domingo, 14 de noviembre de 2021
jueves, 30 de septiembre de 2021
la Tour Saint Jacques. Brassaï.
Según cuenta André Breton en alguna parte, le había encargado al fotógrafo Brassaï unas fotografías para ilustrar la edición del poema La nuit de Tournesol que iba a ser publicado en la revista Minotaure. La imagen que escogió en concreto era la fotografía nocturna de un lugar emblemático de París, la Tour Saint Jacques, envuelta esa noche en un halo de niebla, un andamiaje misterioso y una ominosa oscuridad, tal como la había recogido en su momento el artista húngaro.
El escritor escogería alguna otra imagen de Brassaï para la edición de la revista, entre ellas una inquietante fotografía desde los tejados de Notre-Dame, en la que un diablo medieval se asomaba a la noche, amenazadora, y se veían las luces de los bulevares a lo lejos.
No era la primera vez que Breton inquiría por imágenes de los lugares de París que iban a ser recurrentes en su literatura. Las fotografías, en su intención, reforzaban el prestigio de unos pasajes a los que el poeta aludía constantemente, todos parisinos. Y habituales para los minuciosos paseantes de la ciudad que eran el grupo surrealista.
En el poema "La Nuit de Tournesol", que Breton había publicado unos años antes dentro de su libro Clair de terre de 1923, el poeta aludiría al encuentro con una mujer enigmática en la Place Blanche. Con la que deambula a continuación toda la noche: por la rue Git-le-Coeur en principio, la Plaza de los Inocentes y, en algún momento, por la Tour Saint Jacques. Breton insistiría más tarde en lo que de premonitorio había sido el poema, pues, según él, anunciaba el acercamiento que iba a tener lugar, tiempo después, con Jacqueline Lamba en el café Cyrano de la misma plaza, en una época en la que ella actuaba como nadadora en un espectáculo en el Colliseum de la rue Rochechouart. El encuentro sería el inicio de una apasionada relación, que culminaría con el matrimonio de ambos tres meses más tarde, celebrado junto con Nusch y Paul Eluard.
En algún momento del poema Breton había nombrado:
La viajera que cruzó Les Halles
en el otoño del verano caminó de puntillas.
Desesperación rodó en el cielo
Para citar más adelante a:
La dama sin sombras que se arrodilló en el Pont au Change
o la rue Git-le-Coeur.
El poema culminaba:
Una noche cerca de la estatua de Etienne Marcel me dio
una mirada de inteligencia André Breton dijo: pase.
Documentación de los lugares del texto, reconstrucción de un paisaje que los surrealistas ya habían descrito antes, - desde el Le Paysan de Paris de Louis Aragon- Breton habría insistido en la inclusión de fotografías que recrearan los lugares que nombraba en la página. Había ocurrido fundamentalmente para la edición de su novela Nadja. En la que incluyó "Unas cincuenta fotografías relativas a todos los elementos que ella pone en juego: el Hotel des Grands Hommes, la estatua de Etienne Dolet y la de Becque, un anuncio Bois Chardons, un retrato de Paul Eluard, de Desnos dormido, la puerta de Saint-Denis, una escena de las Detraquées, el retrato de Blanche Derval, de Mme. Saccó, un rincón del marché aux puces (...). Tengo también que ir a fotografiar el anuncio Maison Rouge en Pourville, el manoir d´Ango…". Las imágenes, realizadas fundamentalmente por el fotógrafo Boiffard, nombraban los lugares del encuentro según el poeta. “Comencé por volver a visitar algunos de los lugares por los que conduce este relato; en efecto, quería proporcionar, al igual que algunas personas y de algunos objetos, una imagen fotográfica suya tomada bajo el mismo ángulo especial bajo el que yo los había considerado”, comentaba Breton sus intenciones en algún lugar de la novela. Que la simple reproducción del lugar descrito en la novela contuviera "el mismo ángulo especial bajo el que yo los había considerado" se reveló, desde la edición de las imágenes - ciertamente banales, con algo de la simplicidad de las postales urbanas - una pretensión fallida, como habría de reconocer el propio Breton más tarde.
Las fotografías que había solicitado a Brassaï para la edición del número 7 de Minotaure deseaba incluirlas igualmente en la inmediata edición de su L´Amour Fou. Relato de los encuentros azarosos - a los que el escritor dotaba de un especial significado- insistiría también que el poema La nuit... había sido una premonición del libro: del encuentro con Jacqueline de nuevo. Y de las iluminaciones del libro en general. Lo cierto es que las instantáneas eran imágenes anteriores de Brassaï, el cual las había tomado sin más intenciones literarias ni de edición posterior.
En sus "Conversaciones con Picasso" el fotógrafo comentó cómo:
"Breton me pidió unas fotografías de los mercados de París por la noche, del Mercado de las Flores y de la Tour Saint Jacques para ilustrar su poema La nuit de Tournesol. (...) Contra lo que suponía el autor de Nadja, mis fotografías no fueron tomadas especialmente para él. Las tenía desde hacía algún tiempo, incluida la de la Tour Saint Jacques tal como él la presenta bajo su pálido velo de andamios". El número especial de la revista estaba dedicado a "La noche". Dentro de su inclasificable composición - tal como había sido el programa inicial de sus editores, Albert Skira y E. Tériade- las fotografías nocturnas de Brassaï figuraban en el lugar central de la monografía. Ilustradas a su vez con poemas de "Las noches" de Edward Young, "ocupaban sin duda el corazón del fascículo". Unas imágenes de Man Ray, Portraits de femmes, destinadas al tema mujer-noche, aparecían al principio. Un raro artículo de Georges Dudelko sobre "Paolo Uccello peintre lunaire", unas imágenes de aves nocturnas sobre el texto de Jacques Delamain "Oiseaux de nuit". O las enigmáticas ilustraciones de un joven Balthus obsesionado ya con los escenarios crepusculares de su Wuthering heights, sobre los que volvería más tarde.
Breton había sido incapaz de ofrecer un programa definido sobre la imagen surrealista. Si algo atractivo surgía de la edición gráfica de las revistas - La Révolution Surréaliste, Littérature o la propia Minotaure- era la presencia incontrolada de un contenido heterogéneo en la que las propias imágenes estaban dictando su interés inclasificable, más allá de ninguna teoría. El modelo para La Révolution, el órgano oficial del surrealismo durante algún tiempo, había sido una revista científica contemporánea, La Nature de ëditions Masson, con lo que se rechazaba tanto la tipografía dadaísta como el formato "revista de arte". Corriente era en sus páginas la presencia de imágenes de maniquíes y autómatas. Y de textos de los artistas, acompañados "con toda clase de imágenes y de toda procedencia: fotográficas, científicas, de prensa, curiosa, anónimas, etc.". Las ilustraciones científicas de la expedición Dakar- Djibouti, dirigida por Michel Leiris, figuraron en el especial monográfico que Minotaure dedicó a la misión etnográfica. También en otro número la colección de postales - Les plus belles cartes postales- coleccionadas por Paul Eluard. O una serie de fotografías de los cementerios sicilianos - Au cimetiere des anciennes galeres- del amigo íntimo de Brassaï, Bill Brandt. Antes, en Le Surréalisme... el grupo de Breton se había recreado en la publicación de retratos de criminales de los casos policiales más recientes. Junto con la profusión de imágenes de los propios surrealistas en diferentes poses de grupo. Dalí recogería directamente imágenes del repertorio pornográfico - y de la fisiognómica- para su "El fenómeno del éxtasis".
