viernes, 16 de febrero de 2024

Las islas fugitivas

 

Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales vacíos nadie figuraba en las placas. "Casi todas estas imágenes están vacías", comentó luego en algún lugar de su Pequeña historia de la fotografía Walter Benjamin. Nombrando con ello un cierto escándalo fotográfico, pues que sepamos siempre había sido la imagen fotografía de algo.  [1] 

En su breve ensayo se estaba refiriendo al fotógrafo parisino que, como un fantasma, se dedicó durante veinte años a retratar las calles, los patios, los rincones, los escaparates y los burdeles de Paris.

El escritor estaba aludiendo a una sospecha detrás de la aparente evidencia de la imagen. "No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón - prosigue más adelante -de nuestras ciudades un lugar del crimen? ¿No es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo - descendiente del augur y el arúspice - descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?".  [2]  Y, en otro lugar, refiriéndose al interior abigarrado de las viviendas que se había hecho habitual como escenario del estudio fotográfico, señalaba:

 “El interior burgués de los años sesenta a noventa, con sus gigantescos aparadores profusos en tallas de madera, los rincones sin sol donde está la palmera, el mirador parapetado por la balaustrada y los largos pasillos con la llama cantarina del gas, es una residencia únicamente adecuada al cadáver”.  [3]   En otra página posterior Benjamin recogía la costumbre del álbum fotográfico, pesado y ornamental, que según él, había comenzado a proliferar en los salones y vitrinas de las ornamentadas mansiones.

La sospecha acechaba de nuevo: "Fue entonces cuando surgieron aquellos estudios con sus cortinones y sus palmeras, sus tapices y sus caballetes, a medio camino entre la ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y el salón del trono, de los cuales aporta un testimonio conmovedor una foto temprana de Kafka".


La sospecha de una culpa en las imágenes venía ya de décadas atrás. Es lo que había hecho el fotógrafo en la revuelta de la Commune parisina: fotografiar al culpable. "Los communards se prestan a posar, con orgullo y determinación, al pie de la Columna Vendôme o de su barricada. Pero al producirse la represión versallesca, esos clichés servirán para identificar a los rebeldes". La fotografía legal había nacido en su momento como una prueba irrecusable para identificarlos: a todos. ¿Qué mejor prueba para ello que la fotografía, testimonio nítido del "esto ha sido"? (En algún lugar se nos comenta cómo Allan Pinkerton en 1866, al crear la primera agencia de detectives en Chicago, había inaugurado la práctica de la fotografía criminal, "disciplina que posteriormente sería llamada fotografía judicial"). La copia fotográfica era, de algún modo, la prueba final. 

Por su parte, Cesare Lombroso había editado su serie de Retratos de criminales alemanes en 1887. A partir de los archivos policiales, elaboraba una suerte de antropología criminal, en la que intentaba determinar las tendencias criminales de los sujetos clasificando sus rasgos. Alphonse Bertillon también, desde la prefectura de Policía de París, establece en esa década los principios de lo que sería posteriormente la llamada fotografía judicial. Una objetividad total pretende recoger la ficha de los delincuentes y la escena del crimen. En ellos respetaba la noción de que "la fotografía es más útil que la más larga y completa de las descripciones". Para el año 1873, apunta una historia de la ciudad, había logrado establecer un archivo de más de siete mil registros de los criminales fichados por la prefectura.

Pero dentro de esta marca de los objetos, y los lugares, también, en el mismo escenario, Charles Marville, el fotógrafo francés, había recibido el encargo de señalar toda una serie de calles, plazas y patios de París que estaban destinados a desaparecer en la inminente reforma del barón Hausmann. “Lo que hubo allí antes solo puede verse en las fotografías de Charles Marville, quien en la década de 1860 recibió el encargo, por parte de la ciudad, de tomar fotos de archivo en los lugares condenados a la demolición”.   [4]  Fotografía esta vez como prueba de la condena o la absolución – que de otra manera no podría efectuarse.    


Las fotografías de Marville - que realiza un inagotable trabajo de documentación de la ciudad por encargo de la Villa de París- eran así, paradójicamente, una advertencia de la desaparición: Todos los edificios, bulevares y plazas recogidos en sus placas estaban destinados a ser derribados. 

La fotografía como una prueba irrefutable... Cuenta en algún lugar el pintor Yákob Glasse que cuando en 1920 se refugia en Krasnodar, con su familia, huyendo del avance de los bolcheviques en la guerra civil, y estos llegan por fin a la ciudad:

 “El piano y el icono los han hecho pedazos a golpe de hacha. Han examinado el álbum de las fotografías familiares. Por suerte, nuestra familia es gente del arado, proletarios de pura raza. Es habitual que utilicen estos álbumes como prueba del origen social de una persona (…) El otro día un funcionario de Correos perdió la vida. En una caja oscura de su casa habían encontrado un botón de metal con el águila bicéfala (…) bastó para que lo ejecutaran”.  [5]   (En una melancólica nota posterior, sobre los días de la retirada de la ciudad, escribía: "Es un sombrío día nublado. Todo aquí es un mar de lodo. El pavimento de las calles ha sido completamente destrozado por los carros del ejército en retirada y los destacamentos de caballería").

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A principios de siglo en un artículo temprano, el escritor Pierre Mac Orlan ya aludía a la realidad como prueba judicial: "La realidad, esta realidad fotográfica que la policía admite como prueba irrefutable…”, comentaba en su introducción a la obra parisina de André Kertész.  [7]  "La foto es la prueba absoluta - nos dice un artista más tarde, antes de abandonar el Berlín Este- unida a las cifras, datos, nombres, sellos y firmas, ella nos asigna el derecho a estar a uno y otro lado del muro". La imagen era la evidencia, al fin.   


Lo era desde hacía tiempo y el siglo había aprendido a reconocerla. La polémica surgió, por ejemplo, en las notas que se publicaron del descubrimiento de un templo y unas murallas perdidas entre las dunas del desierto. Enfrascado en la investigación en 1866 sobre el hallazgo por parte del Gran Farini – y de su ahijada Lulú, acróbata y dibujante -, el funambulista y explorador canadiense, de una ciudad perdida entre las arenas del Kalahari la prensa publicó una serie de artículos sobre su periplo azaroso. Éste, antiguo colaborador del circo Barnum, como era sabido, se había enfrascado en una laboriosa expedición por el desierto apenas explorado, que había iniciado en la Ciudad del Cabo. En torno a las ruinas de una ciudad ignota entre la arena, escribía:

 “Puede ser una reliquia de un pasado glorioso.

Una ciudad que una vez fue grande y sublime,

Destruida por un terremoto, desfigurada por la explosión,

Barrida por la mano del tiempo”  [8]


Según era recogida en la descripción del viaje del propio Gran Farini, en realidad el inquieto inventor William Leonard Hunt. El relato posterior a la expedición, lo había titulado como: "A través del desierto de Kalahari. Una narración del viaje con pistola, cámara y cuaderno de notas al lago N´Gami y retorno". La presencia de una cámara, que llevaba su ahijada, era remarcada como prueba del relato. Lulú había realizado a su vez varios dibujos de las ruinas entre la arena. El editor del Johannesburg Star, que había publicado las notas del viaje, F. R. Daver, concluía al fin, como prueba irrefutable, que, a despecho de los numerosos dibujos e ilustraciones de la expedición del canadiense: “Desde luego, es sospechoso que entre las numerosas fotografías tomadas por Lulú no hubiera ninguna de las ruinas”. No había fotografía, por lo que seguramente tampoco existiera la enigmática ciudad, determinaba.   [9]  (Después de su hipotético avistamiento por parte del viajero y artista, nadie volvió a divisarla, en efecto). 


