viernes, 16 de febrero de 2024

Las islas fugitivas

 

Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales vacíos nadie figuraba en las placas. "Casi todas estas imágenes están vacías", comentó luego en algún lugar de su Pequeña historia de la fotografía Walter Benjamin. Nombrando con ello un cierto escándalo fotográfico, pues que sepamos siempre había sido la imagen fotografía de algo.  [1] 

En su breve ensayo se estaba refiriendo al fotógrafo parisino que, como un fantasma, se dedicó durante veinte años a retratar las calles, los patios, los rincones, los escaparates y los burdeles de Paris.

El escritor estaba aludiendo a una sospecha detrás de la aparente evidencia de la imagen. "No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón - prosigue más adelante -de nuestras ciudades un lugar del crimen? ¿No es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo - descendiente del augur y el arúspice - descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?".  [2]  Y, en otro lugar, refiriéndose al interior abigarrado de las viviendas que se había hecho habitual como escenario del estudio fotográfico, señalaba:

 “El interior burgués de los años sesenta a noventa, con sus gigantescos aparadores profusos en tallas de madera, los rincones sin sol donde está la palmera, el mirador parapetado por la balaustrada y los largos pasillos con la llama cantarina del gas, es una residencia únicamente adecuada al cadáver”.  [3]   En otra página posterior Benjamin recogía la costumbre del álbum fotográfico, pesado y ornamental, que según él, había comenzado a proliferar en los salones y vitrinas de las ornamentadas mansiones.

La sospecha acechaba de nuevo: "Fue entonces cuando surgieron aquellos estudios con sus cortinones y sus palmeras, sus tapices y sus caballetes, a medio camino entre la ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y el salón del trono, de los cuales aporta un testimonio conmovedor una foto temprana de Kafka".


La sospecha de una culpa en las imágenes venía ya de décadas atrás. Es lo que había hecho el fotógrafo en la revuelta de la Commune parisina: fotografiar al culpable. "Los communards se prestan a posar, con orgullo y determinación, al pie de la Columna Vendôme o de su barricada. Pero al producirse la represión versallesca, esos clichés servirán para identificar a los rebeldes". La fotografía legal había nacido en su momento como una prueba irrecusable para identificarlos: a todos. ¿Qué mejor prueba para ello que la fotografía, testimonio nítido del "esto ha sido"? (En algún lugar se nos comenta cómo Allan Pinkerton en 1866, al crear la primera agencia de detectives en Chicago, había inaugurado la práctica de la fotografía criminal, "disciplina que posteriormente sería llamada fotografía judicial"). La copia fotográfica era, de algún modo, la prueba final. 

Por su parte, Cesare Lombroso había editado su serie de Retratos de criminales alemanes en 1887. A partir de los archivos policiales, elaboraba una suerte de antropología criminal, en la que intentaba determinar las tendencias criminales de los sujetos clasificando sus rasgos. Alphonse Bertillon también, desde la prefectura de Policía de París, establece en esa década los principios de lo que sería posteriormente la llamada fotografía judicial. Una objetividad total pretende recoger la ficha de los delincuentes y la escena del crimen. En ellos respetaba la noción de que "la fotografía es más útil que la más larga y completa de las descripciones". Para el año 1873, apunta una historia de la ciudad, había logrado establecer un archivo de más de siete mil registros de los criminales fichados por la prefectura.

Pero dentro de esta marca de los objetos, y los lugares, también, en el mismo escenario, Charles Marville, el fotógrafo francés, había recibido el encargo de señalar toda una serie de calles, plazas y patios de París que estaban destinados a desaparecer en la inminente reforma del barón Hausmann. “Lo que hubo allí antes solo puede verse en las fotografías de Charles Marville, quien en la década de 1860 recibió el encargo, por parte de la ciudad, de tomar fotos de archivo en los lugares condenados a la demolición”.   [4]  Fotografía esta vez como prueba de la condena o la absolución – que de otra manera no podría efectuarse.    


Las fotografías de Marville - que realiza un inagotable trabajo de documentación de la ciudad por encargo de la Villa de París- eran así, paradójicamente, una advertencia de la desaparición: Todos los edificios, bulevares y plazas recogidos en sus placas estaban destinados a ser derribados. 