En las mismas "Conversaciones con Picasso" Brassaï reafirmaría - refiriéndose a Breton:
"En realidad se trataba de un malentendido. Él consideraba mis fotografías "surrealistas" porque mostraba un París fantasmagórico, irreal, ahogado en la noche y en la bruma.(...) Mientras que el "surrealismo" de mis imágenes no era otra cosa que lo real vuelto fantástico por la visión. Yo no buscaba otra cosa que expresar la realidad, ya que nada es más surreal".
Aislada en la plaza y en la noche, la torre se erigía no obstante, enigmática, como único resto de la antigua iglesia de Saint Jacques. Su presencia como ruina, y en la sombra, aludía a todo lo que los restos aluden: una presencia diferida en el tiempo, el relato de la otra parte - otros rostros, otros días, otros ritos- al que inevitablemente las ruinas se refieren, aún en medio de la ciudad. Alguien nombró a Pascal, del que se dice realizaba experimentos al pie de la torre. Otros al gremio de los carniceros, que habían erigido en su momento la iglesia - Saint Jacques de la Boucherie. Varios al recuerdo de Nicolás Flamel, el rico alquimista que había conservado el monumento mellado y enterrado la piedra de la inmortalidad en sus cimientos... Todos aludían a la noche de París, escenario en la fotografía de Brassaï de un acontecimiento innombrable.
(Imagen de un texto indescifrable, una tradición hermética guardaba la figura del editor Nicolás Flamel como aquél que un día, por azar, había encontrado un libro dorado "muy antiguo y extenso", escrito en caracteres que no sabía leer y cuyas imágenes, sobre todo, no podía interpretar.
Una laboriosa búsqueda de la posible lectura de aquéllas le habría llevado finalmente en peregrinación a Santiago de Compostela y, al regreso, al encuentro en la ciudad de León con un judío converso, el maestro Canches, quien le indica que el libro, del cual había oído hablar pero pensaba había desaparecido, se trataba del Aesch Mezareth del rabino Abraham, y le señala la interpretación correcta - símbolos de la alquimia y de la tradición hermética- de las figuras, y del texto del libro. La leyenda sería cara a algunos surrealistas, inmersos en la elaboración de un texto arcano, cuyas figuras a primera vista son indescifrables y en las que late la sombra de un sentido otro, oculto.
El propio Breton citaría a Flamel en numerosas ocasiones y apuntaría en sus paseos por París al "Auberge Nicolas Flamel", en la rue Montmorency, la planta baja de la que había sido la casa del librero y su mujer, Perenelle, en el siglo XV. En la Exposition Internationale du Surréalisme de 1938 la calle Nicolás Flamel figuraba como una de "más bellas calles de París". Junto a la rue Vivienne Ducasse o el Passage des Panorames, y en medio de un largo pasillo adornado con maniquíes femeninos de cera).
miércoles, 29 de septiembre de 2021
martes, 10 de agosto de 2021
In Search of Hamaya
En su discurso de recepción del Premio Nobel en 1968, Yasunari Kawabata había elegido como introducción unos versos del monje Myoe, del siglo XIII:
Luna de invierno, que vienes de las nubes
a hacerme compañía:
el viento es penetrante, la nieve, fría.
En algún momento de su discurso- publicado como "Japan, the Beatiful and Myself "- hacía referencia asimismo al poeta Ryokan, el célebre calígrafo zen que habitó veinte años en una ermita en las montañas de Echigo, a principios del siglo XIX:
"Ryokan murió a los setenta y cuatro años. Había nacido en la prefectura de Echigo (...) escenario de mi novela País de nieve en la región septentrional (...) donde los vientos helados bajan de la Siberia a través del mar del Japón".
Un relato anterior del novelista japonés, "Primera nieve en el monte Fuji", se iniciaba con una mención a la nieve, entrevista entre la bruma que envuelve la montaña:
"- Ya hay nieve en el monte Fuji (...)
El Fuji estaba envuelto en nubes. La nieve de la cumbre tenía en el cielo encapotado un color semejante al de una nube blanca".
En la novela la nieve, distante e inmóvil, había aparecido como una referencia, intuíamos, a lo permanente: un silencio cargado de sentido frente a la caducidad de los días, la fugacidad de los personajes y sus sentimientos, que se estaban desvaneciendo continuamente.
Nada de esta permanencia ocurre, al final, en la historia amorosa que el relato cuenta. La referencia a lo que permanece, con la nieve al fondo, no tendrá ningún papel en el viaje efímero de los dos personajes que el novelista describe. Al final de éste, el protagonista seguirá divisándola en el horizonte:
"Jiro siguió mirando la primera nieve del monte Fuji".
El escritor Kawabata había prologado en su primera edición de 1957 el libro del fotógrafo Hiroshi Hamaya, Ura Nihon. Al igual que en su primera novela, la obra de Hamaya tenía su escenario en la prefectura de Niigata, la "región de atrás" del Japón. Era curioso: el fotógrafo, que hasta entonces había trabajado en la capital, Tokyo, en sus memorias había escrito un pasaje en donde describía el cruce del túnel que le llevaba a la región del norte, en el que anotaba una sensación casi idéntica a la de Shimamura, el viajero de Tokyo, protagonista de la novela de Kawabata con el mismo título, "País de nieve".
En su descubrimiento de la "espalda del Japón" desde los suburbios de Tokyo, Hamaya había escrito:
“Desde la ciudad de Tokio se puede viajar a Ura Nihon en tren nocturno. Tan pronto como amanece la maravilla del siglo XX cambia por la maravilla del siglo XVIII. Se asombrará de que un pueblo que ya existía hace 200 años siga vivo. Si se aleja de las vías del tren un poco podrá ver la vida de la edad media. Y si camina más allá, es posible ver un estilo de vida que podríamos describir como primario. La diferencia de clima es una diferencia de eras”.
Inspirado, se dice, por la geisha Matsuei, a la que había conocido en algún momento previo, el novelista había recreado a su vez el personaje de Tomoko, la sensible y enigmática geisha de la región de nieve, habitante de un balneario en la montaña adonde su desdibujado protagonista urbano acude durante tres temporadas seguidas, sin que nunca acabe de definir sus razones.
“Al final del
largo túnel entre las dos regiones se entraba en el país de nieve. El fondo de
la noche era blanco. El tren se detuvo en un semáforo”. [1] Era un escenario
extremo y, de pronto, real, opuesto a la vida del protagonista.
Nada toma cuerpo en el relato, finalmente. Sus personajes se difuminan en una suerte de permanente indecisión, mientras la nieve sigue cayendo sobre el hotel, los caminos de la montaña. Cuando al final de la novela relate el regreso del viajero a la ciudad, escribirá:
“Y cuando el tren emprendió la marcha, por un brevísimo instante, un reflejo dio en la ventana de la sala de espera (…) había tenido el mismo brillo que el que se había reflejado en el corazón de la nieve cegadora, en el espejo, aquella misma mañana. De nuevo, para Shimamura, fue el color que anunciaba un adiós al mundo real.