O, cerca de la ciudad de Inverness, “Traiga usted alguna fotografía”, le comunicaron en otro momento al jubiloso espectador del lago Ness, el cirujano R. K. Wilson, quien en la mañana del 19 de abril de 1934 afirmaba haber visto con toda claridad al prehistórico habitante del Lago. Era el momento culminante, aseveró alguien, de una serie de encuentros anteriores, que habían definido al fin al enigmático habitante como "una criatura prehistórica". (Wilson en efecto enseñó una confusa imagen, después reproducida el
Inverness Courier y por la prensa local. Fue ampliamente difundida en la época, hasta el punto de convertirse en el icono de Nessie, el misterioso habitante del lago escocés. Mucho tiempo después sería acusada de ser un precario montaje por parte del Daily Mail, en una enrevesada confesión por parte de un tercero). La fotografía, al fin, había sido la prueba. O su inexistencia.   


Lo era para Orson Welles, quien había realizado al final de la segunda guerra un film, The Stranger, a requerimiento de los estudios de Hollywood. Utilizaba fragmentos de los documentales que las tropas norteamericanas habían filmado poco tiempo antes en los recientemente descubiertos campos de concentración de los nazis.

 “Orson Welles, después de ver los noticiarios cinematográficos sobre los campos, comentaría, en torno a la película “The Stranger”, que estos constituían “la prueba de la pesadilla”.  [10] Una reseña posterior del filme comentaría que: ¨Fue la primera película comercial en utilizar imágenes reales de los campos de concentración nazis y mostrar esas imágenes por primera vez a una audiencia".

(El fotógrafo Eric Schwab  y el periodista Meyer Levin habían acompañado a las tropas estadounidenses en su descubrimiento del campo de Ohdurf, el 3 de abril de 1945. Habían llegado, comentaron, a un "espectáculo inédito". "Hemos penetrado en el corazón tenebroso de Alemania- escribiría Levin- hemos alcanzado la zona (...) que los nazis querían ocultarnos". Las imágenes y películas de Ohdurf se difundieron a partir de ese momento).

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Imágenes de la evidencia en otra parte, de las casas, plazas y calles de París…Eugène Atget, en una ciudad que estaba abandonando su paisaje tradicional, había fotografiado un escenario que era ya el del momento posterior, el de unos márgenes del centro, del instante preciso. Si el acontecimiento se había producido, el fotógrafo había llegado un instante después a retratarlo. Pero ya era demasiado tarde.

 “Con Atget el vacío permanece en lo que había sido derribado por Hausmann, el producto de un crimen que ocurría fuera de los márgenes de la imagen – un melancólico lamento por aquello que se había perdido y para la incapacidad de la fotografía de resucitar lo que estaba ausente”.   [11]

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Un instante después... Una de los primeros reportajes bélicos, sobre la guerra de Crimea, lo había elaborado el británico Roger Fenton. Algunas fotografías, se comentó después, habían sido censuradas. No la más conocida, la difundida El Valle de la Sombra de la Muerte, de 1855. La fotografía, convertida en plancha xilográfica, reproducía el escenario vacío posterior a una batalla, que había tenido lugar en algún momento anterior, que ignoramos… De la obra del también británico James Robertson, que prosiguió recogiendo imágenes de la guerra en Crimea y Sebastopol, se dijo igualmente que: "Sus fotografías nuevamente no muestran las batallas en proceso ni los cuerpos de los fallecidos, pero sí cuentan con la devastación producida por la guerra (...) las vistas de paisajes poblados de restos de cañonazos...". Las imágenes de guerra que se difundieron extensamente en torno a 1914 nos hablan luego, igualmente, de los preparativos o del después de la misma, se quejaba el público de las publicaciones. Los vemos, pero ya en los primeros reportajes algunos se preguntaban: "Y la guerra, ¿dónde está?".   


El objeto del reportaje, la guerra, se había escabullido de algún modo. Así lo debieron de percibir confusamente los contemporáneos de Fenton, entre los que se comentó que era “un reportaje de la falsa guerra, pues no aparecían muertos en las imágenes que se publicaron”.   [12]  Más tarde, cuando la fotografía de reportaje se extendiera, los espectadores podrían alcanzar por fin algo así como el objeto fúnebre de la misma. El historiador Flusser comentaría: “Efectivamente, la fotografía está unida inseparablemente a la guerra, y eso no sólo porque dio la primera prueba de la mayoría de edad en la guerra de Secesión, sino también, y, sobre todo, porque tiene por su esencia una función rompedora de la historia, comparable a la guerra”.   [13]  Es, curiosamente, a partir de las imágenes de Matthew Brady de la contienda civil americana en 1863, y de las primeras reproducciones de los muertos en ella, que alguien comentaría que la fotografía de guerra había por fin aparecido. “Al lado de Tolstoi, lo que Stephen Crane escribió sobre la guerra civil parecía la brillante fantasía de un muchacho enfermo que nunca había estado en la guerra, pero había leído los relatos de batallas y las crónicas y mirado las fotos de Brady”, comentaría sobre sus recuerdos de aquélla un Hemingway que se sentaba a hablar con los camareros franceses que sí habían estado en el frente.  [14]   (Aunque, en torno a la supuesta repercusión más allá de la imagen, Susan Sontag comentaría en algún lugar que: “Las fotografías de Matthew Brady y sus colegas sobre los horrores de los campos de batalla no disuadieron ni un poco a la gente de continuar con la Guerra de Secesión”).   [15]

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Los viajeros reciben noticias vagas de islas al oeste..."Un tal Antonio Leone, vecino de Madeira, le dijo a Colón que navegando hacia el occidente como unas cien leguas mar adentro, había visto tres islas a lo lejos". Confusamente, recogidas en una tradición oral de la que apenas queda noticia, la noción de unas islas inciertas hacia el ocaso. Durante la estancia del Cristóbal Colón en Porto-Santo las relaciones de la misma hablan de los rumores que circulan entre marineros y pescadores: unos maderos entallados que flotaban lejos de la costa, unos cuerpos de raza indescifrable sobre el mar, unos troncos desmesurados, nunca vistos antes... En su Diario, el almirante anotará: "Vezinos de la isla del Hierro, que cada año veían tierra al ueste de las Canarias, que es al poniente, y otros de La Gomera que afirmaban otro tanto con juramento". Nada sabemos de la estancia de un misterioso piloto que había navegado al oeste de Irlanda, y muere en la casa de Colón. Una supuesta nota de aquél relataba que: "En el año de 1477, por febrero, navegué más allá de Tule cien leguas". En otra anotación, el propio Colón apunta: "Dize aquí el almirante que se acuerda que estando en Portugal el año de 1484 vino uno de la isla de la Madera al rey a le pedir una caravela para ir a esta tierra que vía, el cual juraba que cada año la vía de una manera".

Entre las islas remotas, la de san Borondón, que recibe su nombre del legendario viaje del santo Brandan y sus compañeros, evade continuamente a los viajeros que pretenden alcanzarla. Su carácter fugitivo ya había surgido en el primer relato de la llegada a la isla de san Brandan, que se pone en movimiento y desaparece cuando los monjes celebran la misa de Pascua sobre ella. (Honorio de Autum, en su Imagine Mundi ya advertía que: "Hay en el océano una isla llamada Perdita muy superior a las demás tierras (...) desconocida para los hombres, que hallada por alguna casualidad, no se ha podido descubrir después de hallada, por lo que se le llama Perdida"). Aún así la isla figura en los mapas oficiales del Tratado de Évora de 1519. O, posteriormente, en el mapa exacto de Torriani de finales del s. XVI, que da las medidas y el perfil de aquélla. (30 kms. de norte a sur; 15 kms. de este a oeste). O, más tarde, en la Carta Geográfica de Gautier en 1755. El capitán canario Marcos Verde, desde la cubierta del barco, imposibilitado por el temporal de desembarcar, contempla cómo, poco a poco, la  isla se va desvaneciendo. El portugués Pedro Vello, algo después, apuntará a unas pisadas gigantescas en la arena, antes de que a su vez la isla se desvanezca. Unos marineros franceses, de regreso de Madeira, afirmaban haber desembarcado una madrugada, encontrando "Unos pesebres de piedra y dos bueyes atados a ellos". Anteriormente otro viajero, el fugitivo Ceballos, huyendo de la justicia, afirmaba a su vez haber estado en más de una ocasión en la isla. "Según su relato la isla tenía una enorme selva en la que habitaban pájaros (...)". En la playa, decía, había encontrado de nuevo unas pisadas gigantes y "restos de una comida preparada en platos de vidrio".