La fotografía como una prueba irrefutable... Cuenta en algún lugar el pintor Yákob Glasse que cuando en 1920 se refugia en Krasnodar, con su familia, huyendo del avance de los bolcheviques en la guerra civil, y estos llegan por fin a la ciudad:

 “El piano y el icono los han hecho pedazos a golpe de hacha. Han examinado el álbum de las fotografías familiares. Por suerte, nuestra familia es gente del arado, proletarios de pura raza. Es habitual que utilicen estos álbumes como prueba del origen social de una persona (…) El otro día un funcionario de Correos perdió la vida. En una caja oscura de su casa habían encontrado un botón de metal con el águila bicéfala (…) bastó para que lo ejecutaran”.  [5]   (En una melancólica nota posterior, sobre los días de la retirada de la ciudad, escribía: "Es un sombrío día nublado. Todo aquí es un mar de lodo. El pavimento de las calles ha sido completamente destrozado por los carros del ejército en retirada y los destacamentos de caballería").

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A principios de siglo en un artículo temprano, el escritor Pierre Mac Orlan ya aludía a la realidad como prueba judicial: "La realidad, esta realidad fotográfica que la policía admite como prueba irrefutable…”, comentaba en su introducción a la obra parisina de André Kertész.  [7]  "La foto es la prueba absoluta - nos dice un artista más tarde, antes de abandonar el Berlín Este- unida a las cifras, datos, nombres, sellos y firmas, ella nos asigna el derecho a estar a uno y otro lado del muro". La imagen era la evidencia, al fin.   


Lo era desde hacía tiempo y el siglo había aprendido a reconocerla. La polémica surgió, por ejemplo, en las notas que se publicaron del descubrimiento de un templo y unas murallas perdidas entre las dunas del desierto. Enfrascado en la investigación en 1866 sobre el hallazgo por parte del Gran Farini – y de su ahijada Lulú, acróbata y dibujante -, el funambulista y explorador canadiense, de una ciudad perdida entre las arenas del Kalahari la prensa publicó una serie de artículos sobre su periplo azaroso. Éste, antiguo colaborador del circo Barnum, como era sabido, se había enfrascado en una laboriosa expedición por el desierto apenas explorado, que había iniciado en la Ciudad del Cabo. En torno a las ruinas de una ciudad ignota entre la arena, escribía:

 “Puede ser una reliquia de un pasado glorioso.

Una ciudad que una vez fue grande y sublime,

Destruida por un terremoto, desfigurada por la explosión,

Barrida por la mano del tiempo”  [8]


Según era recogida en la descripción del viaje del propio Gran Farini, en realidad el inquieto inventor William Leonard Hunt. El relato posterior a la expedición, lo había titulado como: "A través del desierto de Kalahari. Una narración del viaje con pistola, cámara y cuaderno de notas al lago N´Gami y retorno". La presencia de una cámara, que llevaba su ahijada, era remarcada como prueba del relato. Lulú había realizado a su vez varios dibujos de las ruinas entre la arena. El editor del Johannesburg Star, que había publicado las notas del viaje, F. R. Daver, concluía al fin, como prueba irrefutable, que, a despecho de los numerosos dibujos e ilustraciones de la expedición del canadiense: “Desde luego, es sospechoso que entre las numerosas fotografías tomadas por Lulú no hubiera ninguna de las ruinas”. No había fotografía, por lo que seguramente tampoco existiera la enigmática ciudad, determinaba.   [9]  (Después de su hipotético avistamiento por parte del viajero y artista, nadie volvió a divisarla, en efecto). 


O, cerca de la ciudad de Inverness, “Traiga usted alguna fotografía”, le comunicaron en otro momento al jubiloso espectador del lago Ness, el cirujano R. K. Wilson, quien en la mañana del 19 de abril de 1934 afirmaba haber visto con toda claridad al prehistórico habitante del Lago. Era el momento culminante, aseveró alguien, de una serie de encuentros anteriores, que habían definido al fin al enigmático habitante como "una criatura prehistórica". (Wilson en efecto enseñó una confusa imagen, después reproducida el
Inverness Courier y por la prensa local. Fue ampliamente difundida en la época, hasta el punto de convertirse en el icono de Nessie, el misterioso habitante del lago escocés. Mucho tiempo después sería acusada de ser un precario montaje por parte del Daily Mail, en una enrevesada confesión por parte de un tercero). La fotografía, al fin, había sido la prueba. O su inexistencia.   


Lo era para Orson Welles, quien había realizado al final de la segunda guerra un film, The Stranger, a requerimiento de los estudios de Hollywood. Utilizaba fragmentos de los documentales que las tropas norteamericanas habían filmado poco tiempo antes en los recientemente descubiertos campos de concentración de los nazis.

