lunes, 11 de noviembre de 2019

De la taberna de Válgame Dios y otras



En un artículo reciente que hojeo sobre la obra del poeta León Felipe alguien advierte que las primeras nociones sobre el mismo, en los años tardíos de la posguerra, aparecen en un número que – como casi siempre – le dedica la revista Ínsula. Más tarde encuentro otra referencia a la misma revista cuando buscaba unas páginas de Carmen Martín Gaite sobre el novelista Ignacio Aldecoa.

Entonces recuerdo que la revista, completa, reposa en alguno de los armarios de la biblioteca, y que podré consultarla cuando regrese a la ciudad. Es una de las colecciones encuadernadas de las que no nos desprendimos cuando se vendió parte de la biblioteca familiar. Luego, cuando ésta se reordenó, pasó a ocupar alguno de los cajones de la misma, junto a diccionarios etimológicos varios, tratados de geografía del siglo XIX, ediciones de la BAC y libros de historia medieval del Consejo Superior – y manuales enciclopédicos en francés, como el del anarquista Eliseo Reclús, que nos gustaba hojear y que nunca he podido entender por completo.

 La sensación que acompaña al recuerdo de Ínsula y su cuidada conservación es la noción de un tiempo lento en el que su erudita publicación era leída en ese momento aparte de la lectura. Y de las noches sin ruido en que alguien se encerraba en la biblioteca y allí proseguía una tarea absorta: sin espectadores, sin espectáculo posible, enfrascado en la hora y los artículos imposibles.

También me sugiere después un tiempo de posguerra, y los metódicos estudiosos, a los que, no sé por qué, les rodea siempre un olor a casa de comidas con sopa de verduras y pensiones en el centro. Y humo de estufas en las calles, y frío en los salones con cortinas ajadas. Y las tabernas precarias de la calle Atocha, en donde mi padre nos contó había vivido un invierno preparando unas oposiciones interminables en los años inmediatos al final de la guerra. (Alguien, en otro lugar, había hablado de Madrid en esos años como "un escenario de restaurantes baratos de menú a cinco duros y mesas de hule"). Las tabernas tienen todas la barra de cinc y un trasiego continuo de vasos bajo el grifo. En algunos bares aparece un futbolín anejo al olor a comida.

"En algunos bares se había instalado el futbolín. Había uno, que frecuentábamos mucho, Casa Pepe, en Conde de Xiquena, donde hoy está Gades; su especialidad era la gallina en pepitoria", recordaba en sus memorias de aquellos años Carmen Martín Gaite.


Juan Benet entre otros, había definido la sensación predominante de aquellos días como la del frío.
Su descripción de la academia de un preclaro matemático cercana al convento de los Jerónimos era ejemplar:

"Un frío con caracteres propios, distinto a cualquier otro, era el de la casa de Gallego Díaz, donde con tres compañeros más yo recibía una clase de matemáticas de cinco a seis de la tarde. La habitación donde dábamos clase - era la habitación más caótica que yo he pisado - tenía un gran ventanal, con persiana de guillotina, a la esquina del Botánico. El cristal estaba roto desde que en guerra una bomba de aviación había caído en el Botánico y la persiana, mancornada y bloqueada hasta media altura, dejaba entrar tal frío que durante cinco o seis meses dábamos la clase con abrigo, bufanda y guantes de lana que permitían tomar apuntes cuando la mano no quedaba aterida".

Y en los relatos de la época éste, el frío, se cuela en efecto entre las aulas sombrías donde los estudiantes asisten a clase de archivística en una sala sobre unas escaleras sin ascensor y con un gato en el rellano. O en los hostales de la calle Zorrilla, en donde siempre huele a acelgas y a la oscura mezcla de guiso con cebollas. O en las tabernas con mostrador de cinc, en donde el autor de Volverás a Región habla de un antiguo catedrático represaliado que nunca se quitaba los mitones al entrar y nunca salía al parecer de ellas.

En algún lugar de sus memorias José Caballero Bonald hablaba de este frío de la guerra y los años posteriores en su rincón del sur:

"Fue cuando la desnutrición fomentó las epidemias de tifus, de tuberculosis, de pelagra, y se oía decir que todos acabaríamos siendo víctimas de alguna incurable enfermedad. Pero, que yo recuerde, ni en el colegio ni en casa ocurrió nada de eso y la cuota del contagio se redujo a la triste marca de los piojos y los sabañones".


Releo al cabo del tiempo unas notas sobre la vida literaria – y algo también de la otra – de José Luis Cano, el eterno director de la revista Ínsula. (Junto con Enrique Canito. "La revista de Cano y Canito" la llama alguien en otro lugar, un tanto socarrón). Más allá de lo que se describe sobre la literatura de la época – la posguerra aún, los ministros de la censura, las entrevistas con el director general de turno, el eterno juego del doble sentido – es a un Madrid de entonces al que me remito en la lectura del libro Cuadernos de Velintonia sobre Vicente Aleixandre, la casa del barrio del Metropolitano y sus amigos. Para llegar al chalet hay que cruzar todavía por algún descampado. Aún persisten los restos del ruinoso frente de la Ciudad Universitaria.

Es una ciudad que he encontrado en tantos otros lugares. En el Madrid hacia 1950 de Juan Benet por ejemplo. Pero también en las conversaciones con Josefina Aldecoa en el chalet del barrio del Viso; en los parajes de la novela de Martín Santos Tiempo de silencio; otros de Juan García Hortelano; en los relatos del propio Ignacio Aldecoa. O en los retazos de la conversación con mi padre, cuando éste se animaba a contar una narración de la época nada edificante con los restos de la tertulia, sus compañeros fósiles del Cuerpo de Archivos y Bibliotecas, en la cafetería de un Hotel Suecia inmediato al Círculo de Bellas Artes que aún conservaba algo de la sombra alcohólica y dicharachera de Carlos Barral y sus secuaces, antes de que cerrara definitivamente.

No sé por qué este Madrid remite siempre a unas calles, ahora nada animadas, en la trasera del Congreso de los Diputados. En ellas – vacías hoy, con los restos de algún local de entonces – se hallaban, según repetían todos, los restaurantes Heidelberg y Gambrinus, de un alemán que había venido a parar allí tras la derrota de los suyos, y donde culminan tantas tardes. (En Gambrinus tiene lugar durante un tiempo todos los sábados una tertulia vespertina, a la que asisten entre otros Alfonso Sastre y Eva Forest). De aquél entonces la taberna de Manolo aún persiste, frente al Teatro de la Zarzuela. Edelweiss, también, el otro restaurante alemán de cuando la diáspora germana. En una inencontrable casa de citas de doña Luisa – que aparece repetidamente en la novela de Luis Martín Santos – entre la calle de Barquillo y Hortaleza finaliza otras veces el periplo alcohólico y algo angustioso de sus protagonistas.

Carlos Barral, que ya viajaba a Madrid desde su Barcelona como el anunciado editor de la generación, comentaba de sus viajes a la capital:

"Las reuniones de agua tónica y café solo, mudaron desde la incorporación de García Hortelano, que atrajo también a la corte de poetas líricos, en alcohólicas y desfondadas. En realidad los escritores realistas de Madrid ya existían como grupo. En el restaurante Gambrinus, Alfonso Sastre reunía a numerosos catecúmenos de su teorías sobre el neo-naturalismo (…) Y a las de un café llamado algo así como Fuentsila, acudían el grueso de los novelistas, al señuelo sobre todo, de la gente del cine. Después del café Fuentsila fue el sótano de la cafetería Pelayo, en el que yo estuve alguna vez". (El escritor José Esteban había nombrado asimismo este café Pelayo, inmediato al Retiro, como centro de reunión del grupo más afín al partido Comunista: "Allí nos reuníamos con Domingo y Federico Sánchez, Gabriel Celaya y su mujer Amparito, Armando López Salinas, Jesús López pacheco y Alfonso Sastre").


En la acera del Paseo de Recoletos, el café Gijón aún ejercía de centro de reunión de los noveles escritores, que después se perdían en las calles de los alrededores. Había no obstante algo en la ciudad que la convierte en una especie de paisaje del "después".