En esta búsqueda interminable la fotografía en el siglo XIX quiere ser una prueba irrecusable. Cuando en 1864 el viajero inglés Edward Harvey en su terca búsqueda de la nunca alcanzada isla de San Brandan arribe por fin a una tierra ignorada en medio del Atlántico, en medio de una furiosa tormenta, desembarca en una bahía, a fin de reparar las velas y mástiles que el temporal ha destrozado. Deberá abandonarla a los pocos días, debido a los temores y a las amenazas crecientes de la tripulación del barco. En esos días el viajero habrá recogido muestras y dibujos de la fauna local, en cierto modo insólita. Y tomado algunas precarias imágenes fotográficas que, considera, servirán como prueba irrefutable de la existencia de la isla legendaria.   


“Cuando llegábamos a la ensenada, le pedía a Simon que me acompañara con la cámara fotográfica y algunos víveres… Tomamos una fotografía de los roques costeros con aquellas aves”. Otras placas recogerán lo que parece ser unas tallas de rostros en el acantilado. Otra, confusa, ciertamente exótica, la bahía solitaria, el barco a lo lejos, una playa vacía… [6]  Al partir, escribe: “Escribo en los instantes que San Borondon se pierde de mi vista. Abandonamos la isla con destino incierto (…) San Borondon, mi isla. Eternamente escondida entre las nieblas y las brumas”. En otro apunte del diario había escrito: "Los acantilados parecen tener unas tallas faciales: deben ser los aborígenes del territorio". Otra fotografía a su vez recogía las mismas, por encima de la costa.


De vuelta a Londres el viajero Edward Harvey dedicará todo su tiempo a elaborar la documentación que quiere presentar como prueba de que ha alcanzado la isla incierta. “He llevado las placas fotográficas de Tenerife y San Borondón a un estudio cercano, en la calle Oxford. En unos días me entregarán las copias sobre papel. Espero que sirvan para complementar mi trabajo y darle una mayor fidelidad a mis argumentos y anotaciones”. Aislado en su estudio, enfrascado en la preparación de un informe para la Sociedad Geográfica, el antiguo naturalista nunca conseguirá sin embargo que nadie tome en cuenta sus notas, ninguna sociedad accede a leerlas y, sin salir de su aislamiento, morirá finalmente en el mismo estudio, perdiéndose papeles, bocetos, apuntes y placas fotográficas con él.

(Muchos años después, en 1958, el periódico ABC editará un reportaje sobre unas imágenes del fotógrafo local Manuel Rodríguez Quintero bajo el título de "La isla errante de san Borondón. Ha sido fotografiada por primera vez". En el reportaje, además de la imagen de la isla, entrevista a lo lejos, figuraba otra de unos niños en la playa, entre Tazacorte y Los Llanos de Aridane, que habían acompañado el momento de la toma de la fotografía. Y contemplado la aparición, en la distancia).


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“Las imágenes nacen de la pérdida", afirmaba de manera taxativa años más tarde el poeta y cantante Jim Morrison. Se estaba refiriendo al paisaje urbano omnipresente, al nuevo escenario sin fisuras de lo contemporáneo, cuya marca era la mirada, cuyo permanente criminal fuese el "voyeur". A cuyo alcance todo se ofrece bajo la marca de lo indiferente, lo accesible y distante al mismo tiempo. [16] ("Tú no puedes tocas estos objetos", añadía más adelante).

 Un deambulante Walter Benjamin ya nos había anunciado esta disolución de lo lejano - del aura en sus términos. "Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible".  [17]

 Esta equívoca posición, indefinible dentro de las categorías clásicas de "presencia- ausencia", de realidad-ficción, según la cual la imagen fotográfica, que era la certeza, esperanza del objeto que se podía por fin alcanzar, se revelaba al fin en el indefinido espacio de la espera: demasiado pronto, unas veces. Demasiado tarde, casi siempre.

 

 



[1] Walter Benjamin   “ Pequeña historia de la fotografía”  en  Discursos interrumpidos   ed. Taurus, Buenos Aires, 1989.

[2] W. Benjamin, o. cit.  Pag. 88

[3] W. Benjamin   Calle de sentido único   ed. Periférica, Cáceres, 2021   pg. 20

[4] Luc Santé    The Other Paris    New York, 2015.     Pg. 73.

[5] Cit. en Anthony Beevor   Rusia    ed. Crítica, Barcelona.  2022.  pg. 544.

[6]  Cit. En cat. Exp.  “San Borondón. La isla descubierta”    Centro Arte La Recova, Santa Cruz de Tenerife. 2005.

[7] Pierre Mac Orlan   Paris vu par André Kertész     librería Plon, París, 1934.

[8] G. Farini   Through the Kalahari Desert   Londres, 1886.

[9] En la publicación de 1886 Through the Kalahari Desert…” el promotor circense y explorador Hunt incluía un diagrama dibujado por su protegida Lulu, y una descripción detallada de “una larga línea de piedras que se asemejaba a la gran muralla china después de un terremoto”.

La ciudad no fue encontrada con posterioridad.

 - Vid. G. Farini   Through the Kalahari Desert   o. cit.

 [10] Cit. en Juan José Lahuerta   cat. Exp. “Lo nunca visto”,   Fundación Juan March, Madrid, 2016.

[11] Steven Humbert   “ A modern Perspective of the European City”.   Depth of Field, vol. 5, nº 1, Diciembre 2014.

[12]  H. y G. Gersheim     Roger Fenton. Photographer of the Crimean War   Arno Press, NY, , 1973.

[13] Cit. en Cristóbal Javier Rojas Gil   “Fotografía y muerte: una aproximación genealógica”    Claridades, revista de Filosofía,  10, 2018    `pg. 58

[14] Ernest Hemingway   o. cit. pg. 76.

[15] Susan Sontag, o. cit., pg. 34.

[16] Jim Morrison   The Lords. Notes on Vison    1969.

[ 17 ] W. Benjamin   La Obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica   (1ª redacción.)   Obras, I, 2 pg. 17.


viernes, 2 de febrero de 2024

Fotografías de París

 Fotografías de París  

 En una carta a Lise Meyer, fechada el 16 de septiembre de 1927, André Breton, refiriéndose a la próxima publicación de su novela Nadja, le comunica que:

"Voy a publicar la historia que usted conoce acompañándola de unas cincuenta fotografías relativas a todos los elementos que ella pone en juego: el Hotel des Grands Hommes, la estatua de Etienne Dolet y la de Becque, un anuncio Bois Chardons, un retrato de Paul Eluard, de Desnos dormido, la puerta de Saint-Denis, una escena de las Detraquées, el retrato de Blanche Derval, de Mme. Saccó, un rincón del marché aux puces, el objeto blanco en joyero, la librería de L´Humanité, el vendedor de vinos de la Place Dauphine, la ventana de la Concergerie, el letrero de Mazda, el retrato del profesor Claude, la mujer del Museo Grévin. Tengo también que ir a fotografiar el anuncio Maison Rouge en Pourville, el manoir d´Ango…".