 “Orson Welles, después de ver los noticiarios cinematográficos sobre los campos, comentaría, en torno a la película “The Stranger”, que estos constituían “la prueba de la pesadilla”.  [10] Una reseña posterior del filme comentaría que: ¨Fue la primera película comercial en utilizar imágenes reales de los campos de concentración nazis y mostrar esas imágenes por primera vez a una audiencia".

(El fotógrafo Eric Schwab  y el periodista Meyer Levin habían acompañado a las tropas estadounidenses en su descubrimiento del campo de Ohdurf, el 3 de abril de 1945. Habían llegado, comentaron, a un "espectáculo inédito". "Hemos penetrado en el corazón tenebroso de Alemania- escribiría Levin- hemos alcanzado la zona (...) que los nazis querían ocultarnos". Las imágenes y películas de Ohdurf se difundieron a partir de ese momento).

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Imágenes de la evidencia en otra parte, de las casas, plazas y calles de París…Eugène Atget, en una ciudad que estaba abandonando su paisaje tradicional, había fotografiado un escenario que era ya el del momento posterior, el de unos márgenes del centro, del instante preciso. Si el acontecimiento se había producido, el fotógrafo había llegado un instante después a retratarlo. Pero ya era demasiado tarde.

 “Con Atget el vacío permanece en lo que había sido derribado por Hausmann, el producto de un crimen que ocurría fuera de los márgenes de la imagen – un melancólico lamento por aquello que se había perdido y para la incapacidad de la fotografía de resucitar lo que estaba ausente”.   [11]

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Un instante después... Una de los primeros reportajes bélicos, sobre la guerra de Crimea, lo había elaborado el británico Roger Fenton. Algunas fotografías, se comentó después, habían sido censuradas. No la más conocida, la difundida El Valle de la Sombra de la Muerte, de 1855. La fotografía, convertida en plancha xilográfica, reproducía el escenario vacío posterior a una batalla, que había tenido lugar en algún momento anterior, que ignoramos… De la obra del también británico James Robertson, que prosiguió recogiendo imágenes de la guerra en Crimea y Sebastopol, se dijo igualmente que: "Sus fotografías nuevamente no muestran las batallas en proceso ni los cuerpos de los fallecidos, pero sí cuentan con la devastación producida por la guerra (...) las vistas de paisajes poblados de restos de cañonazos...". Las imágenes de guerra que se difundieron extensamente en torno a 1914 nos hablan luego, igualmente, de los preparativos o del después de la misma, se quejaba el público de las publicaciones. Los vemos, pero ya en los primeros reportajes algunos se preguntaban: "Y la guerra, ¿dónde está?".   


El objeto del reportaje, la guerra, se había escabullido de algún modo. Así lo debieron de percibir confusamente los contemporáneos de Fenton, entre los que se comentó que era “un reportaje de la falsa guerra, pues no aparecían muertos en las imágenes que se publicaron”.   [12]  Más tarde, cuando la fotografía de reportaje se extendiera, los espectadores podrían alcanzar por fin algo así como el objeto fúnebre de la misma. El historiador Flusser comentaría: “Efectivamente, la fotografía está unida inseparablemente a la guerra, y eso no sólo porque dio la primera prueba de la mayoría de edad en la guerra de Secesión, sino también, y, sobre todo, porque tiene por su esencia una función rompedora de la historia, comparable a la guerra”.   [13]  Es, curiosamente, a partir de las imágenes de Matthew Brady de la contienda civil americana en 1863, y de las primeras reproducciones de los muertos en ella, que alguien comentaría que la fotografía de guerra había por fin aparecido. “Al lado de Tolstoi, lo que Stephen Crane escribió sobre la guerra civil parecía la brillante fantasía de un muchacho enfermo que nunca había estado en la guerra, pero había leído los relatos de batallas y las crónicas y mirado las fotos de Brady”, comentaría sobre sus recuerdos de aquélla un Hemingway que se sentaba a hablar con los camareros franceses que sí habían estado en el frente.  [14]   (Aunque, en torno a la supuesta repercusión más allá de la imagen, Susan Sontag comentaría en algún lugar que: “Las fotografías de Matthew Brady y sus colegas sobre los horrores de los campos de batalla no disuadieron ni un poco a la gente de continuar con la Guerra de Secesión”).   [15]