El tren se encaramó por la ladera norte de la cordillera y se hundió en el largo túnel”.
[1] Yasunari Kawabata País de nieve Barcelona, Emecé editores, 2013
vid. también Hiroshi Hamaya Yukiguni Camera Mainichi, Tokyo, 1956.
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Muchos años
después el escritor bonaerense Matías Serra Bradford, fascinado con la imagen
de la nieve en la obra del fotógrafo Hamaya, emprendería un viaje un tanto
distraído al Japón, en el que el objeto de sus pesquisas parece evadirse continuamente ante sus ojos. Hiroshi Hamaya se había retirado a principios de
los 50 a vivir a la ciudad costera de Oiso, cercana a Tokyo, de donde ya apenas
saldría, entregado a la edición de las publicaciones de su obra anterior.
Al ensayista argentino, admirador de las imágenes de aquél, le comunicaron que ya no recibía visitas de nadie, por
lo que en un ejercicio de sustitución optó por intentar visitar al también fotógrafo Shoji Ueda:
"Vuelve a hablarme de los hermanos Hotaru, poco de Ueda. Cuenta que los Hotaru llamaban a las inmobiliarias y se hacían pasar por interesados para poder sacar fotos de casas y departamentos vacíos (...) Promete que la entrevista tendrá lugar".
El esquivo objeto de su búsqueda se va demorando y el encuentro no se realizará, finalmente, mientras el invierno prosigue.
domingo, 1 de agosto de 2021
Cabo Sunion
En el Museo Bizantino un icono muestra una imagen sin fisuras: es una imagen sagrada, absolutamente, tal como en ningún momento de la historia quizá se ha vuelto a repetir. El icono portátil, cuya función era ser alzado en las procesiones, ofrece por un lado la figura de la Virgen Hodegetria, "la que enseña el camino". Por el otro, una rara santidad de la ciudad de Veira, Agya Jerusalem con sus hijos Secundus, Secendinos y Kegoros, que desde un lugar inmóvil, detenido para siempre, miran hacia esta otra parte. Todo se ha cumplido ya en la representación, los acontecimientos sagrados han tenido lugar y desde el cumplimiento de éstos las figuras miran, inmovilizadas, hacia los que las contemplan.
La escena única, los colores vivos, el espacio sin referencias del que surgen las figuras de la veneración, carecen de cualquier relieve aquí - a despecho de su eficacia. Recuerdo un momento, no sé por qué, otra representación muy distinta como era la de Los Desposorios de la Virgen de Rafael Sanzio, que pudimos contemplar en la Pinacoteca de Brera en Milán, escena ritual sobre la que sin embargo pesaba la figuración de lo otro: el edificio cerrado al fondo, la noción de la ciudad ideal, tal como el Renacimiento había establecido. Las referencias a un espacio naturalista, aludido en la perspectiva lineal de la tela. Y el establecimiento de un escenario idealizado, tal como la nostalgia de una antigüedad que ya se sabía distante, flotaba sobre la escena bíblica y urbana.
Nada de esto hay aquí, en este icono obsesivo, que no sea una representación sacra, una absoluta adecuación a la función sagrada de la imagen... En otra sala del Museo aparecían las primeras representaciones cristianas del Árbol de la Vida - ambiguo paraje edénico que recoge igualmente la vida y el pecado- en unos bajorrelieves de la Atenas paleocristiana, figura de una mitología mucho más antigua, que ya aparecía en la literatura sumeria o de los persas. En una sala posterior las antiguas representaciones de los santos y mártires de las persecuciones de Diocleciano, en donde los personajes abren los ojos, fijan la mirada para siempre y el resto del cuerpo casi desaparece en un progresivo olvido de la tradición clásica, para contemplarnos desde el lugar de lo ya sucedido. Un orante abre las manos de la plegaria en una tabla ática; un San Jorge espléndido, triunfante y absorto, de los últimos días del Imperio; una viña que trepa en un sarcófago de Studios, que ha adoptado ya la forma alegórica de la mirada medieval...
El Museo Bizantino de Atenas, en la trasera del Parque Nacional, es una joya apenas visitada en estos días de prohibiciones, donde los raros viajeros a la ciudad se agolpan en el bulevar que ronda el Ágora antiguo, en las calles que se dirigen a la Plaza Monastiraki, en las terrazas de la calle Dioskouroi... La planta aneja del museo estaba cerrada por reformas y desde la entrada apenas se podían ver los numerosos cuadros de los héroes de la Independencia del siglo XIX, unas telas coloristas sobre una escena sin profundidad. En donde unos feroces guerreros helenos se enfrentan en solitario a unos no menos feroces soldados del Sultán, junto con algunos retratos de decimonónica factura que recogen a los personajes históricos de la sublevación. En la planta de abajo, en un sótano, se divisaban vitrinas con los volúmenes de la época, grabados y litografías y vastas biografías del siglo que por más que suplicamos a la austera celadora de la planta no pudimos bajar a ver.
Al salir del caluroso patio del recinto ondeaban las banderas de Grecia sobre los edificios consulares, unos soldados inmaculados efectuaban el cambio de guardia junto al parque y lamentamos por un momento no haber podido participar junto a Byron en las jornadas de Missolonghi, jurándonos que la próxima vez que se produzcan allí estaremos.
A Byron lo volvimos a encontrar - de aquel modo- en una visita una tarde agobiante al promontorio del cabo Sunion, en el extremo del Ática, en donde como es sabido se conservan los restos del antiguo templo de Poseidón sobre una colina desde la que se divisa la isla de Eubea, origen de todos los viajes - que nunca pensé fuera real- y los no menos legendarios islotes de las Cícladas entre la bruma, al final del horizonte.
Eubea es un nombre mítico que se repite en los relatos sobre las primeras colonias jónicas a lo largo del Mediterráneo. Nunca esperé que fuera tangible, que las colinas y el polvo que se adivinan en la lejanía pudieran verse: más allá del golfo, de la isla de Makronisos en primer plano, tan cerca.
C., que viene con nosotros, nos comenta que el cabo, límite del Ática, es el lugar desde donde el rey Egeo aguardaba la llegada de las naves que volvían de Creta con el tributo al rey Minos. Y a las que, según el mito, el príncipe Teseo tras haber vencido al Minotauro, olvidó cambiar las velas negras de los barcos por aquellas otras blancas que anunciaran su regreso. Es pues bajo el templo de Poseidón de donde el rey se arroja al mar, desconsolado por la supuesta muerte del elegido por Ariadna.
Si Eubea es real a la distancia, no menos real es este lugar, sus ruinas y la muerte del rey. Puestos a alcanzar las cosas con la mano, le pregunto a C., que lleva años viajando por las islas, si también existe Nassos, si hay algún recuerdo de la princesa Ariadna en la costa y si es cierto que Dionisos finalmente accede a recogerla, tras su abandono por el príncipe ingrato. No todo es tan cercano, me viene a decir, y ante la amenaza de unos viajeros que suben al templo ataviados con guirnaldas de flores y flautas discordes - "Vienen a ver la puesta de sol y no sé qué vibraciones póstumas" nos comenta C. - me instan a bajar corriendo de la montaña y a dirigirnos a una taberna en el puerto, en donde los salmonetes y el queso Feta siempre se hacen corpóreos, aseguran.
