Nombraba un paraje remoto en el altiplano andino, la desolación del viaje, la inutilidad del olvido, una geografía sin redención posible... En su momento el artículo me impresionó, en su nitidez. Tiempo después, no me acordaba del título.
Curiosamente, tantos años más tarde, habíamos estado evocándolo en una comida con J., que todavía lo recordaba. J., con su memoria inagotable, nombró de nuevo aquel viaje imposible al distrito andino del empresario manchego con el torero Curro Vázquez, yerno de Domingo, la corrida de toros en Guayaquil a la que no asistió el apoderado - "Id vosotros. Yo os espero aquí" - y la espera, ya interminable, en el hotel. En el entreacto Domingo se había disparado un tiro. Antes, había sido el exilio voluntario del mayor de los Dominguín. Habían sido también sus empresas taurinas y de las otras, su antigua militancia comunista, la generosidad con todas las empresas perdidas. La insolencia, el desparpajo, el desgarro de aquella época. Las amistades de Domingo Dominguín, su relación con Juan Benet, José María de Quinto, Jorge Semprún, Rafael Sánchez Ferlosio o Ignacio Aldecoa... Y el nombre de ese lugar imposible en el distrito de Pichincha que no figura en los mapas: Cayambe.
J., cómo no, recordaba perfectamente el texto tanto tiempo después, y aún podía nombrar su excelencia. Y su nítida melancolía. "Una tumba en Cayambe", me precisó, apuntando el título. Del autor no hubo de decirme nada, porque ambos lo recordábamos: Juan Luis Panero.
En algún lugar, Juan Luis había escrito: "De un cielo gris y de unas nubes grises caía una interminable llovizna gris sobre las casas y las calles grises mientras caminábamos hacia el cementerio". Y, más adelante: "Nadie se ha suicidado tanto como él. Lejos de su mundo y de su gente, del sol y del toro, a casi tres mil metros en el húmedo altiplano y bajo el volcán, aquella tumba era la certidumbre de la lejanía, el emblemático símbolo del más allá".
Ahora sabemos que eran otros tiempos. Juan Luis Panero aludía a una mitología de la época que él, por edad y costumbre, había conocido perfectamente. En ella flota, vista desde ahora, un como aire constante de desgarro y alcohol, cigarrillos en todas las fotografías, empresas tremebundas, la facilidad de la prosa y un fondo de bodega flamenca y respuestas feroces. Domingo Dominguín había sido uno de los personajes de aquella representación. Y el poeta recogía en un texto memorable el final de la fiesta, la desolación del escenario cuando la función ya había terminado.
La distancia olvida luego la banalidad, los tiempos muertos. De aquella época ya remota de la posguerra, uno tiende a configurar un paisaje en el que los escritores beben continuamente, y continuamente se reúnen en la bodega de la calle Válgame Dios - si se trata del grupo postista, y de sus adláteres -, en la tertulia del Hotel Suecia, cuando el catalán Carlos Barral acude a Madrid; en las tabernas del río Manzanares donde el novelista García Hortelano tiene su feudo; o apuran el fondo de la bodega de Heidelberg o Gambrinus, los dos restaurantes alemanes de la posguerra en la calle trasera del Congreso, que Juan Benet había recreado, en una memorable evocación de la figura del novelista Luis Martín Santos, en su Madrid hacia 1950. Cercano al Retiro, el grupo más cercano al Partido, recordaba el escritor José Esteban, tenía su lugar de encuentro en "el café Pelayo, que estaba en Menéndez Pelayo, esquina a Alcalá. Allí nos reuníamos con Domingo y Federico Sánchez, Gabriel Celaya y su mujer Amparito, Armando López Salinas, Jesús López Pacheco y Alfonso Sastre".
La figura del empresario taurino, comunista y miembro del clan Dominguín, Domingo, surge constantemente en esas páginas. Aparece en otras descripciones del escritor Juan Benet de la época, en las conversaciones y relatos que por medio de Josefina Aldecoa o de Carmen Martín Gaite, o de los contertulios, ya decrépitos, del café Gijón, pudimos oír en algún momento.
El artículo de Juan Luis Panero se publica en los 80. Eran otros tiempos, también. Eran fechas en los que aún se podía editar con fondos públicos una revista como Quites, con sobrecubiertas ilustradas por Ramón Gaya, separatas internas y grabados originales de Alfonso Albacete, Miquel Navarro o Manuel Sáez. O dibujos del propio Gaya o Richard Serra. Y reproducciones de antiguos carteles y de anuncios de específicos de la España anterior a la guerra. Y que incluía artículos de José Bergamín, Ignacio Sánchez Mejías, Carlos Marzal, Francisco Brines, Fernando Quiñones y demás.
