martes, 30 de abril de 2013

De los oficios III

 
( fot. Antonio Novillo)

Dicen que Andrés ha vuelto a herrar caballos. Muy mal tienen que andar las cosas para que haya vuelto a coger pujavante y escofina.

La verdad es que su trayectoria como herrador, hace unos años, había durado un suspiro. Andrés era el hijo simpático y como destartalado de una familia comme il faut. El padre era notario o algo así. Al vástago lo único que le gustaba era andar a caballo y por los bares. A veces juntaba las dos aficiones y entraba con el potro en la taberna. No sé qué habría pensado la familia para él, pero era evidente que tenía otros planes.

Más bien no tenía ninguno. El tiempo como proyecto no existió nunca, y mañana era una quimera. No he conocido a nadie con más facilidad para prolongar la charla cuando te lo encontrabas, y una velada con tan afable contertulio podía culminar de madrugada en el lugar que menos lo esperaras - un garito en la sierra, o una curda monumental en la bodega de una finca perdida hacia el río, como sucedió en alguna ocasión.

Su paso por el mundo del herraje fue sonado - si bien algo breve.

Una mañana llegó a la finca de unos conocidos, recién terminado el curso de herrador y adquirido el cajón de las sólidas herramientas del oficio. Desde lejos vimos cómo se preparaba la operación al modo usual, se sacaban los caballos a la calle, se cepillaban y se dejaban sujetos con el ramal frente a la cuadra.

Cuando regresamos por la tarde, los caballos seguían allí.

- Debe de ser un herrador concienzudo - comentó alguien.

Pero la conciencia debía de ser minuciosa hasta el paroxismo, porque a la mañana siguiente, y aún a la otra, los animales continuaban en la misma postura, inmóviles y hartos frente al muro del guadarnés.

Luego, alguien nos contó la historia. En lo que preparaban los animales, y las tenazas de escascar, y los clavos, y la cuchilla, y aún un horno pequeño y funcional - que no en vano Andrés había estudiado el curso en Francia y traía las últimas novedades - herrador, ayudante, dueño de la yeguada y mozos de cuadra habían marchado un momento al pueblo, a tomar un refresco porque era verano, y tres días más tarde aún no habían reaparecido. Afortunadamente a la noche siguiente los potros fueron desatados y soltados en un prado inmediato. Pero nadie supo si habían llegado a herrarse.

El oficio de herrador es muy duro, y, a pesar de todas las últimas novedades, a la larga destroza la espalda del artista - y en el caso de Andrés, debió de afectar al hígado también.

El caso es que al poco tiempo vimos que había desaparecido de la nómina - breve pero ilustre - de herradores de la provincia, y había regresado a su antiguo oficio de domador de potros imposibles, publicista de varios sementales árabes, encerrador profesional de las fiestas de la comarca, preparador de caballos para el raid - que también - y aficionado a los concursos de salto locales. Y cofrade de todas las discotecas de la región, en un radio que en ocasiones llegaba a sobrepasar Despeñaperros y aún Los Puertos, como se demostró más adelante.

Allí se perdió, dicen algunos, y un conocido comentó que le había visto paseando en barco por la Bahía, aún calzado con los botos de montar. Durante una larga temporada fue el único recuerdo - hasta que, años después encontró el camino de vuelta - de su antiguo paso por el escenario hípico de la alta Extremadura .

Los antiguos herreros eran algo más persistentes. Figuras esenciales en el campo charro ignoro si su oficio conservaba, secretamente, algo del legendario prestigio de los herreros mitológicos, dueños del fuego y de la forja. Por aquí nadie había leído a Mircea Eliade. Pero en la tradición oral - o en esa sabiduría rural que raramente se pronuncia - el herrero seguía siendo el dueño de la fragua mágica, el recinto oscuro y poblado de herramientas ancestrales, en cuya oscuridad, al fondo, brillaba el fuego.

También tenían bastante más trabajo que ahora, la verdad. Porque, aparte de herrar las caballerías, abundantes entonces, su labor era impagable a la hora de aguzar las rejas - que por definición, siempre estaban embotadas - forjar puertas, zachos, aldabas, estribos, cerrojos, bocados y espuelas, anteriores a la producción en cadena. Y encima pertenecían a una época en la que hasta los bueyes se herraban, con unas herraduras curvas en forma de pestaña, llamadas callos, y había que tenerlos perfectamente en orden si se quería avanzar en la siembra.