En una pilastra del pórtico, nos había asegurado un guardián somnoliento, se hallaba entre otras muchas la firma del mismísimo Lord Byron. Pero entre los numerosos escritos sobre la piedra, la tarde a contraluz, y la procesión que asciende imparable por la cuesta somos incapaces de encontrarla. El fantasma del terrible lord inglés, exiliado para siempre de su Inglaterra, es el único que no aparece en el crepúsculo del cabo, origen de todos los viajes, de los regresos a la patria.
La cercanía de lo tangible, del cuerpo, de lo visible en plenitud. En su simple presencia se anuncia un mundo que se toca, inmediato y con peso, que inauguran los griegos para siempre. Esa mañana subimos a la Acrópolis. La simple evidencia de los templos en ruinas nombra el origen de lo cercano, de Europa a lo lejos.
Rincones de Atenas. En la ciudad aún es posible encontrar lugares que han escapado a la ordenación. Y casi a las miradas de afuera. En un paseo por el barrio de Koykaki encontramos unas villas a la sombra de la colina con jardines cerrados, calles en cuesta, portones oxidados y parras vírgenes que trepan por la fachada de unas casas que conocieron tiempos mejores. Sobre las ruinas del Ágora, una villa modernista, antaño lujosa, poblada ahora de gatos sobre el jardín reseco nos hace pensar en el fantasma de sus antiguos habitantes, que todavía vagarán por la calle, desdeñando desde su indigencia a los nuevos visitantes. Hay en Anafiotika una acera en cuesta sobre la ermita bizantina de la Metamorphosis, cuyas pequeñas viviendas hacen pensar en un antiguo barrio de pescadores. Hay una escalera entre ellas que no lleva a ninguna parte, y una cancela cerrada que no podemos abrir. Una vieja nos contempla desde la balaustrada de su casa, en silencio. No sabemos desde cuando está allí.
Abajo, en el tranquilo cruce de Kavalloti, que se pierde hacia la colina del Observatorio, y Mitseon, que baja desde el Teatro de Dionisos, la librería Little Tree Books tiene unas mesas en la terraza bajo los árboles. Hay un café excelente y los parroquianos hablan en voz baja sobre las sillas de tijera. En alemán, en inglés, en griego... Una mujer pelirroja que lee unos cuadernos de tapas negras pide algo en italiano a la dueña griega. Después, sigue leyendo.
En el Parque Nacional, otra mañana sofocante, surge de repente otra taberna bajo un emparrado oscuro. Cerca de la terraza corre un canal de agua, que no sabemos de dónde viene. El té es excelente, y la cerveza fría, y las galletas con miel que sirve la silenciosa camarera como acompañamiento de cualquier cosa que se le pida. El rumor de la ciudad queda a lo lejos, el tráfago de los turistas también, un atasco permanente que cubre la plaza de Sintagma en todas las estaciones. Decidimos quedarnos allí para siempre.
En el gran Teatro de Epidauro, una noche, asistimos a la representación que una compañía local va a efectuar sobre un texto incompleto de Sófocles. Alguien nos ha comentado que la obra versa sobre el origen de la música, a partir del célebre episodio del robo de los bueyes de Apolo por parte del astuto Hermes - y la invención de la lira y el plectro que ingenia el dios viajero en la cueva de Pilos.
Diversos fantasmas podrían haberse convocado en la noche dentro del solemne anfiteatro. Pero es una interpretación de autor moderno- de director de escena- sobre los versos fragmentados. Y lo único que se repite desde el inicio son las contorsiones y los gritos estridentes de los supuestos sátiros sobre un escenario de lona con papeles que vuelan por todas partes, bajo la escéptica mirada de un Sileno gordo y pasivo, que tiene aspecto de actor cansado. Apolo, que ha abierto la obra en tono igualmente cansino, semeja un rufián impotente. Se ha sentado en una esquina del anfiteatro y no ha vuelto a decir nada en toda la representación. Los sátiros corren alocadamente, se ocultan entre los pinos del fondo y luego vuelven a trotar hacia las primeras filas.
No acude ningún fantasma a la obra estridente. Sólo un instante ha comenzado a soplar el viento de la tarde sobre la colina y su rumor ha convocado unos días antiguos, otras representaciones, a los habitantes del bosque. Pero éste cesa enseguida y en su lugar los actores prosiguen su contoneo inclemente, los gritos que no cesan.
Con J., una amiga cubana, nos hemos retirado a tomar algo a la fresca terraza de al lado del museo. J., cuyo periplo hasta Grecia viene desde una tormentosa salida de la isla caribeña, para recalar en Italia primero, en la costa malagueña más tarde y por último en una remota universidad griega, se pone a hablarnos de repente de la llanura cubana de donde ha surgido. Un pueblo, dice, donde sólo había polvo y una tierra roja que cubría todas las cosas, de una pobreza extrema. Me está hablando del otro extremo del Océano. Los dioses, pienso, nunca llegaron hasta allí. O eran unos dioses torpes, casi mudos, con cierto olor a sangre, que desde aquí desconocemos.
Rudyard Kipling, sabiendo lo que decía, afirmaba que los dioses ingleses nunca cruzaron más allá del Golfo de Adén. También el geógrafo Avieno, que describía el Océano Exterior como un lugar oscuro y sin leyes y, aseveraba, "plagado de monstruos". Ellos nunca salieron de aquí, hasta su marcha, de estas colinas del Peloponeso, repletas de voces, de fantasmas, de ruinas que a veces se desperezan, acceden a cubrir, con una brisa fresca, el calor agobiante de los días.
En la deliciosa ciudad de Nauplia, entre edificios venecianos, cafés bajo arcadas de piedra y un castillo bizantino inalcanzable en lo alto, en el museo provinciano, unas figuras de diosas de terracota, los brazos alzados, la mirada arcaica, encontradas en las tumbas primitivas, los tholoi de la cultura micénica.
Su figura rígida, frontal, se encuentra en un lugar indefinido entre los dos mundos: ni el de aquí, lugar del cuerpo y la piel, ni el de allí, escenario de lo abstracto y las sombras. Hemos visto repetida esta figura de la diosa antigua en tantos lugares: en el Museo Cicládico de Atenas; en el de la Akrópolis; en este pequeño palacio de Nauplia... La diosa arcaica nombra la fertilidad, la generación y las mieses, que se renuevan cada año. Pero también una difusa devastación, la implacable destrucción que surge de la renovación de la cosecha, de la generación siempre.
Al regreso a Atenas, volvemos al caos alegre de la muchedumbre de los motoristas sin casco, las gentes sin mascarilla, los tenderetes en las plazas, los fumadores impenitentes, las voces de unas calles que nunca se cierran - como un recuerdo vago de un país nuestro que vivía sin normas en un otro tiempo. La tarde del domingo, entre el calor de julio y una polvareda que baja de las colinas arrasadas, tiene algo de hastío y paseo dominical, entre los puestos de comida y los bancos de la calle.
