miércoles, 28 de diciembre de 2022

Turris Babel. III

 

Camino de Barcelona discurre un paisaje nuevo, que se aleja de Castilla. Son barrancas secas, lomas ásperas, algunos árboles en una vega gris, bajo pendientes de arena. A lo lejos, en un otero, una torre mudéjar se erige sobre las casas de un pueblo. El resto, canchales de piedra, unos frutales sin hojas en las terrazas del llano.

Es Aragón, un reino nuevo que se aparta de las nieblas y los encinares oscuros de los días que dejamos atrás, en la meseta. Al pasar el tren por los Monegros, el paisaje se extrema, los árboles desaparecen, la tierra reseca se hace omnipresente: ya no hay ningún pueblo, ninguna alquería a lo lejos. 

Muchos años antes, en un viaje a Barcelona que se había hecho habitual, recuerdo que bajamos una tarde del coche, dadaístas ocasionales, y emprendimos una manifestación solitaria en medio de aquellos cerros, gritando consignas terminantes a las piedras. Cumplida nuestra acción inútil, regresamos a la furgoneta y paramos en no sé qué pueblo donde tenía lugar la actuación de un grupo que no se había presentado. Alguien propuso que los sustituyéramos. Afortunadamente, escapamos a tiempo. Los del pueblo, harto afables, quizá no eran partidarios del dadaísmo en la fiesta, intuyó otro con acierto. E. llevaba los Siete manifiestos Dadá consigo, creo recordar. Alguien llevaba también el "Apariencia desnuda" de Octavio Paz, que hablaba de Duchamp entre otros. (En París más tarde repetimos la actuación en una macro exposición Dadá, que nos pareció estaba demasiado en silencio). Ahora, al pasar por el yermo otra vez y evocar la manifestación absurda, me surge más bien la cita evangélica que hace referencia a "La voz que clama en el desierto" del profeta Isaías. De desiertos tratan estos viajes.


                                                               
                                                                  (Fot. Humberto Rivas)

Al acercarnos a la ciudad, comienzan a surgir las antiguas fábricas con chimeneas de ladrillo. Están cerradas casi todas, parece. Bajo una ladera de carrascos empiezan los descampados, la tierra de nadie que crea la industria. Un aparcamiento que cubren los matojos; una explanada frente a una factoría cerrada, una valla derruida que no sabemos qué protege... Sobre un río sucio las naves vacías tienen algo de antigua dignidad, unas líneas rectas que remiten a qué metafísica turinesa, las plazas angustiosas de la Ferrara del pintor Giorgio de Chirico. Reproducen con una rara exactitud las calles que recogió el fotógrafo Humberto Rivas cuando llegara a Cataluña desde su Buenos Aires natal; las fachadas que Manolo Laguillo, que llegó a su vez desde Madrid, encuentra ahora en los suburbios de la urbe.


En la ciudad, más tarde, entre la multitud, un jubiloso reencuentro con algunos lugares, con unos pasajes que creíamos desaparecidos. Con R. y B. paseamos una mañana por el barrio del Borne, y el dédalo de calles oscuras y fachadas ennegrecidas por el puerto recrea un paisaje que antaño conocimos tan bien. Fuera de la corriente turística, que anega la ciudad, quedan plazas insólitas, olor a hojaldre en las calles, portales en sombra que nombran una vida secreta: urbana, algo canalla. B., que vive cerca, nos comenta del escenario de tejados y buhardillas pequeñas que se ve desde su casa, de una vida advertida de pronto por encima de las calles, en las azoteas. Estos barrios de Barcelona siempre me han sugerido unas terrazas a trasmano donde alguien se sienta, un balcón inadvertido, unas tardes que nadie conoce. 

Cerca del puerto, R. nos lleva a la antigua cantina donde él acostumbraba a comer en tiempos. Quiere volver a ella, pero no sabe qué se va a encontrar. Para su sorpresa, no ha cambiado nada. El colmado está lleno: todo el barrio come en la calle. Las antiguas vitrinas siguen ocupando los muros, las mesas están muy juntas, las conversaciones se cruzan. Sirven un vino áspero y negro en frascas de vidrio todavía. Huele a aceite y el pescado es muy bueno aún.

Otra noche nos reunimos, después de un largo paseo por el Eixample, en otra taberna del siglo pasado, ya en el Poble Nou. El suelo es irregular, la entrada apenas tiene luz y está ocupada por las enormes botas de madera, el vino es de nuevo áspero y negro. Unas prensas de hierro, inútiles, vuelan sobre las mesas, las conversaciones se cruzan otra vez. Nada ha cambiado tampoco en el menú: conejo frito, pa amb tomaca y unos caracoles oscuros y como payeses, a despecho de que figuren en la ciudad.

Por la tarde yo había ido a sacar unas fotografías del Mercado de la Boquería con B. Para llegar a él habíamos tenido que cruzar por el río de gente sin descanso que bajaba del paseo de Gracia, cruzaba la plaza, inundaba el bulevar de la Rambla. Entre la multitud, las luces de los escaparates, volaban unas aspas luminosas que ascienden entre las cabezas y se venden en la puerta.


                                                                   (fot. Joan Colom, 1965)

Nos refugiamos en una terraza en la plaza de Sant Agustí, casi a oscuras. A la vuelta, el ruido del mercado. Más allá, las calles en sombra que se adentran en el Raval. Las siluetas se pierden en la oscuridad y algo en ellas hace pensar que nunca van a salir de allí. Tienen algo siniestro todas. Así semejaba hace años, cuando nos perdíamos por las calles traseras al bulevar, en el Raval o el Barrio Chino. Lleno de personajes absortos y bares precarios, que parecía nunca habían salido de aquel riesgoso lugar; nunca fueran a hacerlo.

Había sido una mina para los fotógrafos, en la posguerra. Joan Colom, el más conocido, pero también otros como Catalá-Roca o, más moderno, Joaquín Collado, habían vagado por un país oscuro, tan cerca de sus casas, y recogido los días y las leyes de aquel enclave en sombra, de donde sus personajes nunca salían a la luz, parecía. En Madrid el pintor Luis Claramunt había aludido a veces a aquel barrio, en donde él voluntariamente había decidido exiliarse. Más tarde, en la capital, había reproducido el mismo conocimiento de todos los lugares oscuros, inadvertidos desde fuera, que encontraba con una rara facilidad para los márgenes.


Camino de la plaza de Santa María del Pi, adonde por no sé qué extraña ley siempre acabábamos tomando café en los alrededores, intento evocar los lugares que en un raro artículo de Pio Baroja - pero también en otras obras- había encontrado, sobre las luchas y el clima enrarecido de la Barcelona de los años 20, con los pistoleros del sindicato único y el somatén, frente a los pistoleros de los sindicatos anarquistas. Pero no sé encontrarlos. En una plaza cercana a las Atarazanas, contaban, se había producido el fallido atentado contra el gobernador Martínez Anido, que escapó por una calle lateral y que no recuerdo cuál era. (Un confidente había manipulado las bombas, que no llegaron a estallar, contaba el relato de esos días). Quiero imaginar una plaza sombría, bajo un edificio oficial, y una salida al mar en un pasaje. Al Noi del Sucre lo habían asesinado a la puerta de un bar, "La Trona", según leí en otra parte, que al parecer se encontraba en el Raval. Acudía allí todas las tardes, para juntarse con sus conmilitones. Del bar "La Tranquilidad" y el "Café Español" partían las comitivas del sindicato Único, contaban, en busca de sus víctimas del Libre o la policía. Luego al parecer regresaban a los mismos lugares. Pero estos últimos estaban en el Paralelo y no nos hemos acercado por allí. Del frenético paseo de la primera guerra europea no sé qué encontraríamos ahora. R. sí recuerda de la famosa bomba en el Liceo. O de la del music-hall Pompeya. En un bar antaño célebre en la Rambla de las Flores tuvo lugar otro atentado... El mapa de los años 20, la sangre y las delaciones, la ley de fugas y los disparos en la noche debe de estar sumergido en toda la ciudad, oculto ahora bajo la moderna riada de paseantes que ocupan todos los lugares.



