domingo, 6 de enero de 2013

De bibliotecas varias






De entre los dispares libros que la tía Pilar guardaba en el caserón familiar figuraba una edición de las obras completas de Azorín, publicada con cierto esmero por el Instituto Alfonso el Magnánimo de Valencia, que yo leía distraídamente los días que íbamos a verla y que al final ha ido a parar a una remota casa de campo, lejos del sol y la humedad de la costa.

No sé si la tía Pilar las leería alguna vez. Aunque su biblioteca era bastante arbitraria y cabían los más variados encabezamientos, aquella edición de Azorín no dejaba nunca de sorprenderme cuando la volvía a encontrar, intacta, en los estantes del salón de arriba de la casa.

La verdad es que el repertorio de libros de la familia era bastante entretenido y en ellos, además de una aplicada afición a las guías de viaje y manuales sobre el arte del renacimiento italiano - que se repetían en todas las estanterías - de vez en cuando uno se topaba con sorpresas inesperadas, y algunos hallazgos fascinantes.

Como una joya, que encontré un verano en forma de edición de finales de siglo XIX de las novelas de Julio Verne, editada en folio por una imprenta catalana cuyo nombre no recuerdo, y que incluía los grabados originales de la edición francesa. En ella se repetían, prolijamente, varios de los ilustradores primeros, entre ellos el impagable Georges Roux. O una edición de mediados del XIX también del Teatro Crítico Universal de Benito Feijóo, en bastante buen estado y que nunca supe en qué momento había ido a parar a aquella casa. O la publicación en dos volúmenes de la obra crítica de Francisco Quevedo, decimonónica igualmente, y con profusión de barrocas litografías y aguafuertes... Ahora pienso que todas estas riquezas ilustradas, de imprentas catalanas del siglo romántico, debieron de venir de cuando la familia se trasladó de Barcelona a la costa, a la muerte del abuelo. Nadie debía de haberlas abierto desde entonces, porque los volúmenes estaban en una esquina del salón, cerrados y con un notable aroma marino - a humedad y carcoma - en sus páginas.

O las ediciones dedicadas a la familia por Mossen Jacinto Verdaguer, entre ellas la Atlántida, que encontramos al cabo de los años y después de que la tía Concha nos hubiera hablado los veranos de ellas. Siempre habíamos dudado un tanto de la originalidad de los manuscritos y de unos poemas autógrafos firmados por el Mossen, enmarcados en nácar, que se guardaban en la planta de abajo de la casa junto al comedor. Pero cuando accedimos, tarde, a ordenar y repasar los archivos, descubrimos que la leyenda renacentista de la tía era cierta, y que los manuscritos y dedicatorias y primeras ediciones eran originales, y que, al final, como en casi todo, la tía Concha tenía razón.

Luego, pasado el tiempo, descubrí que el poeta catalán había embarcado hacia la década de los 70 como capellán de la Compañía Transmediterránea, en la que trabajaban nuestros abuelos - y sus padres, y los de aquellos - como capitanes de barco, y de ahí debió de surgir la amistad y los originales y las primeras ediciones que en la casa todavía se guardaban.

En las estanterías de la biblioteca del comedor de abajo, y en la del cuarto de la tía Pilar, por lo demás, había clásicos en número apreciable, eso sí, sin el menor afán bibliófilo. Cervantes, Mesonero Romanos o el teatro de Calderón en ediciones honradas. Unos títulos raros de Baltasar Gracián de procedencia desconocida. Galdós en publicación barata y Lope de Vega en un manual escolar... Luego estaba San Agustín en varios volúmenes. Y, por supuesto, todo San Pablo, - las Cartas a los Corintios y Tesalonicenses, a los Gálatas o a los Romanos...- estudios sobre su obra e incluso monografías varias sobre la región de Tarso, Antioquía o la antigua Cilicia romana, regiones que la tía Pilar visitaba regularmente y de las que siempre volvía con alguna nueva guía, geográfico-mística o histórica.
 