 La carta, como vemos, pertenecía al género de la enumeración. En ella aparecían designados parte de los elementos de un repertorio que constituía el paisaje "mágico" de un texto mítico para el surrealismo. Se trataba de Nadja, el relato en el que André Breton relata su encuentro con la enigmática - vidente, femme fatal, alucinada – Nadja, a quien aborda paseando por las calles. Las fotografías que en efecto acompañaron la primera edición de 1928, realizadas en su mayor parte por el fotógrafo Jacques André Boiffard, constituían un a modo de documentación, de descripción gráfica de los lugares y los objetos por los que la novela discurre. (Y Walter Benjamin podía comentar la inclusión de las mismas con el mismo carácter ilustrativo de “las novelas por entregas”:

 “En tales pasajes interviene en Breton de manera muy curiosa la fotografía. De las calles, las puertas, las plazas de la ciudad, hace ilustraciones de una novela por entregas (…) al suceso representado, al cual, como en los antiguos libros para criadas de servicio, remiten citas literales con indicación del número de página”).  [1]   

Eran pasajes reconocibles del París de la época. “Tomaré como punto de partida el Hotel de los Grandes Hombres, en la plaza del Panteón, donde vivía hacia 1918…”, se iniciaba el relato. Éste discurre después, junto a las imágenes gráficas, por unos lugares de la ciudad que de alguna manera eran el escenario cotidiano del autor, sus amigos y los encuentros. “Los surrealistas – describe una historia del movimiento – se reunían en el Certa, en el Grillon del Passage de l´Opera o en el Cyrano de la Place Blanche, muy cerca de donde vivía Breton. Este lugar nada tenía que ver con los cafés de artistas de Montmartre (…) El Cyrano era más bien frecuentado por rufianes, prostitutas, agentes de cambio y narcotraficantes…”. El café Certa era un establecimiento un tanto apartado, según otra descripción: “Con sus cortinas que podían abrirse al pasaje o cerrarse para crear otro espacio de intimidad, el café Certa fue a la vez el pasaje y un lugar externo al mismo. Por lo mismo no sólo fue un lugar de intercambio privilegiado entre los autores surrealistas, sino a la vez un observatorio del movimiento en el Pasaje”.   [2]   Un cartel con su propaganda y el menú, la Tarif des consommations, había sido reproducida en el libro Le Paysan de Paris de Aragon. Motivo de nuevo de reconocimiento de un lugar preciso, que en Nadja había supuesto la fotografía banal de unos lugares, y esta vez era la inclusión – cara al collage desde el cubismo- de una tarjeta publicitaria. “Al llegar al Certa el autor nos dice que fue allí donde, a partir de 1919, el grupo Dada se reunió; acto seguido tenemos una minuciosa descripción del local, sus muebles, su organización interna, para luego pasar (…) al detalle preciso de un afiche publicitario”.   [3]    


Los cafés, los pasajes, las terrazas, se reiteran en las memorias posteriores.

“La gente del Dôme y de La Rotonde nunca iban a La Closerie – apunta Ernest Hemingway antes de describir allí su encuentro con el poeta Blaise Cendrars-. No hubieran encontrado allí a nadie que los conociera, y nadie los hubiera mirado con la boca abierta cuando entraban. Por entonces muchos iban a aquellos dos cafés en la esquina del boulevard Montparnasse con el bulevar Raspail para ofrecerse como espectáculo público”.   

El pintor Roberto Matta que a su llegada a París había sido invitado a las reuniones con André Breton en Les Deux Magots, recordaría por su parte después que: “Nos reuníamos en el Flore; fuera de nosotros no había nadie”. Y el aragonés Luis Buñuel – que se quejaba de que “En París nunca pude encontrar un bar cómodo”- comentaba a su vez que: “Una gran parte de la actividad surrealista se desarrolló en el Cyrano, de la Place Blanche. A mí me gustaba también el Select de los Campos Elíseos y fui invitado a la inauguración de la Coupole de Montparnasse”.   [4]   Un relato de la época narra cómo a la llegada de Man Ray a París éste fue recibido por Marcel Duchamp. “Esa noche lo llevó al Passage de l´Opera. Breton y sus compañeros lo recibieron. Tras cenar callejearon. Al avanzar por Montparnasse, Soupault ingresó en un portal: luego se retiró, negando con la cabeza al grupo (…) Al ver la perplejidad de Man Ray, alguien le dijo que lo que Soupault hacía era preguntar si allí vivía un tal Soupault”.  [5]

 Cuando André Breton encuentre a Leóna Delcourt en la calle, el 4 de octubre de 1926, “cerca del final de una de esas tardes ociosas y sombrías”, ella a su vez habitaba “en el hotel du Théatre, rue du Cheroy”, frente a la entrada del teatro del Boulevard des Batignolles “En el centro de este mundo de cosas – se refería de nuevo Benjamin a la iluminación profana del surrealismo – está el más soñado de sus objetos, la misma ciudad de París”.  Breton recordará años después un vagabundeo sin rumbo: “Doy vueltas durante horas y horas por mi habitación de hotel (…), camino sin rumbo por París, me paso tardes enteras solo en un banco de la plaza de Châtelet…”. Por su parte, Philippe Soupault, que vivía en el Quai Bourbon, en el extremo de la isla de San Luis, vagaba también “igual de perdido, a lo largo de los muelles del Sena, sin rumbo ni esperanzas”.  [6]  Cuando, al inicio de su novela Les dernieres nuits de Paris, en 1928, relate el encuentro a su vez con la deambulante musa Georgette, éste se producirá por su lado en un café sin nombre "por el bulevar Saint Germain".


 La fotografía en la novela de Breton, entre los párrafos de la misma, reproducía los rincones y plazas de París, emblemáticos tantas veces para esta especie de flaneur que era el escritor surrealista. No todas las ciudades eran iguales. Breton había escrito en alguna ocasión: "Nantes es, con París, la única ciudad de Francia donde tengo la impresión de que algo que vale la pena puede sucederme". Desde luego París aparecería en la elaboración del surrealismo no sólo como un escenario simbólico, sino como el lugar concreto y tangible de alguna de sus formulaciones.   

Así, de la aparición de un raro texto de Louis Aragon, Une vague de réves, anterior al primer manifiesto surrealista, se pudo decir que:

 “No sólo la escritura de Une vague de réves corre paralela a la de Un Paysan de Paris, sino que la experiencia narrada al comienzo del texto coincide con la que se encuentra en las primeras páginas del “Preface a une mithologie moderne”, lo que permite determinar que el relato se inicia la tarde de un sábado, al despuntar la primavera de 1924, en el café Certa bajo las arcadas de vidrio del Café de l´Opera, ubicado sobre la Rive Droite”.  [7]   Los lugares de la ciudad, recordamos, no sólo eran paisajes simbólicos en la literatura de los primeros surrealistas. Sino nombres, escenarios concretos e irrepetibles, citas de su presencia única. Como el Passage de l´Opera en la prosa de Aragon. “Es el lugar donde, hacia fines de 1919, una tarde André Breton y yo decidimos reunir en el futuro a nuestros amigos, por odio a Montparnasse y a Montmartre, por gusto también del carácter equívoco de los pasajes y seducidos por una decoración inhabitual, que iba a sernos tan habitual”. Alguien añadía en otro lugar: “Si bien la entrada al Pasaje es la inserción en el mundo de la imaginación, éste nos conlleva directamente al imperio de los sentidos, tal como pudimos observar en el Préface”. [8]  


Las galerías, lugar cerrado y de tránsito, ofrecían en cierto modo la posibilidad de un escenario ensimismado, pura creación de la ciudad del siglo XIX. No por casualidad, observaba el crítico alemán Sigfrid Kracauer, que lamentaba la desaparición de las conocidas en Berlín Linden Arcades, aquéllas poseían dos oficinas de viajes en la entrada. Oficinas por medio de cuyos carteles le permitían al filósofo viajar a “México y el Tirol, que se convierte en otro México en el Panorama”. Era un mundo cerrado, turbador:

 “Todavía recuerdo los estremecimientos que la palabra “pasajes” [Durchgang] despertaban en mí cuando era un niño. En los libros que devoraba en aquel tiempo, el oscuro pasaje era habitualmente el lugar de asaltos criminales, posteriormente testificados por un charco de sangre”.   [9]

 Y más tarde, repetidos en los vagabundeos surrealistas, el Passage Jouffray en el Boulevard Montmartre. Y su inmediato, el Museé Grévin, el cual “había servido de modelo al imaginario Passage des Cosmoramas, donde se complacía la sensibilidad rimbaudiana del protagonista”.  [10]   (“Después del puente Mirabeau – había escrito Apollinaire en su momento – el paseo sólo atrae a los poetas, las gentes del barrio y los obreros endomingados”). El Pasaje, cerrado y en cierto modo aislado de la calle, era el escenario de algo así como un universo absorto, cuyas leyes inéditas serían caras a la inminencia de una revelación que tanto perseguían los surrealistas.

