lunes, 14 de diciembre de 2015

Diciembre

 
 
 

En un relato de J.L. Borges éste contaba cómo un cúmulo de notas y objetos sin sentido para el protagonista dibujaban al final algo así como un paisaje definido. "Este paisaje - nos advertía - era quizá el de su propio rostro".

Existe siempre la tentación de pensar que lo disperso está dibujando algo así como un paisaje en el fondo, cuya imagen se va a desvelar en algún momento, más tarde... Quizá no sea cierto. Quizá no se dibuje nada, excepto la confusión inicial.

Así las lecturas, los libros de estos días en que las tardes se van acortando, irremisiblemente. "No estoy leyendo nada", es la respuesta indefectible que asoma cada vez que, entre viaje y viaje, alguien nos pregunta por ello. Quizá no sea cierto del todo. Algunos libros, de pronto, se relacionan con otros momentos, otros lugares.

Así el encuentro insospechado con una obra para mí inédita del propio Borges en una trattoria de la ciudad de Milán. En la reforma del establecimiento que, según nos contaron, había tenido lugar tras un incendio reciente, habían colocado a lo largo de las paredes una estantería de libros variados "que los clientes pueden llevarse". Ante nuestra sorpresa uno de los títulos es un ensayo sobre poesía del escritor argentino, "L´invenzione della poesia", que uno, que vagamente presume de conocer la bibliografía de aquél, nunca había visto citado en ninguna parte. El volumen, de la editorial Mondadori, no indica el origen de los textos ni la fecha de los mismos, que descubrimos luego corresponden a una serie de conferencias que impartió en la universidad de Columbia, en el año 1971 probablemente .

En los textos, la impagable finura como lector de Borges: las referencias a una fascinación inagotable cuyos nombres son Homero, Virgilio, Dante o Thomas de Quincey. Pero también Chesterton, Stevenson, Kipling o el recuerdo de Lugones, entre otros. Y la alusión continua a la antigua poesía sajona, unos versos épicos y alucinantes, que nos hacen recordar el antaño feliz descubrimiento de sus "Literaturas germánicas medievales" - y sus referencias a las metáforas épicas de las mismas, que reaparecen una y otra vez en las conferencias, tan nítidas como su obra. (Esta fascinación por la palabra exacta, y alucinante, era el tema, lo recordamos luego, del relato "El espejo y la máscara", con el desasosegante encuentro del Rey y un Poeta tras la batalla de Clontarf ).

 
En un café de Milán leer de nuevo, con una cierta sonrisa, la admiración, que nunca entendimos muy bien, del escritor argentino por su maestro en el Madrid de principios de siglo, el sevillano Rafael Cansinos Assens. Si alguna vez había citado ésta, en las conferencias americanas aparece reproducida y signada, junto a la consideración que la obra del escritor y traductor le merecía. No sabemos qué pensarían en la Universidad de Columbia. En las calles milanesas hay algo de irónico en el recuerdo de pronto de un Cansinos, a quien en algún momento todos leímos, y quien, tras las batallas ultraístas - y las de la guerra civil, más tarde - se refugia, póstumo en vida, en su domicilio de la calle Menéndez Pelayo. Y en sus evocaciones del Viaducto madrileño, nocturno y con algo de póstumo también.

En la trattoria milanesa aparecen también, entre otros, sobre las baldas del comedor una Ricerca della lingua perfetta de Umberto Eco, junto a Una Biblioteca della Letteratura Universale de Herman Hesse editada por Adelphi, títulos que inmediatamente pasan a formar parte de la colecta de la cena. Y del catálogo, impagable asimismo, de los libros que aguardan a ser leídos, sin fecha.


Referir los libros a los lugares... En un café del Boulevard Saint Germain, una tarde luminosa, iniciamos la lectura, que luego ha proseguido en otra terraza madrileña, del ensayo de Umberto Eco Arte y belleza en la estética medieval. En París esos días había redescubierto un a modo de paisaje universitario, por referirlo de alguna manera, en la que diversos personajes de semblante serio se sentaban en las mesas de los bulevares con un libro ignoto del que por principio no alzaban la vista. Yo para no ser menos esa tarde me había situado también con una edición de versos de Yeats en una traducción detestable, que abandoné al primer intento.

El ensayo de Eco, recordamos, se inicia de una manera polémica y sugestiva enfrentándose a los tópicos más usuales de la historiografía al uso. Esto es, a la supuesta ausencia de una percepción de lo sensible en la época. Junto a la también supuesta configuración del discurso medieval como mera recreación de la Patrística, la exégesis bíblica o el comentario a los restos que del pensamiento clásico se habían conservado en la erudición de aquellos siglos, supuestamente oscuros.

No es mal comienzo para un libro, la sosegada y un punto irónica defensa del pensamiento medieval frente al tópico de su reiteración, monótona y siempre ligada a la Auctoritas... Tampoco lo es el formato del libro, antes un compendio de carácter histórico que un supuesto ensayo original y, siempre, un punto escandaloso. La prosa del texto, como de discurso ya reflexionado y sabido unos cien años antes, se presta a ello. También la fascinación de los temas, o su presencia inactual. Como aquel capítulo que refiere la cuestión de la belleza a su carácter metafísico. Y no a la casi absoluta relación con el arte - lugar casi exclusivo de la estética moderna que, de pronto, aparece ligado a la apariencia, sospechosa trivialidad de su relación con el artefacto - la representación en un escenario, banalizada de repente.

O la ya repetida discusión, que se reitera en otro lugar del libro, sobre el concepto de símbolo o alegoría. Leída ya ésta última en una chimenea con ventanas sobre el campo - lugar apropiado sin duda para recordar el antiguo universo de la significación delirante: aquél en que signos, acontecimientos, discurso y objetos al fin, siempre remiten a una otra cosa. A una alegoría universal, al cabo.


