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martes, 26 de agosto de 2025

Más allá del Paso Yang




En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero.
En el mesón dos sauces verdes aún más verdes.
- Oye, amigo, bebamos otra copa.
Pasado el Paso Yang no hay "Oye, amigo".

Wang Wei, s. VIII.

Una laboriosa polémica envuelve la localización de la llamada "Torre de Piedra", Turris Lapidea, que el geógrafo Ptolomeo había situado en su Geographia más o menos a la mitad de la antigua Ruta de la Seda, el camino a los Seres, los habitantes del Imperio Chino Han en el siglo I. La Torre de Piedra, afirmaba el astrónomo alejandrino, era el punto intermedio, paso obligado para los viajeros de la trabajosa ruta que llegaba desde las costas mediterráneas, la Bactriana o las ciudades persas hasta el remoto Imperio de los Seres, más allá de los montes Kun Lun y el desierto de Gobi. 

Ptolomeo había recogido las noticias que del viaje había anotado el viajero griego Maes Titianus, el cual no había llegado hasta China en persona. Pero había enviado a algunos otros en su lugar - según la noticia que a su vez recogía el geógrafo Marino de Tiro:

"Marino nos cuenta que cierto macedonio llamado Maen, que era también llamado Titian, hijo de un mercader y comerciante él mismo, anotó la longitud de su viaje, aunque no llegó a Sera en persona, sino que envió a otro allí".

La Turris Lapidea aparecería en el relato de Ptolomeo como el principal lugar de referencia en el largo viaje que el macedonio Titianos habría emprendido desde el reino de los partos. Éste había cruzado el Eúfrates por Hiérapolis, habría descendido el valle del Tigris después, y accedido a la ciudad de Ecbatana para cruzar el peligroso paso al sur del Mar Caspio, denominado las Puertas Caspias. La formidable fortaleza sasánida estaba relacionada con Alejandro Magno en la literatura medieval, aunque su reconstrucción en realidad había tenido lugar durante el reinado posterior del persa Cosroes I. Una trabajosa descripción la definía como: "Un interminable desfiladero a través de las montañas que bordean la orilla sur del mar Caspio, donde los carros progresan en fila india entre paredes verticales, progresión que se hace más difícil y peligrosa debido a la confluencia de las aguas (...) y a las serpientes que pululan en estos lugares". El viaje de Titianos proseguiría más tarde hacia Arie - la actual Herat-, Bactra y las imprecisas montañas del Comedoi - el Hindu Kush, el Pamir o los montes Hissar- para alcanzar finalmente la Torre de Piedra, "donde comienzan las montañas que se unen al Himaos - el Himalaya".

Lugar de descanso y aprovisionamiento de las caravanas que a su vez surcaban desde Serica los áridos desiertos de la cuenca del Tarim, o de Taklamakan, Ptolomeo advertía: "Pero la ruta desde la Torre de Piedra a los Seres está sujeta a tormentas adversas". Aunque señalaba que: "Existe no sólo una ruta de retorno de los seres a Bactria a través de la Torre, sino también a la India...".


Esto último, no obstante, era problemático. Enviados los embajadores y jinetes chinos de los Han al remoto país de los yuezhi, más allá de los nómadas bárbaros, advirtieron que en sus mercados se hallaban con frecuencia "telas de Shu y bambúes de Qiong" que sólo podían proceder del Imperio. Los comerciantes les contaron que las preciosas telas provenían de mercaderes de más allá de las montañas del Nepal. Pero nadie supo encontrar a los raros viajeros, y cuando intentaron emprender el viaje por la supuesta ruta del sur encontraron con que ésta era impracticable, entre abismos de montaña y hielos que cubrían los pasos. Esta última expedición estaba encabezada por Zhang Qian, el legendario enviado del Emperador Wudi a las tierras de los yuezhi. El relato cuenta que "un poco más al sur, en el sector entre Kibin y Kumming (...) no consiguieron encontrar la ruta; hicieron más de diez tentativas, siempre infructuosas; pasaron allí más de un año, se juntaron otras dificultades, renunciaron y regresaron a Xián".

La nieve, unos ríos infranqueables cubrían la ruta al sur de las cumbres. Siglos más tarde, establecidas las tropas chinas en los pasos de montaña del Kun Lun, un funcionario imperial, Cen Can, destinado a la gélida frontera, escribiría en su Canción de la nieve

Cuando el viento del norte hace surcos en el suelo
se humillan las hierbas de la estepa.
En cuanto irrumpe el otoño,
avanza la nieve por la tierra de los bárbaros.