Hacia el norte, nos cuenta B., aún no ha llegado el turismo. Yo recuerdo unas quintas en la ladera, pasado el Viaducto, adonde fuimos a parar un lluvioso diciembre. Estaban fuera de la ciudad, que se contemplaba abajo, a la distancia. De ellas habla Carlos Barral en sus memorias; también Gil de Biedma en algún lugar de su Diario del artista...  Juan Marsé hablaría de ellas en sus "Últimas tardes con Teresa". Para bajar luego a una costa inmediata donde transcurrían los fines de semana de su burguesía catalana. ("Torres" era el nombre a veces, fascinante, de esas casas de campo en las afueras de la ciudad. Luis Goytisolo las describía también). Arrabales de la urbe, las colinas tenían sus propias leyes, según pudimos conocer en aquel invierno. Y eran leyes de lo apartado, lo no escrito, el silencio o unas tardes insólitas entre sus jardines.

B. y sus amigas se reúnen ahora a veces en algún lugar de San Gervasi, al norte de Sarriá. Allí no llega nadie aún, afirma, y sólo ellas, algún vecino, ocupan la terraza por las tardes.





miércoles, 16 de noviembre de 2022

Turris Babel. II

 


"Y le respondió diciendo: - Mi nombre es legión, pues somos muchos".

(Marcos, 5:9)


Un tiempo nuevo otra vez, con la tarde que acaba enseguida, la chimenea encendida y el agua que golpea en los canalones, fuera.

Rebuscando en la trastienda de algunos puestos de la Feria del Libro en el paseo de Recoletos encuentro algo. Un librero al que desconozco me enseña una primera edición de la "Casa de campo" de José Donoso que no había visto nunca. También la primera de los "Dos días de setiembre" de Caballero Bonald, ambas de Seix Barral, con la cubierta rancia del arquero de la Biblioteca Breve. También tiene un breve relato de Miguel Delibes, "Los raíles", editado en la Novela del Sábado hacia los años 50, y, después de discutir un rato, se lo compro todo.

Lo que el librero no sabe, ni falta que le hace, es que con las ediciones clásicas de Barral lo que estoy comprando, además del texto, es el recuerdo de un mundo editorial de papel áspero y cubierta opaca, que evoca ese tiempo de escritores en pensiones de la posguerra, publicaciones baratas y el realismo de la época, que teñía de gris todo lo que le rodeaba, tabernas de vino agrio incluidas.

Apenas hojeo luego el Caballero Bonald. Ya lo había leído en tiempos y lo dejo para mejor ocasión. Tampoco el Delibes, que se pierde al pronto en una estantería caótica. Sí abro la novela de José Donoso, a quien, después de una lectura adolescente de su Obsceno pájaro de la noche, y otra mucho menos fascinada de sus Tres novelitas burguesas, no había vuelto a hojear. La novela del chileno, en la prosa de un sur que desconocemos, recrea ese mundo cerrado, redundante y profuso y como al borde de la devastación, que podíamos esperar de un escenario tantas veces reiterado: la casa de campo, las familias antiguas, el calor de la selva, que aguarda afuera y está comenzando a inundar el antiguo recinto ordenado, aristocrático, cansado. Es un paraje ensimismado, que se repite en tantos momentos de la narrativa del boom de los latinoamericanos - había aparecido antes en los relatos sobre la montaña leonesa en Juan Benet. O en las masías de las afueras de Barcelona de Luis Goytisolo.

En el fondo reproduce un tema de la literatura desde la epopeya de Gilgamesh, que es el del jardín cerrado, escenario absorto en donde una suerte de destino ensimismado discurre dentro de los muros que lo aíslan del mundo afuera.

Yo recordaba ese paisaje obsesivo en "Bomarzo", otra novela excelente dentro del boom, del argentino Manuel Mújica Laínez. Y, sobre todo, "Aura", el también obsesivo relato breve del mejicano Carlos Fuentes, modelo del recinto enigmático- esta vez en una colonia sin nombre del Distrito Federal de México. (Que el profesor García nos indicó una vez que se trataba probablemente de la calle Donceles, en el Centro Histórico).



En las baldas de fuera de las casetas, entre el montón de libros acumulados y de saldo, encuentro un raro Ricardo de la Cierva sobre las "Brigadas Internacionales", que había visto citado en otras obras, pero nunca en los estantes de la librerías. Hojeado luego, resulta previsible y no puedo ver ninguna noticia, rara o no apuntada en otros libros, que pudiera guardar. También está la edición de bolsillo del "Diccionario de símbolos" de Juan Eduardo Cirlot, que compro por el precio, aunque sospecho que ya estaba en alguna estantería de la casa. De este último recibo una cierta decepción al escudriñar sus entradas en orden alfabético. Las cuales resume enseguida con una referencia a la dualidad, sin más profundidad. Una lectura posterior en cambio me reconcilia con la obra, al releer la introducción, una buena digresión sobre los problemas del simbolismo y la noción de un imaginario universal, más allá de la torpe fantasía de lo individual.



Siguen el aire frío, una lluvia intermitente que cae todos los días. En la vieja Salamanca resta apenas un resquicio de la antigua ciudad en la portada de la iglesia de San Benito, siempre sola, el bar Bolero al fondo de una calleja sin salida, el café Novelty en la plaza... Entre la procesión de turistas y tiendas de recuerdos que ocupan ya, a todas horas, las calles.

La librería C., frente a la fachada de la Universidad, es un remanso en medio del desfile y los puestos de comida rápida. Alguien me contó que habían comprado hacía poco la colección completa de clásicos de la editorial Gredos. Me acerqué algún día pero estaba siempre cerrada. B., la dueña, me viene a decir que abre cuando hace buen tiempo. Esta mañana luce un sol frío, de otoño, y por eso está allí, detrás de una mesa caótica y una estantería en la que guarda algunas ediciones realmente raras. Esas no las vende, me informa, fiel a una costumbre de librero de lance que agradezco en el fondo.

Toda la colección de Gredos, esas joyas de la edición de los Ovidio, Herodoto, Aulo Gelio y aún Rutilio Namaciano están ya vendidas, dice. En cambio ha conseguido el catálogo de la biblioteca medieval de Siruela, no menos raro. Le compro la edición de Victoria Cirlot del Mabinogion galés, el repertorio de antiguas leyendas contadas originalmente en antiguo gaélico, y en cuyas páginas asoma el paisaje bretón - no se sabe cuál sería anterior- los primeros motivos artúricos y un recuerdo como velado de una mitología celta y la epopeya de antiguos héroes y reyes britones de los que apenas tenemos noticia. 

Tiene muchas otras cosas. Pero la mayoría de las novelas de la editorial Áncora y Delfín o del Premio Formentor de relato las tengo ya. Una rarísima edición del poeta José María Hinojosa, publicada en Málaga en los años anteriores a la guerra, está dedicada a no recuerdo quién y no la había visto jamás. Pero el precio es insólito también y B. además no tiene ganas de desprenderse de ella, deduzco. Sí le compro otro raro Azorín, el "Cavilar y contar" del año 42. De cuando Azorín, de regreso de un París del que sólo ha visto los puestos de libros de la orilla del Sena y los restos del Segundo Imperio, vuelve al Madrid de la posguerra, un tanto hastiado de todo, y se dedica a escribir sobre sus amigos inmediatos. Y sobre la tertulia gris del café Belgrado, allá en la calle Alcalá, lejos de la contienda mundial que prosigue en las costas de Francia, las estepas ucranianas, al otro lado de la frontera.