Después de la guerra había terminado la época de las grandes tertulias literarias - y de las otras - y los grandes cafés del Madrid de la Dictadura y la República habían cerrado en su mayoría. Pervive la tertulia de José María de Cossío y Antonio Díaz Cañabate en el café Kurtz o el Lyon, entre otros. La llamada "tertulia antifranquista" del café Lisboa de la Puerta del Sol - donde se reúnen Antonio Buero Vallejo, García Pavón, Eduardo Zúñiga, Emilio Alarcos... La también llamada "tertulia de los narradores" del Lyon, frente al edificio de Correos (Allí aparecen Antonio Rodríguez Moñino, Gaya Nuño, Alfonso Sastre, Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa...). La tertulia de la galería Juana Mordó "donde ya acudían personas más jóvenes, poetas como Panero, José María Valverde, Luis Rosales y algún otro"... Eran en palabras de Caballero Bonald "el último coletazo de la bohemia, o, al menos, de ciertos potenciales escritores y genios desconocidos que pululaban por el café Gijón o el Comercial y, sobre todo, por el café Varela, situado al final de la calle Preciados". 

En unas páginas del año 42 del antaño notable Rafael Cansinos Assens, que había reunido en torno a su figura vanguardista y talmúdica una cohorte de literatos en el café Colonial primero, en el Universal después, en sus memorias de posguerra ya sólo aparece una triste reunión sabatina de actores y estraperlistas varios en el modesto "Gato Negro" de la calle del Príncipe. Que cierra al poco. 

"Olvídese el lector de las tertulias de La novela de un literato del primer tercio del siglo XX, porque todo aquel mundo está aquí olvidado. Estas son tertulias de hombres y mujeres oscuros (...) Todo es muy gris", nos advierte una introducción a sus diarios de la posguerra.

Pero incluso el propio café Gijón, a despecho de su fama, aparecía teñido con esa marca del "después" que había sucedido a la guerra.

"No obstante la frecuentación de los jóvenes creadores, el café de Gijón era como un vestigio. Estaba caduco. Pedía renovación", recuerda el Miguel Pérez Ferrero de las Tertulias literarias su primera llegada al café. Para añadir: "Los divanes se desvencijaban el pelouche se hallaba rajado (…) Escasos eran, por el momento, los clientes que lo frecuentaban".

Lejos del centro los jóvenes escritores frecuentan en ocasiones un escenario suburbial, cuyos lugares carece de nombre propio muchas veces. Son las tabernas de la calle Bravo Murillo; del Olivar de Chamartín; más lejos, las de las calles del barrio de Tetuán, - donde las gallinejas continúan siendo la tapa habitual- un hotel remoto del barrio de La Ventilla... Cercano al barrio de la Concepción se encuentra un escenario de gitanos y mercheros del que Alfonso Sastre, comentarán sus críticos, recogerá la jerga para incluirla en sus dramas broncos y oscuros. Era el llamado "Cerro de San Pascual".

"Por detrás del reciente barrio de la Concepción, estaba el cerro de San Pascual, donde años más tarde Alfonso Sastre, que frecuentó mucho a finales de los cincuenta a aquella gente marginal que lindaba con su casa, situó La taberna fantástica", comentaba en algún lugar de sus memorias la escritora Carmen Martín Gaite. Para añadir, después, una descripción de aquellos paisajes de las afueras:

"Posteriormente este barrio se uniría con Canillejas, siempre a través de la tierra de nadie de los desmontes".

Más allá incluso, en alguno de los hoteles de los alrededores, de las ventas en torno a la carretera de Barcelona, o en el camino de Somosierra, finalizan otras veces las veladas hasta el amanecer.

Luego, todo vuelve a girar en torno a los lugares del centro, al café Gijón más tarde.

"Estábamos en una taberna de la calle Augusto Figueroa tomando vinos con los amigos. Fue a la salida del café Gijón, donde acababan de presentarnos, Sastre, Quinto, Ferlosio; en aquel diván que hay a la derecha, al fondo, bajo aquel espejo que, creo, sigue en el mismo sitio" - relataba Josefina Aldecoa su primer encuentro con Ignacio. Otros -los garcilasistas de Juventud Creadora - se reunían en el cercano Café Comercial. En el inmediato Café Teide, en un semisótano del paseo de Recoletos, encontramos el último refugio del escritor César González Ruano. Junto a él aparecían otros inclasificables como Wenceslao Fernández Flórez, Manuel Alcántara o Rafael Santos Torroella...


Josefina nos había hablado en alguna ocasión – pero también lo hace Carlos Edmundo de Ory por ejemplo en sus algo tediosas memorias – de la sombría taberna del Pasaje de Válgame Dios, inmediata a la calle Augusto Figueroa. Estaba relativamente cercana al Café Gijón, epicentro de la cosmogonía de la época. Y al Comunista y a la Carmencita, las casas de comida barata y castiza en donde aún se reunían los postreros supervivientes del naufragio… Estas últimas las alcanzamos a conocer en nuestra época de estudiantes. Para acceder a la taberna, que apenas se distinguía desde la acera, había que bajar por unos angostos escalones desde la calle, a los que contemplaban con melancolía los escasos parroquianos de la barra, pensando quizá que tendrían que subir de nuevo por ellos en algún momento.

En una rara mención autobiográfica, Ignacio Aldecoa la cita en uno de sus relatos breves:

"El estudiante señor Aldecoa degustaba diferentes calidades de vinos en la bodega de la calle de Válgame Dios. Entre vaso y vaso discurría con sus amigos por los ásperos, inmisericordes caminos de las deudas".

Josefina Aldecoa la nombra también:

"Y cuando vivía en el pasaje de la Alhambra, antes de casarnos, las universidades se extendían por esa zona (…) Por entonces, frecuentábamos Casa Pedro-Vinos de Méntrida, en la calle Infantas. Y una taberna en la calle de Válgame Dios y el Bar del Circo, justo al lado del antiguo circo donde Ignacio solía escribir por la mañana. O las tabernas de los artistas circenses. Allí estaban los vinos de Valdepeñas …".

Nada hacía pensar que aquel sótano oscuro, con estantes de conservas y comestibles al fondo y el infumable vino a granel de entonces, fuera un lugar de reunión de los escritores de la generación de los 50 más tarde. Pero era el paisaje de una época. En otra parte se habían abierto las nuevas cafeterías de nombre americano en la ciudad de la posguerra: California, Dólar, Nebraska, Manila... Éstas nunca aparecen sin embargo en las memorias de la generación. Por el contrario, cercano a la taberna aneja a la plaza de Chueca y al arcaico Pasaje de la Alhambra se extendía el escenario menestral de un movimiento - el postismo - entre vanguardista y deudor de un malditismo del siglo XIX que describe su mentor, el abstruso Carlos Edmundo de Ory:

"Allí, en el estudio de Chicharro (pasaje de la Alhambra, 11) y en mi cuarto de la vecina pensión, donde mantenía junta privada con el pintor; allí la imprenta y redacción de nuestras revistas - Postismo y La Cerbatana - (Barbieri, 10) y, en fin, la sede del movimiento en el Café de Castilla, hoy también extinto, de la calle de las Infantas".

 "Por el otro extremo [del Pasaje de la Alhambra] nos abríamos hacia Colmenares, Barbieri y Libertad. Por todos estos aledaños de San Marcos se extendían nuestros dominios, conocidos familiarmente por La Kasbah", recordaba Carmen Martín Gaite. Del poeta Claudio Rodríguez, venido de su Zamora provinciana, se nos dice que: "Rodríguez frecuenta los mercados, las tabernas del viejo Madrid donde se reúnen timbaleros, areneros, monosabios, matarifes, entre el humo de los puros y el olor a sudor y a pescado frito". Con Rafael Sánchez Ferlosio, llegado de su Italia natal, nos cuenta de nuevo Josefina Aldecoa: 

"En tranvía y a pie, hacíamos excursiones los amigos a los cercanos campos secos y tristes de la venta de Buenamente, al lado del Manzanares, Boadilla del Monte, riberas del Jarama. En los chiringuitos tomábamos el vino frío y barato de la posguerra".


