A. me regala un libro, "Los secretos del Mar Rojo", traducción del aventurero francés de mediados de siglo Henry de Monfreid. El libro lo había traducido e ilustrado Luis Claramunt, me advierte, y en efecto veo con cierta sorpresa que tanto los créditos como los dibujos - excelentes - son suyos. Con cierta sorpresa, digo, porque tengo que reconocer que lo primero que me viene a la cabeza es una pregunta tonta: ¿Cuándo escribía Luis?. Su imagen, inconscientemente, era la de alguien que salía a las diez de la noche de casa, recorre innumerables tugurios - normalmente solo- está diez minutos en cada uno de ellos y se pierde después. Nadie contó nunca que le hubiera visto encerrarse a tal hora. Por el contrario, relatos con algo de legendario afirmaban haberlo encontrado de madrugada en un garito flamenco de Lavapiés, con algo de burdel, o haberlo visto desayunando en la barra del pasaje de la calle Sevilla, antro que sólo un personaje tan atrabilario como el cantaor Agujetas podía frecuentar asimismo.
Así todos los días. Se levantaba a mediodía, creo. " Salía todas, absolutamente todas las noches", me contó A., que fue vecina suya muchos años. Llevaba siempre una camisa abierta, botas de flamenco mal encarado y una americana de color indefinido, que reemplazaba al cabo de una década, para ponerse inmediatamente otra igual. Por las noches le veíamos entrar, fugazmente, en el bar de Fernando del Diego. Tomaba un botellín y salía al poco. En el Cock, repetía la misma operación - excepto cuando había reunión de pintores o galeristas, momento en el que accedía a sentarse en la mesa. Alguna mañana, en la taberna de la plaza de Santa Ana, soltaba alguna opinión, lapidaria normalmente, sobre Rafael de Paula o Fernando Terremoto, y se marchaba a continuación.
Alguna tarde le vimos también en el café Central. Era cuando andaba en paseos con L., arrebatándosela a Jaime, que la paseaba también por entonces. Se sentaba un rato con nosotros en la barra, escuchaba las últimas revelaciones sobre el toreo antiguo de Silverio y se marchaba con L. a continuación. Algún día fui a comer con él y con Chiqui a un tugurio cercano a la Puerta del Sol, donde daban unos callos sólidos, por decirlo suavemente. Hablamos algo de pintura, poco, y mucho del barrio chino de Barcelona , sin hacer ninguna cita literaria, caso único en aquellos días. Luego, tomábamos café en otro de sus lugares insólitos, un garito secreto en medio del pasaje comercial de la calle Arenal, rodeado de relojerías y casas de empeño. El café era muy bueno, eso sí, porque Luís era un dandy en el fondo, hijo de un notario catalán y una pianista notable, aunque fuera vestido de matón flamenco. Sólo que había elegido los pasajes oscuros y los garitos del centro para ejercer su dandismo.
Una noche, en un colmado de la Plaza de Santa Ana, con María y Paloma, dos pintoras amigas, accedió a describirnos su mapa del centro de Madrid ante nuestros oídos atónitos, que descubrían una ciudad secreta y oscura, enmascarada en la aparente regularidad de sus calles. Estaba lleno de bares ignorados, de locales sin señales en las escaleras de detrás de la calle Jardines, billares en los sótanos de la calle de la Cruz , lupanares en pasajes comerciales, de fiestas atroces en las casas regionales, en un alto de la plaza del Progreso.Terminamos hablando de las juergas de varios días y los cantaores rotos de la bahía de Cádiz, de las ventas cerradas de las afueras de San Fernando, Sancti Petri o Chipiona, pero ese mapa sí era desde el principio exótico a nuestros ojos.
Cuándo estaría a solas en casa, cuándo el trabajo de descubrir a un autor - Henry de Monfreid, pero antes había sido un Pierre Mac Orlan, por ejemplo - excelente, y que a él le era tan caro, con su paisaje de barcos de contrabando y persecuciones, naufragios y engaños, el calor tórrido y el viento de arena, y de islas solitarias en el Golfo de Adén... Cuándo los viajes por Marruecos, por la costa del Índico, por Alemania. Si ese mismo día alguien hubiera jurado que le había visto tomando una copa de orujo en el Mercado de Legazpi. O en la fiesta flamenca del bar de Miguel, en la calle del Amparo. O salir como todas las noches del bar del Diego, después de haberse tomado la cerveza solo y sin sentarse.
"Luís era culto, muy culto", sigue contándome A. En secreto debían quedar todas las horas del estudio, los innumerables cuadros y dibujos, las horas que le permitieron descubrir a un autor como Henry de Monfreid, y apreciarlo, y traducirlo, y dibujar sus paisajes, que le eran tan cercanos.
espléndido retrato de un hombre secreto!
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