lunes, 16 de diciembre de 2013

El viaje a París




( Dennis Stock  café Fiore, 1953 )


Era una falacia histórica, coincidí con Jaime. Que FranÇoise Hardy, adolescente bellísima y con gesto como de permanente mohín, apareciera cantando en un bulevar, parisino a buen seguro:

Tous les garÇons et les filles de mon âge
se prominent dans la rue deux per deux

Lo entendíamos y era una de las figuras - y de las melodías - de una adolescencia que, secretamente, siempre había tenido lugar en París.

Pero que en el estribillo repitiera:

Oui mais moi, je vais seule par les rues, l´âme en peine
Oui mais moi, je vais seule, car personne ne m´aime

era una falsedad histórica, mitológica casi. Cómo podía hablar de soledad en las calles - mientras los demás adolescentes con granos se amontonaban - aquel querubín existencialista en blanco y negro, construido de "la materia con la que se construyen los sueños". (Bien que fueran sueños de posguerra. Y de recuerdos de Django Reinhardt y la Maga en los puentes del Sena. Y de añoranzas de un Boris Vian en los clubes de la Rive Gauche).

La historia se miente así, comentó Jaime tristemente. En voz baja aludimos a la proclamación de la constitución de la Unión Soviética del año 34 - el del inicio de los Procesos de Moscú - como "la constitución más democrática del mundo". En las checas de Madrid todo el mundo recitaba a la generación del 27, había leído yo hacía poco, y en los patios se representaba teatro popular, también. En ese momento dejamos los ejemplos para otro rato.

La conversación se había iniciado porque alguien, por fin, había encontrado unas canciones de Lenny Escudero, el mejor chansonier francés según Jaime. Y nos había traído referencias de sus letras y de alguna rara grabación del tal.

Llevábamos meses discutiendo sobre nuestros mitos particulares de la canción francesa. Pero Jaime, en su alambicada erudición, siempre se empeña en sacar nombres, fechas, canciones que él solo conoce. Antonio, el archivero, rata de hemeroteca y de ordenador, había a lo último encontrado unas películas arcaicas del cantante francés, y nos las había regalado. Con lo que aquél había sido devuelto al mundo real - o sea, el de las bibliotecas y las tertulias vespertinas - más allá de las insólitas citas de Jaime, que ni tiene ordenador ni frecuenta los archivos.

Aquel día había venido también José, jinete de salto, juez de doma y dueño de una hípica en Aragón - en el antiguo reino occitano, precisa él. Tiene un difuso origen francés. Con él estaba su novia, Gloria, que dirige una escuela de doma clásica también, esta vez en la costa atlántica. Habla español con acento gascón, ignoro las razones, y canta a Edith Piaf, con desgarro aquitano también.



Fuimos a celebrarlo al bistrot francés cercano a la iglesia de San Sebastián, calle Atocha arriba. Allí había empezado la discusión, varias semanas atrás.

Nada más entrar en el local regresamos a la Isla de San Luis. Lejos de las calles que nos rodeaban, y del tumulto de un Madrid festivo, al cruzar el umbral París retornó ante nosotros. La ciudad alrededor se había vuelto infinitamente distante y, en su lugar, habíamos vuelto por fin al bulevar Saint Jacques - de donde nunca hubiéramos debido salir, según la sabia definición del profesor Vázquez, que ha estudiado en la Ecole des Hautes Etudes.

(Que existan tales lugares en la geografía de cualquier ciudad, en portales aparentemente anodinos, nada tiene de extraño según advierte el que haya viajado un poco. En el centro de Roma, en el Coliseo se abre una vaga gruta que, según es conocido, es el ombligo del mundo. Alicia desapareció en un espejo, una tarde. Washington Irving recoge la leyenda - que todo el mundo había escuchado en Granada - de la cueva en La Mancha, donde se hospedaba el ejército de Boabdil  y el universo de los nazaríes, encerrados tras una anodina ladera. En el sótano de la calle Garay, en Buenos Aires, se encuentra un aleph - según relatara memorablemente Jorge Luis Borges...)

En un restaurante parisino es inevitable que la conversación adquiera un cierto aire de posguerra. El profesor Vázquez, con la segunda botella de beaujolais, se había puesto a hablar de las reformas de Haussman, del París de la revolución burguesa y de la restauración de los Orleans. Cada cual tiene sus temas y el antropólogo y erudito amigo nuestro no sale del XIX.

Pero José, ante nuestra sorpresa, comenzó a hablar con la encargada del local, la bella Sophie, y acto seguido los dos empezaron a entonar a Prévert, desdeñando al resto de comensales, que comían con los ojos bajos y no se atrevían a contradecirles.

Oh! Je voudrais tant que tu te soviennes
Des jours heureux ou nous etions amis.
En ce temps-lá la vie etait plus belle,
Et le soleil plus brûlant qu´aujourd´hui.
Les feuilles mortes se ramassent á la pelle.
Tu vois, je n´ai pas oublié...
Les feuilles mortes se ramassent á la pelle,
Les souvenirs et les regrets aussí.