En otra librería de Salamanca, en un pasaje también olvidado por las romerías del turismo, a la que acudo con cierta frecuencia - el café en la plaza es excelente- me miran con cierta sorna cuando una mañana les pregunto por varios títulos que creía desaparecidos para siempre. Tienen el Erwin Panofsky sobre "Los primitivos flamencos", su ensayo sobre iconología medieval, y aún el volumen de Aguilar de "El renacimiento meridional" de André Chastel, que me apresuro a adquirir antes de que entre en la librería otro orate. No tienen el raro libro sobre "El grutesco" de éste último, pero me lo pueden conseguir en dos días, y en efecto a los dos días me llaman. No tienen, y no se puede conseguir si no es a precio desorbitante, me informan, ni el insólito estudio del erudito bizantino Pavel Florensky sobre la perspectiva de los iconos. Ni aún menos el Stanislas Klossowsky sobre "El juego áureo", ambos de editorial Siruela. Lo escucho casi con una sensación de alivio. La Biblioteca de Babel no se halla aún en la plaza de San Boal, y en el fondo es un consuelo saberlo. (Luego, después de haber leído el excelente ensayo sobre el grutesco del francés André Chastel, donde aventura la tesis de que el juego frívolo y anticuario de las figuras caprichosas de decoración tal vez oculte un sistema alegórico indescifrable, el tono académico y de historiador clásico del mismo en el volumen sobre el renacimiento me sorprende al principio. Y me agrada después. Retomo más tarde el Panofsky sobre la pintura flamenca y su memorable ensayo sobre la cosmovisión de la perspectiva, posterior a Brunelleschi. Aún tengo reciente una visita al museo Groeninge de Brujas, y sus Van Eyck, Hans Memling, Gerard David y otros).



De camino otro día a la tertulia capitalina, acudo esta vez con el raro catálogo de una galería de arte malagueña, después de pasar la mañana con B. en la feria de arte antiguo. En cuyos fondos, puestos ahora a la venta, figuraban una magnífica estela egipcia del reino de Meroe; un no menos obsesivo Kylis griego, con las figuras de Ayax y Telamón en lucha. O un ladrillo paleocristiano del siglo III, en el que ya aparece el crismón, la representación de la figura de Cristo - "El ungido"- en el cruce de las letras griegas X y P. Hay algo iniciático - de iniciación y de regreso a unos primeros tiempos- en ese emblema aún torpe en una época en la que el cristianismo busca sus propias figuras, sumergido todavía en una tradición absorbente de dioses, planetas y alegorías de la Antigüedad pagana. 

En la tertulia, sin embargo, el erudito profesor García está desazonado con la publicación de un emblema muy distinto. Se trata de un sello, editado en colores y diseño industrial por no sabemos qué organismo oficial, que conmemora el centenario de la fundación del Partido Comunista. "Un ejemplo en la lucha por las libertades", había leído en alguna parte.

- Sería más consecuente si hubieran celebrado la expansión de las legiones del Maligno - comentó, aún ofuscado. Para añadir luego-. Claro, que para eso tenían que haber leído algo más...





domingo, 23 de octubre de 2022

De algunas fotografías de la guerra

 

                                                                  (Cartel U.G.T., Granada, s.f.)

En los relatos sobre la guerra civil  -sobre la época en general- aparece a menudo la sensación del frío. Unos soldados de precario atavío, calzados con alpargatas, rodean la lumbre en muchas de las fotografías del frente. Los pasamontañas son parte - irregular- del uniforme. George Orwell, al comienzo de sus Recuerdos de la guerra civil española, (1) lo describe: 

"Es curioso, pero lo que recuerdo más vivamente de la guerra es la semana de supuesta instrucción que recibimos antes de que se nos enviara al frente: el enorme cuartel de caballería de Barcelona, con sus cuadras llenas de corrientes de aire y sus patios adoquinados; el frío glacial de la bomba de agua donde nos lavábamos (...) las milicianas con pantalones de pana que partían leña y la lista que pasaban al amanecer".

Hacía frío en las casas, contaban; hacía frío en los enormes edificios que hacían de colegios o seminarios; en las sombrías tabernas, en donde alguna imagen de época muestra una estufa de hierro alrededor de la cual se calientan unos oscuros parroquianos... Hacía frío en el frente, desde luego. En Teruel: "El viento cortaba de forma angustiante, nada servía de protección frente a las rachas heladas. Nuestros ojos se llenaban de lágrimas continuamente...", escribía el corresponsal del New York Times, Herbert Matthews en su llegada a las trincheras en el gélido diciembre de 1937. Las mantas aparecen sobre los hombros de los milicianos en casi todas las fotografías, en ocasiones agrupadas en el suelo en un descanso a la llegada a un pueblo. Acompañan a los soldados en los frentes. O son la última mortaja, otras veces.

"La nieve era dura, helada; el frío, glacial; lentamente bajaba la teoría de soldados silenciosos con un interrogante en la mirada - recordaba el Rafael García Serrano del Diccionario para un macuto- (...) A otras camillas una manta las cubría totalmente: los muertos".   (2)  


                                                  (Sebastián Taberna. Puerto de Navafría, 1937)


                                                     
                                                          (Sebastián Taberna. Guadalajara. 1937).

Un escenario antiguo, como de provincia inmóvil, rodea a su vez los relatos de la guerra. Un escenario al que no se alude, porque es el paisaje cotidiano de los días. Y del que sólo ahora, desde la distancia, podemos apreciar su magnitud: cualquier imagen de aquellos años nombra, dentro de ella, un paisaje diferente, una abismal diferencia. 

Este abismo de lo diferente, esta noción de un mundo perdido, se mantendría después de la guerra por ejemplo en las imágenes de los viajes por la meseta, o por el sur andaluz, de un Nicolás Muller - o de Pérez Siquier, o Catalá Roca... El primero, un fotógrafo húngaro que había comenzado su carrera retratando a los personajes de la puszta, la interminable llanura húngara, había regresado a España en la posguerra, después de un accidentado periplo - un tanto común en la biografía de un judío de Centroeuropa- que comprendía el exilio frente a la amenaza nazi, la vida social en París, la huida posterior a Lisboa y una jubilosa estancia en el Tánger de posguerra, que aún pertenecía al Protectorado Español.

A su marcha de Tánger iniciaría una no menos provechosa estancia en la Península, donde mezcla la fotografía del estudio madrileño con constantes viajes por un país aún anclado en una interminable tradición rural- y ciertamente antigua. ("Imagine usted un pueblo que lleva durmiendo doscientos años, y que de pronto es removido violentamente de la forma más terrible de la guerra: la guerra civil" - había escrito el novelista Torrente Ballester desde Salamanca al poeta uruguayo Rodríguez Pinto al principio de la contienda). (3)  El soviético Ylia Ehrenburg, que había recorrido el país en los años anteriores a la guerra, y después regresaría como corresponsal de Izvestia a ella, había descrito esta sensación de soledad y ausencia en su libro de 1932 sobre "España, república de trabajadores":

"Peñascos, un páramo rojizo, míseras aldehuelas separadas unas de otras por crestas severas, caminos angostos que acaban en senderos... Ni bosques, ni agua (...) Una enorme meseta despoblada, barrida por los vientos. Soledad de una página en blanco...".   (4)

De cualquiera de las fotografías de Muller de estos años posteriores se podría extraer la certeza de que era un mundo cotidiano, rural a veces, muy antiguo, muy gris en la mayoría de las ocasiones, el que se desvelaba en las copias y estaba, ahora lo sabemos, destinado a desaparecer. Sobre ellas se repetía la presencia de un empedrado azaroso en el suelo de casi todas las imágenes; o unos poyos de piedra color ceniza donde se sientan las mujeres a la puerta de las casas. O la oscuridad que surge de unos umbrales de madera en las cuestas, donde los vecinos miran a la cámara, sin que nunca tengamos acceso a un interior que adivinamos sombrío y con olor a humo. El tiempo era, de nuevo, lento en las calles, semejaba haberse detenido de nuevo.