En una pequeña ermita, bajo los templos en ruinas, la misa ortodoxa, cantada y lenta, que llega hasta la calle. Los fieles se agolpan sobre la calzada, que interrumpen, mientras el recitado litúrgico surge de la oscura nave. Se santiguan al modo griego con unción, besan una imagen, se han olvidado del tráfago del paseo, de las multitudes que bajaban hacia la plaza, las calles de Plaka. Al finalizar el sacerdote realiza la bendición de los panes ácimos, a la puerta de la ermita. Los reparten luego entre los asistentes, que permanecen un largo rato en el mismo sitio, hablando en voz baja, sin dirigirse hacia ninguna otra parte.
Paseo con A., que se encuentra en la ciudad, una mañana sofocante para visitar el templo de Hefesto sobre el ágora, uno de los edificios dóricos mejor conservados de Atenas. A. siempre está de paso, desde su Lisboa natal, y no me entero muy bien de adónde se dirige luego.
"Un tiempo airado,
sin lluvia, en Lisboa. Recuerdo ahora una tarde frente a los restos del
templo de la Concordia en Agrigento. Había sido un día especialmente caluroso y
hasta esa hora no nos atrevimos a subir hasta las ruinas.
En el templo el espacio entre las columnas estaba vacío. No había nada en el interior y a través del peristilo, hasta el arquitrabe que aún se sostiene, se divisaba un campo amarillo y el cielo azul detrás.
Entonces tuve una vaga sensación y pensé que aquel espacio sin nada en el santuario en ruinas era en realidad un vacío definido. El de los dioses que antaño bajaban a estos yermos. Y hacía tiempo ya que se habían marchado, dejando en su lugar un hueco, un aire desolado, una transparencia que no se podría ya colmar, y a través de la cual se divisaban el aire, la tarde, y un cielo sin señales.
No se lo comenté a mis acompañantes. Mencía en su erudición le comentaba a Teresa del antiguo orden dórico de la columnata y ésta asentía, atenta como siempre al relato minucioso de la profesora.
Más tarde bajamos al puerto de nuevo. Una brisa leve movía los barcos y había un sabor antiguo, áspero, de resina y matojos en los vinos que se prolongaron hasta tarde".
martes, 18 de mayo de 2021
viernes, 30 de abril de 2021
viernes, 9 de abril de 2021
Gare d´Austerlitz
- ¿No has visto a Fulano?
- Pero si se fue hace tres días.
- ¿A dónde?
- Adonde va la gente. A Valencia, a Barcelona, a Toulouse, a París, a Londres, a Tumbuctú, a Estocolmo, a Salónica, a Tientsin... A sitios donde se puede ir".
- M. Koltsov Diario de la guerra de España
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Sus orígenes son múltiples. La desazón es única. "Los pueblos de Europa central viven como los vecinos de una ciudad sitiada por los cuatro costados que se va quedando sin pólvora y sin víveres y que, según la apreciación humana, prácticamente no tiene salvación", había escrito el Walter Benjamin de Calles de Dirección única en 1928. Añorantes del antiguo orden que agrupaba bajo el águila de los Habsburgo a los pueblos centroeuropeos, los personajes que describe el austriaco Joseph Roth vagan ahora por entre las ruinas del Imperio, en un mundo que ya no reconocen. (Él, a su vez, huiría del nuevo régimen nacional-socialista para acabar, empapado en alcohol, en el París de 1939). Desde Crimea, al otro extremo, una diáspora interminable cubre el exilio de la Rusia blanca, hacia los puertos del Bósforo primero; Berlín, París, Praga, Londres; los frentes de España en algún caso. (De unas notas del archivo del NKVD soviético sabremos de un tal "Mihail Andreiev, hijo de un oficial zarista destinado en Crimea. Al finalizar la guerra civil, vagan por Estambul, Bulgaria y Atenas. Animados por un decreto del Ejército Rojo, que proclama la amnistía, regresan a Crimea, donde su padre es fusilado nada más llegar. Mihail comienza entonces un complicado periplo. Algunas noticias le sitúan en el Berlín de la república de Weimar en los años 20. Otras en un oscuro comercio entre Lisboa y las colonias italianas, relacionado seguramente con el tráfico de armas. En 1936 figura en la Brigada Dombrowski en Madrid, rodeado de polacos y eslovenos. Sale por el puerto de Barcelona en 1938. Su pista se pierde en Francia con la ocupación alemana en 1940"). Del presentado a las tropas por André Marty como "el general revolucionario húngaro Paul Lukács" sabemos que se trataba en realidad de Maté Zalka "un húngaro que (como Kléber) se había convertido al comunismo después de que lo capturasen los rusos en la Primera Guerra Mundial". Hijo de un posadero, se nos dice en otro lugar, su nombre original era Béla Frankl.
Al hotel de Paris de la rue Chateaurond - sede del Partido Comunista Francés - acuden, de manera semi-clandestina, los que, habiendo alcanzado por fin la estación de la Gare du Nord desde cualquier lugar de Europa -o del otro lado del Mediterráneo-, son recogidos por taxistas, militantes del partido, que les encaminan al centro de reclutamiento que desde septiembre de 1936 ha instalado el PCF como sede de las Brigadas Internacionales.
Diversos testimonios nos hablan del hotel, la calle discreta. Describen el lugar: un chalet sin señas, la verja de hierro, la puerta que se abre a los recién llegados, el silencio después de una avenida tranquila - y el lluvioso otoño de aquel año, según relatan otros. Nayati Siqdi, palestino agente de la Comintern, recordaba que: "A los tres días de estar en París [Richard] me dijo: Esta noche coges el tren en la Gare de Lyon hasta la ciudad mediterránea de Perpignan, al sur de Francia. Una vez allí vas al café Pyréneés que está al sur de la Plaza Mayor de la ciudad, preguntas por François Orlando y le entregas esta nota. Él te dirá lo que tienes que hacer".
Los que acuden a la Gare du Nord vienen desde Polonia, Hungría, los Balcanes, la Rusia blanca... Los rumanos huyen de un país donde la Guardia de Hierro ha instalado sus cuarteles. En Hungría el almirante Horthy dirige el nuevo régimen. Desde Berlín acuden los supervivientes, perplejos, de la Alemania nacional-socialista. Checos de la región de los Sudetes, judíos de Galitzia, antiguos rutenos... Aparecen incluso rusos blancos, que esperan que la inscripción en las Brigadas Internacionales les permita volver a su país, ahora repúblicas soviéticas bajo el mandato de Stalin. Surgen de pronto en el remoto frente de Andalucía, cerca de Lopera, a finales del 36.
