jueves, 23 de diciembre de 2010
Villa Borghese
Cruzando la puerta de la Muralla Aureliana, al final de Via Vittorio Veneto, se llega a la villa. Ese enorme parque que hacia el sur alcanza hasta Piaza di Spagna, a Villa Medici; más allá a los jardines del Pincio; rodeando luego, a Villa Giulia, la Galleria d´Arte Moderna...
Caminando entre ellos resulta inevitable recordar la imagen de Roma que los viajeros neoclásicos ofrecían: esa estampa educada y melancólica que se trasluce en sus descripciones de la Roma del XVIII, la vida y las relaciones sociales que allí efectuaban. La diferencia estriba en que hoy en día estos lugares se perciben como una excepción. (Y así Mario Praz puede clamar, despechado, que es en vano buscar a Roma en Roma, desde que el tráfico rodado instauró su tiranía). Los jardines, el parque, están rodeados de una turbamulta de coches y autobuses que atraviesan la calle, poseídos de un divino furor y crean un rumor permanente.
Bajando las calles del parque hacia el actual Museo Borghese, la Villa Borghese, los nombres de los paseos, reavivan este recuerdo: una estatua sobre un pedestal blanco representa a Lord Byron. En el pedestal están grabados unos versos de Childe Harold- inevitablemente aquellos que hablan de la grandeza de Italia. Otro paseo lleva el nombre de Goethe; otro el de Sinckiemann. Otro, repite el nombre de Byron... En el parque no hay apenas nadie, en la soleada mañana. Un par de viejos solitarios leen el periódico. En un calvero una pareja escucha música y realiza exóticos movimientos. Otra, sobre la hierba, se acaricia. Un hombre de gesto arisco cruza con una cartera.
Al llegar a Villa Borghese descubrimos las mismas vallas, las mismas obras de siempre. Todo continúa igual. No se puede visitar el museo. Caminamos entonces por los raros pabellones que rodean la villa y que contienen unas raras pajareras de hierro. Inmediatamente nombramos un raro ejército de pájaros que los príncipes mantenían. Al remate de los pabellones, en una exedra que se abre al parque, figuran dos dragones amenazantes, de oscura presencia. Los dragones poseen algo de terrible y aristocrático, al tiempo, y recuerdan, extrañamente, al célebre dragón que en Bomarzo imaginara su anónimo artífice.
Hay una explanada soleada detrás de la villa, de los pabellones. En ella, bajo el sol de invierno, madres con niños se sientan en la solana, jubilados pasean leyendo el periódico. Una pareja de jóvenes, con el pelo rojo ambas, discuten en las escaleras de la torre que preside el recinto.
Por un momento, un tiempo otro, secreto y apartado. El tiempo de la infancia, el verano otras veces.
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