                                                       (Nicolás Muller. Setenil de las Bodegas, 1959).


Pero en estos años la guerra ya había terminado. Las fotografías que hemos conservado de la contienda recogen los acontecimientos algunas veces. Son imágenes del frente, de la retaguardia en otras ocasiones. En éstas últimas, pueden apuntar a un suceso también: un bombardeo en una ciudad, un desfile por las calles, un grupo que se prepara para salir hacia Aragón y se retrata, entre jubiloso y precario, frente a la cámara. El fusilamiento de unos civiles en un camposanto que desconocemos, o el saqueo de una iglesia que sí tiene nombre, frente a la cual los milicianos posan con las momias de las monjas que han sacado a la calle.



(Frente del Norte, 1937. s.a,)

O pueden ser fotografías sin acontecimiento. Las cuales recogen el mundo de lo cotidiano, el paisaje, frío y como precario, del frente de guerra o las calles de una ciudad, kilómetros atrás de las trincheras.


                                                            (Robert Capa. Vallecas, 1937).

Las imágenes tenían una intención de propaganda en muchas ocasiones. Una prensa internacional - Vu, Life, Regards, Ce Soir...- reproduce los negativos que, desde el lado republicano, los fotógrafos más conocidos, como Robert Capa o Gerda Taro envían para su publicación. También las envían Chim - el seudónimo de David Seymour- o Walter Reuter. Las imágenes, en su reproducción, cumplen la función que desde un primer momento acompaña a la nueva técnica: la de la evidencia. La prensa republicana - y los medios internacionales afines- publican constantes imágenes de los bombardeos de Madrid, más tarde los de Barcelona, muchas de ellas sin firma. Una población angustiada miraba hacia el cielo en ellas. La Delegación de Propaganda de Burgos a su vez edita los volúmenes, mucho menos difundidos, de "La barbarie roja, documento gráfico de la guerra", en Valladolid el año 1937. "Las imágenes- afirmaban - eran las pruebas más irrefutables de la barbarie roja".   (5)

Si los primeros corresponsales editan sus negativos en medios como Life o el New York Times, Kati Horna, la fotógrafa húngara instalada en Barcelona en plena contienda, envía sus imágenes a unos medios menos difundidos: son la revista Tierra y Libertad de la F.A.I. o el periódico, también anarquista, Umbral. Otras veces guarda las copias para sí misma. Son imágenes de la retaguardia, de una vida cotidiana sorprendida por la guerra. Aunque se aproximan nunca llegan al frente. En Barcelona, fotografía los lavaderos públicos donde unas mujeres conversan alrededor de un estanque, con una fuente en el medio. Unos milicianos montan guardia frente a los restos de un templo saqueado. Unos niños corren, frente al hotel Colón, convertido en sede del PSUC. En las carreteras de Teruel, donde se desplazan los campesinos frente al avance de las tropas nacionalistas, el campo es de nuevo un terreno yermo, muy antiguo, por donde huyen unas mujeres enlutadas, en medio del páramo aragonés. 

Muchas de estas fotografías, que nunca fueron publicadas, se encontrarían muchos años después en Amsterdam- las llamadas "Cajas de Amsterdam"- adonde habían llegado en 1947 después de un azaroso periplo. Alguno de los negativos eran de la también anarquista Margaret Michaelis, que había colaborado igualmente en la Propaganda Exterior de la F.A.I. Las cajas pertenecían a los archivos de la C.N.T. y pasaron luego al Instituto de Historia Social de la ciudad holandesa, donde por fin fueron exhibidas. Alguien había hablado en algún momento de un hipotético álbum de Horna que se titularía "España": "Un libro de imágenes sobre cuentos y calumnias fascistas", que nunca se publicó como tal.


                  
                                                              (Kati Horna. Teruel, 1937)

La prensa nacionalista es más rara: serán periódicos como el lisboeta O Século, el italiano Il Legionario o el raro The Catholic Herald - financiado, entre otros, por la novelesca condesa de Kinoull. Ésta envía las fotografías a la prensa europea desde el mismo frente de Toledo en el cual se encuentra viajando, acreditada por el Conde de Aguilera como periodista internacional. 

Había acudido a España, acompañada del sacerdote belga Vincent de Moor, en los primeros días de la sublevación. Un extraordinario periplo la había llevado, los años anteriores, desde su conversión al catolicismo, influida por el incansable de Moor, a un viaje interminable por África en camión con el mismo, al café Le Select de París - donde coincide con Zuloaga o el vizconde de Poncins, a los que encontrará de nuevo en España- a subvencionar un convento de beneficencia inmediato, y a entrar en España en julio de 1936 como corresponsal acreditada del citado The Catholic Herald. Con su coche particular recorrerá los frentes del Norte, envía imágenes de Eibar, Durango o Urkiola, y asiste luego a la entrada de los nacionales en el Toledo sitiado, tras el asedio del Alcázar. Firmará sus fotografías bajo el seudónimo de "Claudek" - por lo que, muchos años después, éstas aparecerán reproducidas sin citar su procedencia. Su intención era recoger los retratos de la barbarie, como ella misma afirma ante la Asamblea francesa. En 1938 publicará en Bélgica el libro, conjuntamente con de Moor, "L´horreur rouge en terre d´Espagne".   (6) 


                                                              (Claudek. Montaje. Toledo 1936) 

Revistas como la filocomunista Regards en cambio reproducen en casi todos los números de aquellos días imágenes de la guerra desde el bando republicano. Obedecen al discurso oficial del gobierno del Frente Popular, según el cual una población bombardeada y sin ayudas se enfrenta a la amenaza de las tropas y los generales que vienen de fuera - de Italia y Alemania fundamentalmente, reiteran. La maquetación de la época, las fotografías encuadradas, un constante tono sepia en las páginas, apoyan esta sensación de lo precario, un mundo arcaico que se relaciona con la contienda, y el paisaje, españoles. 



Las fotografías reproducen los sucesos, en ocasiones. (Las más difundidas serían las del temprano asalto en julio al Cuartel de la Montaña, sobre cuyo patio sembrado de cadáveres se retratan los milicianos triunfantes). Los milicianos en estos días no tienen reparo en editar imágenes de los "paseos", en las cuales se retratan, sonrientes, sobre algún cadáver reciente. Las fotografías de las momias sacadas a la calle y los asaltantes tocados con bonete frente a un templo asaltado deciden a los conservadores, ingleses y norteamericanos sobre todo, a no apoyar de ninguna manera al supuesto régimen democrático. Los nacionalistas replicarían a las imágenes de Madrid con las también difundidas de la entrada en el derruido Alcázar de Toledo del general Franco, recibido por los defensores entre las ruinas.

En su extremo el afán de recoger el acontecimiento puede llevar a la famosa fotografía de Robert Capa, que reproduce la muerte de un miliciano en los tesos de Cerro Muriano y que seguramente se trate de un montaje. En este caso - en algún otro, como las reproducidas imágenes de Agustí Centellés en las barricadas de Barcelona- el interés por reproducir el suceso invierte los términos de la fotografía, la cual debía dar testimonio de un acontecimiento anterior, y crea el suceso, que nunca había tenido lugar, en la misma fotografía. La imagen del "Miliciano abatido", no obstante, se convertiría en la portada de Life en julio de 1937.   (7)



(Guglielmo Sandri. Las Merindades, 1937).

Los reportajes de Capa, de Gerda Taro, de Walter Reuter, aspiran a recoger los acontecimientos de la guerra. Intentan ser noticias. Y con ellos, aparecen los retratos de los personajes más conocidos de ella. Como el incansable Ernest Hemingway, que sale retratado en tantas ocasiones, el fotogénico Buenaventura Durruti, Rafael Alberti o El Campesino, que surgen en todos los frentes. Pero frente a los acontecimientos, otras colecciones de imágenes en cambio nombran un escenario de la cotidianeidad, acostumbrado, sin ningún suceso. 