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Los viajeros reciben noticias vagas de islas al oeste..."Un tal Antonio Leone, vecino de Madeira, le dijo a Colón que navegando hacia el occidente como unas cien leguas mar adentro, había visto tres islas a lo lejos". Confusamente, recogidas en una tradición oral de la que apenas queda noticia, la noción de unas islas inciertas hacia el ocaso. Durante la estancia del Cristóbal Colón en Porto-Santo las relaciones de la misma hablan de los rumores que circulan entre marineros y pescadores: unos maderos entallados que flotaban lejos de la costa, unos cuerpos de raza indescifrable sobre el mar, unos troncos desmesurados, nunca vistos antes... En su Diario, el almirante anotará: "Vezinos de la isla del Hierro, que cada año veían tierra al ueste de las Canarias, que es al poniente, y otros de La Gomera que afirmaban otro tanto con juramento". Nada sabemos de la estancia de un misterioso piloto que había navegado al oeste de Irlanda, y muere en la casa de Colón. Una supuesta nota de aquél relataba que: "En el año de 1477, por febrero, navegué más allá de Tule cien leguas". En otra anotación, el propio Colón apunta: "Dize aquí el almirante que se acuerda que estando en Portugal el año de 1484 vino uno de la isla de la Madera al rey a le pedir una caravela para ir a esta tierra que vía, el cual juraba que cada año la vía de una manera".

Entre las islas remotas, la de san Borondón, que recibe su nombre del legendario viaje del santo Brandan y sus compañeros, evade continuamente a los viajeros que pretenden alcanzarla. Su carácter fugitivo ya había surgido en el primer relato de la llegada a la isla de san Brandan, que se pone en movimiento y desaparece cuando los monjes celebran la misa de Pascua sobre ella. (Honorio de Autum, en su Imagine Mundi ya advertía que: "Hay en el océano una isla llamada Perdita muy superior a las demás tierras (...) desconocida para los hombres, que hallada por alguna casualidad, no se ha podido descubrir después de hallada, por lo que se le llama Perdida"). Aún así la isla figura en los mapas oficiales del Tratado de Évora de 1519. O, posteriormente, en el mapa exacto de Torriani de finales del s. XVI, que da las medidas y el perfil de aquélla. (30 kms. de norte a sur; 15 kms. de este a oeste). O, más tarde, en la Carta Geográfica de Gautier en 1755. El capitán canario Marcos Verde, desde la cubierta del barco, imposibilitado por el temporal de desembarcar, contempla cómo, poco a poco, la  isla se va desvaneciendo. El portugués Pedro Vello, algo después, apuntará a unas pisadas gigantescas en la arena, antes de que a su vez la isla se desvanezca. Unos marineros franceses, de regreso de Madeira, afirmaban haber desembarcado una madrugada, encontrando "Unos pesebres de piedra y dos bueyes atados a ellos". Anteriormente otro viajero, el fugitivo Ceballos, huyendo de la justicia, afirmaba a su vez haber estado en más de una ocasión en la isla. "Según su relato la isla tenía una enorme selva en la que habitaban pájaros (...)". En la playa, decía, había encontrado de nuevo unas pisadas gigantes y "restos de una comida preparada en platos de vidrio".

En esta búsqueda interminable la fotografía en el siglo XIX quiere ser una prueba irrecusable. Cuando en 1864 el viajero inglés Edward Harvey en su terca búsqueda de la nunca alcanzada isla de San Brandan arribe por fin a una tierra ignorada en medio del Atlántico, en medio de una furiosa tormenta, desembarca en una bahía, a fin de reparar las velas y mástiles que el temporal ha destrozado. Deberá abandonarla a los pocos días, debido a los temores y a las amenazas crecientes de la tripulación del barco. En esos días el viajero habrá recogido muestras y dibujos de la fauna local, en cierto modo insólita. Y tomado algunas precarias imágenes fotográficas que, considera, servirán como prueba irrefutable de la existencia de la isla legendaria.   


“Cuando llegábamos a la ensenada, le pedía a Simon que me acompañara con la cámara fotográfica y algunos víveres… Tomamos una fotografía de los roques costeros con aquellas aves”. Otras placas recogerán lo que parece ser unas tallas de rostros en el acantilado. Otra, confusa, ciertamente exótica, la bahía solitaria, el barco a lo lejos, una playa vacía… [6]  Al partir, escribe: “Escribo en los instantes que San Borondon se pierde de mi vista. Abandonamos la isla con destino incierto (…) San Borondon, mi isla. Eternamente escondida entre las nieblas y las brumas”. En otro apunte del diario había escrito: "Los acantilados parecen tener unas tallas faciales: deben ser los aborígenes del territorio". Otra fotografía a su vez recogía las mismas, por encima de la costa.