La relación de los brigadistas incluye incluso -en el Batallón Mickienickz Palafox- "a unas decenas de supervivientes ucranianos del ejército anarquista de Néstor Majno"... Cómo llegaron hasta allí, se preguntó alguien; qué hacían ahora luchando en La Mancha bajo las ordenes de sus enemigos mortales, los dirigentes André Marty, Luigi Longo, el general Walter, miembros todos de la Comintern, sus oponentes comunistas... Con el tiempo varios de ellos solicitan la entrada en la Brigada Garibaldi, aún dirigida por los libertarios. Otros desaparecen, sin más referencias. Del "General Kléber" -que ni era general, ni se llamaba Kléber- dirigente de las Brigadas en el frente de la Ciudad Universitaria, sabemos que era un judío ucraniano de la Bucovina austriaca. Capturado por los rusos en la primera Guerra, había sido enviado a Siberia. "Liberado después de la Revolución, se unió a los bolcheviques y luchó con los partisanos en Mongolia". Hamburgo, China, Canadá, finalmente Madrid, son lugares de su periplo posterior como agente de la GRU, la inteligencia soviética. Su internamiento en un gulag de Siberia al retorno a la URSS, de donde nunca regresa, formaría parte de algún modo de esta historia europea. (Como la formaría igualmente la historia de Leon Gaykis, también destinado en España en la Embajada soviética, judío de Varsovia afiliado al PCUS, que tras su regreso a la URSS desaparece en otra de las purgas que recibieron a "los españoles". Junto al cónsul Vladimir Antonov-Orseenko, al embajador Marcel Rosenberg, los generales Manfred Stern o Jean Berzin, al representante Arthur Stashersny...). Cuando en sus notas, el periodista Koltsov describa una fiesta de despedida al ingeniero Gorkin - un "mexicano" en la jerga de aquellos días- con champán y discursos emotivos, en el Hotel Gaylord, alguien recogerá más tarde que "Koltsov confesó más tarde que todo el mundo daba por sentado que Gorkin sería víctima de las purgas de Stalin en cuanto llegara a Rusia".
Karl Taube, cuenta el novelista, "nació en 1899 en Esztergom, en Hungría". Pertenecía al condado del mismo nombre, cercano a Budapest. Más adelante Danilo Kis nos describe: "(...) la grisácea monotonía de una pequeña ciudad centroeuropea de principios de siglo se perfila claramente desde la oscuridad de los tiempos: sus casas grises de una planta con los patios a los que el sol, en su lento recorrido, delimita con una clara línea divisoria en cuadrados de una luz cegadora y en unas sombras húmedas, rancias, parecidas a las tinieblas;(...) el frío esplendor barroco de la farmacia con el brillo de sus recipientes blancos de porcelana de aires góticos; el lúgubre gimnasium con el patio enlosado (los desconchados bancos pintados de verde, los columpios rotos que parecen horcas y las letrinas de madera con una mano de cal), el edificio del Ayuntamiento pintado de un amarillo isabelino, el color de las hojas marchitas y de las rosas otoñales de las romanzas que, por las tardes toca la orquesta zíngara en el jardín del Grand Hotel".
Lugares de la disolución y la deriva entre las inciertas fronteras nuevas... En otro relato sobre la época, "El tiro de gracia", de Marguerite Yourcenar, el escenario es ahora la frontera polaca con la Rusia blanca donde tiene lugar uno de los últimos episodios de la guerra civil rusa, esta vez con la intervención de la Polonia de Józef Pilsudski. Bosques cenagosos, pantanos invernales, aldeas en llamas - y un telón de fondo de casas señoriales cuyo mejor momento había tenido lugar en otro tiempo.
Es un escenario de lo que se disgrega - tal vez para siempre -, de la devastación. Independientemente de la lucha que está teniendo lugar - la defensa del antiguo régimen por parte de los rusos blancos, la delimitación de las fronteras de Polonia por las tropas de Pilsudski, la expansión del orden soviético con los bolcheviques. En un determinado momento del relato éste pierde sus razones primeras, sus referencias históricas, por decirlo de algún modo, y olvidamos -como semejan olvidar sus personajes- los motivos de la guerra. La lucha es ciega, sórdida y permanente y a su paso nada se sostiene. Sino la persistencia de la contienda y el exilio, y la desolación de los lugares.
Al final del relato - y de la guerra civil rusa - sus personajes, los que han sobrevivido, se pierden en Europa. Volveremos a encontrar a alguno, años más tarde, en el Marruecos francés, en Lisboa, el Berlín de Weimar, en la guerra de España después.
Es éste también, habíamos apuntado, un relato de estaciones ferroviarias. La Gare du Nord, en el Distrito X parisino, primero; la Gare de l´Est, en el mismo distrito, otras veces. De la Gare d´Austerlitz, en un bulevar frente al Sena, los brigadistas parten en tren hacia Perpignan. Aquélla, un tanto desdibujada por la nueva estación de Montparnasse, seguía manteniendo la línea tradicional hacia Burdeos; hacia Toulouse también. De la Quay d´Orse los trenes partían hacia Marsella. "Casi a diario podía verse a jóvenes con paquetes envueltos en papel de estraza bajo el brazo, esperando el tren de Perpiñán, tratando ostensiblemente de pasar inadvertidos". (En algunos relatos se cita también al llamado "ferrocarril secreto" de Tito, que desde los Balcanes se dirige, esquivo y clandestino, a París, a los centros de la III Internacional). En su conocido poema Spain el inglés W.H. Auden recogería esta noción del interminable viaje europeo, de los trenes:
La estación de Toulouse, después; la Estación de Francia en Barcelona; la estación del Norte en Valencia; el paso por las llanuras de La Mancha, la ciudad de Albacete al final.
También hay caminos, también pasos de montaña. De Perpignan a Port Bou o La Perthus los brigadistas caminan a pie, cruzan clandestinamente los Pirineos en otras ocasiones. Cercanos a la frontera emprenden un último recorrido andando, bajo la mirada condescendiente de los gendarmes, hasta llegar al otro lado. El judío neoyorquino Harry Fisher "tras una travesía en el Íle de France que le llevó hasta Le Havre (...) viajó en tren a París y después a Perpignan. Allí hizo el paso de los Pirineos, caminando sobre la nieve de las montañas y de noche, para evitar a los gendarmes". En los pasos tropiezan en algún momento con los milicianos anarquistas. "Necesitamos armas, no hombres", les dicen estos, y alguna vez no les dejan pasar. Oscuramente intuyen que es la Comintern, enemiga tradicional de aquéllos, quien se halla detrás de aquella peregrinación. En algún caso, como el del escritor Laurie Lee, que había vivido en Almuñécar hasta el comienzo de la contienda y, regresado a Inglaterra, vuelve a la España en guerra: "Los agentes republicanos en Perpignan, claramente desconcertados por esta figura flaca, soñadora y aparentemente tan poco bélica, se ciñen a la No Intervención y fingen ignorancia, declarando no saber nada sobre ninguna brigada". Finalmente sería un anarquista francés el que le conduciría, en medio de una tormenta de nieve, hasta la frontera.
En el relato también hay castillos, mansiones abandonadas por sus antiguos propietarios, que han sido fusilados o han huido. Cerca de la frontera los peregrinos se agrupan al cruzar en el castillo de Figueras.
Los lugares persisten, pero ahora es la extrañeza quien los acoge. Marguerite Yourcenar había aludido a ello al nombrar, en la guerra polaco-soviética del año 20, las mansiones señoriales, las dachas bielorrusas en el frente ocupadas por las tropas regulares o por los milicianos, y por los refugiados de la guerra. Sus antiguos dueños han muerto o las han abandonado. Unos criados perplejos vagan ahora entre las ruinas, intentan reconstruir a veces, torpemente, los rituales de una casa cuyos habitantes han partido.