En algún lugar del relato Young Sánchez sobre un modesto boxeador del barrio de Tetuán, Ignacio Aldecoa alude también a las reuniones en torno a la taberna La Venencia - cita que se repite en la película de 1964 de Mario Camus sobre la novela. Lejos de cualquier aura literario o pugilístico, la taberna era entonces - según comentó años más tarde el crítico aragonés Bentura Remacha en sus recuerdos de la época - un local oscuro y un tanto ajado, de la no menos oscura calle del Lobo aneja a la Plaza de Santa Ana. Pero allí se reunía también el escritor Aldecoa con sus locuaces camaradas Alfonso Sastre, José María de Quinto, Carmen Martín Gaite o Jesús Fernández Santos, entre otros, en sus interminables periplos urbanos. O con el tiempo los hermanos Bienvenida y sus conmilitones los Dominguín, cuando salían de su feudo en la inmediata Cervecería Alemana.

Angostos, oscuros, los lugares de la época remiten siempre a olor a vino de Arganda, a charlas interminables y borracheras nocturnas y sosegadas; y poco dinero y mañanas inciertas… Hay una camioneta que recorre las calles de madrugada, riega la acera, despierta a los comercios. Estos, que aún tienen el portal de listones de madera y rótulos de color negro cerrados, contemplan a los que se recogen, la resaca triste de las primeras luces del día.

   
Han remodelado el Hotel Suecia, advierto otro día cuando cruzo por la calle de los Madrazo, detrás de Alcalá, una mañana. Había estado cerrado mucho tiempo. Desde la esquina todo semeja nuevo: un bar reluciente, una amplia cristalera, una barra luminosa… Fue, Carlos Barral lo relata en sus memorias, el lugar donde los prolijos escritores de los años 50 se reunían por las tardes, cada vez que él mismo, Juan Marsé, Claudio Rodríguez, Ángel González, alguno de los otros, accedían a la capital desde sus provincias respectivas. Rafael Sánchez Ferlosio, que no acudía nunca, relataba la llegada del editor Carlos Barral al hotel:

"Llega el editor catalán (…) llama displicentemente por teléfono desde un sillón de la suite del hotel Suecia. Inmediatamente suenan en cadena los teléfonos desde el viejo Madrid hasta Vallecas y corre como reguero de pólvora la noticia (…) "¿Qué vas a tomar?, pregunta el editor, impaciente, que se pasea con las manos cruzadas a la espalda. "Un café con leche, una cocacola, un café solo..." "Bueno, gin-tonic para todos".

Era un lugar de tertulias, se cuenta en algún otro artículo, la tranquila cafetería sobre la calle Marqués de Casa Riera, aneja al Círculo de Bellas Artes. Yo todavía alcancé a conocer alguna de ellas, la última creo, cuando acompañaba a mi padre a la reunión de antiguos bibliotecarios, que se encontraban allí tras haber abandonado el café Gijón por no sé qué desavenencias con los camareros.

Era ya una reunión de eruditos cascarrabias, que tomaban sólo café y algunas medicinas, y caminaban por entre las mesas renqueantes y con cierta torpeza. Pero no habían abandonado en ningún modo la acerada conversación. Ni el continuo recital de citas eruditas y maledicentes, sacras y profanas a partes iguales. Hipólito Escolar, que había sido director de la colección clásica de Gredos – y de la Biblioteca Nacional – intercalaba las referencias latinas o griegas con la descripción de un memorable viaje bibliotecario a la ciudad de Buenos Aires, donde terminaron las sesiones del congreso invitando al padre Blasco, jesuita y compañero de todos ellos, a los burdeles del barrio de la Recoleta. Mi padre reía. Él tenía una amplia colección de recuerdos de una ciudad sin historia en la posguerra como era Albacete y le gustaba relatar sucesos de la Mancha, esa región sin sucesos. (Antonio Martínez Sarrión en algún lugar había recogido también alguno de ellos). José Antonio Pérez Rioja, educado y minucioso y eterno director de la Biblioteca de Soria, guardaba una inagotable colección de recuerdos sorianos - que yo había leído por otra parte en las páginas costumbristas de Juan Antonio Gaya Nuño como El santero de San Saturio, cuando éste abandonaba su erudición de catedrático. El ameno Miguel Molina Campuzano atesoraba un sereno recuerdo de la campiña de Jerez. Que contrastaba con la barroca evocación de la Valencia de posguerra de su colega Pepe Ibáñez, de la alicantina ciudad de Sella sobre la bahía de Finestrat. Y su encendida defensa del lemosín como lengua origen del valenciano, que explicaba incluso a los camareros cuando estos se acercaban.

Cerraron el hotel hacía años. Pero la tertulia, recuerdo, había terminado algún tiempo antes, imposibilitados poco a poco sus amenos y eruditos actores, fallecidos la mayoría más tarde. En los años últimos del hotel se reunió en él otra especie de tertulia de jóvenes críticos y pintores, que portaban los atuendos de un Madrid que había olvidado la posguerra, frecuentaba el Rock Ola todas las noches y citaba con fruición los textos de Deleuze, Lyotard o el minucioso Derrida sin pestañear en ningún momento.


Frente al hotel se encuentra todavía la librería Dedalus. Tiene una portada oscura, apenas iluminada. La puerta está siempre cerrada. Asomándose a los cristales se descubre algún libro raro, inencontrable, alguna olvidada edición de los años 60 o 70. Un rótulo sobre la portada anuncia: “Humanidades. Hispanoamérica”.

Una mañana fría de invierno habíamos acudido a la librería. Otras veces lo hacemos, pero en la mayoría de las ocasiones ésta se encuentra cerrada. En el escaparate figuraban un raro Juan Larrea que no conocía, la primera edición de la "Lírica griega arcaica" de Juan Ferraté, el Cuaderno negro de Lawrence Durrell, el primerizo Fervor de Buenos Aires de Borges, entre otros.

Dentro en los altos, silenciosos estantes, las ediciones de Editorial Sudamericana, de la antigua Losada, de Grijalbo, de Seix Barral, descatalogadas…

Nombran, lo reconozco esa mañana, un paisaje de nuestro mundo adolescente tal como lo conocimos entonces.

Fue el paisaje de lecturas profusas de un lenguaje barroco e inacabable, desde la biblioteca a los libros que nos prestábamos en los bares. Designaban un escenario de quintas apartadas en la ciudad de Buenos Aires o a una oscura colonia - la Colonia Roma de Carlos Fuentes- en el Distrito Federal. Una capital de provincias, la Santa María del país de Onetti, o la decadencia de la burguesa y sórdida Lima de La ciudad y los perros. Un pueblo que el viento abate y se llama Comala. La barroca profusión de unas Antillas tórridas en la prosa de Alejo Carpentier… Pero también el viaje a París, tal como lo imaginamos entonces – y Julio Cortázar lo nombraba, nítido – y un universo hecho de conversaciones interminables, música de jazz y amores con la Maga. Todo ese mundo está aquí este día. Y persiste en el invierno, a despecho de la fría mañana. Y de las tabernas que, una a una, han ido desapareciendo del barrio.

Todo estaba cerca.

"Durante su estancia en Madrid a lo largo de seis o siete años, Luis Martín Santos residió en una pensión de la calle del Barquillo, nº 22, esquina a la calle Prim, un inmueble contiguo al teatro Infanta Isabel que, dedicado en aquellos años a las comedias de Adolfo Torrado, Leandro Navarro y, posteriormente, Alfonso Paso, no honramos nunca con nuestra presencia", contaba de nuevo el novelista Juan Benet la llegada del médico Martín Santos a la capital. Para describir en otro lugar, más tarde, la celebración de la salida del pintor Caneja de la cárcel: " Milicua montaba el homenaje en una de las seis tabernas donde se acostumbraba a cenar: Ciriaco, Alberto, Casa Labra...". Con el galerista Chiqui Abril, el escritor Laverón, el pintor Claramunt, algún otro, en la Casa de las Torrijas de la calle de La Paz, recordamos una tarde la sórdida taberna de Válgame Dios, un escenario oscuro que ellos han conocido todavía.


martes, 1 de octubre de 2019

Noticias de Europa


En algún momento, que puede ser vagamente la posguerra europea, la vanguardia aparecía dotada de un raro prestigio, una suerte de certeza que tácitamente aludía a su enfrentamiento con la llamada Academia dotándola- a aquélla - de la victoria final.

Estos días hemos estado repasando el antiguo volumen sobre "El Surrealismo" que, dirigido por Antonio Bonet Correa, la editorial Cátedra encargó en 1983 a varios autores. Al cabo de tantos años flota sobre el libro y sus artículos el peso de algo que estaba implícito en el ambiente de aquellos días, pero que no podía nombrarse, precisamente porque era lo implícito. Esto es, la noción del prestigio de la vanguardia. Y del atractivo, y en última instancia la idea de que "tenían razón" de ésta.