Yo nunca vi herrar a un buey de labranza - casi no los he visto ya, ni herrados ni descalzos - pero cuentan que a alguno había que suspenderlo en vilo en el potro de piedra, para que se dejara calzar
por las buenas o las malas.

Sabia época. Los herreros entonces, que no habían hecho cursos en Bretaña, te obligaban a sujetar las manos y los pies de los caballos mientras los calzaban. Con las manos, podía pasar. Pero con los pies aquellos hipogrifos feroces, que venían de la autarquía, acostumbraban de cuando en cuando a soltar unas patadas imprevistas que arrastraban consigo herradura, clavos, yunque y martillo. Y al infeliz que se agarraba al casco y volaba junto a las demás herramientas.

Con los años la nueva generación de herradores, que había seguido cursos en el Haras National de Saint-Lo (o en su defecto, un curso por correspondencia de la Cámara Agraria), no sólo herraban ya ellos solos, con una técnica envidiable, sino que te permitían descansar y fumar charlando con los vecinos, - que nunca ha faltado público para esta ceremonia - mientras ellos se dejaban la espalda con  su envidiable ciencia. Con los cursos franceses habían llegado al campo tecnologías inéditas como el herraje a fuego, las herraduras ortopédicas, las plantillas de silicona y hasta las radiografías previas a la operación, para corregir posibles defectos de los aplomos. Unas furgonetas flamantes anunciaban en todas las fincas la llegada del joven herrador titulado, a quien se había avisado previamente mediante el correo electrónico y un complejo calendario de prioridades.

Si lo llega a ver Argimiro... Éste, menudo y recio y siempre tocado con una boina, fue el herrador de toda la comarca durante más de cuarenta años. Vivía en una alquería, agrupada en torno a una rivera y una fuente que daba un agua insuperable, - la llamaban "la fuente cana" nunca supe por qué, ya que era un manantial como los demás, con brocal, un cacillo de latón en la repisa y renacuajos en la hierba - y a la que sólo se llegaba por caminos de herradura. Nunca mejor dicho.

Argimiro habitaba en una casa aledaña a la fragua y a un corral de piedra que hacía las veces de almacén, tenada y cochiquera, y en donde se guardaba una colección de instrumentos medievales dignos del mejor gabinete de la Santa Inquisición. En el patio anejo a la fragua se ataban los caballos y allí permanecíamos herrando toda la tarde, que cuando acudíamos nunca era con menos de ocho o nueve animales. Era verano siempre, o al menos yo así lo recuerdo, y al calor de la solanera del patio se añadía el que surgía de la puerta del horno abierta y de la que de vez en cuando salían los golpes rítmicos con que el señor Argimiro corregía las suelas en el yunque. A este fulgor del Averno había que añadir el sudor propio de la pelea con aquellas bestias mitológicas, ninguna de las cuales había seguido jamás curso de doma en Haras National alguno, y se defendían de los clavos con las armas que la vida les había aportado. Que no eran pocas en el caso de algún elemento, desahuciado de varios tratantes y ferias de ganado, y a quienes mis tíos habían recogido a lo último con un fervor encomiástico. Como ellos no tenían que agarrarles las patas...

Dado que nos turnábamos, entre bestia y bestia, daba tiempo a bajar a la fuente cercana, con un botijo secular que le daba un sabor especial al agua cana. O te permitía también entrar en la fragua, a la sombra, para descubrir al poco tiempo que allí hacía aún más calor que fuera. Vulcano como acompañante mitológico y sus mansiones tienen estas cosas.

Pero luego en invierno era un placer acudir a visitar al señor Argimiro - por camino de herradura, de nuevo - y hablar con él en la fragua, a oscuras casi, con la excepción de las chispas que incesantes brotaban del horno del fondo del Hades. Allí, sobre muros de ladrillos de adobe y bajo una cubierta de borraja - que ambos, bien cuidados, conservan mejor la temperatura que ningún otro material - guardaba éste una colección incomparable de herramientas milenarias que yo iba descolocando mientras nuestro herrero aguantaba con paciencia también milenaria.