Algunos nombran allí la extrañeza. "Mis peores recuerdos datan de Albacete. Imaginaos una ciudad sin carácter, en una gran llanura desnuda, invadida por una multitud de 10.000 milicianos. Seis meses de revolución han sembrado por todas partes la ruina y el desorden", contará el belga Nick Gillain. Otros, en cambio, hablarán con admiración del paseo vespertino por la ciudad, de los burdeles de la provincia y de las terrazas en el bulevar. La "Cafetería Internacional", según recordarán, ofrecía cerveza fresca y unas meriendas excelentes.
En la guerra muchos de los parajes son ahora lugares extrañados. Su antigua función ha desaparecido y en su lugar, perviven los edificios con un uso insólito. En la Gran Vía de Madrid, el Hotel Plaza ofrece alojamiento gratis a los que quieran instalarse. Es un establecimiento lujoso y moderno. Pero está más allá de la plaza del Callao y muy cerca del frente, aducen, y los corresponsales extranjeros, los agentes que acceden al Madrid de la guerra prefieren alojarse en otros. Acuden al Hotel Florida, en la misma plaza, al Hotel Victoria, sobre la del Ángel, al Hotel Inglés, en una transversal de la calle del Prado. (La llegada de los brigadistas a Madrid había ocurrido, comenta una historia de los Internacionales: "una mañana gris (...) de una monotonía agravada por una fina y gélida llovizna (...) en esta sombría mañana de domingo, la ciudad aparentaba un aire de lánguida normalidad. Los camareros y el puñado de clientes reunidos en el bar del hotel Gran Vía, se vieron de pronto atraídos hacia el exterior por un ruido de gritos y palmas, que seguía el ritmo de unos pies marcando el paso y el estruendo de los cascos de los caballos"). El alemán Jan Kurzke, que había llegado a Madrid desde su exilio obligado en el norte de África, describiría luego la Ciudad Universitaria, en los días de lluvia que continuaron después, como un paisaje "marrón y lúgubre, como Hampstead Heath en diciembre".
Otros hoteles han sido ocupados. Por los agentes del Gobierno en ocasiones, por los delegados comunistas otras veces. "El Hotel Bristol - nos cuenta un brigadista- era, en Madrid, un hotel como los otros, ni más ni menos lujoso, pero con la particularidad de que estaba reservado exclusivamente a los rusos que servían en el ejército republicano". En Barcelona, el Hotel Colón, en la Plaza de Cataluña, es ahora la sede del PSUC. "Situado en la céntrica Plaza de Cataluña, en cuya fachada campeaban, junto al nombre del partido en enormes caracteres, dos grandes retratos de Stalin y Lenin, equivalentes en Barcelona a los que en Madrid iban a colocarse en la Puerta de Alcalá". Décadas más tarde una novela del francés Claude Simon recreará el hotel, y a los días de la guerra, en Le Palace. Una descripción de la novela hablará de: "Una ciudad irreal atravesada por gentes que vagan como sonámbulas entre el pasado y el presente.(...) La acción, si cabe hablar de acción, tiene lugar en un hotel, el "Palace" - en realidad el célebre Hotel Colón de la plaza de Cataluña en 1936, sede de los anarquistas y hoy Banco Español de Crédito". Alojados en el Hotel Majestic en el paseo de Gracia, de camino al Congreso de Intelectuales, los mejicanos Octavio Paz y su mujer Elena Garro, ésta, frente a la exaltación habitual de la ciudad, recuerda: "Es difícil olvidar la impresión terrible que me produjo esa ciudad. Las ramas de los árboles estaban rotas y las calles casi desiertas. (...) Me asomé a la ventana: no había tropas victoriosas, sólo un silencio tristísimo". También desde el Hotel Majestic el enviado de Pravda, Mikhail Koltsov, telefonea a Moscú. Otros son el Hotel Metropol, en Valencia; también el Colón, donde se aloja a los intelectuales evacuados de Madrid; - y los valencianos lo rebautizan al momento como El Casal dels Sabuts- el Victoria; el Gran Hotel de Albacete; el Ritz de Madrid convertido en comedor social; el Palace madrileño frente a éste... Aquí se instalan diversas comisiones republicanas y un hospital de heridos del frente. La primera planta es ahora la sede de la embajada soviética. (Una nota interna del NKVD sobre el matrimonio Orwell comunicaba que: "Es evidente por su correspondencia que son trotskistas confirmados. Deben ser considerados oficiales de enlace del ILP con el POUM. Vivían en el Hotel Falcón..."). Otro lugar, el Hotel Falcon, en Las Ramblas, era, según se sabía, "donde se reunían los combatientes y simpatizantes extranjeros del POUM desde los primeros días de la guerra". Los agentes de la NKVD lo frecuentaban a su vez, para obtener información de sus visitantes. (Entre ellos el judío David Crook, que había llegado a España desde el Bowery, se relacionaba con todo el mundo en Barcelona, y había sido reclutado para los soviéticos después de la batalla del Jarama).
En otros antiguos palacios, en varios conventos u hoteles, el extrañamiento es menos lírico. El palacio de los condes de Casa Valencia es ahora la checa de Riscal, de oscura memoria. El convento de las religiosas de Concepción Jerónima, la checa de Lista. El antiguo Cinema Europa, la sede de los libertarios de Tetuán. El de Somosancho, en Ventura de la Vega, es una comisaría socialista. El Hotel Mi Huerto, en Ciudad Lineal, un ateneo libertario. La plaza de toros de Tetuán de las Victorias es ahora la checa del barrio. La iglesia del Buen Suceso, asaltada en los primeros días de julio, es en adelante un cuartel. La llamada "checa de Narváez" frente al Retiro, se traslada luego al restaurante Cóndor, en la calle Jorge Juan. En el palacio de la plaza de Santa Cruz se instala la oficina de censura, dirigida al principio por Arturo Barea. En el Ministerio de Marina, en la calle Montalbán, se instala la jefatura del SIM, el Servicio de Información Militar.
En algún lugar recientemente alguien traduce la carta que Simone Weil había de escribir a Georges Bernanos en el año 1938. Weil había acudido a la guerra de España como vaga simpatizante de los anarquistas de la CNT o los antiestalinistas del POUM, no lo sabía muy bien. Estuvo solamente dos meses en el frente de Aragón y no regresó nunca.
La carta que la entonces casi anónima militante le dedica al conocido escritor era un ejercicio un tanto insólito sobre la guerra civil. Por cuanto suponía un reconocimiento de la evidencia. Arrojada al frente de Aragón desde sus ideales de redención, la incipiente escritora asiste de pronto al escándalo de lo inmediato. Comenta alguno de los hechos a los que asiste. Los anarquistas ejecutan en la retaguardia indiscriminadamente a cualquiera. "En Barcelona las expediciones punitivas solían matar a unas cincuenta personas cada noche". En un relato posterior cuenta el fusilamiento frustrado de un sacerdote, al que nadie defiende. La ejecución más tarde de un adolescente en el frente que portaba una imagen mariana en el pecho. O las víctimas impensables de una saca en el pueblo de Sitges, hasta ese momento lejos de la guerra. Los milicianos, frustrados por una fallida expedición a Mallorca, habían fusilado entre otros a un panadero, acusado "de haber pertenecido a la milicia de los somatén". En una aldea de Aragón los "milicianos rojos" asesinan a los que quedan en ella. Si están allí es que son fascistas, razonan. En una comida posterior en la retaguardia los anarquistas se vanaglorian, entre risas, de cómo habían asesinado a dos curas la noche anterior. El resto sonríe, comenta la escritora.