 “A ambos lados de estas galerías, que reciben la luz desde arriba, se alinean las tiendas más elegantes, de modo que semejante pasaje es una ciudad, e incluso un mundo en pequeño” anotaba Walter Benjamin en “El surrealismo…”.  [11]   

La edición de la novela de Breton – después de su primera publicación en prensa- incluía también los extraños y torpes dibujos de Nadja, - Léona Delcourt en realidad- a los que, y el escritor recoge fielmente esta idea, dotaba de un significado esotérico y precioso. De ella, que en algún lugar Breton llega a declararla como "la realización del surrealismo", en cambio, no se incluye ningún retrato. (Si exceptuamos la enigmática fotografía de unos “ojos de helecho” que el poeta conservaba en su archivo y que añadiría en la segunda edición).

Nadja, a quien el poeta encuentra azarosamente, mujer errante por las calles, carente de cualquier asidero, está presa de alguna forma en el delirio de la analogía, de las asociaciones insólitas, de un simbolismo irrefrenable:

 "- Me cuento toda serie de historias. Y no solamente historias fútiles. Vivo enteramente de esta manera.

 ¿No se llega - añade entonces el escritor en una nota a pie de página - aquí al último extremo de la aspiración surrealista, a su máxima idea límite? ".  [12]  Esa aspiración constante, ese deseo no muy bien definido de un algo más de realidad. (Una conciliación que en realidad aspiraba siempre a un otro lado: “Vivir y dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia se encuentra en otra parte”, había proclamado el Breton del “Primer Manifiesto Surrealista”). Una crítica de la novela comentaría posteriormente “esos momentos prestigiosos en los que Breton ha creído acceder a la conciencia de lo surreal”. (Más radical, el poeta Jacques Rigaut, afirmaba “En algunas notas autobiográficas y reflexiones publicadas en Littérature en 1921, (…) que sólo matándose logra el hombre aquella “unidad de los opuestos, de la vida y de la muerte” que durante tanto tiempo había fascinado a tantas mentes filosóficas”). [13]

 La encarnación del surrealismo... Ésta se realizaba en una persona concreta, que vagaba por París procedente del Départment du Nord, no en un texto. Ni en algún lugar de la producción del arte. El autor reiteraría la condición de documento, la referencia a un acontecimiento real del texto. (Y la crítico Dawn Ades insistiría en que ésta es: “Una historia real”).  [14]  Nadja, editada por primera vez en 1928, narra, en efecto, una historia particular, el relato de unas jornadas: son las del encuentro azaroso del poeta con la misteriosa mujer. Esta historia es, lo sabemos por la narración que ella misma pretende ejemplarizar, y según la declaración explícita del propio Breton, un caso límite del surrealismo. Esto es, del raro lugar en donde, aspiración máxima del programa de aquellos, por fin llegaran a conciliarse la realidad y el deseo. ("El deseo, único resorte del mundo, el deseo, único rigor que el hombre debe conocer" definiría el Breton de L´Amour fou el principio aformalista del surrealismo).  [15]

 Muchos años después, en torno a este vagabundeo, Breton recordaba cómo: “Obras como Le Paysan de Paris y Nadja dan vuelta a ese clima mental en el que el gusto por vagabundear se llevó a límites extremos. Se daba libre curso a una búsqueda ininterrumpida; se trataba de revelar lo que está oculto bajo las apariencias. El encuentro inesperado que siempre tiende, explícitamente o no, a tomar la forma de una mujer, marca la culminación de esta búsqueda”.    [16]  El encuentro se producía, casi inevitablemente, en ese escenario clave para los surrealistas que era la ciudad de París. (En alguna ocasión incluso la relación de los distintos grupos del surrealismo se realiza mediante la mención a los lugares que estos frecuentan: “como algunos cenáculos vanguardistas de la ciudad: el de la calle Bomet, en torno al taller de Masson; Dubuffet, Limboure, Miró, Markine, también Leiris, lo frecuentan, o bien, algo después, el de la calle del Chateau, donde se reúnen Duhamel, Prevert, Tanguy”).   [17]

En alguno de los poemas de la primera época de Louis Aragon -– que más tarde publicaría en la edición tardía No hay otro París que el de Elsa con las fotografías de Jean Marquis - éste a su vez relataba el encuentro con Elsa Triolet, a quien había conocido en el café La Coupole. Elsa, que por entonces residía en Montparnasse y comenzaría a publicar sus primeros escritos en ruso poco antes del encuentro con el poeta, se había acogido a París tras un azaroso vagabundeo que había llevado desde su Moscú natal hasta las colonias francesas. En sus relatos rusos habría hablado en algún momento de su nostalgia:

 “El mal profundo radica en que he perdido mi país y mi lengua, y que ahora estoy aquí, no conociendo nada orgánicamente”.

 Poco después se convertirá en la esposa del poeta y compañera inseparable de esos años de ocupación. Y figura de sus textos – y de los libros y actividades de la Resistencia a partir de la oposición al régimen de Vichy.

 ¡Oh! Cómo todo comienza todo se desanuda y se anuda todo

Me acuerdo de Montparnasse en los primeros días del otoño

Pides un café vienés y al vernos la gente se asombra

Aunque menos que nosotros de estar juntos y tener el futuro

Por delante  (...)

Cuando parabas en el Hotel Istria

Todo era diferente en la calle Primera Campaña

En mil novecientos veintinueve a eso del mediodía…   [18]

 En los versos del poema Aragon había recurrido al mismo procedimiento que Breton anunciaba para las imágenes de la novela. Esto es, la enumeración, y la cita literal – esperando que de su recurso surgiera la magia que evocan los nombres. Y los momentos concretos – en mil novecientos veintinueve a eso del mediodía… - que así alcanzaban el aura, el prestigio de lo citado. Que, en el poema del primero, al contrario de la novela de éste, sí surgían… El azar, el encuentro inesperado, en el caso de Aragon tenían lugar en su rememoración de los lugares del Pasaje; de un paseo nocturno por el parque de Bulles-Chaumont, por un meueblé – un prostíbulo en realidad- del pasaje citado. Y en la mayoría de las ocasiones la ruptura de lo cotidiano, de la trivialidad de lo esperado, tomaba la forma de una prostituta, mujer azarosa al otro lado de la convención de lo ordinario. “El encuentro con la prostituta renana – al que dedica unos extensos párrafos de su Paysan- surge, a todas luces, del azar”.   [19]   

Éstos, la deriva o el deseo o el encuentro, no son unas definiciones formales o estilísticas. William Rubin, citado por Rosalind Krauss, había anotado después que: "No podemos formular una definición de la pintura surrealista comparable en claridad al significado de los términos impresionismo o cubismo". [20]  (Y Pierre Naville en “La Revolution Surréaliste” había negado tajantemente cualquier posible programa de ésta al afirmar que: “Todo el mundo sabe que no hay pintura surrealista…sino espectáculos. El recuerdo y el placer de mirar”. Para proclamar a continuación: “La dimensión maravillosa del cine o la fotografía que muestra ampollas del mundo desde las páginas de los periódicos”).   [21]  En algún momento André Breton recobrará la dirección de la revista, en donde, como una defensa implícita de la posibilidad de la “imagen” surrealista, incluía en la portada un dibujo “mediúmnico” de una tal Madame Fondrillon “casi diría yo que como prueba irrefutable, prodigiosa, de la existencia de pintura surrealista que había negado su anterior director, Pierre Naville”.  [22]   Éste, en la lista de cosas que conducían al “placer visual” había incluido en su lugar “las calles, los kioscos, los automóviles, el cine y las fotografías”.  (La revista por su parte, distante del estilo tipográfico de las anteriores publicaciones dadaístas, se había inspirado en el modelo de edición científica de la revista La Nature). En el improbable repertorio de las publicaciones de la época, Paul Eluard había editado en Minotaure “unos textos muy cortitos ilustrados por una serie de artistas fous et náifs de los que se decía nada ni siquiera sus nombres”. O unas postales antiguas que el poeta coleccionaba; los autómatas que dio a conocer Benjamin Peret; imágenes etnográficas; la reproducción de las máscaras de los dogon del viaje Dakar-Djibouti de Michel Leiris; dibujos de alienados. O el “montón de cosas estrambóticas que Breton encontró en el marche aux puces de París”. Desde el principio, la publicación incluiría también las azarosas imágenes de los graffiti en los muros que Brassaï había ido recogiendo en su deambular por los barrios obreros de la ciudad. O la reiterada presencia de “imágenes de maniquíes y autómatas”.

