genesis, 19: 15-17.

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