Autores valencianos, locales o no, los había también en número sobresaliente. Entre los antiguos, un volumen con la obra de Ausias March en una edición sin fecha. Después, Vicente Blasco Ibáñez o Gabriel Miró - que había escrito abundantemente sobre la comarca, la suya al fin y al cabo - y entre los modernos Joan Fuster, amigo de mi padre. De Gabriel Miró faltaban todas las primeras ediciones, o las obras completas que en cambio, más tarde, descubrimos en la biblioteca de éste en Madrid. Supongo que las adquirió él en la capital. O que se llevó las que figuraran en la casa de la familia. En la posguerra, por otro lado, nuestro padre había comprado, en los saldos insólitos de aquellos primeros años, un buen número de joyas bibliográficas del 98 o del 27, de las que sólo vagamente me acertó a contar después acerca de los desastres de alguna biblioteca personal, que había desaparecido en los clamores de la guerra y reaparecía al cabo del tiempo en los libreros más insólitos y en las ventas más raras por parte de algún personaje que las hubiera conservado. O aparecían de pronto en las casetas de la Cuesta de Moyano, también, pero este lugar era menos insólito.

Modernamente, la afición regional de la familia se había prolongado a escritores como Manuel Vicent o Juan Gil Albert, de los que figuraba una biblioteca si no completa, bastante concluyente al menos. (La tía Pilar tenía alguna novela o cosa así de Javier Marías o incluso de Rosa Regás. Pero éste es un capítulo triste en la historia de la biblioteca sobre el que tampoco hay que porfiar). Del oscense Ramón J. Sénder alguien de la familia debió de considerar en algún momento que pertenecía al fin y al cabo al reino de Aragón, porque en los mismos estantes aparecían casi todas sus novelas. Incluida alguna de primera edición mexicana, de cuando la censura no permitía su publicación en España. Cómo llegó hasta allí es un enigma. Entre ellos, los autores del antiguo Reino de Aragón, se colaba alguna curiosidad ya local como la historia de las almadrabas en la cala del Rincón de Loix. O las relaciones del descubrimiento de la imagen de la Virgen del Sufragio en la playa de Benidorm, que aparecía en diversas ediciones, incluida alguna anónima. En torno a esta última - imagen de la que en la casa se debía tener una notable devoción a juzgar por la cantidad de estampas y relieves que había por toda ella - creo recordar que se guardaba incluso algún raro y meritorio ejemplar de poemas en honor de la misma, incluido el memorial de varios Juegos Florales sucesivos que se celebraron durante años en las fiestas del Castillo. (No creo que un suceso como éste se halle tan bien documentado en ningún lugar como en aquella casa familiar ). Aún recuerdo el título de uno de los folletos, o memorándum, de aquellos certámenes, el definitivamente poético "Trobes en lahors de la Mare de Déu del Sofratge", enunciado cuya carga lírica me eximió de hojear los versos contenidos en él, que quizá desmerecían de aquella primera promesa.

En el despacho de la tía Concha había libros de historia local, en torno a la comarca de La Marina Baixa. Estos aparecían firmados por diversos párrocos de la zona, principalmente. Los títulos, cuando los repasábamos, poseían esta vez un carácter épico de sabor innegable. Creo recordar un pequeño volumen intitulado Els Aragó al Ducat de Gandía i Comtat de Dénia i els Trastamara al Regne de València. Y sobre todo otro, acerca de una omnipresente señora de la historia local de la cual siempre hablaban los mayores en el porche, sobre la que versaba un folleto anunciado como: Beatriu Fajardo de Mendoza o Beatriu Fajardo de Guzmán, Senyora Territorial de Benidorm .

Obras locales las había sobre todo de un pariente lejano, sabio y minucioso, el cual se había dedicado a agotar los archivos y legajos de la comarca, en un radio comprendido entre la bahía de Altea y su mansión del puerto de Valencia, y había al parecer exprimido cuanto en ellos pudiera alcanzarse. Sus raras ediciones estaban todas junto a la chimenea de arriba, intonsas, por lo que siempre me quedé con la duda de si alguien - incluido mi padre, conspicuo archivero y lector de rarezas - las había hollado alguna vez.

