martes, 14 de febrero de 2012

Noticia de Rovno



En Una historia de amor y oscuridad , el extenso relato autobiográfico de Amos Oz, surgen las historias que se cruzan, los lugares y el tiempo, múltiples, que sólo la novela en última instancia recoge, en un centón de personajes, de años y de ciudades dispersas.

Un escenario de fondo: la construcción de la nueva vida en ese remoto y árido lugar de Oriente, al que van a parar los judíos que huyen del exterminio, del Horror. Detrás, la memoria de un lugar, Europa, que ha desaparecido y flota en el recuerdo como el lugar del origen, vetado ya para siempre, arrasado por la barbarie y la guerra, y al que nunca más se podrá regresar.

En la novela, entre relatos y figuras que se suceden o desaparecen, la historia de la construcción de una nueva sociedad en un paisaje de descampados y montes baldíos. La ciudad de Jerusalen - o Tel-Aviv a lo lejos. La creación, entre guerras que no acaban, del estado de Israel. La miseria cotidiana y el recuerdo, siempre distante, de la Europa - de Ucrania, de la Rusia blanca, de Polonia o Alemania - que fuera el origen y la memoria de los mayores. También la historia de su madre, la dulce y trágica Fania. De la familia y los vecinos. Un clásico relato de iniciación, de adolescencia. Y el kibbutz, y los libros, - todos los libros - y el desierto.

Entre los lugares que surgen y desaparecen luego, una ciudad con nombre propio, Rostov - allí donde iba a tener lugar uno de los mayores progroms de la guerra en Ucrania. Rostov es el nombre de la región, durante generaciones, de la familia materna de Amos Oz. Él mismo, nos cuenta, nunca quiso después visitarla. La nitidez del relato del lugar se efectúa entonces desde la narración que, ya en Israel, le contarán al autor sus familiares. Y ésta, de pronto en la novela, posee una suerte de intensidad, de precisión que, advertimos, quizá sólo desde el recuerdo pudiera elaborarse.

Noticias de Rostov. La ciudad que crece, alrededor del palacio de los príncipes Lubomirski. La estación de tren al fondo . El paisaje de huertas o la casa Lebedevski adonde la familia, rica gracias a los negocios y al mercado del trigo, se instala. Los personajes que pululan por ella. La condesa arruinada Liubov Nikitizna, sus altivas hijas, pobres y siempre arregladas; el apático y trágico coronel Zakashevski , los amores desdichados de Irina Matveivna, la mujer del ingeniero Stetzki, con Antón, el hijo del cochero. El abuelo, bondadoso e inútil. La bella Dora, el señor Krinitsky. Las costumbres de Rostov; el célebre Instituto Tarbut.  Los muebles oscuros, las vajillas, las amplias bodegas, el jardín, los paseos con árboles...

En un determinado momento la narración cobra una especial intensidad, mayor aún en una descripción en donde todo había sido preciso, corpóreo casi . Es cuando el autor pasa a describir el recuento de los olores, los aromas cotidianos e intensos que poblaban la casa, el jardín, la bodega al fin.

Es un relato de la memoria. De su abuelo o sus tías. Él nunca había estado allí y, de hecho, nunca quiso acudir.

Curiosa precisión de la memoria, aún la ajena.  Rostov, el escenario tradicional de judíos y gentiles, sería arrasado en la guerra para siempre. Primero por las tropas y los colaboracionistas de los nazis. Después, por las tropas de Stalin. No quedó ningún judío. La descripción precisa de un lugar, de una sociedad y un paisaje tradicional contiene también, lo sabiamos durante la lectura, la noción, ausente, implícita, de lo que desaparece. Para siempre, en su caso.

En otro lugar de la novela, Amos Oz, hará mención de su tio David, catedrático en Vilna, al que nunca llegó a conocer. Con él, el recuerdo de la vieja Europa, aquélla que, también, nunca más regresaría:

    "El tio David se consideraba un hombre de su tiempo: un europeo arquetípico, multicultural, desenvuelto, capacitado, ilustrado, una persona ante todo moderna. Despreciaba los prejuicios y los odios étnicos y, no se le pasaba por la cabeza doblegarse ante todos esos racistas descerebrados, ante los demagogos y los lóbregos antisemitas (...)

¿A Palestina? Por supuesto que no : un hombre como él no empujaría a su mujer y a su hijo recien nacido para huir del frente de batalla, escapar y esconderse de la violencia (...) en una provincia desierta del Levante, donde algunos judíos desesperados se empeñaban en establecer un nacionalismo segregacionista y armado que, irónicamente, habían aprendido de sus peores enemigos.