(...) Profundo en el abismo se hiela el desierto,
las nubes forman poderosas barreras.

En el crepúsculo se arremolinan espesos los copos,
la nieve se agita junto a las puertas.
A la sacudida de la tormenta resisten
los rojos estandartes, rígidos por el hielo.


La Torre de Piedra, escribía Ptolomeo, se hallaba a la mitad del camino - entre las rutas del norte y del sur que partían del corredor del Gansú. Allí se detenían todas las caravanas. Lugar tópico de la literatura sobre los mercaderes de la seda, siglos más tarde los historiadores no se pondrán de acuerdo sobre la localización de la legendaria puerta. De la que, sin embargo, Ptolomeo había dado unas referencias precisas - para la antigua topografía. (Y en un mapa incluido en el libro apuntaba su ubicación frente a "Scythia a este lado de Imaon y Serika"). 

Para el investigador moderno Riaz Dean: "La más probable localización de la Torre de Piedra de Ptolomeo era la montaña Takt-e-Suleiman, también llamada "Sulaiman-Too", que domina el este de la ciudad de Osh, en el Kirguistán". Pero otros artículos la sitúan en el Paso de Erkeshtan, en la frontera con China; en Daraut-Kurgan, en el valle de Karategia, al suroeste; o incluso en la cordillera del Pamir- según Marino. Ya en el siglo XI el astrónomo Al-Biruni habría recordado que Tashkent, capital de los uzbekos, significaba originalmente "Castillo o ciudad de piedra" y en ella situaba, enfáticamente, el emplazamiento de la antigua torre.


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Unas fotografías recientes recogen estas inciertas ubicaciones del paso legendario. En una de ellas aparecen unas casetas metálicas dispersas, una carretera precaria y un aparcamiento para camiones bajo unas montañas grises que se continúan a la distancia. En otra, unas antenas de radio cubren la falda de un monte, arenoso y pálido, como el resto del paisaje. Una llanura de piedra, un castillo a lo lejos entre la niebla. Unas colinas imprecisas más allá de la bruma. O unas murallas de adobe que surgen de entre la arena... Si en otros lugares las ruinas aún conservan el aura de lo que las precede, en el desierto los restos son ejemplos más definitivos, irremisibles, de la desaparición. Nada, un vago eco, un esfuerzo supremo avisa de que estas polvorientas dunas, estas llanuras desoladas, estos cimientos dispersos entre la piedra, sean las señales del antiguo trajín, una remota leyenda, un reino del que ya nada guarda noticia...

El desierto, pero también la banalidad, silencia todas las voces.

Pero ya un estudio clásico sobre estas remotas regiones de paso señalaba, en torno a sus ciudades, antaño legendarias:

"El elenco de las más importantes actualmente conocidas es de este a oeste el siguiente: Hami, Turfán, Karachahr, Kucha, Aksui y Kashgar (...) Otras ciudades y otros reinos - aún más ignotos- han existido en el sur de la Cuenca del Tarim pero han desaparecido ante el avance de las arenas". Cuando Zhang Qian regrese de la primera de sus azarosas embajadas al país de los yuezhi anotará al retorno de la cuenca del Tarim no menos de ocho ciudades-oasis diferentes, de las que sólo conservamos sus inciertos nombres.


Una geografía del páramo, la cotidianeidad del mundo señalada por el oasis. La cuenca del Tarim, se nos informa, es un inmenso valle desértico señalado por las ciudades-oasis intercaladas entre la arena. Sus límites son casi infranqueables. Al norte, están las montañas Tian Shan; al sur los inmensos picos Kun Lun, en el extremo de la meseta tibetana; al oeste las cumbres de los Pamires. En el centro se extiende el desierto, árido y vacío, del Taklamakan. (Del turco taqlar makan: "lugar de ruinas"). Los ríos, que renacen con el deshielo de las montañas distantes, nunca alcanzan el mar, riegan algunos valles efímeros y se pierden al final, agotados, entre las dunas. Dieron lugar, entre otros, al vasto lago de Lop Nor, al sur de las montañas, donde en tiempos se ubicaba el reino de Loulan. Pero hoy en día el lago se ha secado y sólo una extensión de arenas salinas cubre el cauce, las ruinas del reino.