Son las instantáneas que toma el desconocido Guglielmo Sandri en la comarca de las Merindades de Burgos. (Formarán el libro, muchos años más tarde, editado en Burgos de "Guglielmo Sandri en Las Merindades").   (8)  Del teniente Sandri, voluntario italiano, se desconoce casi todo. En la campaña de España guardó cerca de 4000 negativos, que raramente incluían escenas de la guerra, sino paisajes de los lugares - Castilla, Santander, Málaga,... - que iba recorriendo. Nunca las editaría. Hasta que en 1992, "Una joven de Vitipeno, Samantha Schneider, las encontró en una caja, junto a un cubo de basura, sin ninguna referencia de su autor. La mujer de Sandri acababa de morir y su casa debió de ser desmantelada por el propietario". Las imágenes de los caminos de España, las calles vacías y las tropas caminando por un paisaje estéril, eran el punto final de la actividad fotográfica de aquél, nacido en Bolzano, que se había iniciado como combatiente austro-húngaro en el Alto Adige. Para pasar a ser oficial italiano al final de la contienda, combatir de nuevo en las montañas de Etiopía y terminar, antes del regreso al Tirol, en la campaña del Corpo di Truppe Volontarie en las batallas de Sigüenza y Guadalajara. En sus copias de los pueblos de Burgos es un escenario inmóvil, como detenido décadas atrás, el que se filtra más allá de la imagen. En el pueblo de Lastras de las Eras, en primer plano, retrata a los soldados italianos, que descansan después de no sabemos qué jornadas. Al fondo, la vida en suspenso de unas mujeres enlutadas, unos niños que, como en todos los días de la infancia, no tienen ningún programa, vagan en una mañana sin citas, sin término, inmensamente dilatadas. En la imagen, el empedrado en el suelo de nuevo.


                                                         (Antoni Campaña. Poble Sec. s.f.)

También perdidas estarían las numerosas fotografías, dos cajas de positivos y una de negativos, del catalán Antoni Campaña. Había sido un profesional reconocido, al que se encuadraba en general dentro del campo del pictorialismo. Durante los años de la contienda se dedica a tomar numerosas copias de la vida cotidiana en la Barcelona de la guerra. Una ciudad en la que, en los primeros días de la sublevación, se produce una especie de transformación radical del paisaje, según relataban los viajeros a aquélla, en la que el predominio anarquista había hecho desaparecer todas las trazas de la tradición burguesa aparentemente, y convertido las calles en una suerte de kermesse miliciana y libertaria. 

La lejanía del frente, y las batallas posteriores entre los comunistas, con el apoyo del gobierno, anarquistas y poumistas, transformarían en algún momento la ciudad otra vez.
 
"Las tornas habían cambiado - escribía de nuevo Orwell en su Homenaje a Cataluña-. Volvía a ser una ciudad normal y corriente, algo maltratada y castigada por la guerra, pero sin ningún signo externo de predominio de la clase trabajadora (...) El uniforme de la milicia y los monos azules prácticamente habían desaparecido; todo el mundo parecía llevar los elegantes trajes de verano que son la especialidad de los sastres españoles".
 
Antoni Campaña había retratado en esos años las escenas cotidianas de una ciudad en la que en algún momento surgían los signos de la guerra, distante: un bombardeo, el saqueo de unas oficinas italianas, una miliciana con el puño en alto en una barricada, una multitud que contempla las momias de un convento sacadas a la acera... Pero también el paseo habitual a la tarde por la Rambla de Cataluña, o el juego de unos niños frente a una fuente abierta, mientras - debía de ser verano- unos abuelos se sientan a la sombra de unos árboles en la plaza.

Las cajas fueron encontradas azarosamente en un garaje que se iba a derruir en San Cugat del Vallés. No conocemos qué es lo que llevó al fotógrafo, que continuó ejerciendo como tal en la prensa de la posguerra, a ocultarlas. No sabemos la razón, desdeñosa o secreta, de este silencio.


                                                  (de "La maleta mejicana", Teruel, s.f.)

Otras cajas, otros negativos ocultos o desconocidos surgen al cabo de los años. De estas cajas la más famosa sería la célebre "Maleta mejicana", con imágenes de Davis Seymour, Robert Capa o su compañera Gerda Taro, que se descubren en México en 1995. La historia de estas fotografías había sido ciertamente azarosa. 

El húngaro Capa, que tras la muerte de Gerda Taro en el frente de Brunete aparece en el París de la ocupación inminente, se los entrega a su ayudante Emerico Weisz, quien a su vez ante la llegada de los nazis los pone en manos de un conocido suyo chileno.

"En 1939, cuando los alemanes se acercaban a París, metí todos los negativos de Bob en una mochila y me la llevé en bicicleta a Burdeos, para intentar embarcarla a México. Por la calle me encontré con un chileno y le pedí que llevara mis paquetes de película a su consulado, para que no les pasara nada. Accedió".

Las cajas reaparecen en 1995 entre las pertenencias del general mejicano Francisco Javier Aguilar González, que había fallecido veinte años antes. Los rollos incluían imágenes de la guerra en España de los tres fotógrafos, Taro, Chim y el propio Capa, sin que en muchos casos pudiera determinarse exactamente su autor. Algunas había aparecido con anterioridad en la prensa. Otras eran rigurosamente inéditas. Ninguno de sus autores pudo tener noticia de la publicación de las mismas, al cabo de tantos años.   (9)


                                                               (Robert Capa. Invierno 1937)

Otras imágenes por el contrario se escapan del periodismo, la labor propagandista de los medios. Son las fotografías de un mundo cotidiano en los frentes en la obra de unos casi desconocidos fotógrafos navarros, que acompañan a las tropas tradicionalistas desde las primeras campañas en el norte. Son, en medio de la guerra, imágenes de la cotidianeidad, de un mundo que venía de atrás y al que las cámaras recogen.

En la edición del libro "La Cámara en el macuto" Pablo Larraz y Víctor Sierra reúnen la obra de los fotógrafos y combatientes, de los que el más conocido sería el pamplonés Sebastián Taberna. (Nicolás Ardanaz, Martín Gastañazatorre, González de Heredia, Julio Guelbenzu, Rayuán o Lola Baleztena serían los otros nombres del grupo).   (10)


                                                                      (Archivo Pablo Larraz)

Las imágenes esta vez recogían un escenario de la permanencia, en medio de la guerra. Pues la celebración precaria de la misa en un parapeto, la fajina en la nieve de las tropas, el Cristóforo o portador de la imagen que acompaña a las tropas - que desfilaba normalmente desarmado, según contaban algunos- eran fotografías de un mundo anterior, que permanecía en las columnas de los requetés y en las imágenes de los frentes. Lejos del instante decisivo, de la búsqueda del acontecimiento o de la noticia memorable que los otros publicaban en la prensa internacional. 

Ésta, la guerra civil, había sido profusamente ilustrada.  "La primera guerra atestiguada en sentido moderno: por un cuerpo de fotógrafos profesionales en la línea de las acciones militares", afirmaba la Susan Sontag de "Ante el dolor de los demás", en 2003.  (11)


                                                              
                                                                    (Sebastián Taberna. s.f.)

__________________________________________________________________________


Notas.

(1)  George Orwell  Recuerdos de la guerra civil española       en omegaalfa.es

(2)  Rafael García Serrano   Diccionario para un macuto   ed. Planeta, 1980.

(3) cit. en Andrés Trapiello    Las armas y las letras    eds. Destino, Barcelona. 2019.

(4) Ylia Ehrenburg   España, república de trabajadores     ed. Crítica   1976.

(5)   cit. en  Sara Wiederkehr González   "Arte en tiempos de guerra"   Univ. de Zaragoza, 2012.