                                                                

Y más catálogos sobre exposiciones: en Florencia, en Pisa, o en Verona. Un volumen kilométrico con fotografías del Museo del Cairo. Y clásicos como el André Chastel o el Wittkower sobre la pintura del Cinquecento italiana. Algún raro Camón Aznar. Un Lafuente Ferrari bastante rancio. Un ensayo sobre la escultura románica del soriano Gaya Nuño, que sin duda se debía a compras de mi padre. Y catálogos varios de Rembrandt o Vermeer - a los que la tía Pilar había visto en el Rijksmuseum - o de la exposición antológica de Watteau, monumental, en el Grand Palais. Y las obras completas de José Antonio Primo de Rivera en edición de inmediatamente después de la guerra. Y las de Ramiro Ledesma Ramos en una esquina del desván. Y algún raro Ángel Ganivet en el armario cerrado del salón. Y los libros de devoción de la abuela. Y el Año Cristiano, en volúmenes sueltos, en la edición de Croisset de 1851. La Biblia del Peregrino en tres volúmenes dedicada expresamente por el traductor, Luis Alonso Schökel, a la tía Pilar (Descubrimos más tarde que habían mantenido cierta amistad. Y una regular correspondencia durante años).Y los diccionarios de la lengua valenciana, llenos de polvo en un altillo. Manuales de lengua francesa, con carcoma. Y los cuadernos de navegación de los bisabuelos. Y los estudios de topografía y trigonometría de la Marina mercante. Y algunas cartas de navegación editadas en Londres, a finales del siglo. La revista La Esfera encuadernada. Y el Blanco y Negro del modernismo. Y La Ilustración Española y Americana . Y las obras completas del crítico Orts y Ramos, pariente de un bisabuelo a lo que decían. Y la cocina imposible de la Marquesa de Paravere. Y las colecciones de repostería tradicional. Y las ediciones populares de la Sección Femenina de Coros y Danzas...

En cualquier biblioteca de tantas generaciones - y de los viajes a América y a Liverpool -, y de los párrocos amigos de la familia y de los recuerdos de la Barcelona de la RenaissenÇa, se puede uno perder. Y en los cajones, en los desvanes, en el altillo, y en las carpetas y en la bodega...Y aburrirse generosamente, también .

Lo que nunca pude entender es cómo, en un recuento de una tarde de otoño en que, cosa rara, en el pueblo llovía, pude encontrar dentro de la estantería de la sala  de arriba la primera edición de una novela de Gonzalo Torrente Malvido - con quien entonces tomábamos café en Madrid tantas tardes -  "Hombres varados, en la rara edición del año 1963 con editorial Destino.

Una novela canalla - y bien escrita - de un escritor maldito y bien escrito, asimismo... Qué demonios hacía, cómo habría ido a parar a aquella casa...






jueves, 3 de enero de 2013

Días de niebla




Dos imágenes de la niebla, en estos días de invierno. En una, son las fotografías de Frank Hurley, que aparecen en la relación del viaje a los mares antárticos del capitán Ernest Shackleton y que acaba de publicarse en una nueva edición. Hurley acompañó a la expedición de la Endurance por el mar de Wedell, y permaneció con los náufragos de Isla Elefante mientras el bote James Caird emprendía su periplo de más de 1200 kms. hasta la factoría de Grytviken en busca de ayuda para los naufragados.

En varias de las fotografías flota un como constante velo de niebla y frío en la costa, sobre un mar de hielo, que recuerda de forma gráfica la definición de la isla que hiciera uno de los náufragos: "A pall of  fog and snow".

La otra imagen, clásica en la película de 1973, es la llegada del padre Merrin, el exorcista, que accede a la casa hechizada de Georgetown entre una niebla inolvidable, un farol solitario en la sombra, un paraje remoto del que ninguno puede tener una clara visión.