Indecible, lo que no se expresa es lo que en realidad nombra aquellos días. Del libro de la editorial Cátedra extraemos la noción de que el tiempo ha pasado. Los textos posteriores que sobre el surrealismo se escribieron - por ejemplo los de Ángel González y Estrella de Diego en el excelente catálogo de la exposición "Los cuerpos perdidos" en la Caixa en 1995, que también hojeamos estos días - habían abandonado el tono de descripción apologética del movimiento y recurrido en su lugar a la noción del fracaso. Y a una lectura de los textos del surrealismo en los que, en última instancia, nada podía ser tomado al pie de la letra.



Lecturas del después... Del volumen de ensayos retener ahora dos textos que en su momento escapaban a la descripción del movimiento. Uno es el del ya fallecido Juan Antonio Ramírez sobre "La ciudad surrealista". Otro, un análisis de la recepción de las teorías surrealistas por parte de la Escuela de Nueva York, realizado por Juan Manuel Bonet. El peso de la influencia de un André Masson, hoy un tanto olvidado, sobre los pintores que estaban surgiendo al amparo de Art of this Century, la galería de Peggy Guggenheim. Como Roberto Matta, Motherwell, Baziotes, de Kooning, Mark Rothko o Jackson Pollock.



Si, pasado el tiempo, todo lo que en realidad nos interesa ahora, lejos de la polémica sobre la adscripción final del grupo surrealista al Partido Comunista francés, fuera una historia de las ciudades... En algún lugar el belga Luc Santé había escrito un The Other Paris - traducido al español en Libros del KO como "El populacho de París"- en el que la ciudad aparecía como un lugar de los márgenes, los barrios periféricos y los lugares innombrables. Frente a la imagen reconocible de "la capital del siglo XX" -como Gertrude Stein se empeñaba en definir - surge aquí otra que se resiste a la descripción. Por cuanto sus lugares, los escenarios, se encuentran siempre en los márgenes: entre el campo y lo urbano, entre la ciudad y el río, la calle y el descampado, lo visible y lo secreto. Algo así surgía en la biografía que el fotógrafo Brassaï había escrito sobre su amigo Henry Miller, "Los años de París", en donde se hablaba de la ciudad tal como un desconocido escritor huido de Nueva York sin un céntimo podía conocer en los aledaños de la crisis del 30, que cambió la urbe para siempre . El libro, del que existía una edición en Fischer del año 1981, se había traducido en el Fondo de Cultura Económica en 2002.


De los relatos sobre el surrealismo que habíamos hojeado estos días, recordar entonces los que menos tienen que ver con una teoría de la vanguardia que, tiempo después, siempre aparece con la nota de lo artificioso. Así, recoger la descripción de un París que se está desvaneciendo en El aldeano de París -en la traducción de Vanessa García Cazorla para Errata Naturae - el libro que en 1926 publicara el poeta Louis Aragon sobre la ciudad. En donde la artificiosa búsqueda de lo maravilloso en el surrealismo en realidad aparecía como lo inquietante del desplazamiento en el tiempo de un escenario que ya surgía como una fisura en la modernidad. Como resto perturbador de otro momento, otra época en el fondo. Era la noción que revelaba también otro escritor, contemporáneo de los vanguardistas pero nada sospechoso de contaminación, como el León Paul Fargue de El peatón de París - editado originalmente en 1939 - en donde describe morosamente una ciudad, la suya, teñida igualmente por el sentimiento de lo que termina. (En español en traducción reciente de Regina López Muñoz para El paisaje de los Panoramas).



Leer la historia de la vanguardia como una historia de las ciudades... Hacía poco habíamos podido leer el relato que de los días de Zúrich y el Cabaret Voltaire había escrito el dadaísta Hugo Ball, con el título de La Huida del Tiempo. (En traducción de Editorial Acantilado, en 2005). En ese momento temprano el escritor y actor ya era capaz de elaborar una descripción de la vanguardia llena de fisuras, marcada por la tremenda crisis de la Primera Guerra Mundial y el final del mundo de las certezas. Y muy alejada del optimismo innato de los días inaugurales. Su periplo le llevaría años más tarde, en 1923 tras un retiro de la vida artística, a escribir un Cristianismo Bizantino, - en editorial Berenice en español -  erudito y certero, en donde las figuras de los agitadores dadaístas de Zúrich habían sido sustituidas por el estudio de la teología ascendente del pseudo Dionisio Aeropagita.

Curioso periplo el de los indignados dadaístas del Cabaret Voltaire y el Dadá berlinés del año 1918. El poeta Tristan Tzara viajaría al París de la posguerra para las batallas de la vanguardia que allí se avecinaban. Hans Arp se traslada a Meudon, un suburbio parisino al sur de la Cité. Con él, Sophie Taeuber, que con el tiempo crearía una colonia de artistas junto a Sonia Delaunay en el lugar de Grasse, al sur de Francia. Elsa von Freytag viaja al Village neoyorquino, donde muere. Marcel Janco había regresado a Rumania en 1922. Su destino final, ante el avance del nazismo, sería el nuevo Israel, de donde ya no regresaría.

Otro de ellos, el fotógrafo y poeta Raoul Hausmann, había de recalar en cambio en la Ibiza de los años 30.  Allí, fascinado por la vida en el lugar del Mediterráneo y la arquitectura tradicional del lugar escribiría un "Hyle- ser sueño en España", libro harto raro hoy - existe una esquiva edición en Ediciones Trea, de 1988 - antes de retornar a Suiza con el estallido de la guerra civil. Y recalar finalmente en la francesa Limoges, donde habría de vivir ya en una suerte de exilio voluntario. Pero a Ibiza habían ido a parar en un momento u otro fugitivos de las vanguardias como el filósofo Walter Benjamin, Pierre Drieu de la Rochelle, Jacques Prévert, Tristan Tzara - después de los días de París -, el entonces fotógrafo Wols, que huía de París asimismo, Albert Camus o Emil Cioran, entre otros muchos. (Como recoge en un buen relato isleño el escritor Vicente Valero - Viajeros contemporáneos. Ibiza siglo XX, en editorial Pre-Textos, 2004).




Periplos de la vanguardia... En algún lugar del raro " Mito y realidad de la escuela de Vallecas"- publicado en 1975 e inencontrable hoy en día - el autor, Raúl Chávarri describe los paseos cotidianos que en su momento, a partir de los años 30, iniciaron los jóvenes artistas entonces, el escultor Alberto y el pintor Benjamín Palencia. Desde la estación de Atocha, donde quedaban citados, hasta el distante "Cerro testigo" del entonces pueblo de Vallecas.

"Según el relato del propio Alberto - leemos en alguna parte - a partir de 1927, él y Palencia se citaban en Atocha hacia las tres y media de la tarde, y hacían distintos recorridos a la búsqueda de motivos pictóricos. Uno de ellos era siguiendo la vía del tren, hasta las cercanías de Villaverde Bajo; y sin cruzar el río Manzanares, subían hacia cerro Negro y se dirigían al pueblo de Vallecas, terminado en el cerro Almodóvar (que ellos rebautizaron como Cerro Testigo)". La ciudad era otra. Y la sensibilidad para recoger una poética del páramo, también.




En 1937 el escultor Alberto había instalado en la fachada del Pabellón Español de la exposición de París su conocida escultura "El pueblo español tiene un camino que le conduce a una estrella".

Independientemente del relato teórico del surrealismo, - que se propuso en su momento en exposiciones como "Orígenes de la vanguardia española" de 1974  de la galería Multitud, y en publicaciones pioneras sobre La vanguardia en España, entre ellas el erudito y ameno "Diccionario de las Vanguardias en España" de Juan Manuel Bonet en Alianza en 1995 - lo cierto es que había que haber recorrido muchos caminos de La Mancha, y las tabernas rurales de los pueblos inmediatos a Madrid, y los cafés populares en torno a la estación, para elaborar aquella obra.

En "Palabras de un escultor", texto que había publicado en 1933 en ARTE, órgano de la Sociedad de Artistas Ibéricos - editado en 1975 en Fernando Torres, en edición casi inencontrable también hoy  -  Alberto aludía a la idea de "levantar esas formas de la tierra (…) con rayas dibujadas y esmaltadas hierbas, tierras y piedras, por las pisadas de los caminantes solitarios, por los caminos cubiertos de formas de grandes piedras labradas por el tiempo".