No: el tio David sin duda se quedaría ahí, en Vilna, en su puesto, en una de las antiguas trincheras más importantes de la Ilustración europea, racional, de amplias miras, tolerante y liberal que entonces se defendía de las olas de barbarie que amenazaban con ahogarla. Permanecería porque no podía hacer otra cosa.

Hasta el final."


(fot. Roman Vishniac, 1938)



viernes, 3 de febrero de 2012

Valverde de Lucerna



Tierras de Sanabria, al norte de Zamora.

En ellas,  dos cosas me han impresionado siempre. De un lado la sensación de lo negro. La piedra de los campos, los tejados de pizarra, los muros en los huertos... Pero también esa extensión de un campo quebrado, yermo, de robles y castaños sin hojas, donde a veces sólo el brezo pone una nota de color - en la época que lo pone - en su extensión desolada.

De otro, la noción de lo apartado. Ésta , comarca fronteriza entre las tierras altas de León, Portugal y Galicia, es una zona donde en realidad no se iba a ninguna parte. El paso a la húmeda Galicia se hallaba más al Norte. La ruta de la Plata - la que bajaba desde las primitivas minas leonesas al campo de Extremadura, al remoto puerto de Huelva más tarde, - cruza lejos, allá por Benavente o Zamora. Hacia Portugal está la sierra. Es una sierra - la sierra de la Culebra - abrupta y oscura. Nadie pasa por ella.

Cuando yo era chico, e íbamos a veces a Alcañices, en la frontera de la Tierra de Aliste, nos contaban que allí estaban los lobos.  Y efectivamente, en los fríos, bajaban a los pueblos y se oían por las noches. Aún debe de seguir habiéndolos. En el invierno siempre había nieve en las cumbres.

Estos días consultamos una publicación sobre algunos trabajos de restauración que se han efectuado en el castillo de la Puebla de Sanabria, de los Pimentel, antiguos duques de Benavente. También en el cercano monasterio de San Martín de Castañeda , esa joya románica tardía, fundación cisterciense relacionada con los monjes de Carracedo, el también cercano monasterio de la reforma del Císter, ya en el Bierzo.

Leyendo los informes sobre la restauración me entero de que al parecer la primitiva fundación de Castañeda fue efectuada por monjes mozárabes de san Cebrián de Mazote, la iglesia prerrománica de tierras más al al sur, en Valladolid, que subirían en su momento hacia estas sierras oscuras, seguramente en busca de una mayor seguridad, en épocas inciertas. Como todas.

Aún recuerdo la emoción de la arquitectura de san Cebrián, la noción de un rito, el mozárabe, más cercano al velo y al misterio de lo que luego la imposición del rito romano , por parte del abad de Cluny y el rey Alfonso VI, iban a clausurar en la iglesia y la liturgia española, ya definitivamente.

Entonces recordamos la leyenda de Valverde de Lucerna, sobre el lago oscuro, en Sanabria.

Cuenta la versión tradicional que una noche fría y de tormenta arribó un peregrino a la aldea de Valverde, en lo que hoy es el lago. Llamó a las casas buscando acogida, pero nadie se la ofreció. Entonces abandonó el pueblo, en medio de la ventisca y de la nieve. Si no es en un horno, en el extremo de las casas, en donde unas mujeres que de noche horneaban la harina le ofrecieron pan y refugio. Allí el peregrino les anunció que a la mañana siguiente abandonaran el lugar, lo que ellas, temerosas, cumplieron.

Al día siguiente, la aldea fue anegada por una bíblica tormenta, que ocupó el lugar de lo que antes era el pueblo y desde entonces, y hasta hoy,  es el Lago de Sanabria. No quedando más que el recuerdo del antiguo, y maldito, Valverde de Lucerna.

Aymeric Picaud había recogido la leyenda en su célebre Liber Sancti Iacobi en 1109, entre otros. La recoge también, como es sabido, siglos más tarde Unamuno en su conocido San Manuel Bueno, mártir.

Cuenta la leyenda también que, desde entonces, en la mañana de San Juan, se escucha, desde el fondo del lago, el remoto tañir de unas campanas, de la sepultada ermita de Valverde.

La leyenda siempre hace mención a un otro lado. Del fondo del lago, del extremo del mar, de las islas solitarias, de los sótanos en penumbra o de las cuevas inciertas. En donde - según tradición también extendida en Sanabria - se hallan todos los tesoros. " Del tiempo de los moros", según nos comunicara, acertadamente, una alistana en Mahíde en cierta ocasión.   

El acceso al otro lado, el tañir de la campana por otra parte, se produce sólo en un determinado momento. Que no puede ser otro que el día de San Juan. Aquel en donde todo prodigio tiene al fin ocasión.

Como en el célebre romance

Quién hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar
como hubo el Conde Olinos
la mañana de San Juan ...




Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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