Rebuscando en los armarios ahora, en las librerías, surgen libros de devoción en los más diversos lugares. Yacen en los cajones de una cómoda, en los estantes de la chimenea, en lo alto del desván. Y yo pienso entonces en el fondo de la vida en esta casa, donde habitan generaciones desde hace siglos, en la que vivieron principalmente las mujeres.
Los hombres, capitanes de barco - excepto el bisabuelo, que siempre fue rentista, y político - pasaban fuera la mayor parte del año. Cuando alguno regresa, como el abuelo Maximiliano, es para morir, de la gripe que a principios de siglo se llevó a tantos. Otros, como el tío Ricardo, marchan jóvenes, y no retornan jamás. Mi padre, sale siendo estudiante y nunca vuelve a vivir en la casa. Quedan las abuelas, las viudas, sus hijas, la bisabuela, que no salió de aquí...
Los libros sagrados hablan del fondo de esta vida: en la casa, en el jardín, en el pueblo, en las habitaciones. La fe, una temerosa esperanza, la sustenta. Nombra, en el fondo, todos los días, las estaciones, la muerte y el regreso; la fortuna y la ruina; el viaje y el retorno. Y el silencio de la casa, de sus moradores, cuando las visitas ya han marchado.
Pienso ahora sobre todo en el invierno. Recuerdo la cita de Chateaubriand en sus "Memorias" sobre la vida de sus tías, allá en la Bretaña lluviosa. La piedad y la lluvia la absorbían.
La casa es fría. Las horas transcurren despacio, la tarde llega pronto. La fe, lo sagrado, la nombran, al fin.
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