La ciudad era distinta. Un ensayo reciente del holandés Gijs van Hensbergen - del que desconocemos otra referencia - sobre una historia del Guernica, el cuadro que Picasso presentara en el Pabellón Español de la Exposición de París de 1937, nos devuelve de pronto a la descripción de una España del siglo XX que creíamos olvidada. En donde se habla de campesinos famélicos y terratenientes a caballo, anarquistas milenarios y oscuros guardias civiles que surgen de un camino en sombras. Y donde la imagen de la posguerra es la de un padre de familia con bigote falangista y una estampa del Sagrado Corazón sobre la televisión con faldillas. Todos los tópicos de una descripción heredera del viaje del XIX a la España de Sierra Morena del romanticismo europeo se guardan aquí petrificados todavía. Curiosamente, tanto en el tópico ensayo del holandés - plagado de errores, por lo demás - como en otro anterior, ya clásico, de Josefina Alix sobre el Guernica - el que publicara, en impagable edición de Gonzalo Armero y Narciso Abril la revista Poesía el año 1993 - lo que de nuevo nos interesa son los márgenes de un relato más o menos oficial sobre el conocido cuadro de Picasso. Esto es, la relación de las obras que acompañaban la obra en el pabellón de la República. Las de un Solana, Julio González, Rodríguez Luna, Ramón Gaya, Horacio Ferrer, Gregorio Prieto, Pedro Flores o Aurelio Arteta, entre otros muchos. En donde surge la noción de una vanguardia, al margen de la historia oficial de la misma - aquella que gira en torno a la nómina de manifiestos futuristas, cubistas, dadaístas, surrealistas, constructivistas, tachistas y demás - con una pintura teñida de un paisaje tradicional, estepario y antiguo, que no la guerra, sino el desarrollismo de los años 50 y 60 iban a hacer desaparecer para siempre.

Era un paisaje que una obra al margen de la vanguardia, como la del grabador Ricardo Baroja, José Gutiérrez Solana, Gabriel García Maroto, o Díaz Caneja, iba a recrear. Pero también los artistas de la Escuela de Vallecas. En un escenario entre urbano y rural, la ciudad y sus afueras, en donde el color terroso del campo, el ruido de las voces y un tiempo como de los márgenes aún alcanzaban a la ciudad, situada en unos límites imprecisos.





viernes, 28 de junio de 2019

San Juan. Notas de lectura


Termina el mes de junio con la fiesta de san Juan. Era la noche en la que se abrían las puertas del otro lado - entre hogueras, verbenas y encierro de toros en los pueblos. Y una romería sobre el paisaje seco, de mieses ya recogidas, que subía hasta el santuario de la Peña de Francia, allá en lo alto de la sierra, a la espera de que algo suceda en estos días de nuevo.

En un anticuado manual sobre la arquitectura románica en Europa se nos advierte sobre la proliferación de relatos milagrosos que circularon en el siglo XII alrededor del camino de Santiago. La difusión de la noticia sobre el descubrimiento de la tumba del Apóstol se desarrolla, como todo el mundo sabe, a partir del siglo XI, coincidiendo con la extensión del estilo románico por la Península.

De todo el prolijo manual - El Románico publicado en 2004 por Rolf Toman en la editorial Köneman de Colonia - recordar las noticias sobre la función del milagro. Aquél que acecha en el fondo y sustenta toda la peregrinación, y todos los rigores, de los caminos europeos. Y aguarda también oculto en la vida cotidiana, inmersa ésta en el peso abrumador de la Necesidad, a la espera siempre de un milagro que deshaga la triste sucesión.

Los milagros eran más comunes en otras épocas. "En los tiempos pasados nosotros nos dábamos totalmente a la mitología y veíamos dioses por todas partes", nos recordaba el W.B. Yeats de las Mitologías celtas clásicas. (Editadas en una primera versión española en la editorial Felmar, en 1977. Y, más recientemente, en la traducción de Javier Marías para la editorial Acantilado en 2012). En donde por cierto el poeta recordaba también que: "Los gatos antes eran serpientes y se cambiaron en gatos en una época en que hubo grandes transformaciones en el mundo. Por esta razón son tan difíciles de matar, por lo que es peligroso meterse con ellos". El irlandés había añorado la época - en la isla, desde luego - en que los gatos hablaban una lengua común que aún se podía comprender. Al menos por los habitantes del condado de Sligo. decía.




A Irlanda y sus mitos se alude en una clásica también Historia del Grial de Joseph Campbell, publicada recientemente por las Ediciones Atalanta de Jacobo Siruela. En la que el autor traza una teoría en cierto modo novedosa en relación con la narrativa del llamado ciclo bretón - o ciclo artúrico.

Las teorías más comunes hablaban sobre la pervivencia en la materia de Bretaña de una mitología europea - céltica - a través de relatos aproximadamente históricos, como la Historia Regum Britanniae de Godofredo de Monmouth. O en el Gododdin, el poema elegíaco a los héroes de un reino legendario, donde se recoge la noticia de un oscuro caudillo britano, Artus, en lucha contra los invasores sajones en el siglo VI. En las tesis del mitólogo Joseph Campbell se mantienen las teorías sobre el sustrato celta de muchos de los lugares del ciclo bretón. (Aquel que fuera configurado definitivamente por el Perceval o el Cuento del Grial de Chretien de Troyes en el siglo XII. O, en la opinión de Campbell, por el más decisivo aún Parzival de Wolfram von Eschenbach, al que sitúa a una altura superior a la obra de un Dante tardomedieval incluso).

El autor de la Historia del Grial sin embargo alude a la influencia de mitologías más remotas, - como serían la islámica, las leyendas de origen persa, alguna alegoría clásica o incluso la cosmogonía de los dioses de la India-, en los obsesivos relatos de la Materia de Bretaña. Los del Rey Tullido, el Paso Peligroso, la Tierra Baldía, el amor fatal de Tristán e Isolda... O desde luego la isla a la que se dirigen los muertos, Avalon, relacionada con el Jardín de las Hespérides por una parte; con el prodigioso relato de las peregrinaciones del monje San Brandan por otro; con las islas al Poniente de la tradición irlandesa, finalmente.

No se trata de un ensayo erudito, ciertamente. Sino más bien de una recopilación de los lugares mágicos de la tradición sobre la búsqueda del Grial, en torno a la que el autor elabora más tarde sus teorías acerca del traslado de las mitologías más distantes - pertenecientes todas a la llamada literatura indo-europea - a través de los momentos y lugares más remotos.




De la famosa navegación de San Brandán, por ejemplo, al autor le interesará, fundamentalmente, - además de una descripción de los principales lugares del periplo legendario del santo- , una teoría sobre la concepción del Paraíso como un lugar y un escenario intemporales. "El reino del Padre se extiende sobre la Tierra y los hombres no lo ven", comentará, citando la frase del apócrifo Evangelio de Tomás.

Tendremos que buscar entonces en otra parte las referencias eruditas sobre la vida del santo, Brandan de Clonflert, abad del monasterio de Clonfert en Galway. Así en la Navegación de San Brandán, de Fremiot Hernández, editada en Akal en 2006. En donde se reiteran las noticias que en la obra de Campbell ya habían aparecido. Como la descripción de la Isla de las Rocas y el banquete mágico; la Tierra de las Ovejas - que algunos sitúan, vagamente en las Shetland -; la famosa Isla-Ballena - o Isla de San Brandán por excelencia; el Paraíso de las Aves - que de nuevo Campbell relaciona con el Árbol Cósmico- ; la Isla del Silencio... O la indefinida Tierra de Promisión - como Jardín de las Hespérides, o la céltica isla de Ávalon-, adonde como todo el mundo sabe, mora el rey Arturo. Tras la cual el santo regresa a la verde Irlanda, donde le aguarda la muerte.

Noticias sobre la célebre Navigatio sancti Brandani se encontraban desde luego en el volumen de editorial Lumen de la Historia de las tierras y los lugares legendarios de Umberto Eco de 2013. En una edición profusamente ilustrada, en donde la enumeración de los infinitos lugares imaginarios abarcaba "de la cabaña de los siete enanitos a las islas visitadas por Gulliver, del templo de los Thugs de Salgari al piso de Sherlock Holmes". Pasando luego por reinos como el del Preste Juan, el Dorado, la Última Thule, Hiperbórea o el Paraíso terrenal.