Los oasis, las ciudades aduaneras, eran los lugares donde las caravanas descansaban y ejercían el comercio, antes de proseguir el viaje. Las caballerías, camellos y asnos eran relevados. En los mercados al aire libre se intercambiaban telas, piedras preciosas, colorantes, frutas exóticas, carneros y mulas. Entre los almacenes y los jardines urbanos, más allá, se extendían las dunas, las tormentas de arena, la llanura sin árboles ni manantiales. En una descripción repetida desde los primeros monjes budistas del siglo IV hasta Marco Polo, ya en el siglo XIII: "Después de las montañas venía el desierto, donde el calor y el viento rivalizaban con los demonios capaces de desorientar a los viajeros y separarlos de sus caravanas pàra hacerlos fallecer de sed y de hambre".

En el siglo V d. C., nos recuerda una historia del budismo en la región, el monje Fa Xian había emprendido un largo viaje, que le había llevado por la azarosa ruta de los Himalayas hasta los templos sagrados del budismo al norte de la India. Allí, en Pataliputra, había podido conocer - y copiar más tarde- los textos originales, sutras y discursos, de las distintas escuelas monásticas de la región. Que llevaría consigo en su ruta de regreso a China.

De su paso por el Takla Makan el monje Fa Xian recordaría:

"No se ve un solo pájaro en el aire, ni animal alguno sobre la tierra. Cuando agotado dirige uno la vista en todas direcciones para hallar una ruta que lo atraviese, se busca en vano; los únicos indicadores del camino son los huesos calcinados de los muertos".


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Al oeste de las tierras de los Han, el Imperio Chino, se extendían antaño los paises desconocidos, los desiertos y las mesetas hostiles. 

En su minucioso ensayo sobre la Ruta de la Seda, Luce Bolnois nos recordará que: 

"El lejano oeste es para los chinos un espacio mítico donde evolucionan los reyes y las reinas de las más antiguas leyendas, como la reina Xiwangmu, la "reina madre de Occidente", que lleva un fénix unido a su carro y un bestiario fabuloso de seres híbridos de hombres y animales que habita los montes Kun Lun, de los que la geografía real guardó el nombre. Allí se encontraba, también, el melocotonero de la inmortalidad. Pero más cerca de los chinos, tanto al oeste como al norte, en su vecindad más inmediata, estaba el enemigo: el nómada, el bárbaro, el xiongnu, el jinete mongol".

China - el país de los Seres en la terminología ptolemaica- era el centro del mundo. A su alrededor las amplias, interminables estepas de los xiongnu - "esclavos furiosos"- cuyas sangrientas apariciones conducirán a la construcción en el siglo V a. C. de la Gran Muralla, en un intento, infructuoso por lo demás, de contener sus incursiones desde Siberia a Xingjian.

Occidente es el lugar de lo remoto. Detrás de sus áridos confines, hacia el lugar donde se pone el sol,  surgen relatos como los de la presencia de los seres monstruosos, las regiones oscuras, rumores inciertos que habitan en el silencio de las dunas. También puede surgir una leyenda como la citada reina Xiwang Mu, la "reina madre de occidente", que gobierna más allá de los montañas. Una descripción de su figura, representada en frescos y pinturas, indica que:

"A veces se la representa como una mensajera, su discípulo preferido, la "mujer misteriosa de los nueve cielos" identificada como qingniao, el pájaro de tres patas del Libro de los montes y los mares, el "xuanniao", el"Ave sombra" de la dinastía Shang". El repertorio iconográfico aludirá a las distintas representaciones: con un pájaro azul, un tigre blanco, un zorro de nueve colas o una liebre - reminiscencia, se nos indica, de la luna.

Uno de los primeros mapas del territorio aparecía en el capítulo "El tributo de Yu" dentro de un repertorio clásico que enumeraba las nueve provincias del emperador Yu, en el siglo IV a. C. Una descripción del mapa nos indicaba que:

"El primer estrato corresponde al dominio imperial, el segundo a los dominios de los príncipes feudatarios, el tercero a la zona de pacificación o zonas de provincias civilizadas en parte por China, y el cuarto la zona de los bárbaros aliados. Finalmente en la periferia extrema viven los pueblos salvajes, no civilizados".

El mapa seguía el esquema clásico según el cual la tierra se representa - y se concibe- como un cuadrado, regularmente dividido bajo un cielo circular, que lo abarca todo. El centro del cuadrado corresponde al Palacio Imperial.