Allí había yunques, escofinas varias, pujavantes, tenazas de todas las marcas, martillos de forja, de herradura, cuchillas, legras, rasquetas, perchas de forja, botapuntas, ganchos, leznas. Y clavos de todos los tamaños - alguno debió de pertenecer a la cabalgadura del gigante Polifemo. Y aldabas, y lanzas de carro, y bocados, y espuelas, y llamadores, y recatones, y morillos, y cerrojos, y calderos, estrébedes , trípodes, atizadores y calvocheros. E instrumentos forjados, de función ignota, cuyo nombre el señor Argimiro nos iba enumerando, dueño de la lírica del hierro, con la misma paciencia.

Argimiro se retiró un buen día - que hasta a la fragua de Vulcano le había llegado el turno antes - y la casa fue cerrada. Con su permiso, a veces, todavía la visitábamos y admiramos, ya en silencio, el horno apagado, la bacanal de hierro y forja que aún colgaba de las paredes, figuras de la herrería antigua que nunca habíamos visto antes, y cuya función nos sería desconocida ya para siempre.

Con el tiempo, la alquería entera fue abandonada. No sé qué sería de la fragua de Argimiro, ni de sus maravillas infernales.

Luego, vendría el tiempo nuevo de los herradores titulados, los de los cursos en Saint-Lo. Ésa es otra historia.

Ahora, dicen que hasta Andrés ha regresado. Le esperamos en el bar, cerca de la plaza. En épocas oscuras todos los caminos llevan allí, centro del universo, omphalos de las fraguas.





jueves, 18 de abril de 2013

El humo al fondo





La fotografía está tomada en Varsovia, en 1943. No sabemos quién la sacó. Pudo haber pertenecido a la Wehrmacht. ( Una de las imágenes más célebres del gueto y las deportaciones al campo de Treblinka había sido extraída por el propio Jürgen Stroop, general jefe de la fuerzas de ocupación nazis. La instantánea en la que un niño perplejo lleva las manos en alto, formaba parte de un reportaje destinado a Himmler sobre la represión del levantamiento judío. Daría la vuelta al mundo).

Es una fotografía documental. Carece de toda intención artística. En ella, en los días trágicos de la primavera de 1943 aparece un grupo de civiles, judíos, que caminan por una calle en ruinas, alguno con los brazos en alto, escoltados por los soldados alemanes. 

La imagen está tomada de frente. Los deportados caminan hacia la cámara. Caminarán más lejos, sabemos, cuando ésta haya sido sobrepasada. Al fondo de aquella, cascotes, casas en ruinas, el humo de los incendios a lo lejos.

Todo está en movimiento en la imagen. Los civiles andan, su marcha es absoluta, sin remisión, pausa ni vuelta posible. Los soldados caminan en hilera, acompañan el éxodo, marcan la línea de la fuga. Hay vehículos militares detrás de la escena, pero su detención es aparente. Su función es el desplazamiento, cumplen una tarea bélica y ésta es por definición móvil, excluye toda distancia.

Las casas se derrumban y el humo al fondo de la imagen habla de la disolución de lo que resta: el gueto va a ser quemado, volará hacia el aire, en forma de ascuas y volutas incomprensibles hasta el recuerdo, hasta su desaparición final.

Restan en la fotografía aún los signos de la permanencia. Los portales, las ventanas, la acera, que habían sido cotidianas. Pero la imagen nos señala , indiferente, que nada quedará, que todo lo sólido será olvidado, que no habrá después sino humo y pavesas.

Todo se mueve...La invención de la fotografía había dado cuenta, desde su origen, de una tensión permanente, nunca resuelta, entre lo que desaparece, en la herida fatal del tiempo, y el instante detenido, un momento, el gesto de la permanencia, un ápice, anterior a la inexorable pérdida.
  
Pero en esta imagen del gueto, de mayo de 1943, todo está ya condenado, aún antes de que el instante quede fijado por la cámara.

