miércoles, 31 de octubre de 2018

Los viajes del otoño




( fot. Juan Rulfo)

Hay mucho ruido ahí afuera.

 R. envía las fotografías de una fiesta que ha tenido lugar en su casa de Brooklyn. En la sala alguien había colgado unas máscaras de la fiesta del Día de los Muertos mejicano. Mezclaban como siempre la helada sonrisa de las calacas con unos adornos florales que invitaban a la danza. Y a bajar a la calle entre fantoches y esqueletos beodos que se agitan, los disparos de la pólvora y el fondo de la muerte detrás de ellos. Brooklyn, tras las ventanas, parecía un lugar atractivo entre las luces de la noche y una niebla que se resistía, me dijo R., a abandonar las calles en todo el día.

Sería casualidad. Nosotros habíamos estado comiendo ese día en un restaurante mejicano que se llama Comala, y está situado en una acera luminosa inmediata al Museo del Prado. Con nosotros venía el licenciado García, profesor en el DF, que al llegar al lugar vio el nombre e inmediatamente recordó a Pedro Páramo, el ausente personaje de Juan Rulfo.

- Éste era el lugar en donde vivía, o moría, Pedro Páramo - nos señaló.

Ya lo sabíamos. En una esquina del local habían escrito las líneas donde se relata la llegada a la ciudad fantasmal.

" - Hace calor aquí - dije.
- Sí. Y esto no es nada - me contestó el otro -. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte, cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija".



(fot. Juan Rulfo)

C., que venía a la comida, recordó un Día de los Muertos interminable en la ciudad de México. Su descripción en algún momento rozaba lo irreal - hasta el punto de que alguien se quedó escuchándola pensando que estaba recitando el fragmento de una novela. No era así, y C., que es científica al fin y al cabo y ha viajado por los parajes más remotos de la Península del Yucatán, aseguró que era incapaz de fabular nada, después de toda una vida entre matraces de alquimista y fórmulas químicas. Yo la creí. Pero su relato se empezaba a parecer sospechosamente a la narración de otra jornada delirante y excesiva - e irreal al fin - la del Día de los Muertos en la ciudad de Cuernavaca, aquélla en la que encuentra la muerte el cónsul Geoffrey Firmin en las obsesivas páginas del Malcolm Lowry de Under the Volcano.

Alguien la recordó. Recordó la versión delirante y excesiva también del cineasta John Huston, en la que, afirmaba, si el cónsul hubiera consumido todo el alcohol que en las imágenes trasiega, se hubiera convertido en la piscina consular de Cuernavaca. Era posible - ya lo habíamos comentado en otra ocasión. Pero la escena final, la del encuentro en la oscura cantina, era una de las escenas más violentas, sorda y contenida, que yo recordaba de la historia del cine. Sin que en ella apareciera en ningún momento esa ordinariez moderna de la evidencia: los cuchillos o la sangre que ocupan la pantalla.



(fot. Juan Rulfo)

John Huston, comentó A., la exquisita pintora pública y secreta lectora privada, tenía debilidad por filmar lo infilmable. Había intentado recoger el delirante relato de Malcolm Lowry y la postrera jornada del cónsul en una película, como si tal cosa se pudiera relatar en imágenes. Había rodado, convinimos, por lo menos una escena memorable. Más aventurado había sido su intento de recoger en otra película - que resultó, de forma certera, póstuma - el relato de James Joyce "The dead". En el cual, y en contra de las leyes de la narración cinematográfica, no ocurre nada. Excepto la nieve cayendo sobre Irlanda. Sobre los vivos y los muertos.

Yo no tengo la culpa de que me provoquen y de las fechas. En la antigua Atenas, evoqué, se cerraban por ahora todos los templos. Estábamos cerca del solsticio de invierno, había surgido el tema, y entonces me tocó recordar el memorable párrafo - la escena final que vale por toda la película de Huston - en el que James Joyce anotaba que:

"(...) Nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía nieve sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos".


( fot. Juan Rulfo)

Se acerca el día de Difuntos. F., amigo común, envía otra fotografía de una comida en una casa rural del Alto Jura, en donde, tras las botellas de un Borgoña insultante, los niños se han vestido de esqueletos infantiles y alguien ha colocado una calabaza iluminada en el centro de la mesa. Intuyo que el Chateau Gaudou que están bebiendo, y el humo de la fuente de boeuf Bourguignon al fondo, les habrán impedido recordar que en realidad están reproduciendo la  festividad del Samhain celta, la fecha en la que el paso entre los dos mundos se abre, y los muertos acceden a los vivos. Y al revés.

En esa comida no parece haberlo advertido nadie. En la mesa, el licenciado García nos comentó que la fecha del día de Todos los Santos se superponía al tradicional calendario solar mexica. P. experto en costumbres madrileñas - y en relaciones internacionales, pero esto es secundario ahora - comenzó entonces a contarnos de las ceremonias más cercanas previas al día de los Difuntos, en el no menos exótico lugar de Carabanchel, su barrio natal.

Enmascarado por el adocenamiento actual, en el relato de P. sin embargo el barrio de Carabanchel surge de pronto como un escenario críptico y secreto, cuando aún pervivían los antiguos hoteles del lugar, y en donde los habitantes se encontraban a diario en el no menos críptico ritual de las tabernas de la Avenida del General Ricardos. Había algo en su descripción de homenaje a una vida secreta y cotidiana en las calles del antiguo pueblo más allá del Manzanares, ocupadas por unas villas con jardín y verjas de hierro, la vida adentro, y unos colmados que aún recordaban algo el escenario manchego y labrador de donde habían surgido.

En los relatos de P. inevitablemente siempre huele a humo. A corteza de cerdo, torreznos y boquerones fritos - aroma no menos tradicional en una jornada, la del 2 de noviembre, en la que los habitantes descendían en silencio a los cementerios de este lado del río, bajo las anónimas calles del pueblo.




( fot. Berta de la Vega)

B. regresa, nos cuenta luego, en su lugar de unas jornadas en Hervás, el pueblo extremeño en lo alto de la sierra de Béjar, el valle del Ambloz a sus pies. No había comenzado el frío aún y sus fotografías luminosas habían recogido la admiración por las intrincadas calles de la judería, las cercas de pizarra, la sombra entre las casas de piedra. Le brillan de nuevo los ojos. No ha llegado el invierno a ellos, comenta C., la científica ajena a la lírica, según afirma ella.

En algún lugar alguien nos ha invitado de nuevo a París, este otoño. A Toulouse o a una ignota librería de Roma. A. debería ir al Pacífico, a una exposición de sus cuadros. C. tiene un nuevo congreso en Cartagena de Indias o la Martinica, no sabe muy bien. A B. le han propuesto un reportaje fotográfico sobre Oporto, la ciudad y los puentes. El licenciado habla de regresar a Chiapas - de donde salió vivo de milagro en una excursión antropológica y alcohólica que aún recuerdan en la zona. A P. le han propuesto viajar al Perú, para no sé qué conferencias en un lugar que no sale en los mapas. No hay gallinejas ni vino de Arganda, ha indagado ya.

Comienza a llover. En el pueblo preparan ya estos días los buñuelos de aceite y crema, los huesos de santo, las flores para llevar al cementerio, unos trapos ásperos que utilizan para limpiar las lápidas todos los años.

Cuánto ruido allá afuera. Que viajen ellos.



(fot. Berta de la Vega)



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