(6)  vid. "La increíble historia detrás del seudónimo Claudek (fotos de Toledo en 1936)   en toledoolvidado.blogspot.com

(7)   rev.  Life, 12 de julio de 1937.

(8) Miguel A. Moreno (coord.)    Guglielmo Sandri en las Merindades    Diputación Pral. de Burgos, 2015.

(9)    R. Capa et alt.   La maleta mexicana   2 vols.   Ed. La Fábrica, 2011.

(10)   Pablo Larraz/ Víctor Sierra     La cámara en el macuto      Esfera de los Libros 2018.

(11)  Susan Sontag   Ante el dolor de los demás   eds. Debolsillo   2010.



domingo, 18 de septiembre de 2022

Noticias de Crimea

 


"El otoño de 1920 fue muy frío. El hielo llegó muy pronto".

    - Boyarchikov, 2º de Caballería.


En una apartada librería de Alicante encuentro un raro volumen de la trilogía que el general Piotr Krasnov publicara en París hacia los años 30. La cubierta se abre con las imágenes un tanto truculentas que la edición de aquellos años gustaba de ofrecer, con siluetas en sombra, amenazantes, sobre un fondo de llamas y edificios en ruinas. El volumen está intonso, lo que refuerza la sensación de rareza del libro, que nadie ha abierto antes. Con ella, la noción de una clase de lectura morosa, con una larga tarde por delante, en la que había que ir deteniéndose cada cuatro páginas para abrir las siguientes. "En plena anarquía" era el título del libro, dentro de una trilogía titulada a su vez "Del águila del zar a la bandera roja".

El tema, la pérdida y el final de la Rusia imperial, refuerza la noción de lo raro en aquellos días. Pues era la traducción del relato que en esos primeros años del final de la guerra civil se efectuaba por parte de los vencidos, tras su desbandada y exilio - los que pudieron salir- desde la península de Crimea al mar de Mármara y Constantinopla primero, a los puertos griegos y franceses, a las ciudades del occidente europeo más tarde. Una narración de la partida recordaba cómo: "El Waldeck-Rousseau disparó una salva de veintiún cañones para despedirse de Wrangel (...) En conjunto unos 126 barcos de distintos tamaños consiguieron evacuar a un total de 145.693 civiles y militares, de los que 83.000 eran refugiados. Tomaron tierra en Constantinopla (...) en las islas Prinkipos, en el mar de Mármara".

 Piotr Krasnov había sido uno de los generales del ejército blanco, atamán de las fuerzas del Don, y en su exilio parisino se dedicó a recobrar su antiguo oficio periodístico y literario. En sus artículos y novelas rememoraba la disolución de un mundo antiguo, el del zarismo, que poco a poco y fatalmente se estaba desintegrando. Hasta culminar en la creación del mundo nuevo de los soviets. Entre la disolución del antiguo régimen, unos cuantos personajes enteros, de firmes convicciones, vagan por las páginas. En medio de otros, la mayoría, cuya actuación está marcada por la ambigüedad, la pérdida de las antiguas creencias, la adaptación a los nuevos tiempos. O la venalidad, directamente. El destino de aquellos pocos es normalmente trágico. En la novela se recoge todavía esa tradición de la intensidad - o el drama- de la narración rusa del siglo XIX. No hay - a despecho de la sensación de la banalidad en la narrativa posterior a las vanguardias- momentos vacíos ni insignificantes en el viaje continuo de sus actores. Sí el drama de una actuación sin objeto, unas creencias que no tendrán respuesta ya.

Aquel invierno el lago Sasyk, de aguas rojas, se heló muy pronto, recordaban los exiliados, y la caballería de Budionny, el comandante rojo, pudo cruzar por el fango de improviso. Ninguna esperanza les quedó ya a los últimos restos del ejército de voluntarios, a los cosacos del Kubán, los tártaros de la Península, los burzhoi, los rusos blancos. 

Crimea estaba muy lejos... Qué noticias llegaron; qué raros libros se editaron en aquellos años, que traían las noticias de ese lugar remoto en el extremo del Mar Negro, en donde las tropas del general Wrangel sólo esperaban ya a los barcos de la repatriación. Y con ellas los últimos restos de una Rusia blanca que había perdido la guerra y sabían lo que les aguardaba a la llegada de los bolcheviques. (Un tal A. V. Osokin, exiliado en Lausana, declararía frente a un tribunal poco después que: "La matanza duró varios meses... Cada noche se podían oír las ametralladoras hasta el amanecer... Los residentes de las casas más próximas se marcharon... Los heridos se arrastraban hasta las casas para pedir ayuda y a algunos vecinos los ejecutaron por haber alojado a supervivientes"). Consumada la guerra, el pintor Glasse, refugiado en alguna parte de la región, podía anotar cómo: "A consecuencia de la "pacificación", la provincia de Tambov se quedó sin médicos ni maestros. Una parte de los intelectuales locales murieron en combate: otros fueron fusilados en los sótanos de la Checa de Tambov. En 1922 había múltiples pueblos en los que sólo vivían mujeres y niños". 



Vladimir Nabokov evocaría aquellos días finales mucho tiempo más tarde, en unas páginas de sus densos recuerdos de un mundo que el había perdido, definitivamente. 

En "Habla, memoria" - cuya primera edición es de 1951-  recordaría cómo: "En marzo de 1919, los rojos penetraron por el norte de Crimea, y desde varios puertos comenzó la tumultuosa evacuación de los grupos antibolcheviques por el espejeante mar de la bahía de Sebastopol, bajo el furioso fuego de las ametralladoras que disparaban desde la playa (...) mi familia y yo zarpamos rumbo a Constantinopla y El Pireo en un pequeño y espantoso barco griego cargado de frutos secos". Más breve, la trágica Marina Tsvietaieva, que había conseguido llegar desde un Moscú famélico, anotaba en sus cuadernos en esos días: 

"Noche. Ventarrón al nordeste. Vocerío de soldados. Ruido de las olas".

Ella ya había recogido la sensación de un mundo cenital en alguna de sus notas anteriores de un Moscú sombrío, celebrando el culto tardío en una iglesia del Kremlin que pronto sería desmantelada:

"Acabamos de llegar del templo de Cristo Salvador, donde oímos los cuchicheos de los peregrinos:

- "Han acabado con Rusia"..."En las escrituras todo está dicho"..."El Anticristo".

El templo es grande y oscuro. En lo alto - un Dios vertical. Islotes de candelas".



Perdidas en la diáspora las noticias de los exiliados y sus recuerdos del mundo antiguo y de la Revolución, habrían de llegar a España en principio algunas obras de manera esporádica, en raras ediciones cuyas traducciones estaban hechas de segunda mano- del francés por lo general- en un momento en el que no hay apenas ningún traductor directo del ruso. (Más tarde, con la dispersión generalizada habrían de llegar algunos, profesores y eruditos, a la ciudad de Barcelona sobre todo. Como los Marcoff, - Alexis y Boyan- que traducen a Andreiev, Gorky o las novelas de Krasnov, y escriben incluso una "Historia de Rusia" para la editorial Labor. O, en otro lugar, comenzaría la incansable tarea de un Rafael Cansinos Assens, empeñado en traducir a los clásicos rusos del XIX, Dostoievsky, Turgueniev o Andreiev, para editoriales como Aguilar o Renacimiento, entre otras). 

Llegaría así en fecha temprana la voluminosa obra del profesor S.P. Melgunov, "El terror rojo en Rusia" en una edición de 1927 de Caro Raggio que se publicó en dos volúmenes. Era, de algún modo, un minucioso manual del horror. Recobrando en París su antigua actividad académica para la editorial petersburguesa Zadruga el profesor había documentado una vasta serie de horrores sin término a lo largo y ancho de la antigua Rusia, que se produjeron de forma indiscriminada desde los primeros días de la Revolución. ("Un mes más tarde Lenin autorizó a la Checa a torturar y asesinar, sin juicio ni supervisión policial... En tan sólo dos años Dzerzhiski reunió bajo sus órdenes a 20.000 hombres y mujeres", anotaba una historia reciente de los primeros días de la Revolución). Una de cuyas primeras tareas, recordaba Melgunov de forma casi innecesaria, había sido el asalto a la Asamblea Constituyente, la disolución de la misma y la creación de la Cheka omnipresente.