Libros de la niebla, conversaciones de estos días... Curiosamente una mañana Jaime me habla de la novela que le ha prestado M., lector y prestador universal de libros, que se titula, según dice, "Noche y niebla en el París ocupado". La novela es de un autor, Fernando Castillo, al cual desconozco absolutamente. A Jaime le está encantando y, no sé por qué, añade: "A ti te va a gustar mucho". Ignoro qué razones tiene para afirmar tal cosa, pero suele acertar. (Excepto en la reciente presentación de una obra teatral en sesión privada en el Teatro Español, la cual defendió fervorosamente, imagino que por razones de amistad. Y que me hizo comprar la entrada en el momento. En el acto había leído una descripción lírica e inquietante a los asistentes. Lástima que la lírica perteneciera exclusivamente a su propia voz) .

Pero Jaime suele acertar con las lecturas y, no sé por qué, con las mías especialmente. Entre otras, a él le debo el descubrimiento de un autor búlgaro y semita como Ángel Wagenstein y su excelente, entre otras, novela Lejos de Toledo. Y sobre todo el de Amos Oz, cuya Una historia de amor y de oscuridad  sigue siendo uno de los relatos de iniciación - y pérdida - mejores que he podido conocer estos últimos años.

Casualmente al poco tiempo entra M., el dueño de la novela nocturnal, en el café, e inmediatamente acordamos que antes de devolvérselo Jaime el libro pasará por mis manos. Tampoco sabe decirme mucho más del autor, excepto una vaga cita a Modiano - lo cual, tratándose del París de la ocupación no es mucho - y otra a José Carlos Llop - al que nombra como José Ramón, o algo así - cuyo relato de las vicisitudes del escritor González Ruano en el París de la guerra, París suite 1940, yo ya había leído - y el cual tenía la virtud de dejarte con la misma sensación de vaguedad e indefinición al final de la novela que al principio.

M., biblioteca ambulante, siempre acude con algún artículo, revista o libro inédito. Otro día, mezcla insólita, aparece con un volumen sobre filosofía alemana, cuyo título no puedo recordar. Pero también con la lujosa revista Terres Taurines que el francés Andre Viard  ha publicado recientemente sobre el encaste de lidia de Vega -Villar - y de la que me habían hablado pero nunca había podido hojear.

Además del texto, que suele ser riguroso - y en donde, según cuentan, desmenuza y separa la procedencia de los toros de Encinas de los de Vega-Villar - las fotografías de fincas que conocemos: Hernandinos, Gudino, La Torre, Pedro Llen y otras. Son prolijas, y muy buenas, y viéndolas uno se imagina la niebla que habrá ahora sobre el campo. Una llamada de T. lo confirma. "La helada que está cayendo en la Huebra. No se ve nada con la niebla".

Casualidades de la niebla. Esa noche cenamos con FranÇois y Monique, y sale a relucir el tema de la novela parisina y nublada de M. Resulta que ellos conocen al autor, buen amigo suyo, y ensalzan su seriedad y su erudición. Van a menudo a su casa en Madrid y aquél ha estado en la suya en París. Aquí , meriendan entre los huecos que dejan los libros y los cuadros que ocupan de manera preferente el piso.  Me comentan también de forma laudatoria la novela. ("Pero, ¿aún no la has leído?".  "Pues no, tengo que esperar a que la termine Jaime, que estos días anda muy ocupado con otras actividades").

No sé qué relación tiene la niebla con París. Pero comiendo otro día con G. éste se dedicó a evocar los árboles del Jardín de Luxemburgo, a cuyo melancólico escenario daban sus ventanas cuando estudiaba en la Escuela de Altos Estudios con el historiador Pierre Chaunu. Varios inviernos en ese lugar deben de marcar para siempre. Y G., en el fondo, sigue defendiendo una retórica francesa, orgullosa y de posguerra, que a los demás nos abandonó hace tiempo. Me comenta de pasada el ensayo clásico de Edward Said, su conocido Orientalismo. Yo, que lo había leído el invierno pasado, le recuerdo lo irritante de su obsesión por la formación de paradigmas como el oriental, como un fantasma de la propia mentalidad y de los temores de Occidente. Todo muy foucaultiano. Pero bastante latoso.