De vuelta a Londres el viajero Edward Harvey dedicará todo su tiempo a elaborar la documentación que quiere presentar como prueba de que ha alcanzado la isla incierta. “He llevado las placas fotográficas de Tenerife y San Borondón a un estudio cercano, en la calle Oxford. En unos días me entregarán las copias sobre papel. Espero que sirvan para complementar mi trabajo y darle una mayor fidelidad a mis argumentos y anotaciones”. Aislado en su estudio, enfrascado en la preparación de un informe para la Sociedad Geográfica, el antiguo naturalista nunca conseguirá sin embargo que nadie tome en cuenta sus notas, ninguna sociedad accede a leerlas y, sin salir de su aislamiento, morirá finalmente en el mismo estudio, perdiéndose papeles, bocetos, apuntes y placas fotográficas con él.

(Muchos años después, en 1958, el periódico ABC editará un reportaje sobre unas imágenes del fotógrafo local Manuel Rodríguez Quintero bajo el título de "La isla errante de san Borondón. Ha sido fotografiada por primera vez". En el reportaje, además de la imagen de la isla, entrevista a lo lejos, figuraba otra de unos niños en la playa, entre Tazacorte y Los Llanos de Aridane, que habían acompañado el momento de la toma de la fotografía. Y contemplado la aparición, en la distancia).


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“Las imágenes nacen de la pérdida", afirmaba de manera taxativa años más tarde el poeta y cantante Jim Morrison. Se estaba refiriendo al paisaje urbano omnipresente, al nuevo escenario sin fisuras de lo contemporáneo, cuya marca era la mirada, cuyo permanente criminal fuese el "voyeur". A cuyo alcance todo se ofrece bajo la marca de lo indiferente, lo accesible y distante al mismo tiempo. [16] ("Tú no puedes tocas estos objetos", añadía más adelante).

 Un deambulante Walter Benjamin ya nos había anunciado esta disolución de lo lejano - del aura en sus términos. "Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible".  [17]

 Esta equívoca posición, indefinible dentro de las categorías clásicas de "presencia- ausencia", de realidad-ficción, según la cual la imagen fotográfica, que era la certeza, esperanza del objeto que se podía por fin alcanzar, se revelaba al fin en el indefinido espacio de la espera: demasiado pronto, unas veces. Demasiado tarde, casi siempre.

 

 



[1] Walter Benjamin   “ Pequeña historia de la fotografía”  en  Discursos interrumpidos   ed. Taurus, Buenos Aires, 1989.

[2] W. Benjamin, o. cit.  Pag. 88

[3] W. Benjamin   Calle de sentido único   ed. Periférica, Cáceres, 2021   pg. 20

[4] Luc Santé    The Other Paris    New York, 2015.     Pg. 73.

[5] Cit. en Anthony Beevor   Rusia    ed. Crítica, Barcelona.  2022.  pg. 544.

[6]  Cit. En cat. Exp.  “San Borondón. La isla descubierta”    Centro Arte La Recova, Santa Cruz de Tenerife. 2005.

[7] Pierre Mac Orlan   Paris vu par André Kertész     librería Plon, París, 1934.

[8] G. Farini   Through the Kalahari Desert   Londres, 1886.

[9] En la publicación de 1886 Through the Kalahari Desert…” el promotor circense y explorador Hunt incluía un diagrama dibujado por su protegida Lulu, y una descripción detallada de “una larga línea de piedras que se asemejaba a la gran muralla china después de un terremoto”.

La ciudad no fue encontrada con posterioridad.

 - Vid. G. Farini   Through the Kalahari Desert   o. cit.

 [10] Cit. en Juan José Lahuerta   cat. Exp. “Lo nunca visto”,   Fundación Juan March, Madrid, 2016.

[11] Steven Humbert   “ A modern Perspective of the European City”.   Depth of Field, vol. 5, nº 1, Diciembre 2014.

[12]  H. y G. Gersheim     Roger Fenton. Photographer of the Crimean War   Arno Press, NY, , 1973.

[13] Cit. en Cristóbal Javier Rojas Gil   “Fotografía y muerte: una aproximación genealógica”    Claridades, revista de Filosofía,  10, 2018    `pg. 58

[14] Ernest Hemingway   o. cit. pg. 76.

[15] Susan Sontag, o. cit., pg. 34.

[16] Jim Morrison   The Lords. Notes on Vison    1969.

[ 17 ] W. Benjamin   La Obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica   (1ª redacción.)   Obras, I, 2 pg. 17.


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