Del ciclo artúrico recordar la clásica La mort d´Arthur del un tanto enigmático sir Thomas Malory - editada igualmente en ediciones Siruela en dos volúmenes en 1999. De la que se desprendía el aire de melancolía del final de un ciclo y una época, en la que la nave con las velas blancas recoge el cuerpo del rey Arturo para llevarlo a la cercana y distante isla de Ávalon, donde aguarda un regreso que se demora indefinidamente, también.




Pero también otros títulos, con algo de edición heroica, que pudimos leer en su momento - y que están perdidos en algún lugar de qué estantería - como la edición de Carlos Alvar para la Editora Nacional de la Demanda del santo Graal de 1982. La traducción de Editorial Sudamericana de Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, la versión por decirlo así modernizada del ciclo bretón de John Steinbeck. Un impagable volumen sobre The Mistery of King Arthur de Elizabeth Jenkins publicado en Nueva York en 1975, con copiosas ilustraciones que van desde el irlandés Libro de Kells del año 800 a las visiones del prerrafaelismo decimonónico de la corte de Camelot- el cual nos regaló en su momento una amiga de Washington a quien los dioses acompañan desde ese momento. O las ediciones del Chretien de Troyes del Caballero de la Carreta, Perceval, El caballero del león  o del Cuento del Grial de Alianza Editorial antiguas, - antes de que fueran reeditadas la mayoría en la colección medieval de Siruela - que en su momento pudimos leer una detrás de otra. Siruela había publicado en 2005 las Figuras del destino de Victoria Cirlot, un excelente ensayo sobre los mitos de la Europa del gótico de la medievalista catalana que quise volver a consultar. Precisamente por sus comentarios a las enigmáticas figuras de Lanzarote del Lago, Tristán, el señalado Perceval o el Rey Tullido y su oscuro simbolismo.

Con el asombro mágico del que se interna en el bosque oscuro sabiendo que en algún lugar aparecerán la sorpresa y la aventura. Que por fin dibujan un relato alegórico y dan un sentido a la vacuidad de los días anteriores, sucedidos en una niebla sin referencias, lejos de Irlanda, y en donde las cosas aún no tenían nombre.


                                                         

martes, 30 de abril de 2019

Passage du Commerce -Saint- André



Passage du Commerce Saint-André.
1952-1954.


Entre 1952 y 1954 el pintor Balthus (Baltasar Klossowski de Rola) pintó el cuadro que representaba un pasaje relativamente conocido de París, cercano al estudio que entonces poseía en la Cour de Rohan. La obra se tituló con el nombre del callejón, el Passage du Commerce Saint-André.

Abierto en torno a 1776 el pasaje al aire libre se extendía desde el bulevar Saint Germain a la vieja Cour de Rohan. Corría paralelo a la antigua calle de L´Ancienne Comedie. A pesar de su pequeña extensión había conocido algunos momentos y lugares de notoriedad. En el número 8 se había inaugurado en 1686 el café más antiguo de París, Le Procope. El lugar, aún abierto, acogió durante los años treinta a una notable tertulia de escritores, pintores y ajedrecistas que todavía pervivía en la posguerra. En otro de los portales tuvo lugar durante la Revolución la publicación del conocido libelo radical "L´Ami du people", así como la imprenta donde Marat editaba sus proclamas revolucionarias. En una vieja cerrajería - cuenta una crónica local- se forjan en los meses iniciales de la revuelta las primeras cuchillas para la guillotina. La brasserie Relais-Odeon había instalado sobre la acera del pasaje su frecuentada terraza, después del tiranicidio de Carlota Corday y la huida de los jacobinos. En los años en los que Balthus pinta la calle todavía se abren en ella varios comercios tradicionales, muy poco frecuentados ya, que cerraron todos durante la inmediata ocupación alemana.

En 1950 el pintor había realizado ya un estudio previo de la obra con unos dibujos preparatorios, comenzando a pintar el lienzo dos años más tarde. Abandonaba la ciudad al poco tiempo y terminó el cuadro en 1954, instalado ya en el chateau de Chassy.

La localización de la escena era más o menos precisa. El título de la obra nombraba un lugar concreto. La representación - de la calle, de los personajes - podía responder a esta figuración de lo reconocible. La ciudad tenía un nombre. Y el estrecho pasaje, herencia de un París enmascarado todavía entre sus grandes avenidas, también.

Qué es lo que, sin embargo, hacía al cuadro una representación tan extraña, tan distante de todo lo que, en principio, podía nombrarse y reconocerse en él... El tiempo se había suspendido de pronto y sus personajes, los lugares que en él aparecen, accedían a nosotros, indiferentes, desde un otro lado, un día detenido y ajeno, al que, sólo por un instante, la pintura permitía el acceso.

" [La calle] no es ni de lejos una obra festiva, pues se cierne sobre ella una terrible historia", escribía sobre una obra anterior (la conocida La Rue de 1933) el pintor en carta a su primera esposa, Antoinette de Watteville. Y, en torno a la cierta sensación de perplejidad y distancia a la que la tela invocaba, la historiadora Mieke Bal comentaría, más tarde:

"Si el cuadro anterior [ La Rue] constituía una meditación sobre la vacuidad de la vida urbana, Passage conjura a un elenco de ominosos heraldos de la desesperanza"


" Katia dans un fauteil", 1971


"En el argumento de la película de Jean Cocteau, La sangre de un poeta, el cruce del espejo se hace silenciosamente, sin ruido:
La estatua: Te queda una posibilidad: entrar en el espejo y pasear por él.
El poeta: No se entra en los espejos.
La estatua: Inténtalo, inténtalo siempre.
El poeta tiene medio cuerpo y su reflejo en el cristal.
El poeta se hunde en el cristal.
El interior del espejo. Oscuridad.
El poeta avanza inmóvil." citaba el historiador Jurgis Baltrusaitis unas páginas de Jean Cocteau en su ensayo clásico sobre El espejo .


 
Le Salon I, 1941-43

Nada más cruzar al otro lado el tiempo se detiene, al instante, y los sucesos transcurren de otra manera, como inmovilizados perpetuamente, libres de la dimensión temporal de un antes y un después. Esta suspensión del tiempo se produce, según una antigua tradición, después de un acontecimiento insólito o del paso de un lugar que separa los dos lados. Cuya aparición permite de repente, inesperado, el acceso al tiempo de la suspensión.

Le sucede al rey Herla de los sajones, tras el cruce de un río legendario. A San Patricio tras atender al canto del mirlo que Oisin le ha señalado. Al monje Eris de Armenteira tras oír el silbido de un pájaro enigmático en el bosque. Al infante Arnaldos en la mañana de San Juan, cuando escucha el canto mágico que surge de una nave en la ribera. Al pescador japonés Urashima Taró, en el abismo del mar del Japón...

Pero asimismo a la aburrida Alicia en una mañana ociosa, también junto a una orilla.

"Alicia empezaba a estar muy cansada de permanecer junto a su hermana en la orilla, y de no hacer nada: una vez había echado una mirada al libro que su hermana estaba leyendo...". Más tarde, nos cuenta el Lewis Carroll de Alice in Wonderland, se produce, inesperado, el paso de la niña al otro lado del espejo. (Y las referencias a la Alicia ilustrada por Tenniel surgen a menudo en los escritos de Balthus).

El hastío, el aburrimiento... Forman parte asimismo de un tiempo sustraído a la linealidad. Pertenecen, como se nos cuenta en algún lugar, al tiempo - lejos del proyecto y de la sucesión - de la infancia. En una crítica a la obra del pintor alguien - el escritor Jean Clair - apuntaba los distintos momentos de la pintura de Balthus que se correspondían a este instante, detenido y un tanto ausente, de la niñez - pero también al momento impreciso del paso de ésta a una adolescencia que aún no aparecía definida. Como envuelta en una somnolencia sin nombres, todavía. Y a una sensualidad ambigua, envuelta en el mismo espacio entre el sueño y la vigilia, al tiempo de la espera aún.

