viernes, 6 de enero de 2012

Arquitecturas efímeras



Catálogo.

La churrería de la calle Nicaragua.

Monumentos de un día, templos efímeros, trofeos fugaces... Si en algún momento la arquitectura ha servido alegremente a su cometido, libre de la solemnidad - y de las ordenanzas municipales - uno de sus lugares más inmemoriales - fugaz la memoria también - ha sido la churrería de la calle Nicaragua.

Se levantaba en esa fecha imprecisa que es la llegada de los fríos. En ese lírico instante aparcaba la furgoneta frente al solar que aún permanecía en la esquina con la calle Puerto Rico y allí asentaba su poética sustancia hasta la primavera siguiente .

Nada sobraba ni faltaba en ella. Desde el funcional cartel anunciador - "Churros Feli"- que cumplía a distancia su cometido simbólico, hasta el protector toldo de zinc, el escueto mostrador metálico y un remedo del constructivista Monumento a la III Internacional en forma de artilugio churrero en la esquina de la barra. Cumplida su función social y emblemática, la caravana cerraba las puertas hasta la madrugada del día siguiente. Era un consuelo saber que, a despecho de la oscuridad y las sombras, la churrería seguía allí, frente al solar, vigilante e insomne.

Ahora todas han desaparecido, suplantada su monumentalidad por alguna cafetería cercana e insoportable. Dios nos proteja del énfasis. Y de los planes modernos de urbanismo.



El solar de la E.M.T.

El urbanismo moderno no puede soportar el vacío. Ni la indefinición.

Pero hubo un  tiempo en que allá por el barrio del Santamarca aún existían los solares - y las quintas de las colonias de la pre-guerra. Uno de estos solares, el más funcional, estaba situado frente a la calle Ramón y Cajal, bajo las cocheras de los  autobuses de la E.M.T.

Territorio vacío e indefinido, el solar estaba parcialmente rodeado por vallas. Pero eran vallas finalmente simbólicas - al modo de esas puertas en medio del campo que no abren a ninguna parte - porque en cuanto rodeabas la calle se podía acceder a él .

Además de su función ceremonial, la valla del solar cumplía otra misión. Y era que protegía de las miradas de la acera los encuentros y las tardes que allí dentro tenían lugar.

Tampoco era para tanto. Pero un solar acotado bajo las cocheras de la E.M.T. permite ritos urbanos como encender una hoguera en invierno, llevar música de los Doors en un artilugio móvil, preguntarse por el tiempo cíclico y amenazar a los demás con leer una traducción de  "The lamb lies down in Broadway" - el recitativo de Peter Gabriel - a los presentes. Actividades todas que, francamente, nunca hubieran sido lo mismo fuera del solar cerrado.

Alguien puede decir que qué hace un solar, precisamente un espacio marginal, vacío y sin arquitectura, en un  repertorio de ésta. Pero eso es porque no ha leído el "Elogio de la sombra" de Tanizaki, ni ha comprendido el papel de los márgenes en la urbe  - y del paraíso, jardín cerrado desde siempre .



La casa con un jardín en la cuesta.

Nunca he visto la casa que tenía un jardín en la cuesta. La cuesta al parecer enlazaba en tiempos la calle Serrano con el paseo de La Castellana, allá por arriba del Paseo del Cisne. Siempre hemos conocido el paso elevado que unió, por encima del desnivel, la prolongación de Juan Bravo con la calle Eduardo Dato. Debajo de éste, como es notorio, se instaló un ordenado parque de esculturas modernas, que incluía a Sempere o Chillida, Alfaro y Manuel Rivera, Palazuelo o Torner. Una cascada inspirada por el geometrismo abstracto hacía un ruido del demonio, aumentando el fragor de los coches que pasaban por encima. Pronto fue eliminada - la cascada informalista, no los coches. Siempre habíamos pensado que el origen era ese: los puentes elevados para unir las vías de circulación y el informalismo abstracto.

Pero un buen día, G., que había nacido en el barrio, me contó que, antes del scalextric - o sea, antes de la Creación - aquella zona habían sido unas calles en cuesta y en curva, sombrías y destartaladas, llenas de árboles y de jardines, en las que a la mitad - o en una esquina de la cuesta - se erigía una misteriosa quinta, con un parterre seco y las ventanas cerradas.

Nunca pude conocerla. Desde entonces sueño con nostalgia con la casa con un jardín en la cuesta. Antes de la llegada de la geometría a la ciudad.



Casa Carretero

Una taberna que se precie huye del  funcionalismo como de la peste. Su territorio está lleno de espacios vacíos, a trasmano, inútiles y en sombra. De comedores vacíos y de trasteros que nunca se han usado para nada. O de una sala que se abrió cuando la coronación del rey Alfonso y desde entonces aún está esperando al siguiente. Si el público está incómodo que se vaya a otra parte.

También huye de la eficacia económica. Su actividad es una presencia ceremonial y litúrgica, en cierto modo. Inútil e ineficaz - las tabernas marcaban la ciudad cuando ésta aún nada sabía de la Declaración Universal de la Renta.

Casa Carretero estaba situada, como todo el mundo sabe, en la esquina de la calle Orellana con la de  Argensola, inmediata a la Plaza de la Villa de París. El primer día que entramos en el bar nadie nos sirvió nada. Cuatro parroquianos hablaban en voz baja y el tabernero, que era soriano y cojo, ni nos miró siquiera. Nos tuvimos que marchar. (Alguien contó, pero es posible que se trate de una leyenda, que en una de esas primeras intentonas al preguntarle al mesonero que si le podría poner dos vinos, éste le contestó: "Aquí no hay vino". Es posible que sea una hipérbole).

Una taberna llena de habitaciones en sombra en la trastienda, con veladores de mármol, vacía a excepción de cuatro iniciados - sorianos todos, por lo que supimos más tarde - y con un mostrador luminoso con botellas de la época del cerco de Numancia, no la íbamos a dejar escapar así como así. De manera que regresamos.

Un ritual de iniciación tabernario - anterior a la época de la Bauhaus - requiere de ciertas leyes, precisas e inexorables. Las cumplimos todas, creo. La primera es nunca intervenir en la conversación de los parroquianos con el tabernero. La segunda, esperar pacientemente a que el oficiante nos pregunte si queremos tomar algo - operación que puede demorar un tiempo anterior a la época de las vanguardias. La tercera, no sentarse de momento. Las mesas, aunque vacías, estaban silenciosamente vedadas a todos aquellos que no pertenecieran a la Logia. La cuarta, medir la propina al marchar - ni por exceso, ni por defecto. Pagar sin retórica y decir buenas noches al salir. Todo teatro es excesivo .

Al final, todo acaece, según las leyes del rito, no de la Necesidad. Así, no hablaré del día en que ya nos sentamos en los taburetes, de la mesa de la esquina que ocupábamos cotidianamente, de la invitación a vino a la que un día el sacerdote celtíbero nos agasajó... Ni del día, ciertamente memorable, en que Doña Concha, su mujer, sacó unas raciones de callos a la barra - sólo reservadas para la Guardia Real - y nos invitó a probar.

De las salas reservadas de atrás, de la cocina iniciática, de los trasteros con sillas, de las sombras de la noche, nada diré tampoco. Era una época en la que a la ciudad todavía no había llegado la Inspección Municipal, y la diosa Necesidad - en forma de franquicia hostelera - aún no había sentado sus reales en ella.





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