La parte mejor del libro, le recuerdo, es la descriptiva. Como cuando cita los viajes de Edward Lane. O de Flaubert. O del propio Loti. El lugar es real, sea lo que sea, y su fascinación, tangible. Pero aunque con cierto distanciamiento, uno no puede acabar nunca de matar al padre, y para alguien como G. que habitaba frente al Jardín de Luxemburgo el teórico Foucault y sus elaboraciones fantasmales no se clausuran así como así. Criticar a Edward Said puede pasar, por una vez. Pero si hablamos de alguien como Lévi Strauss con cierta distancia le puede dar un síncope allí mismo, en la mesa del restaurante japonés en el que conversamos. En donde el sushi adquiere de pronto las características de una iluminación profana, oriental y silenciosa. A Roland Barthes, incluido su libro El imperio de los signos sobre la estética japonesa - y no digamos el clásico La cámara lúcida sobre la fotografía - se le puede seguir leyendo, le comento para consolarlo. Pero cuando nos invitan a sake en cantidades navideñas ya no lo puedo evitar y saco el tema de la prosa letal de Louis Althusser - en la cual él incluye el asesinato de su mujer - o la de Julia Kristeva y la revista Tel Quel para ver si se anima la sobremesa. No me hace falta llegar a Robbe Grillet y el nouveau roman. G. se anima en efecto, a pesar del frío, y terminamos cantando canciones de Boris Vian en el bar de la esquina. Un camarero, Bene, que ha viajado, nos acompaña en un perfecto francés urbano. París no se acaba nunca, afirmaba Vila Matas en uno de sus libros más legibles.

En días de niebla una de las pocas cosas razonables que se pueden hacer es volver a leer la biografía del Capitán Cook escrita por la inglesa Vanessa Colingridge, miembro de la Real Sociedad Geográfica, según nos informa su editor, y que había publicado en el 2002 un excelente ensayo sobre el legendario explorador. Como lo ha escrito una británica y no un discípulo de Phillipe Sollers sin ir más lejos, en la biografía nos encontramos con viajes, regresos, islas australes, la guerra de los Siete Años y el enigma de los mapas de Dieppe. En lugar de alguna interminable elucubración sobre la figura del explorador como simulacro del discurso occidental, por ejemplo. Y nos asomamos, asimismo, a una época, de finales del XVIII, en donde todavía existía la Terra Incognita. Y los mares remotos, y las islas ignoradas, y los viajes sin regreso. Antes de que un fantasma universal anegara todas las denominaciones, y todas las diferencias, y todos los desembarcos, devorados por el final de los nombres. Y de todos los relatos.

Pero de esto ya había hablado hacía tiempo, con desgarradora lucidez, el Levi Strauss de los Tristes trópicos, a quien había releído días antes de que empezara por fin el invierno. Y de quien aún recuerdo su sentencia: Así me reconozco , viajero, arqueólogo del espacio, tratando vanamente de reconstruir el exotismo con la ayuda de partículas y residuos. O su definición del etnólogo como viajero moderno que corre tras los vestigios de una realidad desaparecida.

A algunos franceses de después de la posguerra se les puede seguir leyendo. ("No os olvidéis de la canción de Jacques Brel" afirma días más tarde Mónica, en plena euforia de discusión sobre la niebla y la prosa francesa. "No nos olvidamos. Pero era belga", le responde alguien).

Tengo que llamar inmediatamente a G. para contárselo. Aunque dicen que tras la sesión nipona-francesa y el coñac de después se ha sumido en un estado de nirvana del que se niega a salir y no coge el teléfono a nadie. En su caso el nirvana, creo, consiste en que ha vuelto a sumergirse en la lectura de la Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo por enésima vez. De la que resurgirá contándonos una apasionada descripción de la Noche Triste y del cacique Gordo de Zempoal con gran entusiasmo y acompañamiento de antorchas simuladas.

Nunca he podido entender cómo sigue leyendo a Sartre. Ni a Simone de Beauvoir. Quizá sea una pose.  "Yo - comenta Verónica, que viene de la niebla del Estrecho estos días - preferiría que me arrancaran una muela". Todos asentimos en silencio. Después, el camarero, Bene, nos pone música de Brassens, que le ha pedido Jaime .




Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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