Nunca hubiéramos debido salir de París, afirmamos todos esta vez, junto al profesor Vázquez, que contemplaba su pasado en la Sorbona a través de la copa de vino.

Joseph Kosma, el compositor discípulo de Bela Bartok, había escrito la canción en 1945, la inolvidable Les Feuilles mortes - donde se habla inevitablemente del olvido - con la letra de Jacques Prévert, el poeta que hablaba de las aceras de la Rive Gauche.

José y la seductora Sophie la entonaban con un recuerdo de la versión que, para algunos, era la clásica, la de Yves Montand.

Des jours heureux que nous etions amis

Pero yo recordaba haber escuchado hacía poco una versión inglesa, titulada Autumn leaves cantada, con voz de Nueva Orleans y alcohol milenario, curiosamente por Edith Piaf, que había grabado a su vez una versión en francés que no conocía.

Tantos la habían grabado... Existía por ejemplo - Gloria dixit - una versión jazzistica de Cannonball Adderley de 1958. Miles Davis tocaba la trompeta en ella, apuntó alguien. Jaime, fiel a sus mitos, prefería a todas la de Juliette Greco -ella misma un mito, antes de canción o grabación alguna - que alguien recordaba como de 1967 o así. La propia FranÇoise Hardy había realizado dos versiones. Una, primera, que desdeñó, en 1965, y otra un año posterior, que sí aparece recogida en su discografía. El profesor Vázquez, antropólogo americanista, al fin y al cabo, nombró el filme "Las hojas del otoño" de 1956, en donde era Nat King Cole quien se encargaba de la versión para la película. También la había grabado Grace Jones, apunté yo, en los 80, antes de que los comensales se me despeñaran en un bulevar sin retorno.

Pero ya no había remedio. El paraíso, el antiguo jardín de los persas, es un lugar cubierto de hojas secas, y de nostalgias, y de un río que se pierde más allá del Pont Neuf. Y de un café, un tanto pasado de moda, donde ya no hay futuro - esa ordinariez ilustrada - sino sólo Charlie Parker y los ecos del free jazz - que no puede considerarse un futuro bajo ningún aspecto. En la "ruinosa sala Pleyel" alguien - seguramente Boris Vian- había fotografiado a Juliette Greco junto a Miles Davis, que actuaba allí esta temporada. Acudía todas las noches con él, dijeron.


Uno de los textos más breves, y mejores, que se han escrito sobre la canción francesa es el poema de Jaime Gil de Biedma, que se titula "Recuerdo y elegía de la canción francesa":

Nosotros los de entonces, ya no somos los mismos,
aunque a veces nos guste una canción

Con las primeras copas de armagnac no me dejaron recitarlo. En su lugar Gloria, con mucha mejor voz, y ese acento gascón que algún día tendrá que explicar, nos recordaba la figura del Paraíso de nuevo -un paraíso cargado de tiempo y de remordimiento, y de anarquistas internacionales - en la figura de Leo Ferré, su preferido, del que recordaba su " Avec les temps", precisamente.

Et le vent du nord les emportet
Dans la nuit froid de l´oubli
Tu vois, je n´ai pas oublié
la chanson que tu me chantais

Quién puede imaginar esa vulgaridad de un universo sin culpa, pensamos.

El bistrot había cerrado, pero nosotros seguíamos allí. Fuera, sólo nos esperaba una ciudad en fiestas, y lejos del río.

Jaime nos recordó su escenario internacionalista, compuesto de franceses que no habían nacido allí.

- Como yo - apuntó José. (Era hijo de exiliados republicanos, nos contó después, y se había criado en Montpellier, rodeado de nostálgicos como sus ancestros. Entonces supimos por qué siempre había hablado español con un vago aire exótico).

- Sí. Y como mi preferido, Jacques Brel, que era belga. Y Dalida, italiana nacida en El Cairo. Y Aznavour, armenio. Y Moustaki, griego... - replicaba Jaime. - Y Lenny Escudero, el mejor, que era hijo de republicanos españoles.

Entonces cerramos el bar. Y París.

- Sophie, por favor, no nos olvides - nos despedimos.

(Yo había estado a punto de repetir la plegaria de Maiakovski: " Lily, aimez moi").

Antes de despedirnos, ella nos puso una grabación de mi canción preferida de Jacques Brel - qué le vamos a hacer - la Chanson des vieux amants

Moi, je sais tous tes sortileges
Tu sais tous mes envoutement
Tu m´as gardé de piége en piége
Je t´ai perdue de temps en temps
Bien sur tu pris quelques amants
Il fallait bien passer le temps
Il faut bien que le corps exulte
Et finalement finalement
Il nous fallut bien de talent
Pour étre vieux sans étre adultes...

- Dicen que hay amores sin culpa - se reía de nosotros Gloria al salir.
- Sí. Y ciudades sin río. Y sin puentes. Pero carecen de música - le contestamos.









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