El tiempo ha transcurrido mal para esta literatura taurina. Heredera del modelo de la prosa del 27, en un intento de retomar el hilo culto del toreo, su retórica envejece mal. Los juegos de palabras de José Bergamín; el conceptualismo pretendidamente brillante en torno a una actividad tan feroz y tan cargada de símbolos como el toreo se leen con harta fatiga ahora. Curiosamente resisten algunos textos de los eruditos taurinos, sin pretensiones literarias, y en donde figura todavía uno, excelente, que hablaba de la tradición de los banderilleros valencianos, y estaba firmado por el crítico José Luis Benlloch. Y en el que, entre otras cosas, se recogía la fascinante leyenda de Blanquet, uno de los mejores subalternos de la historia , el torero dueño de los augurios - y al cual habría de dedicar, entre otros, el escritor Jorge Cela Trulock una atractiva novela corta.
(Enrique Berenguer, Blanquet, el legendario
banderillero, había figurado entre otras en las cuadrillas de Joselito el
Gallo, de Manuel Granero y de Ignacio Sánchez Mejías. Cuenta la leyenda que
estando en la plaza de toros de Talavera aquel aciago 16 de mayo de 1920 el
peón, aterrado, percibió un persistente olor a cera, que se iba extendiendo por
todo el callejón. Advirtió a su matador de aquello. Pero el torero, Gallito,
salió a torear en la que sería su última tarde, frente al toro Bailaor
de la viuda de Ortega.
La escena se repite dos años más tarde en la madrileña plaza
de toros de la carretera de Aragón. Blanquet advierte a Granero, el joven
espada valenciano, del intenso olor a cera cuando se dirigen por la calle de
Alcalá en el coche de caballos. Se habían detenido a hacerse una fotografía.
“Manuel, ésta es la última fotografía que te haces”, cuentan que le dijo,
sombrío, al torero. Esa tarde el toro Pocapena acaba de una cornada con
la vida del matador– en la que dijo el novelista Hemingway “Nunca había visto
una muerte tan terrible”.
Cuando unos años más tarde el banderillero perciba de nuevo
el aciago olor a cera y advierta a su matador de entonces, Ignacio Sánchez
Mejías, de aquél, de nuevo no le harán caso. Aquella tarde no ocurrió nada en la
plaza de La Maestranza y los compañeros se mofaron de la superstición
del banderillero. Era él mismo quien moría, al día siguiente, en el tren camino
de la plaza de Ciudad Real).
Es lo que tiene el género histórico: que es uno de los que mejor resiste el paso de la historia. De la prosa retórica del resto, de sus peripecias ensayísticas, apenas se sostiene nada .
Para el común de los mortales Juan Luis Panero había sido principalmente el hermano oscuro, el más discreto, de aquella saga de los ochenta que había iniciado Chávarri con su película El desencanto. Seguramente era el mejor poeta de ellos.
Estrenada en 1976 la película tuvo su cartel y su leyenda entonces. Tantos años después quién podría volver a verla... A quién le interesaría ese juego, existencialistas tardíos, de destripar los juguetes para ver lo que hay dentro. En aquel momento tuvo su público. Una familia de la burguesía leonesa, como los Panero, descendientes de uno de los más notables poetas de posguerra, Leopoldo, y relacionados con toda la intelligentsia de aquellos años, se dedicaban a demostrar que las muñecas por dentro estaban hechas de tela, serrín y alambres. Pasado el asombro del estreno, el poeta Claudio Rodríguez, dueño de un castellano nada ambiguo, les escribió: "Sois unos señoritos de Astorga y nada más". Lo mismo, más o menos, había opinado antes Gil de Biedma, al referirse a Leopoldo hijo como "un señorito sablista de Astorga".
En el estreno de la película la madre, Felicidad Blanc, había tenido el impagable detalle de invitar al poeta Luis Rosales, el compañero íntimo de su marido, a la misma con la encantadora frase de: "Ven, Luis, que te va a encantar la película". Ni él, ni ninguno de los antiguos amigos, volvió a dirigir la palabra a los Panero.
El nouveau realisme, el minucioso análisis de lo insignificante... Era el ambiente de banalización de la época. Causó furor en cierta literatura. Inundaba los filmes con mensaje y las conversaciones de café sobre cualquier tema - sobre la alienación, fundamentalmente. Alguien descubría, por ejemplo, que en la trágica relación de Abelardo y Eloísa había existido también un momento de hastío - un catarro, un dolor de estomago, barro en las botas - y se lanzaban, como el gran descubrimiento, a desmenuzar, en medio del relato memorable y fatal, la presencia del lodo en las ropas, como una interminable revelación de lo insignificante.