Jean Clair citaba los momentos de la calle en suspenso - como en la obra La calle. Pero también la partida de cartas, el salón en penumbra, el fruto mágico, el estudio del pintor... O, directamente, los lugares del sueño, la espera, el hastío de la infancia de nuevo.

En alguna de las escenas de los cuadros surgía a veces un espejo. Este espejo, como anotó alguien después, solía estar velado, casi nunca vemos la imagen que refleja o guarda. Era, lo comentó el pintor también, un objeto del otro lado. No una imagen definida o un símbolo que se añadía a la representación. Un gato a veces, dueño asimismo de un espacio enigmático, contempla ausente la escena.

"La chambre"
1953

El pintor Balthus nos habla en algún lugar de sus Memorias del acceso a un otro tiempo, suspendido.

"Leer es la gran vía de acceso a los mitos. Green, Gracq, Char, Jouve, Michaux o Artaud a menudo fueron caminos de paso, y también los grandes textos sagrados de la Biblia y los iniciados, Dante, Rilke, los poetas de la Pléiade, los grandes chinos, los místicos Juan de la Cruz y Teresa de Jesús, sin olvidar a Carroll, Ludwig Tieck, ese poeta alemán tan romántico, las epopeyas indias...".

Y, más adelante:

"Mis niñas leyendo, Katia, Fréderique o las tres hermanas, con sus posturas soñadoras, se hurtan de un tiempo fugaz y deletéreo. Lo importante, al inmovilizarlas en el acto de leer o soñar, es prolongar el privilegio de un tiempo entrevisto, maravilloso y mágico, gracias a una tela que se abre de repente a otra luz, a otra ventana, que enseña sólo a quienes saben ver".

"Le chat au  miroir" III.
1989-1994 


El pintor había criticado, en sus raras declaraciones, una pintura moderna que se inscribe, desde qué momento de finales del siglo XIX, en la linealidad de la historia, su avasalladora contemporaneidad - como suscribiendo ciegamente el desolado dictamen de un Rimbaud que había declarado que: "Hay que ser absolutamente moderno".

Esta historia, en algún momento, llega a confundirse con el relato, apresurado y militante, de las vanguardias. Hasta el punto de identificar la pintura con la historia - moderna - de la pintura; sus relaciones con un antes y un después que devoraban al instante todo su posible contenido.

"En 1920 André Salmon sacaba a la luz la obra L´Art vivant en la que esbozaba una historia moderna, es decir evolucionista y lineal del arte francés más reciente", se nos cuenta en un relato de las vanguardias de principios del siglo XX. Relato lineal que, al decir de otro crítico, constituía una "Historia dogmática, canónica, unívoca y triunfalista, pero también historia cerrada y predeterminada, que hacía de Pollock el heredero necesario por así decirlo de Cézanne y Kandinsky" - afirmaba el Jean Clair de Melanconia.

Al margen de ella la obra de Balthus se sustrae, decididamente, al tiempo precario de la historia - y de la historia de las vanguardias con él. "El cuadro me enseña a rechazar la rueda frenética del tiempo. Él no corre en pos de ella. Lo que trato de alcanzar es su secreto. La inmovilidad", escribía el pintor en sus Memorias, dictadas a Alain Vircondelet.

Y, en otro lugar: "Ninguna pincelada, ni el menor rastro de color deben corregir el mundo por fin alcanzado, el espacio secreto por fin percibido. Fin de la larga plegaria pronunciada en el silencio del estudio. Fin de la contemplación silenciosa. Se ha acariciado una idea de la belleza".


 " Les beaux jours
Estudio para la obra de 1944-46

En un estudio clásico sobre la nociones de lo sagrado y lo profano el escritor Mircea Eliade resumía las distintas concepciones - y sensaciones - del tiempo sagrado y el profano. Frente a la intrascendencia del tiempo profano oponía la restauración, mediante el rito o la fiesta, de un tiempo fuerte, significativo, que pertenecía al origen. Y cuya degradación en la linealidad de la historia, de los días, no cabía entender sino como sinsentido, decadencia. (En otro lugar el antropólogo Marcel Mauss hablaría de la misma restauración del tiempo original mediante el sacrificio).

El tiempo sagrado, de algún modo, se opone a la sucesión. Frente a la tragedia de la historia, a su banal transcurso, representa un tipo de suspensión, de instante significativo del que no cabe esperar ninguna continuidad. Sino a lo sumo su reiteración, por medio del ritual.

El tiempo de la infancia responde a este mismo principio de suspensión, de inmovilidad, sin sucesión posible.

Paysage de Montecalvello 1972


"No hay nada - relataría en otro lugar Balthus - como el gesso de los fresquistas italianos, a quienes descubrí en mis viajes de juventud. Yo le añado caseína para ligar los colores. Acordarse del trabajo artesanal de los antiguos, de las preparaciones rituales que son capaces de dar ese efecto de suspensión, de espera sorprendida, de tiempo por fin vencido.

El tiempo vencido: ¿acaso no es esta, quizá, la mejor definición del arte?".



( Cour du Commerce Saint-André.
Fotografía de Charles Marville)


jueves, 14 de marzo de 2019

Biblioteca Autores Orientales. II





De las Cartas del viajero Enrique de Sajonia. Siglo XVIII.

(Publicadas por la Biblioteca de Estudios Orientales, Universidad de Coimbra.  Anales.)


"La misma escena se repite ahora ya en todos los salones. La otra noche donde el Príncipe de Sajonia fui requerido para que les hablara de la ciudad de Bujara, que alguien creía había oído mencionar en las cartas de Lady Montagut. (No es cierto. Sólo se habla en éstas de Estambul, el viaje por Hungría o de la cercana Salónica). Apenas conté algo y creo que los amigos del príncipe se decepcionaron. Una escena similar había tenido lugar en la corte de Zwingler unos días antes. El Elector Palatino quería saber sobre las Relaciones del jesuita Antonio de Andrade y del exótico Reino de Cathayo que en ellas se describe. No supe decirles gran cosa. A excepción del relato de las legiones perdidas de Craso en la ciudad de Liqian. Casi todos lo conocían.

Ahora recibo menos invitaciones. La propia Mademoiselle de C. me comentó la otra tarde que se sentían un tanto defraudadas por mi parquedad creciente. No me han vuelto a escribir de la Academia de Ciencias, donde al poco de mi regreso pronuncié una extensa charla sobre el Reino de Oxiana. La  institución me había demandado un informe sobre las perdidas ciudades de la Sogdiana. No se lo he entregado aún, y nadie lo ha reclamado - a pesar de que ya he cobrado un generoso anticipo sobre el mismo.

A mi retorno a la ciudad de Dresde he sido preguntado una y otra vez por los países por donde he viajado. En la Corte existe un renovado interés por el conocimiento de los reinos más allá del Imperio Otomano, lugares adonde los embajadores del Príncipe no acceden normalmente. No es ajeno, intuyo, por otra parte el interés militar por los mismos - que los diplomáticos de la Cancillería de Moscú apenas disimulan. Tampoco el Cónsul de Su Graciosa Majestad, venido desde la isla. Y por otro el entusiasmo que la descripción de los harenes de la ciudad de Estambul a este lugar del Elba ha alcanzado, con la noticia de las epístolas que la esposa del embajador inglés, Lady Wortley Montagu, envía, entre otros a la duquesa de Hannover o a lord Alexander Pope. Los mismos se han encargado de difundirlas con notable alborozo, advierto.

En la corte he escuchado estos días por fin la música del notable Wolfgang, de quien todos me habían hablado. Su valor ciertamente no es inferior a su fama. En el palacio de Zwingler estrenaban un concierto del casi inglés George Haendel y por fin pude oír algo parecido a la armonía de mi infancia - tan lejos de las trompas de caza estridentes y los címbalos chirriantes que me han acompañado todos estos años. En los salones del Príncipe pude comer también algo diferente de la grasa de las reses y los chillidos de las aves que se descuartizan al momento en las tiendas de los escitas. Nadie me ofreció la carne putrefacta de las yeguas sobre las monturas; nadie gritó al devorar los carneros; ningún jinete bailó sobre la mesa; la conversación al término de la cena fue discreta. Su Excelencia nos ofreció un jägermeister excelente a los postres.