 En esta inclasificable colección de fotografías sería ejemplar a su vez la publicación de la revista Variétés en Bélgica, profusamente ilustrada. De la que una reseña nos recuerda cómo Man Ray era constante en todos los números de la misma. U otros fotógrafos como la Germaine Krull de los “Clochard” de París; los rascacielos neoyorquinos de Berenice Abbott o el repertorio minucioso de Eugene Atget…Pero también las imágenes dispersas en torno a unos inclasificables números monográficos de la publicación. Como eran: África; el mar, las putas y los barcos; la magia; el arte de alienados; la URSS o el mapa de “Le monde au Temps Surrealistes” …    

En el Segundo Manifiesto André Breton afirmaba que: "Todo lleva a creer que existe un cierto punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, cesen de ser percibidos contradictoriamente". Todo llevaba a creerlo, por lo menos en el mundo de los programas de las vanguardias artísticas. Excepto su rara conciliación. Esto es, la insólita posibilidad, siempre aplazada, de que tal cosa por fin, de que en realidad el deseo encarnara. 

 La encarnación de los deseos... Parte del programa surrealista es un proyecto de conciliación final, tal como una tradición utópica de la vanguardia preconizaba. Sabemos de su programa y su enunciación. Pero no de su realización... Esa distancia, ese "poco de realidad" perseguirá, latente, obstinada al surrealismo. (En un comentario a la novela Nadja el ensayista Carlos Negrete apuntará: “La primera parte es una recensión de esos momentos prestigiosos en los que Breton ha creído acceder a la conciencia de lo surreal”).  [23]

 La "Realización de deseos solidificados" es otra de las definiciones que el Diccionario abreviado del surrealismo dará del modernismo en 1938. Este deseo de solidez, esa persistencia en la noción de realidad que acompaña al movimiento desde sus orígenes... Benjamin Peret, fiel compañero de Breton a lo largo de tantas vicisitudes, lo declara abiertamente cuando encuentre no en el arte, sino en el amor, el lugar de la reconciliación. El único capaz de superar ese constante "poco de realidad" que convertía al ideal de la conciliación en un mero programa.

 "El amor sublime (...) implica el más alto grado de elevación, el punto límite (...) el lugar geométrico en donde acaban fundiéndose en un diamante inalterable, la mente, la carne y el corazón ".  [24]

 Pues, en ese territorio indefinido en el que el surrealismo surge, es evidente que tampoco las imágenes, ni el "automatismo" que preconizara el Primer Manifiesto, iban a ser capaces de operar el grado de materialización que obsesiona a los surrealistas, constante. “La única representación precisa que hoy poseemos de la idea de surrealismo se reduce prácticamente al procedimiento de escritura automática inaugurado por los Champs magnétiques" escribía Max Morise en el número 1 de La Rèvolution Surréaliste, alrededor de una polémica que los años no harán sino reavivar. En esa búsqueda nerviosa de una imagen que dé cuenta de una otra realidad – de un poco de realidad, al finlos surrealistas incluirán en la revista Minotaure un repertorio inclasificable de objetos que, esperaban, nombrarían la sorpresa en algún momento. La presencia de maniquíes y autómatas había sido común en la primera revista surrealista La Revolution Surréaliste, editada de acuerdo al modelo de una publicación científica – en concreto La Nature de editions Masson- en la que se incluían “toda clase de imágenes de toda procedencia: fotográficas, científicas, de prensa, curiosas, etc.”.  [25] No había ningún texto ulterior, ninguna elaboración teórica posterior a la simple sucesión de las imágenes, su desconcertante presencia.  En un momento temprano – en 1926- el a veces alucinado Robert Desnos había ya escrito:

 “Se ha reprochado a menudo al surrealismo ser inaplicable a la pintura (…) En efecto, sólo los dibujos de médium, los dibujos obtenidos en segundo estado, los dibujos de los locos, pueden, y en cierta medida exclusivamente, responder al parecer a esta definición”.    [26] 

 Una enumeración de las imágenes de las publicaciones surrealistas podía incluir entonces fotografías médicas del doctor Charcot, la imagen de las hermanas Papin, autoras de un sorprendente crimen en la época – que ya habían aparecido en la portada del popular magazine Détective-, el “Congreso Soviético Internacional de la Infancia”, postales etnográficas de diversa procedencia, la fotografía de “Nuestro colaborador Benjamin Péret insultando a un cura”. O en algún momento el “dibujo medianimique” de “Mme. Fondrillon, médium dibujante de 79 años, Paris, marzo 1909” que reproducía La Révolution Surréaliste.   

“Las revistas populares de espiritismo y parapsicología (…) eran de la misma clase que las curiosas tarjetas postales antiguas que Paul Eluard publica en Minotaure, los autómatas que en esa misma revista dio a conocer Benjamin Péret o el montón de cosas estrambóticas que Bretón encontró en el Marche aux puces de París”.  [27]  Coquetearon, en algunos momentos, con una tradición esotérica que en principio les era ajena. (En otro lugar el lúcido Jean Starobinski había advertido: “Del legado espiritista el surrealismo sólo colecciona las imágenes”. Para añadir que: “Otro tanto ha hecho con las imágenes abandonadas en el curso de la historia por las religiones desaparecidas (..), las ciencias fósiles como la astrología, la alquimia o la magia adivinatoria- y las sociologías oníricas”). Alejados de nuevo de lo concreto, en algún relato la historia del movimiento recuerda que: “Lo cierto es que, a fines de 1922, luego que René Crevel fuera iniciado en el espiritismo por una misteriosa dama que había conocido durante las vacaciones, los sueños se volvieron el procedimiento más eficaz para revelar, en toda su dimensión y profundidad, aquello que Aragon muy pronto propondría llamaría “surrealidad” “.  [28]

 Dalí será más explícito en afirmarlo cuando, en su tardía y arrasadora irrupción en las filas de la vanguardia parisina, critique a las imágenes, al automatismo bretoniano, por su poca realidad: 

 "Toda mi ambición en el plano pictórico consiste en materializar, con el ansia de precisión más imperialista, las imágenes de la irracionalidad concreta". Sólo el método paranoico-crítico permite, según él, que "las imágenes delirantes del surrealismo tiendan desesperadamente a su posibilidad tangible, a su existencia objetiva y física en la realidad”.  [29]

 Nadja, la protagonista del relato - que acaba, tiempo después, ingresada en el manicomio de Vaucluse, y más tarde en el de Lille - sí era real. Lo eran sus cartas o el viaje en tren al Hotel Prince du Gales- cuya descripción Breton suprime en la segunda edición de la obra. “Todavía llueve/ Mi habitación está a oscuras/ El corazón es un abismo/ Mi razón muere” le había escrito Leóna Delcourt, la mujer real, al novelista. Para añadir, en una de sus últimas misivas: “¿André? ¿André…? Escribirás una novela sobre mí. Te lo aseguro. No digas que no. Ten cuidado: todo se desvanece, todo desaparece. Algo nuestro debe perdurar…”.   [30]    

La enigmática, vagamente fatal, protagonista del relato de Breton encarna este lugar límite del surrealismo. Era una persona concreta: sabemos de ella, independientemente de la novela, por el testimonio que sobre la misma nos ha dejado el propio autor, o sus amigos. (Mucho tiempo después aparecería una fotografía inédita de Leóna Delcourt tomada en aquellos días por el poeta Jacques Rigaut). Es uno de los encuentros, mitificados dentro de la teoría surrealista, que Breton realiza o describe.      