La permanencia, sus signos aún... La ropa de los deportados, que habla de una dignidad, una ritualidad social establecida en el tiempo, después de mucho tiempo. Un bolso de mano. Una corbata. Unos zapatos de tacón.  El gesto, ya perplejo, habla de una dignidad, una urbanitas que aún no les han podido robar. Las casas exhiben todavía su solidez, una costumbre urbana que sólo los años, una tradición, otorgan. Hablan de un discurso de la perennidad, de la burguesa Varsovia. Las ventanas, acceso a un interior privado, nombran lo que resta al margen de la calle, de todo tránsito. Hay una antigua avenida, una plaza al final.

El humo, al fondo, designa la extinción, inminente. En esta imagen todo se mueve y todo está ya condenado. La marcha de las gentes, el incendio del barrio judío, la destrucción de la ciudad. El tránsito sólo culminará, sin pausa ni reflexión posibles, en Treblinka, en el campo de Majdanek.






                             

lunes, 15 de abril de 2013

Criticar al artista. I



 Siendo uno aún un niño, recuerdo todavía una de las primeras críticas artísticas a las que hube de asistir, que tenía la forma de dos vejestorios que contemplaban una exposición en la clásica galería Biosca, la de la calle Génova.

Yo había ido con mi padre, que repetía de tarde en tarde el itinerario habitual de las galerías de arte de la zona. O sea, Juana Mordó - que estaba enfrente de casa -, la primitiva Theo en las Salesas; los salones de la planta baja de la Biblioteca Nacional; la primera Kreisler; la librería Aguado; Iolas-Velasco, que estaba más lejos... Y por supuesto el sótano de Biosca, que aún conservaba algo del aura de santuario de la posguerra.

En todas las exposiciones de entonces había obras de Manolo Millares o de Benjamín Palencia, me parece ahora. En algunas, de Álvaro Delgado u Ortega Muñoz. Más tarde todas fueron de Genovés o el Equipo Crónica. (Pero eso fue después, porque ya me habían puesto pantalones largos, que en casa la tradición del pantalón corto y los calcetines altos se guardaba hasta una edad impropia).

La exposición de Biosca, aún la recuerdo, era del pintor Francisco Mateos, expresionista castizo que en su momento acudía regularmente a todas las salas de la capital. Mi padre me estaría comentando algo del expresionismo y la posguerra, supongo - fuera cual fuera el tema del que se hablara, siempre surgía la autarquía por algún lado - y yo debía de estar aburriéndome porque, aún siendo un enano, había entendido que allí visto un cuadro los había visto todos. Entonces entraron en el sótano dos vejestorios disfrazadas de cacatúa y con unas dosis de colorete en el rostro que aún no he podido olvidar, y se pusieron a alabar los lienzos del sevillano a grandes voces.

Decían cosas como: "¡Qué expresión!". "Qué ternura, por Dios". "¿Has visto qué sentimiento?" y frases por el estilo. Gesticulaban mientras tanto con exagerados ademanes y ocuparon ciertamente la galería por un momento. Luego, se marcharon enseguida. Debían de ir al café Gijón, intuyo.




Entonces yo pensé que aquellos loros debían de pertenecer al mundo artístico y que había un conocimiento profundo en su admiración que a mí se me había escapado, verdaderamente. Intenté ver de nuevo los cuadros tras la arenga psitaciforme. Pero el entusiasmo se me resistía. Allí había ocurrido algo, entre las máscaras del pintor y las máscaras de las entusiastas y nadie se había dado cuenta al parecer. Habría que insistir, pensé. Tanta careta merecía una crítica.

Los expresionistas nos perseguían. Otra exposición que recuerdo nítidamente, a despecho de la distancia, es la del belga Constant Permeke, de quien ignoro por qué caminos había llegado una amplia muestra a las salas de la Biblioteca Nacional. A mí de nuevo - y eso que ya iba vestido de mayor - se me resistían las pinceladas como brochas y los rostros como máscaras de aquella sala. Pero mi padre, que ese día estaba inspirado, comenzó a hablarnos de la tradición expresionista de las ciudades centroeuropeas y de la tragedia que se estaba gestando en la Europa de la guerra, y al parecer eso era algo muy importante, que se percibía claramente en los chorreones del belga. Recuerdo incluso que se había puesto a hablarnos de ello en voz baja, mientras unos señores que antes le habían saludado y tenían aspecto de altos cargos de la Diputación Provincial charlaban al lado en voz alta y con suficiencia de banalidades varias.

