Citas en Madrid, algunos paseos. Con G. acudo una mañana a ese museo anacrónico y a trasmano que es el Etnográfico, en la trasera del antiguo Ministerio de Fomento.
Un raro paisaje en Madrid, por un momento. Pues de repente la ciudad se tiñe de algunos emblemas ilustrados, serenos, en medio del caos cotidiano, ese escenario menesteroso en que consiste normalmente la capital.
No hay obras a la vista. El Ministerio de Fomento posee el aire retórico y aficionado a los emblemas típico del XIX. El Museo al lado, en el Paseo de la Reina Cristina, se abre, tras los escalones sobre la calle, con una portada neoclásica. Al fondo, sobre la colina del parque del Retiro, el Observatorio Astronómico, un instituto científico, una balconada con aire de residencia de estudiantes. Hasta la nueva estación de Atocha tiene un aire metafísico, ausente. Y es un raro ejemplo de simbolismo, de retórica, en la ciudad desdeñosa, siempre en precario.
Paseamos por la exposición, por las salas del Museo. Pobre, bien montada, posee el gusto por la observación y la taxonomía propios del siglo XVIII también. Y la nostalgia por los mundos otros - Filipinas, las islas del Pacífico, en este caso - que hasta finales de siglo hubieron de perdurar, antes de la gran decepción.
El Museo tiene varias salas cerradas, unos despachos clausurados. Debe de ser agradable - y un poco claustrofóbico - trabajar en él, pasarse el día entre colecciones de antropología, herramientas toltecas, manuscritos descatalogados y mapas ilustrados en medio de la ciudad, tan lejos por un instante. G. me comenta de la sala de documentación de no sé qué instituto iberoamericano en La Cité, donde estuvo trabajando algún tiempo. Yo, no sé por qué, me acuerdo de las galerías de las ciudades de Tintín en nuestra infancia, pobladas de museos y de archiveros de este tipo.
A mí me encantan las máscaras rituales. G. se detiene en una suerte de altar del Día de los Muertos mejicano. Nos relata a los que vamos con él historias entusiastas de tan fúnebre y jocosa celebración. Luego, describe a unos visitantes atónitos el proceso por el que los jíbaros reducían las cabezas y las conservaban después. Los curiosos se marchan, un tanto cabizbajos, y no hacen preguntas. En unas vitrinas, en la sala de África, se guardan amuletos, cruces coptas, un icono etíope, torpe y fascinante. Luego, G. y una conservadora del Museo se enzarzan en una interminable discusión sobre altares mejicanos, los rituales del más allá y la obra fotográfica de Juan Rulfo entre medias. Yo me pierdo entonces en una sala lateral que muestra las vitrinas de clasificación, una interminable colección de calaveras numeradas y el esqueleto del hombre gigante de La Puebla de Alcocer tumbado en una urna. Hay vitrinas con carteles que no acierto a leer y placas dedicadas a la ingente labor de taxonomía del Museo. Cajas con objetos invisibles y ordenados, y un armario de fichas abarquilladas por el tiempo. Armarios sin abrir y una colección de azulejos varios, amontonados por el suelo... Uno imagina las tardes de clasificación, la interminable labor de ordenar el mundo mientras los días, indiferentes, transcurren fuera.
Bajamos luego por la Cuesta de Moyano. Buscando entre los mostradores G. encuentra algo: una edición del Consejo sobre viajeros del XVIII; un raro Deleito y Piñuela que está en precio. Yo, me tropiezo con una primera edición de Cela - que luego hojeo en casa y resulta ser un fiasco, a no ser como ejercicio de estilo. De vuelta por el Prado, sorprendentemente, el Museo Thyssen está casi vacío y así podemos entrar en la exposición de humanistas flamencos que siempre estaba abarrotada.
De toda la exposición, recuerdo la incurable melancolía de los grabados de Durero, un jinete maldito, unas villas amuralladas siempre; la utopía de las ciudades en el papel, la ciudad medieval - el reflejo de alguna vaga población que el artista recuerda, junto a la obsesiva nostalgia o el anticipo de la ciudad de Dios, la Jerusalén medieval.
Nos espera J. en la taberna. Yo intento recordar luego un cuento sobre un museo que transcurre de noche en una ciudad vieja cuyo escenario podrían ser las vitrinas, los estantes polvorientos del Etnográfico frente a la estación de Atocha. Podría ser el comienzo del "Péndulo de Foucault" de Eco, pero no es el relato que, infructuosamente, quiero ahora recobrar.
Luego, los demás se enzarzan en una discusión sobre Juan Rulfo y la región de Michoacán y los cristeros de la revolución mejicana, y decididamente pierdo el rastro.
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