Ignoro cuál sería la difusión de la obra en su momento, si es que tuvo alguna. Volúmenes sueltos, de la vasta producción del exilio ruso - desde Berlín y París, fundamentalmente -, iban llegando a las librerías españolas. Curiosamente, un relato temprano de la oposición anarquista a los soviet había sido traducida por Diego Abad de Santillán muy pronto. La "Historia del movimiento machnovista (1918-1921)" de Pioytr Arshinov en edición bonaerense. Un raro Georg Popoff, editado por Aguilar, sobre "La Inquisición roja. La Cheka". El temprano "La convulsión rusa" (1920) del italiano Virginio Gayda - que acabaría en las filas del fascismo más tarde. Otro no menos raro Pablo Schostakovsky, sobre "El mundo hundido. Recuerdos de la Rusia zarista". (El autor, que había huido con su familia a través del helado Golfo de Finlandia, sería uno más de los que nunca regresaron a su patria. Entre las páginas de un reformista eslavófilo aparecía "la majestuosidad natural rusa. Crimea, Siberia, y las "dachas" de la Rusia negra (en) diversos capítulos, donde Schostakovsky pretende demostrar la conexión existente entre el medio natural y la cultura rusa". La descripción de una ciudad sumida en el hambre y el terror, Petrogrado, abría el libro, hasta la evasión final por el mar helado). Las "Confesiones" del prolífico y desencantado  Leonid Andreev, escritas ya en 1917. "Hubo Rusia, ya no hay Rusia. Rusia está muerta". Mucho más interesante, era el diario de Ivan Bunin sobre los "Días malditos", que escribe en 1925, y no se edita en España hasta 2007, con la recuperación por parte de la editorial Acantilado de varios de los títulos de aquellas remotas fechas. 

En algún lugar de sus memorias Bunin había recordado los paseos en una Yalta meridional frente al Mar Negro con el ya enfermo Antón Chejov. "Al prestar atención al desarrollo de su enfermedad Bunin llegó a la conclusión de que en Yalta la salud de Chejov empeoró: Fue la pasión por el mar lo que acortó su vida". (Una Crimea otoñal y un tanto convaleciente, sobre la que Chejov había anotado en sus Cartas a Olga: "El tiempo es cálido, pero a la sombra hace fresco y los atardeceres son sombríos. Me paseo perezosamente, pues, no sé por qué, estoy flojo. Aquí en Yalta una compañía de paso pone en escena El jardín de los cerezos"). Se tradujo también un inadvertido relato de los días de la guerra desde el recuerdo de un oficial prusiano, preso en varios campos. Lo publicó Espasa-Calpe en 1931. Era el "La fuga. Entre blancos y rojos" del alemán Edwin Erich Dwinger. El diario, que culminaba con los últimos días del ejercito blanco y la interminable fuga hacia Manchuria, constituía un curioso ejercicio de lucidez en medio de la tragedia. En donde recogía el cinismo de los gobiernos occidentales; la crueldad de los soviéticos; la corrupción generalizada en las tropas del almirante Kolchak; la intervención interesada de los japoneses en apoyo del delirante atamán Semionov... En España la novela pasó completamente desapercibida, al contrario de Alemania, donde fue profusamente leída.



Mayor difusión, en cualquier caso, habían tenido las crónicas tempranas de la escritora Sofía Casanova, corresponsal del ABC en San Petersburgo- más tarde expulsada por las autoridades bolcheviques- que desde los inicios de la Revolución había tenido una visión pesimista de ésta, y que serían recogidas en el volumen "De la revolución rusa" del mismo año 1917. Y, algo posterior, y alentado por el cierto contenido sensacionalista, aparecería el relato del príncipe Félix Yusupov, protagonista del asesinato del carismático pope Rasputín, que se editó en una primera edición en Madrid, "Cómo maté a Rasputín" de 1929. Y una segunda en Barcelona "El asesinato de Rasputín", muchos años más tarde.

Hubo más noticias. El periodista inglés Arthur Ransome que vivía en la Rusia anterior a la Revolución - y más tarde regresaría a Inglaterra acompañado de la secretaria de Trotsky, Evgenia Petrovna Shelepina, que habría de ser su segunda esposa- escribió un relato más o menos apologético de la revolución, sus "Seis semanas en Rusia en 1919", que se publica en Valencia en 1920. Y que le valdría una investigación por parte del servicio de espionaje británico, el MI5, que le acusa de connivencia con los bolcheviques. (Pero el escritor, se nos dice en otro lugar, había trabajado al mismo tiempo como informador del Servicio Secreto de Su Majestad). Más tardía sería la traducción del libro del también agente británico Robert Bruce Lockhardt, las "Memorias de un agente británico en Rusia" que habían aparecido en su edición inglesa en 1932 y que en España se editan en Madrid años más tarde en una imprenta madrileña sin fecha. 

Y desde luego estaban los reportajes periodísticos de un Manuel Chaves Nogales que había viajado por la Rusia soviética en 1928 como corresponsal de El Heraldo de Madrid, y había dejado a su regreso una colección de artículos que recoge después en libros como Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929), o en la melancólica recopilación sobre el exilio de Lo que ha quedado del Imperio de los zares, cuya primera edición es de 1931. Eran los reportajes de un burgués liberal, cuya ironía constante no alcanza, no obstante, a dulcificar el escenario del horror que está relatando. O, en torno al París o la Nueva York del exilio, tampoco lo dulcifica la mordacidad del retrato sobre los personajes de la emigración, al fondo de la cual late la noción de un patético desamparo. Chaves Nogales aún habría de editar una alambicada novela sobre "El maestro Juan Martínez que estuvo allí", mezcla de disparatada peripecia de un artista flamenco en las estepas de Ucrania y lúcida recreación del caos sangriento que el autor había visto - o, por lo menos, conocido de algún modo.

 En otro lugar están los viajes, más o menos devotos, de los socialistas españoles que inician una peregrinación incesante- que el malvado Ernesto Giménez Caballero habría de titular como "las romerías a Rusia" de los intelectuales- al paraíso socialista, invitados por las autoridades soviéticas. Y de resultas de los cuales habrían de figurar al regreso los libros y opúsculos de Fernando de los Ríos, - "Mi viaje a la Rusia sovietista"- Margarita Nelken, Álvarez del Vayo, - que publica un apologético "La nueva Rusia" en 1926- Ramón J. Sénder, - "Madrid- Moscú. 1933-34"- Ángel Pestaña - "Setenta días en Rusia. Lo que yo vi"- o Félix Ros, entre otros. (Ángel Pestaña, fiel a una mitología libertaria, hablaría en su libro con emoción del encuentro con el patriarca del anarquismo, el príncipe Kropotkin: "Ante la aparición de aquella figura, a la que daba aspecto de apóstol la barba blanca que cubría su rostro, sentimos una profunda emoción". Para pasar, a diferencia de alguno de sus correligionarios, a criticar la dictadura del Partido en la nueva república). Y una serie de editoriales de inspiración comunista, como la colección "Rusia roja" en los años 20; las editoriales Cenit, Oriente, Fénix... 