Así es que lo que había que hacer era hablar en voz baja, pensé, y apreciar la crisis de posguerra en las telas coloreadas. Mientras, los diputados provinciales se dirigían hacia la sala de los canapés. El secreto estaba en los brochazos airados, semejaba, y la banalidad al contrario residía en la sala de las bandejas, donde varios cargos con bigote hablaban de pintura moderna con suficiencia, sobre un pertinaz rumor de emparedados.

Todo arte tenía un discurso, aprendimos entonces, y era tarea nuestra acceder al mismo. Que además solía estar oculto tras la sala de los canapés y la sonrisa autosuficiente de las autoridades de turno.

Fatigoso descubrimiento éste que habría de llevarnos durante años por las más prolijas justificaciones y autosuficiencias, esta vez no de los consumidores de emparedados de jamón, sino de la locuacidad del arte moderno y sus estetas.



A uno, a despecho de la ira de posguerra, recuerdo, lo que le había gustado en el fondo desde pequeño eran los cuadros de Paco Lozano, amigo íntimo de mi padre, valenciano como él y del que teníamos bastantes telas entre la casa de Madrid y la de Alicante. Entre los cuadros de Paco había dos telas de Benjamín Palencia, de ambiente manchego e irreal al mismo tiempo, que siempre me fascinaron y un dibujo como de casa en el bosque de Vázquez Díaz que también me agradaba. También alguna litografía abstracta de Miró, algún Mompó valenciano igualmente, y unos grabados orientales, con pagodas y faroles en medio de la montaña nublada que siempre me intrigaron  Había muchos más cuadros, claro, pero estos eran principalmente los que yo recuerdo.

A Paco le reprochaban cierta complacencia, al parecer, como era el hecho de que muchas noches cuando venía a cenar de pronto se quedara contemplando un cuadro en la pared y se levantaba de nuevo a mirarlo, e incluso a cantar sus excelencias. Pero a mí el hecho de que alguien fuera capaz de admirar una obra propia, pasado el tiempo y ya vendido el lienzo, me parecía una excelente señal y me daba la seguridad de que aquel hombre disfrutaba de verdad con lo suyo. Además, y puede que también contribuyera a mi simpatía, Paco venía a buscarnos en su coche a casa de los abuelos en Benidorm y después nos paseaba por todos los pueblos de La Marina - Sella y Altea, Callosa o Alfaz del Pi, o Castell de Guadalest - y esto siempre influye. Otros se han vendido por menos.

También venía a cenar a la huerta de los abuelos, entre otros, el pintor Genaro Lahuerta, de quien con los años he aprendido a apreciar sus cuadros. Pero en aquel entonces acudía con unas corbatas de lazo tan estridentes que, contaban los mayores, yo no apartaba la vista de ellas durante toda la noche, y  además era incapaz de articular comentario alguno sobre aquellas. Ni de hablar con él, por supuesto,  distante detrás de tan cromático parapeto.

Estas cosas influyen también, y con el tiempo aprendemos que muchas veces las corbatas nos impiden apreciar las telas. Además Genaro no tenía coche entonces. O por lo menos a mí nunca me llevó en él. Y encima había que alquilar un taxi para ir a su estudio, en Altea la Vella, y volver ya de noche, en el autobús de La Unión de Benisa, factores todos que contribuyeron  a que uno tardase algo más en valorar su pintura.

El juicio tiene estos caprichos, a veces.


Pero a despecho de los amigos de mi padre y sus compañeros de tertulia en el café Gijón, o el Lyon, o el Hotel Suecia, quien de verdad nos introdujo en el discurso inagotable de los artistas y su repetición sin fin fue Noemí Martínez, nuestra profesora  de arte en el colegio Estilo, escultora ella misma y casada con el pintor Manuel Mampaso, a cuya casa y estudio sobre un alto en la calle Serrano comenzamos a acudir asiduamente.