La intelligentsia acudía a ver películas como la bergmanesca y minuciosa Secretos de un matrimonio. O Blow up, la tediosa cinta de Antonioni - que más tarde descubrimos, no sin cierto asombro, que había sido extraída de un excelente relato de Julio Cortázar - que figuraban en la lista de películas de culto. O la saga interminable de filmes españoles en los que todo lo que sucedía era el vacío de la tarde aburrida de un individuo tedioso.
De la película El desencanto, sobre los niños y la madre Panero - bastante tediosa también- surgió una generación sonriente a la que le había sido revelado el hastío de una familia, y la impudicia de la gauche caviar de aquellos años. Y la consoladora confesión de que en todas partes cuecen habas.
La familia Panero pasó, de alguna manera, a formar parte del imaginario oscuro de la época. Y personajes como el maldito Leopoldo María - buen poeta a ratos - o el ocioso Michi parecieron en algún momento compartir algo de su intimidad con todos aquellos que la habían descubierto una tarde en el cine.
Eran tiempos en los que se podían repetir impunemente frases como "Un cuadro es ante todo una superficie recubierta de colores". O "La literatura se hace fundamentalmente con palabras". Y quedarse tan anchos... Claro que en algún momento El año pasado en Mariembad fue celebrada como una película de culto, y se afirma que hubo quien había repetido con Hiroshima, mon amour. Dicen que hubo incluso alguien que leyó a Robbe Grillet. O a la Kristeva, que no se sabe que era más meritorio...
Apoteosis de la banalidad. Celebración de lo mínimo, descubrimiento insufrible de que en la superficie de las telas del Giorgione también hay polvo, y el barniz se ha oscurecido con el paso de los años... ("Nada ocurre, dos veces", había comentado el crítico Vivien Mercier el estreno del Esperando a Godot de Samuel Beckett, emblema del teatro del absurdo de la época).
Al cabo de bastantes años el director Ricardo Franco quiso filmar una segunda parte de El desencanto. Juan Luis Panero se negó a participar en ella. Se había desmarcado hacía tiempo de una mitología madrileña en donde sus dos hermanos figuraban - junto a personajes como Eduardo Haro Ibars o Carlos Castilla del Pino, de los que nadie recuerda un solo texto - como actores legendarios de un relato nocturno que incluía respuestas feroces, borracheras sin cuento, una perenne insolencia y lugares de culto como La Vía Lactea en Malasaña, el café El Universal al lado de Barquillo o las noches del Cock, donde siempre te encontrabas con alguno de ellos - y tenían la mesa de enfrente de la barra reservada, encima.
Más allá del Cock, de Juan Luis Panero nos llegó, de pronto, algún libro de poemas, alguno de ellos editado en la impagable Renacimiento, la editorial sevillana del bibliófilo Abelardo Linares.
De dónde surgía en la época, de repente, aquella poesía culta y azarosa... Cómo apareció, de pronto recogida en la célebre antología de Castellet, la de los "Nueve novísimos poetas españoles" de 1970, aquella literatura culta, elegíaca y memoriosa en medio de todo aquello, el escenario en blanco y negro que representaba la época...
Frente al relato oficial de la posguerra, alguien había decidido que el poeta más legible de toda la nómina del 27 había sido al fin el menos metafórico, el menos reconocible de ellos: Luis Cernuda. Al que en tiempos otros habían desdeñado con la etiqueta de "un poeta inglés traducido al español". Alguien había de pronto revelado estar en posesión una exquisita cultura literaria - más allá de los homenajes oficiales, en Madrid o en el París "de la resistencia" a los autores de la literatura del compromiso - y descubría que sus lecturas habían sido el T. S. Eliot del siglo XX, Ezra Pound, Cesare Pavese, Drieu de la Rochelle, Salvatore Quasimodo, Ungaretti o la tradición lírica del romanticismo que en su día ya había traducido Cernuda: a Keats, a Heine y a Shelley. Y sobre todo la lectura de un Constantino Kavafis, del que en su día José María Álvarez había publicado una excelente - e imaginativa - traducción.
El modelo del tiempo absorbente, - "las exigencias de nuestro tiempo" como figuraba la convocatoria del Premio Formentor de novela- la relación con un tiempo y un lugar: la historia española, el fantasma de la guerra, la pesadumbre de la Europa de posguerra... habían sido rotos, de pronto. Y en su lugar surgía un relato - que alguien calificó como post-histórico - del instante: fragmentario, interrumpido, azaroso.