Una pequeña editorial como Ediciones Ulises, bajo el patrocinio de la CIAP, llegaría a contar en su catálogo político con obras como "Lenin en 1917" del desencantado Viktor Serge. O "La turbina" de su editor, antiguo vanguardista ya convertido en militante comunista, César Arconada. Uno de sus mayores éxitos fue la publicación en 1931, de la "Rusia en 1931", el libro de viajes al Kremlin del peruano César Vallejo. Que sin embargo, y cerrada la editorial al año siguiente, no iba a conocer ninguna reedición hasta la década de los 60, posteriormente. En su catálogo figuraba un raro "Al servicio de Stalin. El zar rojo de todas las Rusias" (1931) del antiguo secretario Boris Bajanov, que huido de la URSS en 1928 pudo publicar una temprana crítica de la política del dictador en su huida. (Perseguido incansablemente por la NKVD moriría sin embargo muchos años más tarde, en su exilio parisino).

O la Asociación de Amigos de la Unión Soviética cuya iconografía estalinista habría de teñir, ya en plena guerra, las calles y edificios de la capital en armas. Creada en 1933 una amplia lista de firmas figurarían en su estatuto de creación. Entre ellas, el comentario de un Antonio Machado que afirmaba que: "Moscú es hoy el foco activo de la historia(...) la Rusia actual, la gran República de los Soviets va ganando de día en día la simpatía y el amor de los pueblos porque toda ella está consagrada a mejorar la condición humana". Los carteles de inspiración estalinista habrían de figurar, más tarde, en el repertorio de la propaganda republicana en la contienda. (Anteriormente, el extremo más caricaturesco de las crónicas soviéticas seguramente lo habrían de constituir los reportajes del dúo "Rafael Alberti y la señorita Teresa León"- en expresión del no menos malvado Manuel Azaña- una de las cuales se titula "Dos horas y veinte minutos permanecimos sentados frente a Stalin"). Los intelectuales del socialismo, en plena época de los Procesos de Moscú, las grandes purgas y tras la devastadora campaña de deportación de los campesinos de Ucrania - y el Holodomor o la Gran Hambruna que devasta a su vez la República de Ucrania, el Kubán, la Ucrania amarilla, etc.- celebraban una especie de jubilosa recepción ceremonial en los edificios del partido y las dachas del Mar Negro, donde el caviar se reitera en todas las descripciones, para posteriormente hablar de la felicidad incontenible de las masas en torno a la electrificación del país.



Otras noticias, bien que de manera inesperada, habrían de llegar en aquellos años, lejos de la narrativa oficial del Partido. O de la prensa nostálgica del exilio. Aparecerían en las novelas extrañas de un no menos extraño Essad Bey, autor enigmático en la época y que como tal permanecería, a despecho de su éxito inicial en la Centroeuropa de los años 20, hasta su redescubrimiento en la espléndida quéte "El orientalista" del escritor Tom Reiss. Essad Bey, ataviado de aristócrata turco en las portadas, publicaría una serie de novelas basadas en sus recuerdos de una infancia y juventud precarias tras la ocupación por parte de los bolcheviques de la ciudad de Baku. Y de una novelesca huida a través de pueblos y montañas remotas del Turquestán, en las que aún pervivían los antiguos jázaros; los yazidíes, o adoradores del Pavo Real; los bandidos chíies al norte de Persia; o unas tropas inglesas en retirada frente al avance de los bolcheviques en el mar Caspio.

De Essad Bey - cuyo nombre real era el de Lev Nussimbaun, de origen judío askenazí - llegarán a España títulos como el clásico "Petróleo y sangre en Oriente", que edita Ulises en 1931. O la "Rusia blanca. Nombres sin patria" de 1933 de ediciones Dédalo. Su narrativa, que siempre persiguió el tono de "orientalismo" con que el autor desde el principio quiso señalarse, recogía a través de sus páginas no obstante, el periplo de una sociedad culta y adinerada, como había sido la de su Baku de la infancia, a través de la desdichada huida que en algún momento compartieron con los restos de la Rusia blanca. Después de matanzas indiscriminadas, sobornos varios, y caminos en la nieve y el hielo, en algún momento llegan a la ciudad de Batum, "puerto petrolero del Mar Negro".

"Estafadores y millonarios de toda Rusia se sentaban aquí, en la frontera con el Viejo Mundo, y esperaban el barco que les llevara a Europa. Gente extraña, antes escondida en oscuros callejones. Estábamos con parientes, con ex empleados compartíamos un apartamento con una mujer de dudosa reputación y esperábamos, esperábamos, esperábamos. ¿Qué esperábamos? O bien el colapso del bolchevismo, o bien el vapor que nos llevara a Europa, como todo el mundo".

A través del Mar Negro llegan a Constantinopla primero. A Italia, a Marsella, a París más tarde; finalmente a un Berlín atestado de refugiados rusos, que se defendían del exilio de todas las maneras posibles- incluidas las de la negación de un régimen que desdeñaban. ("Según la opinión de la mayoría de los exiliados, Rusia había dejado de existir en 1917", apuntará en algún lugar de su excelente El baile de Natacha el historiador Orlando Figes). La narrativa del incansable Essad Bey recogería, desde Berlín o Viena más tarde, ese relato de un mundo que habían abandonado, irremisiblemente, y que era el de las sociedades cultas del Oriente Medio. Para centrarse en algún otro momento en el relato de la barbarie del bolchevismo, como "La policía secreta de los zares". O en un recuento nostálgico - y, sin embargo, lúcido- como era "La Rusia blanca". Ambas publicadas en Madrid en la década de los 30, la segunda en traducción de Benjamín Jarnés.



Estos libros fueron, de algún modo, olvidados. (No los grotescos versos del militante Alberti, que hablaban de asambleas populares y entusiastas en plena guerra, del caviar en paletadas, las presas hidráulicas y los osos blancos. O, en un giro no menos grotesco, aseguraban ya en 1953 que:

"No ha muerto Stalin. No has muerto (...) Los niños en sus canciones cantarán que no has muerto (...). Lenin, junto a ti dormido, también ").

Un largo silencio - a excepción de la propaganda oficial- cubre luego la referencia a ese lugar remoto. Si hubo una copiosa producción editorial del exilio ruso - tal vez como la última posibilidad de citar una patria que ya habían perdido- del ingente catálogo, traducido al inglés principalmente, de estas décadas nada llega a España. Serían muchos años más tarde que en una minuciosa tarea de recuperación bibliográfica, editoriales como Acantilado, Olañeta o Sexto Piso, ya en esta última década, recobrarán obras que habían pasado desapercibidas. Como la edición en J. de Olañeta de la elegíaca "La librería de escritores" de Mijail Osorguin, descripción de un Moscú de libros perseguidos en los primeros días de la Revolución. El desolador "Contra toda Esperanza" de Nadiezdha Mandelstam. La traducción - entre otras- del Réquiem de Anna Ajmátova. Los "Diarios de la revolución de 1917" de Marina Tsvietaieva. O, de la misma, esa joya melancólica y jubilosa que era "Mi padre y su museo" - todos estos últimos en ediciones Acantilado.

Un largo velo de silencio había cubierto todos esos años. (Orlando Figes bautizaría como "Los susurradores" - The Whisperers- su ensayo sobre la vida en susurros bajo Stalin, las décadas en que ninguna noticia llegó fuera, nadie supo nada de ellos).

Los días del Mar Negro habían quedado muy lejos. "Madre, debemos regresar, no es cierto, no es posible que todo aquello se haya muerto, se haya convertido en polvo", escribía en fecha temprana un Nabokov recién llegado a "la penumbra de Cambridge". En una nota de un estudiante desconocido, recogida en el Gimnasio Ruso de Praga por la prensa del exilio, éste había anotado, allá en Crimea, cómo:

"Recuerdo vívidamente el día que me separé de mi patria. El mar estaba ruidoso y amenazador, la gente miserable y helada se apiñaba en el muelle, en algún lugar se escuchaba voces de borrachos y disparos lejanos, y, como en burla, los jirones de la bandera tricolor ondeaban sobre todo esto".




Notas sobre la Ballena Blanca

  La "Posada del Surtidor. Peter Coffin", adonde finalmente se encamina el narrador de Moby Dick - "Llamadme Samuel"- s...

Others