 Con Noemí empezábamos todas las tardes una ruta interminable, después del colegio, en un 600 de la época - que fue el auténtico origen del camarote de los hermanos Marx - y en el que nos dirigíamos a las galerías de arte, museos abiertos o en obras y estudios de pintores en ejercicio para culminar, después de la visita y la charla acostumbrada, en la acera de la plaza de Cibeles, adonde nos despedíamos hasta el día siguiente.

Lo que hablaban aquellos artistas... Lo que hablaban los encargados de las galerías de arte. Lo que discurseaban los oficiantes de la tertulia del Gijón... (A este dictamen sólo escapaba un asiduo del café, vestido de negro y sentado siempre en silencio, solo, en una mesa, sonriente y con una pipa en los labios, que acudía allí todas las tardes. Nunca se sentó con nadie y nunca le vimos pronunciar una sola palabra. Alguien nos aseguró después que se trataba de un escritor, cuyo nombre no recuerdo, y por curiosidad nos pusimos a indagar sobre la ignota obra suya. No la encontramos jamás y ninguna de sus supuestas novelas se encuentran en algún repertorio de ninguna parte. Se  trataba de una especie de poeta japonés, sin duda, como comprendimos más tarde).

Los artistas hablaban y la facundia de sus afirmaciones no dependía necesariamente de la de su obra, que podía ser de una parquedad insoportable. Noemí los conocía a todos.



Una tarde, en el estudio en las afueras de un pintor conocido suyo - cuyo nombre no recuerdo, pero sí que portaba una perilla algo caprina - éste se dedicó toda la velada a conversar con nuestra inspiradora, sin dejarla intervenir, y a nosotros no nos hizo mientras el menor caso. De su discurso inacabable  recuerdo vagamente que consistía en una crítica acerada contra la experimentación y los artistas cuya obra nunca acababa de definirse, por un lado. Y en censurar la facilidad que tenían aquellos para someterse al mercado, por otro. Lo fascinante de aquello era que semejaba que Mefistófeles se estuviera refiriendo a su propia producción, que colgaba, generosamente acumulada y experimental también, sobre las paredes y suelos del estudio. Pero no. Él se excluía vanidosamente de tales faltas.

Otra de las cosas que aprendimos de aquella tarde distante, en aquel taller situado en el más allá, era que los artistas en Madrid se conocían todos. Y que hablaban siempre mal los unos de los otros.




A mí los cuadros que me atraían cada vez más eran los del propio Manuel Mampaso, que colgaban distraídamente del estudio en donde nos juntábamos ya todos los fines de semana. Puede que me sugestionara más el hecho de que, a diferencia de los talleres y exposiciones que con Noemí frecuentábamos, de los de su casa nunca se hablaba - ni por supuesto él, que se retiraba sonriendo apenas nos veía aparecer en tropel por la casa. Con los años aprendí a relacionar aquellos lienzos de un solo gesto en blanco y negro con la obra que estaba pintando Franz Kline en otra  parte - o, de manera más sofisticada, el propio Robert Motherwell, cuya exposición temprana en la Juan March marcó unas temporadas más adelante. Pero en aquel momento las referencias eruditas carecían de toda importancia y aquella nuestra era una forma de ver, sin referencias, que nunca más podríamos repetir .

A mí me gustaban cada vez más aquellos cuadros de signos inmediatos en blanco y negro que ocupaban la casa por completo y de los que nadie, excepción única en aquellos días locuaces, hablaba.

Puede que fueran también las espléndidas fiestas que Noemí y sus hijos preparaban, en aquel ático desde cuya terraza se avistaba todo Serrano, y cuyo telón de fondo eran los cuadros del pintor, apilados en la pared para que, poseídos por la guitarra Fender de Jimmy Hendrix, no los destrozáramos.

Puede. Pero entonces yo tendría que haber relacionado, pasado el tiempo, la pintura de la Escuela de Nueva York - o de la calle Serrano, sobre el edificio del Lázaro Galdeano - con la música de Led Zeppelin - o el descubrimiento, impagable asimismo, de comer con  palillos - y eso nunca me ha ocurrido. Debía de ser otra cosa. Debían de ser, por una vez, los propios cuadros.





Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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