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Dos rutas tradicionales surcaban la cuenca del Tarim, bordeando el desierto Takla Makan en su interior - y el no menos árido desierto de Gobi al norte. Según el Hou han shu - o "Libro de los Han posterior - "a partir de Dunhuang se alcanzan los pasos de Yumenguan (el Paso de la puerta de jade) y Yanguan (el Paso del sol o de la vertiente soleada de la montaña (...) Estos dos pasos están en pleno desierto y en ellos se hacían los controles aduaneros y policiales". Llegando, tras una trabajosa travesía, a los montes Pamir la ruta del sur "lleva a Suoche, actual Yarjand, cruzando los reinos de Jumo, Jingjue y Jumi". La ruta del norte a su vez "conduce a Gaochang; se extiende a lo largo de las montañas del norte y desemboca en Shule (actual Kashgar)".

El desierto, las invasiones mongolas, el agotamiento de las últimas fuentes de agua... Una gran parte de estas antiguas ciudades y pasos fronterizos fueron en algún momento sepultados por la arena. Y más tarde olvidados. El ruso Kotzov a finales del siglo XIX encontraría en la estepa de la Mongolia Interior los restos de la ciudad de Khara Koto -  o Ciudad Negra- que nadie había sabido situar antes exactamente. O, en un viaje azaroso, entre las tormentas de arena negra y la imprevisión - que les lleva a agotar sus últimas reservas de agua - el sueco Sven Hedin halla, casi por azar en las mismas fechas, las ruinas de Dardak Oilik

Vagaban en torno a la región de Jotán, antiguo centro del comercio de jade, donde se internan por el desierto. Las temibles tormentas de arena tapaban todas las señales. El explorador sueco recogía en su relato el testimonio de un viajero chino del siglo VII:

"No hay agua ni vegetación, pero a menudo se levanta un viento cálido que arrebata el aliento a hombres, caballos y bestias (...) Casi siempre se escuchan silbidos estridentes o gritos fuertes; y cuando tratas de descubrir de dónde proceden te aterra no encontrar nada. (...) Después de cuatrocientos li se llega al antiguo reino de Tu-ho-lo. Hace mucho tiempo que ese país se transformó en un desierto. Todos sus pueblos están en ruinas y están cubiertos de plantas silvestres".

Informados por un guía local "fuimos a las ruinas de la antigua ciudad, a la que nuestros guías llamaron Dardak Oilik, las Casas de marfil. La mayoría de las casas estaban enterradas en la arena". Guardando algunos objetos encontrados la expedición tiene que regresar casi de inmediato, para evitar ser alcanzados por la sed y las tormentas. Sven Haiden no es un arqueólogo. Es un explorador incesante, empeñado en recorrer los lugares donde él supone nadie ha cruzado hace siglos. O incluso aquellas regiones, como las fuentes del Brahmaputra y los monasterios del Tíbet, donde asegura ser el primer europeo que las conoce. Es el heredero infatigable de una tradición de vagabundeo y exploración, de una búsqueda del exotismo que viene del siglo XIX y nunca le abandonará.

Tiempo después encontrará en el cauce seco del lago Lop Nor las ruinas de la antigua capital de Loulan, un reino citado en los anales de los Han, que nadie antes había hallado.

"En Ying Pen, una antigua estación en el viejo camino chino, encontramos dos recodos del lecho seco. Allí medimos y fotografiamos las ruinas que áun quedaban. Una torre tenía ocho metros de altura y su circunferencia treinta y un metros. Había un enorme muro circundante con cuatro puertas y muchas casas y varios muros en ruinas". Haiden proseguirá sus viajes incesantes - rodeado de camellos, jinetes cosacos, albardas sobre los yak tibetanos, cuadernos de dibujo e instrumentos topográficos- y su lugar como investigador de las ciudades descubiertas lo ocupará el arqueólogo Marc Aurel Stein, a quien había comunicado en su momento sus hallazgos, y quien más tarde encontrará entre otras la formidable biblioteca de textos búdicos de Dardan Ulik.