Y frente a la ruptura de los grandes nombres - el hombre, el pueblo, el progreso, la historia - surgía entonces un relato caprichoso, cuyo único interés era una narración literaria, ejemplar. De los demás, en forma de cita o alusiones a los personajes y lugares de la historia de la cultura. O autobiográfica, en forma de narración de la memoria personal y de sus momentos ejemplares.
Juan Luis Panero los había conocido a todos. Había coincidido con el Luis Cernuda del exilio en Londres - alguien habló de una vaga relación del sevillano con Felicidad Blanc, la madre del poeta, altamente improbable - y con T. S. Eliot - al que definió como "un educado espantapájaros".
" (...) - mi padre y aquel educado espantapájaros, sentados
en sus butacas de cuero, hablando en aquel extraño idioma -,
en el 102 de Eaton Square, Londres 1947".
Pero también había conocido a Borges y a Octavio Paz. Y a Salvatore Quasimodo. Y la casa de Velintonia, el santuario de peregrinación de aquellos años, donde Vicente Aleixandre recibía a los que hasta allí se asomaban. Y a Joan Vinyoli en Barcelona. Y a Pepe Bergamín frente al Palacio de Oriente. Y, decía, a Anton Pavlovich Chejov - a quien encuentra imaginariamente en un poema. Y a Calvert Casey, que acaba de morir. A Jorge Gaitán, en Bogotá. A Francisco Brines, con quien coincide en Sevilla. A la memoria de Alfonso Costafreda. A Carlos Barral, en Roma. A Bioy Casares en Buenos Aires... Y a su padre, Leopoldo Panero, en un homenaje póstumo en la segunda reedición de sus poemas.
La Historia, la tiranía del tiempo y sus grandes nombres, se habían roto. En su lugar quedaba este relato de fragmentos, de nombres significativos. Los demás no cuentan. El fervor por el tiempo inmenso, cotidiano, de la banalidad y su interminable exégesis - al modo de las tediosas memorias de un Sartre, santón de la época y de los centones interminables del tedio - se había quebrado. En su lugar, el instante, sin más referencias; las figuras -cultas- del significado.
Y un relato personal que se inscribe en esta teoría del fragmento, del momento en que surge el sentido frente al hastío, el aburrimiento.
En la poesía de Juan Luis Panero sólo existe un género: el de la elegía.
El relato en segunda persona es uno de sus procedimientos - lo había practicado, entre otros, de forma memorable, el Luis Cernuda de Ocnos. (O el de Peregrino, más tarde ).
Ahora puedes mirar, con la acuciante intensidad
con que se mira aquello que ha de perderse para siempre,
la casa, la cansada escalera que subió tu niñez (...)
enunciaba en Última visita a Manuel Silvela el poeta.
La enumeración es otro de los procedimientos clásicos, ejemplares, de lo elegíaco.
En su recuento, la melancolía del instante, los lugares, los nombres perdidos, sin más asideros en el tiempo que su cita, su reducción final a un nombre:
Una casa vacía, otra derrumbada,
un niño muerto al que le cuentan cuentos,
despedidos fantasmas que se desvanecen,
ceniza y hueso, piedras derrotadas.
Cuartos alquilados, repetidos espacios fugaces,
las huellas de los cuerpos en las sábanas,
una pesada resaca sin destino,
voces que nadie escucha, imágenes de sueños.
Innecesarias páginas, gaviotas en la ventana,
mar o desierto, blancos despojos,
signos y rostros en la pared de la memoria.
Sucias pupilas de sol en México, tercos
los ojos redondos de la calavera
contemplan pasado, presente y futuro,
sombras tenaces, metáforas gastadas.
Miro sin ver lo que ya he visto,
humo disforme que se esfuma,
invisible mortaja bajo nubes fugaces.
Humo en la noche y la nada instantánea.
Era su Autobiografía, del libro Los viajes sin fin, editado en 1993.
J.L. Panero se había refugiado desde 1985 en Torroella de Montgrí, el pueblo gerundense de estos años postreros. Allí muere, en el último septiembre. Desde el distante refugio de este tiempo restarían los nombres, la enumeración de tantos rostros y tantos lugares. Era una forma de la enumeración, de la elegía.
Antes, a su regreso de la melancólica visita al cementerio de Cayambe, el poeta había escrito: “Busqué el único bar del pueblo y a punta de un dulzón aguardiente ecuatoriano dejé caer el telón sobre tantas visiones de la desolación y del fracaso. Al día siguiente, de regreso a Quito, empecé un poema que nunca pude acabar y en que hablaba de todo esto que ahora cuento”.
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