Al principio de su novela- “tomaré como punto de partida el Hôtel des Grands Hommes…”- Breton nos habla de una suerte de actividad constante de búsqueda del azar. Incluye la mitificación de los encuentros casuales: vagar sin rumbo por los parques, ir al cine sin conocer el programa, recibir una visita inesperada, escuchar una frase premonitoria... Nadja forma el relato de unos días en los que el poeta asiste, un tanto deslumbrado, al implacable ejercicio de lógica delirante en la que ella vive. “¡Qué horror! ¿Ves lo que está pasando entre los árboles? El azul y el viento, el viento azul. Sólo en otra ocasión vi pasar este viento azul sobre estos mismos árboles”.

 Iniciación a la videncia, recorrido profético por París, la ciudad que debe ser reconocida como el escenario surrealista por excelencia. El viaje por la ciudad atraviesa constantemente los lugares habituales, aquellos que un paseante de la época podía reconocer. (Incluso en un poema escrito mucho más tarde sobre la ciudad de Londres el surrealista Philipe Soupault podía escribir:

 Extraño viajero sin equipaje

Jamás he dejado París

Mi memoria se me pegaba a los talones (…)

Y yo sabía que era tarde

Y que la noche

La noche de París iba a acabar

Como los días festivos).

 Pero las calles de la Rive Gauche con esta mujer venida de no se sabe qué lugar del Norte, son un semillero de relaciones insólitas, de sorpresas, de analogías constantes. “A los postres Nadja comienza a mirar a su alrededor. Está segura de que bajo nuestros pies discurre un subterráneo que viene desde el Palacio de Justicia (…) y que rodea el Hotel Henry IV. Le impresiona la idea de todo lo que ha ocurrido ya en esta plaza y de lo que todavía está por ocurrir”.  En un determinado momento la actividad augural de Nadja encuentra por fin su realización:

 " - ¡Mira allí...! ¿No ves aquella ventana? Es negra, como las otras. Mira bien. Dentro de un minuto se iluminará. Será roja.

 Transcurre un minuto. La ventana se ilumina. Se ven, en efecto, cortinas rojas".

Tensión extrema, acontecimiento en la lógica delirante de su antagonista, Breton encontrará uno de los raros momentos en que por fin el surrealismo es. "Vivo enteramente de esta manera", le dice ella en otro pasaje al poeta. 

 Sin duda. Pero habría que recordar que este lugar tangible al fin del surrealismo, lo constituye un acontecimiento más allá de una novela, se encuentra en otro lugar del relato de unas jornadas, no en un texto teórico. Ni en una imagen. Y ni siquiera un argumento... Sino más bien la crónica de unos días de asombro, irrepetibles, los del vagabundeo del escritor con la mujer enigmática. (Y, en un comentario sobre la fotografía surrealista, Ángel González comentaba que, en efecto, a estos: “La técnica les importaba mucho menos que la magia, y en ésta confiaban para lograr el milagro de una vida suculenta y maravillosa”). [31]   Frente al "poco de realidad" que aquejaba constantemente a la teoría, y al proyecto surrealista, un texto nombra al final un lugar sólido, la realización del extremo. Pero este lugar no es tampoco el de las palabras - el del lenguaje como principal protagonista, tal como lo definiría años más tarde el propio Breton: "el surrealismo, en cuanto movimiento organizado, nació de una operación de gran envergadura concerniente al lenguaje" - sino, si nos atenemos a las definiciones clásicas sobre el texto, la crónica de unos hechos, los del encuentro con una persona. Y estos constituyen en última instancia el verdadero protagonista, el referente del relato, el lugar de la conciliación. Son Nadja - Leóna-, la mujer real, su existencia en el límite, las citas en los cafés, los subterráneos de París, un parque por la noche o la videncia, los objetos precisos, aquellos días... La encarnación, en un momento, del don de la profecía. Pero no su difícil representación.    

“Comencé por volver a visitar algunos de los lugares por los que conduce este relato; en efecto, quería proporcionar, al igual que algunas personas y de algunos objetos, una imagen fotográfica suya tomada bajo el mismo ángulo especial bajo el que yo los había considerado”, comentaba Breton acerca de sus intenciones en algún lugar de la novela. Recurriendo, sin saberlo quizá, al principio de reconocimiento personal que tanto había subyugado en los orígenes de la fotografía – “El rostro de la persona amada” en la expresión de Emily Dickinson- pero que tanto decepciona fuera del álbum particular de recuerdos de la persona que los atesora.

 Las ilustraciones que acompañaron la primera edición de la novela eran fotografías que reproducían los lugares de la misma. “Como indica M. Beaujour se trata de un tono voluntariamente banal, alejado de la sugerencia de “lo maravilloso”, de unas imágenes próximas al “grado cero de la representación” siempre próximas al cliché de aficionado y de una postal anticuada. Ese especial ángulo de la mirada de Breton es un ángulo nulo”, indica, para concluir: “La verosimilitud exige cierta desolación”.  [32]   Las imágenes del fotógrafo para el libro, en efecto, adolecían en casi todos los casos de una suerte de banalidad, representación plana de los lugares que recogían, que sólo podía entenderse en función del rótulo, de la indicación de los parajes parisinos que quería apuntar en la obra.


Conocida es la atención con que el escritor no obstante cuidaba de la edición de sus libros. Estos, después de varias vicisitudes, aparecieron siempre acompañados de fotografías. Cuarenta y cuatro en la primera edición de Nadja. Dieciocho en la de L´Amour fou. Ocho en la reedición de 1955 de Los vasos comunicantes. La clé des Champs, libro de artículos de 1953, incluía nueve fotografías... Las imágenes eran en ocasiones del propio Breton. En otras se acompañó de copias de Brassaï, Man Ray, Dora Maar o Cartier-Bresson... En casi todos los casos eran imágenes más o menos fidedignas, reproducciones de los lugares o las personas que figuraban en los textos. En la segunda edición de Nadja incluyó asimismo una instantánea del “camino al restaurante Sous les Abes”, imagen cuya única eficacia asimismo era la de designar el lugar preciso de uno de aquellos días…Breton quiso así que la magia de los lugares del relato, que él evocaba en aquellos - en torno a las figuras del amor, el encuentro o la ciudad surrealista- surgiera por ellas mismas. Por un principio realista que no podemos calificar sino como el de la denominación: el nombre del lugar, la persona amada, los objetos... Siguiendo así, sin saberlo, una antigua tradición analógica. Según la cual basta con evocar el nombre del lugar concreto, del objeto mágico, para que éste devuelva todo su sentido, toda su magia. Y recobrar así una de las primeras funciones evidentes de la fotografía. Como era la del reconocimiento.   

Pero ésta, la magia, no siempre se presentaba.... El fotógrafo Boiffard se había distanciado hacía años del grupo de Breton. (Antes, en 1929, había realizado junto con Man Ray la enigmática película Les Mystéres du Chateau de Dé, dedicada a la Condesa de Noailles y a su villa en Hyerés, “Cómo dos viajeros llegan a St. Bernard donde vieron las ruinas de un viejo castillo al fondo del cual un castillo moderno permanece”). Sus fotografías de Simone Breton habían provocado su expulsión del grupo. Tras la ruptura Boiffard había pasado a unirse a la heterodoxia de Georges Bataille y sus compañeros. Cuando en 1929 este último, junto a Prévert, Leiris, Desnos y demás, publique su panfleto contra Breton Un cadavre el fotógrafo firmará el manifiesto. Alejado del grupo oficial del movimiento, formará luego parte del grupo de amigos de Jacques Prévert – Brassaï entre ellos- que se reunían en el café de Flore en los momentos previos a la ocupación. Años más tarde el propio Breton se declararía tristemente decepcionado por la "parte ilustrada" de Nadja, que le parecía "triste y decepcionante", y los lugares representados, "desprovistos de su magia".