Todos me preguntan por las ciudades exóticas de las que han oído hablar. Por las murallas de Isfahan, los halcones de los cetreros, la caza del tigre en las Puertas Cilicias. Los pavos reales en los jardines, o el baile de las esclavas circasianas en los palacios de Osmanli. De regreso a Sajonia, yo apenas recuerdo Bujara o las ruinas de Ani, la ciudad perdida en Armenia. Vuelven en su lugar, en cambio, las jornadas interminables en los caminos de tierra, la imagen de unas mulas devoradas por los buitres a un lado de la calzada. Los gritos de los jenízaros al caer sobre las caravanas, el hedor de los cadáveres a la entrada del desierto. Y un hastío interminable, la pesadumbre de un país sin fuentes ni música ni leyes. Y el polvo incesante, los caminos que nunca terminan. Y cuando lo hacen es para asomarse a otra llanura polvorienta, sin lluvia ni sombra, repleta de nuevos bandidos que de nuevo abandonan los despojos de los viajeros en la arena.

Un olor insoportable, a vísceras y a podredumbre, me asalta ahora por las noches. Y los gritos de los montañeses cuyo sentido nunca conseguí descifrar".



       - De  Cartas del viajero  Enrique de Sajonia.   Edición privada. Dresde, 1769.






jueves, 31 de enero de 2019

Del catálogo de las islas


(fot. Hiroshi Hamaya)

Anales de la Biblioteca de Coimbra.

Las islas legendarias.



 "En algún lugar de la destartalada biblioteca de la casa, se encuentran los antiguos atlas y libros de geografía que nuestro padre atesoraba -tan rancios ahora- con un fervor personal que pienso quizá no fuera raro en la época. Tengo que repasar alguno para encontrar unas citas que no recuerdo; leo distraídamente en otros – ediciones académicas francesas de Plutarco, Apolodoro o Plinio el Viejo – algunas referencias homéricas que estoy buscando para los artículos que me ha encargado una institución geográfica de Guimaraes.

Entre los manuales que consulto se reitera a veces la misma escena: Los navegantes dorios llegan a una isla, perdida en medio del mar. Ésta es una aparición repentina, surgida sin aviso entre la monotonía del viaje y la extensión del océano sin accidentes, que se repite día tras día. La isla de pronto revela un universo distante, alejado de la condena del tiempo. Permanecía olvidada en su calma sin fechas. Confusamente los marineros advierten que están arribando a un escenario insólito, inmóvil y desdeñoso, que yace en medio de la igualdad de los mares, de las olas que se suceden sin descanso en todas las estaciones.


                                                               
                                                                   (fot. Ángeles san José)

Un mundo otro tiene su lugar en las islas. “Los argonautas arribaron – nos dice Plutarco – a la isla desierta de Timias, donde se les apareció Apolo, que iba de camino hacia la tierra de los hiperbóreos”. En medio del Ponto Euxino Filostrato advertía de la legendaria existencia de la Isla Blanca – aquella donde, se nos cuenta, fue a morir un Aquiles mortal – en la que “los marineros que la costeaban durante la noche escuchaban el canto de Aquiles y Elena que relataban sus propias vidas con los versos de Homero”. La isla Eritia, destino de Heracles en su busca de los bueyes de Gerión, se hallaba “situada al otro lado del Océano”, sin acceso humano posible. De otra de las islas remotas, nos dice Homero que “A quien pregunte dónde queda esta isla venturosa, el poeta le contesta: “Sobre Ortigia, donde el sol hace su vuelta”. Hecateo, citando una antigua tradición, hablaba de la isla flotante de Quembis, sobre el cauce del Nilo. “Consagrada a Apolo (…) flotaba sobre las aguas e incluso podía moverse sobre su superficie”. La isla Eolia, en el canto X de la Odisea "Isla flotante, donde habita Eolo, el hijo de Hipotes". La isla Siria, descrita por Eumeo, el pastor de los puercos de Ulises, en el canto XV. Sertorio, el general romano, "que se encontraba en Hispania huyendo de sus enemigos, y atravesó el Estrecho y alcanzó la zona de Gades, donde algunos marineros le contaron que habían retornado de dos islas que se hallaban en el Atlántico, separadas por un estrecho, que se llamaban las Islas Afortunadas". O, más allá, en el mar del Norte, Pomponio Mela que "describe los actos de nueve sacerdotisas que residían en una isla, lejos de Bretaña, tan interesantes como el oráculo de una divinidad gala". 

En algún caso se alude a las islas infernales.

"En una de las siete islas llamadas de Eolo, la que se llama Lípara, cuenta la leyenda que hay una tumba, sobre la que se cuentan muchas cosas maravillosas, y en concreto, que no es seguro acercarse a aquel lugar de noche, están todos de acuerdo; pues se escucha con claridad el sonido de tambores y de címbalos, y una risa con estrépito y el sonido de crótalos", afirmaba el Pseudo Aristóteles de los Relatos Maravillosos. O las Górgades que son "las islas de las Gorgonas, monstruos femeninos, la más famosa de las cuales era Medusa, que habitaba según la tradición más allá del Océano, en el límite de la noche, no lejos del país de Gerión y las Hespérides". Calicut, descrita por Vasco de Gama, en la costa malabar, en donde "no se puede entrar sino pasado el mediodía, el miércoles, en un templo dedicado a los diablos". La Isla del Purgatorio, señalada por Dante en la mitad del hemisferio austral. Las islas del Paraíso, como aquella que encuentra el monje Barinto:

"Tanto se aproximó Barinto a la isla donde Mernoc había arribado, que llegó a ver el paraíso y hasta llegó a oír a los ángeles. Alior en su busca de aquel lugar vio todas esas maravillas que luego fue contando a Brandán".




El monje gallego Trezentonio había estado también en el paraíso. En su caso en una isla que se divisaba desde la remota Torre de Hércules. Desde allí pudo contemplar la legendaria Isla del Solsticio, hacia el oeste - la Insula Magna Solistionis - a la que arriba más tarde y en la que, en una verde pradera a salvo de enfermedades, tormentas y pestes, permanece durante unos siete años.

A su regreso a la costa gallega pierde todos los documentos y referencias de su prodigioso viaje, y la isla nunca vuelve a ser alcanzada. Su viaje, envuelto en la brumas celtas, recuerda el del mítico Ith del Libro de las Invasiones Irlandesas, en el que se nos dice que: "Ith, hijo de Breogan, fue el que vio por primera vez la isla de Irlanda en una tarde de invierno desde lo alto de la torre de Breogan; pues la mejor visión de un hombre es la que tiene lugar en una clara tarde de invierno". La torre de Breogan, se nos recordaba en otro lugar, era otro nombre para la Torre de Hércules, construida en el extremo oeste del Occidente.




O las islas legendarias -en este caso el Cipango de Marco Polo:

"La isla de Cipango situada a levante, a unas mil quinientas millas de la tierra en alta mar, es muy grande y sus habitantes son blancos, de buenas maneras y hermosos. Tienen oro en abundancia, de tal manera que existe un gran palacio todo cubierto de oro fino(...)".

 Eea, patria de Circe; Ogigia, la isla de Calipso; la Isla de las Sirenas; - "Un viento bonancible llevaba la nave. Y enseguida avistaron la hermosa isla Antemoesa, donde las armoniosas sirenas (...) hacían perecer con el hechizo de sus dulces cantos a cualquiera que echara amarras" - en las Argonauticas; la de los Lotófagos; Antilia "insula perdita", en el Globo de Behaim: Breasail, en el confín de poniente; la isla de San Brandán; las Islas Estofadas, donde viven las Harpías. Cerne, "una isla en los confines del mundo". Las islas del Ámbar. Las de las Gorgonas. O Tule, extremo del mundo, más allá de la cual “no existe nada”.

Pero también, en una vieja Historia de las religiones de la Universidad de Braga encuentro más tarde una cita sobre los antiguos dioses de Irlanda, los cuales "abandonaron el suelo de la isla y se retiraron a un país llamado Mag Meld, más allá de los mares de Occidente". San Patricio, se nos dice, "A menudo oía las voces de los que moran más allá de bosque Foclut, más allá del mar del oeste". Y en otra cita se nos recuerda que "Procopio de Cesarea (…) en el siglo VI  narraba cómo en aquellos tiempos aún se creía que la tierra de la muerte se situaba al oeste de la isla de Gran Bretaña".


             - De     Antonio de Andrada        Artículos y miscelánea       Guarda, 2006



Notas sobre la Ballena Blanca

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