Libros, lugares... No estamos leyendo nada, repetimos luego. En la Cuesta de Moyano encuentro la segunda edición, ampliada, del clásico de José Carlos Mainer, el Falange y Literatura que adquiero a un precio razonable. De entre el ensayo, tan sugestivo, sobre la supuesta constitución de un discurso del fascismo en aquellos años - bastante discutible y cargado de unos matices que sólo el conocimiento de unas ciudades como la Pamplona carlista o la Salamanca clerical de la época pueden explicar - la referencia siempre atractiva a unos escritores, alguno excelente en el instante, a los que el tiempo y la Fama postergaron. Y que a otros condenó para siempre al olvido, fuera del juego curioso de la pura erudición. Literaria y de las otras.

Las descripciones del Bilbao de un Sánchez Mazas, las de la Pamplona en armas de García Serrano; el Madrid aristocrático del conde de Foxá... Dejo el libro para seguir leyéndolo en Madrid. Siempre hay algo sugestivo en poder comentar con los que aún lo recuerdan cuál era el local del bar Or-Kom-Pom, en el que se escribiera en una tarde el himno de la Falange. Dónde estaba el Hotel Florida. La terraza del café Varela. O cuál era la tertulia de la Ballena Alegre - en cuyos últimos episodios editoriales leímos no pocos de nuestros primeros libros infantiles.

Quede el ensayo literario y falangista en la ciudad, cuyos lugares, ay, han desaparecido también, junto a los protagonistas de la obra.

 
En una librería en la plaza de San Boal en Salamanca encuentro más tarde una rara edición de textos varios de Walter Benjamin, "Estética de la imagen", de editorial que ignoro, algunos muy conocidos junto con otros más raros, y otros francamente insólitos.

De la relectura de alguno de ellos, bastante tiempo después, una vaga sensación de irritación que al principio no acierto a desentrañar y al cabo quiero definir como la sorpresa de la contradicción. Pues en varios de los artículos que estoy leyendo, alguno inédito, algún otro citado en la crítica de arte de una época, me encuentro con una constante perplejidad que se refiere, en todas las líneas y en los párrafos arbitrarios, a la presencia de un estilo que no sé calificar sino de contradictorio. Y a la presencia - o la ausencia - de una exposición cuyo desenlace, si es que existe en alguna parte, manifiesta la misma fragmentariedad, la contradicción del principio... En algún lugar de la obra del alemán queda el destello del acierto de un discurso que recogía los lugares de la fotografía, la ruina, la arquitectura comercial o la serialidad de los objetos del arte como varios de los pasajes que iban a ser fundamentales para el arte contemporáneo.


Entre viaje y viaje y los distintos escenarios, los libros a los que se vuelve siempre: algún Mircea Eliade, un manual de Pierre Grimal, el Judíos errantes de Joseph Roth... No hay lugar para una novela en ello, advierto después. (No hay lugar para nada, repito en la tertulia, una mañana, y todos los libros están esperando, siempre, a que los días se alarguen). En una librería madrileña de la calle Alcalá había adquirido un fin de semana antes el relato del poeta británico Philip Larkin Una chica en invierno, atraído entre otras cosas por la atractiva edición de Impedimenta donde se había publicado y la traducción de Marcelo Cohen. Y en cierta manera también por la vaga obligación moral de leer alguna novela nueva y dejar en paz de una vez las mismas estanterías de siempre.

Pero la novela, que se inicia con una deslumbrante descripción de la nieve en las ciudades, pronto se sumerge en el relato de la soledad y la reiteración de la trivialidad en la vida de la protagonista - y de los personajes del Londres de la época - y soy incapaz de seguir interesándome por ella, y tanta espera, insatisfecha siempre, acaba con las ganas de proseguir con el relato - porque además hay un nuevo viaje entre medias - y ésta pasa entonces a otra nueva categoría en la biblioteca. Junto al estante de los libros que, pacientes, aguardan que alguien los abra de una vez - que es la de los volúmenes que fueron abandonados en alguna ocasión y, para qué vamos a engañarnos, lo más probable es que su soledad sea, ésta sí, definitiva.


Encuentros sorprendentes luego, en las ferias de ocasión. La edición de editorial Adonais del Naufragio del Deutschland de Gerard Manley Hopkins, el poeta católico, magnífica. O la excelente biografía de San Juan de la Cruz del también inglés Gerald Brenan en la misma caseta, de la que no guardo ninguna seña y me olvido luego. Algún otro hallazgo, menor y en precio, en los puestos de al lado del paseo de Recoletos...

En alguna ocasión la sorpresa del encuentro surge de donde menos la esperas. Y esta vez es en un estante de la propia biblioteca de casa donde, esquinado y detrás de unas fotografías, me topo con un volumen de los relatos tempranos de Rudyard Kipling, los Cuentos de las colinas, primer libro de cuentos del escritor británico y del que ni siquiera sabía que estuviera ahí - quizás haya llegado mientras yo estaba de viaje, pienso, inmerso en la sabiduría para la sorpresa del escritor.

En ellos, de nuevo, la certeza de lo exótico que es lo cercano, la distancia y el hastío, el misterio y la banalidad. Y la descripción de la época y los relatos de lo permanente. Y la ironía y el heroísmo, la cobardía y la generosidad... Secreta, como alguno de sus personajes.

Entre tanto viaje, tantos autores nuevos que, dicen, deberíamos conocer, y tanta novedad, francamente, nunca he encontrado las razones para cambiar de costumbre. Ni de bar. Cuando llegue el buen tiempo, esta vez sí, volveremos a leer algo.




Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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