"Nunca oí a nadie que expresara, siquiera en la intimidad, repulsión, asco o solamente desaprobación frente a la sangre inútilmente derramada". Ella, accidentada en algún lugar de Aragón, - su torpeza le hace quemarse con el aceite de la comida- regresa a Francia. Nunca volverá a España. Sus ideas sobre una vaga redención universal, que tenía la forma de la lucha entre libertarios y terratenientes, se habían visto refutadas de tal manera en la guerra que nunca quiso volver a cruzar los Pirineos, en busca de aquel país que ella había soñado como el escenario de una liberación de los desposeídos del mundo. (Más tarde, tendría que huir de París a Marsella ante la ocupación alemana. Después de viajar a Estados Unidos, regresaría al Reino Unido - para colaborar con la Francia Libre-, donde muere en un hospital de Ashford).
Su carta era una carta sobre lo inmediato. Correspondía en cierto modo - y en esto la joven francesa también había acertado - con la evidencia a la que el escritor Bernanos, decidido partidario de la sublevación, había asistido en Mallorca, con el triunfo de los nacionales y la posterior represión llevada a cabo por éstos en la isla, bajo la sombría figura del italiano Conde Rossi. El francés también abandonaría el país ese año. (Había escrito en algún lugar de su libro: "Yo vi con mis propios ojos (...) vi a un pequeño pueblo cristiano, de tradición pacífica, de una extremada y hasta excesiva sociabilidad, endurecerse de pronto; vi cómo sus rostros se endurecían, hasta las caras de los niños").
Resultaba insólito en cierto modo. La literatura, el periodismo, no daban cuenta de lo más cotidiano. Enfangados en una nebulosa afirmación sobre la guerra los escritores no accedían a lo más cercano. Un a modo de afirmación abstracta se había impuesto sobre los acontecimientos, los días de la guerra. (Y, años más tarde, el poeta Luis Cernuda, que había escapado a París, para recalar en Londres al poco, recordaría: "Luego me sorprendería, no sólo la suerte de de salir indemne de aquella matanza, sino la ignorancia completa de ella en que estuve, aunque ocurriera en torno mío").
La desolación del lugar, de la meseta. Algún otro alude a las viñas manchegas, escasas, raquíticas para su mirada centroeuropea.
"Las vides, que no eran como en Austria de plantas trepadoras, sino pequeñas cepas que cubrían la tierra", comenta el brigadista Hans Landauer, austríaco. Para aludir más tarde a "el calor que hacía en el verano del 37 en España". Otros nombran el encalado de las casas, presente en todos los pueblos. Alguno, la sequedad de los campos, el horizonte de barbechos y centenos. Todos al perenne olor a aceite, al sabor de la oliva... (Alojado en Sevilla, de regreso del frente de Abisinia, el periodista italiano Lamberti Sorrentino, aludirá en primer lugar al olor a muerte que le acompaña desde la entrada a España por Mallorca. Y en segundo, al aroma a aceite rancio, que le hace evocar el comentario napoleónico de que: "Dos barreras tiene España: los Pirineos y el aceite rancio. Los primeros se pueden superar, el segundo no". Él, alojado posteriormente en el Barrio Chino de Salamanca, seguirá quejándose del mismo olor en todas las fondas).
La extrañeza de La Mancha, la aridez de la meseta meridional. Una descripción de aquellos días nombrará en Albacete a los "personajes de novela que representan esa mezcla de idealistas, de románticos, de personajes del Komintern como Willy Müzenberg, Vittorio Vidali o Arthur Koestler, de mercenarios sin paga, de agentes de la NKVD, de juramentados de la revolución (...) sin domicilio ni nacionalidad que vivían en un exilio permanente, que habían estado en varias revoluciones - Rusia, Berlín, Munich, Hungría - y sometidos a todas las pruebas, incluidas las purgas estalinistas a las que muchos no sobrevivieron". De un inglés en principio comunista, como el comandante Thomas Wintringham, instructor de las Brigadas en Albacete, unas páginas de su enrevesada biografía nos comentarán cómo: "Frente a las guías turísticas la España de Wintringham es un rincón del mundo prácticamente aislado del resto, un país sumido en un atraso de siglos y sin atractivo alguno, con pocas infraestructuras diseminadas en medio de un paisaje feroz duro y reseco". Su biografía hablará de la expulsión de España de su compañera, Kitty Bowler, acusada de trotskista; de la suya del Partido más tarde en Londres, acusado de lo mismo. Terminaría organizando la Defensa Civil frente a la inminente batalla de Inglaterra - frente al criterio de sus compañeros que defendían todavía el pacto Ribbentrop-Molotov.
El centro de las Brigadas es ahora la finca de Los Llanos, cercana a la ciudad. Allí, alguno hablará de la consunción de la espera. "El dormido Albacete", en expresión de un austriaco. El hospital, recuerda otro, "se encontraba en un chalet en medio de la ciudad". El aburrimiento entre los combates marca en las páginas de los brigadistas este tiempo en el interior. Otro, antiguo oficial, que escapaba en cuanto podía al Madrid sitiado, comenta: "El aburrimiento reinaba en el frente de El Escorial. Los hombres no tenían nada que hacer y se aburrían". Y el belga Gus Desmedt en el frente de la sierra reitera: "El Escorial era un lugar perdido donde no había nada que ver".
Otros lugares del relato. En 1937, a instancias de Palmiro Togliatti, se crean los "campos de reeducación". "Uno de los más sórdidos fue el del Júcar, a unos 40 kilómetros de Albacete (...) Otros brigadistas fueron encerrados en las prisiones de Albacete, Murcia, Valencia y Barcelona ". O en la costa catalana. "Si el campo Lukács resultaba a veces duro, no lo era tanto como el campo semiabandonado de Castelldefels, al sur de Barcelona, que llegó a alojar entre 255 y 400 prisioneros de las Brigadas Internacionales". (En una lista que había redactado Andre Marty sobre las "organizaciones que pretendían infiltrarse en las Brigadas Internacionales" figuraban la Gestapo, la OVRA de Mussolini, la policía polaca, la Inteligencia militar francesa, los trotskistas, los anarquistas y los partidarios de Largo Caballero). Cercana, la Costa Brava, por contraste, aparecerá en algunos otros recuerdos de los brigadistas como un lugar paradisíaco, tranquilo y alejado del frente, en el que alguno revela haberse pasado los días "durmiendo y jugando al ping-pong". (Con cierta malicia, Robert Graves, al aludir a la estancia del poeta Auden en la guerra, había comentado que "Auden fue a la guerra de España como otro camarada más, lleno de ardor combativo. Como Tennyson no vio un solo combate, pero al contrario de Tennyson estuvo todo el rato jugando al ping-pong en un hotel de Sitges").
Los delegados al Congreso de Escritores de Valencia, regresaban. "Alguno de estos escritores se habían citado en París y desde allí hicieron juntos el viaje en tren, del que hay una descripción en Neruda". En el vagón, Octavio Paz había encontrado "a André Malraux, con los cabellos rubios y los ojos claros inquietantes, con André Chamson, con Nicolás Guillén, siempre muy alegre, con Mancisidor, con Marinello y con muchos otros".
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