En la reedición de la novela en 1964 - un año antes, según otras referencias - el autor comentaba que:

 "Una imagen fotográfica que fuese tomada de acuerdo con el ángulo especial desde el cual yo los había visto. En tal circunstancia, he comprobado que, con algunas excepciones, se defendían más o menos contra mi propósito, de modo que, a mi juicio, la parte ilustrada de Nadja resultó muy insuficiente". La posibilidad del acceso a un otro lado quedaba, por tanto, otra vez demorada. (Pero en otro lugar se nos recuerda que antes había escrito que “Sus contribuciones, [de André Boiffard] con textos automáticos y fotografías, llevaron a Breton a definirle en su Primer Manifiesto como el realizador del más absoluto surrealismo”).  [33]

 Era un triste recorrido, en efecto. De la posibilidad de lo anunciado; del texto como lugar de un referente que, éste sí, era el lugar de la magia - Nadja, la clarividencia, los encuentros, la Tour Saint Jacques, el ´amour fou´... - al triste poso que las imágenes dejaban tras de sí: unas fotografías, borrosas a veces, en donde aparecían, de forma casi nominal, como pura designación, los lugares de la videncia. El adjetivo "banal" aparece de forma reiterada en los comentarios a las ilustraciones de la obra. La fotografía intentaba recoger la "magia" de los parajes y los días que la novela anuncia. Pero cuando ésta surge - y Roland Barthes lo adivinó perfectamente - no exponía sino un momento posterior del suceso, la sombra del mismo. Y éste se había desvanecido ya.    


En la reedición de la novela en 1964 Breton cambió alguna de las ilustraciones de la primera. Añadió otras cuatro fotografías, modificó el texto con alguna reflexión posterior, e incluyó un fotomontaje con la superposición de los "ojos de helecho" de Nadja ("Nunca había visto unos ojos como aquellos"). Las fotografías de alguna forma tuvieron que ser manipuladas, acentuado el componente "artístico" de las mismas, para evitar la sensación decepcionante de la edición original.

 En su artículo sobre La creciente imposibilidad de la fotografía surrealista el crítico Ángel González comentará que: "En 1963, y no por casualidad, Nadja tenía un aire un poco más "surrealista", y desde luego más "artístico" que en 1928".   [34]

 Para añadir a continuación:

 "El encanto de sus fotos, desasosegantes de tan triviales, acabaría por ser para Breton, tal y como cabe deducir de su prólogo a la edición de 1963, casi mayor que el de sus aventuras "interiores" con una muchacha un poco loca".

 Las imágenes por sí solas ya no reproducían la magia. Ésta, de nuevo, se había desvanecido en algún momento posterior al instante de la misma.

 Ya en un artículo temprano titulado El Mensaje automático - que apoyaba un texto de Max Ernst titulado "Cómo se fuerza a la inspiración"- Breton nos había advertido, quizá sin saberlo, de esta desdicha. Reafirmando la "idea generadora del surrealismo", reconocía que: "No tengo reparo en admitir que la historia de la escritura automática en el surrealismo es la de un infortunio continuo".   [35] 

   ____________________________________________________________________________

 Notas. 

 [1] Walter Benjamin   “El surrealismo”    en   Iluminaciones I.    ed. Taurus, Madrid, 1980.    Pg. 51.

[2] Cit. en   Daniel Hernaux-Nicolás   “El Pasaje de la Ópera. Louis Aragon y el París surrealista…”  Imagonautas 14, 2019.

[3]  Camilo Hoyos Gómez   Desde Mercier, Baudelaire y el surrealismo hasta Rayuela de Julio Cortázar     Univ. Pompeu Frabra, 2010.   Pg. 183.

[4] Luis Buñuel   Mi último suspiro   Plaza & Janés, Barcelona, 1982.

[5] Cit. en Andrés Mora   “Breton-Cortázar: el viajero accidentado”    rev. Cedille nº 15, abril 2019.

[6] Natalie de Saint Phalle, Hoteles literarios , o. cit. pg. 292.

[7] Ricardo Ibarlucia    intr. a Louis Aragon   Una ola de sueños   ed. Biblos, Buenos Aires, 2004.

[8] Camilo Hoyos, o. cit. pg. 158.

[9] Sigfrid Kracauer   The Mass Ornaments. Weimar Essays.   Harvard Univ. Press. London, 1995. Pg. 337.

[10] Ricardo Ibarlucia, o. cit. pg. 15.

[11] Walter Benjamin   “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea”    en  Iluminaciones I   ed. Taurus, Madrid, 1991.

[12] André Breton   Nadja    col. Blanche   ed. Gallimard, Paris. 1928.

[13] Mathew Josephson   Mi vida entre los surrealistas   ed. Joaquín Mortiz, México, 1963.    Pg. 145.

[14] Vid.   Ian Walker City Gorged with Dreams. Surrealism and Documentary Photography in Interwars   Manchester Univ. Press 2020.   pg. 50 -ss.

[15] André Breton   L´amour fou    Eds. Gallimard, Paris, 1937.

[16] André Breton    Entretiens     Gallimard, parís, 1973.   Pg. 139.

[17] Javier Mañero Rodicio   “Acción surrealista y medios de intervención”  rev. DE Arte II  Univ. de León  2012.  Pg. 202.

[18] Louis Aragon    Il ne m´est Paris que d ´Elsa    Robert Laffon 1968. . (fot. de Jean Marquis).

[19] Camilo Hoyos Gómez   “Louis Aragon y el quotidien merveilleux surrealista”   en Univ. Pompeu Fabra, Barcelona,  tesis no publicada.

[20] Cit. En Rosalind Krauss   “ Los fundamentos fotográficos del surrealismo “          En   La originalidad de la vanguardia,    Alianza, Madrid, 1985.   Pg. 105.

[21] Pierre Naville   “Beaux-Arts”   en  La Révolution Surréaliste,  abril 1925.

[22] Ángel González García   Evidentemente   (Conferencia s.f. s.l.)   pg. 233

[23] Carlos Negrete   ed. de  Nadja  en ed. Cátedra, Madrid, 2004 ( 3ª ed.)   pg. 39

[24]  Vid.  Benjamin Peret    Anthologie de l´amour sublime    Albin Michel, Paris, 1956.

[25] Javier Mañero Rodicio     París 1919-1939. Escultura, crítica y revistas de arte    Univ. Complutense, Madrid, 2008.     Pg. 137.

[26] Robert Desnos    “Surréalisme”    en Cahiers d´Art,    8, 1926.

[27] Ángel González García   (E)videntemente   conferencia s.f.

[28] Louis Aragon, o. cit. pg. 29.

[29] Vid. Salvador Dalí   “ El testimonio fotográfico”   en La Gaceta Literaria, Madrid, febrero 1929.

[30] Cit. en Nadja, o. cit. pg. 100

[31] Ángel González    “Sobre la creciente imposibilidad de la fotografía surrealista”   en  Los cuerpos perdidos    cat. Exp. La Caixa, Madrid, 1995.

 [32] Carlos Negrete, art. cit.,  pg.25.

[33] M. Loup Sougez, ( coord.)  Historia general de la fotografía    ed. Cátedra, Madrid, 2007,  pg. 338.

[34] Ángel González García   “Sobre la creciente imposibilidad de una fotografía surrealista”   en  Los cuerpos perdidos, cat.   La Caixa, Madrid, 1995.

[35] Andre Breton   Le Message automatique   París,   rev. Minotaure, 1933.


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