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La fascinación por el viaje, el asombro, heredado del romanticismo, por la aventura. Viajeros del final de siglo, como el ruso Przewalsky, el sueco Haiden o el húngaro Stein aún lo recrean. O el alemán Von Richtofen a quien se debe la denominación de la Ruta de la Seda. A mediados del siglo XX la parisina Freya Stark o el británico Robert Byron todavía emprenden un recorrido que les llevará a alejarse de las costas del Mediterráneo en dirección a un Oriente incierto, aún presos de una fascinación que no nombran. Sus azarosas rutas cruzan los nombres, las ruinas, las incertidumbres de la milenaria Ruta. En su viaje hacia el este Freya Stark intentará reconstruir entre los restos que aún permanecen el periplo del recorrido de Alejandro Magno hacia la India, en un minucioso dialogo con una aventura que le fascina. Byron, en su lugar, dibuja las torres y los minaretes de una civilización de los safávidas cuyos templos encuentra en medio de las ciudades afganas modernas. (Bruce Chatwin, que escribiría a su muerte un encendido prólogo del "Viaje a Oxiana" lamentaría en él: "Ya no nos tumbaremos de espaldas en el Fuerte Rojo, mientras observamos a los buitres volar en círculo por encima del valle donde mataron al nieto de Gengis Khan (...) No entraremos en la tienda nómada ni escalaremos el alminar de Jam. Nunca jamás").

Pero en algún momento del siglo acaece también la desilusión. Y la noción de un viaje que ha perdido su término, y que ya no tiene objetivo. Porque éste, y la antigua aventura, se han desvanecido. (Y la formidable presencia de sus objetos). En uno de sus viajes a Persia, alcanzado el valle de Lahr desde Teherán, la escritora y arqueóloga suiza Anne Marie Schwarzenbach, frente a las ruinas que debe excavar, escribe - en su "Muerte en Persia":

"Pero mucho más solitario que Yezdi Yazd, que los solitarios pueblos serranos y las tiendas de los nómadas de la estepa es el valle de Lahr. Sobrepasa lo humano, como si estuviera situado por encima del límite de árboles, y los nómadas y muleros que lo atraviesan en verano lo abandonan a los pocos meses, y la nieve lo cubre todo". Su errancia, que había comenzado años atrás en Berlín para continuar en España, Rusia, Afganistán o el Congo Belga, carece de objeto, como comienza a manifestar a lo largo del libro, recuento de uno de sus varios viajes a Persia. ("En efecto, de errancias trata este libro, y su tema es la ausencia de esperanza", apunta en algún lugar). Y en un relato posterior, que titulará "El valle feliz", éste, el valle de Lahr, con las cumbres del volcán Demavend al fondo, se manifestará como el lugar del límite, perdida ya toda referencia a un origen del viaje. Perdida también toda continuación del mismo, en ese lugar que la escritora definirá como inconcebible, sin salida al final. Todos los objetos, todos los lugares habían olvidado su fascinación primera.

"El aire es sano y fresco, pero el sol de día es letal. Y no hay sombras. A estas alturas ya no hay árboles. Estamos en los límites del mundo".



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domingo, 9 de marzo de 2025

Sobre Gedrosia y el remoto reino greco-bactriano


Cuando leemos las crónicas medievales una misteriosa región se extiende al este de las colinas sirias. De ella, según el relato del obispo de Gibellum, Hugo de Jabala, habían surgido las tropas del Preste Juan en su intención de ayudar a los condados cristianos del Oriente Medio contra las huestes del sultanato. Pero, detenidos frente al río Éufrates, no habían podido cruzarlo y, tras varios años de espera, habían regresado a su reino y nunca volverían a acercarse desde su distante imperio.

La confusión y la incerteza rodea a estos reinos, más allá de Babilonia la Desierta, a los que ningún mapa nombra. En la famosa Carta del Preste Juan al emperador de los romanos se nombraban tierras fabulosas, desiertos inabarcables, montañas sin fin, ríos que nadie cruzaba. Pero también, entre sus nombres laboriosos, se deslizaban a veces términos conocidos, ciudades que pertenecen a la Ruta de la Seda, oasis que algunos viajeros habían alcanzado. Son todos nombres poéticos, legendarios: Samarcanda, Bujara o el valle de Fergana. Trebisonda, Susa, el monte Ararat o el paso Yang "más allá del cual no hay amigo", según la melancólica descripción que escribiera el poeta Wang Wei, de la provincia de Shanxi, en el siglo VIII.

En Wei. Lluvia ligera moja el polvo ligero.

En el mesón dos sauces verdes aún más verdes.

- Oye, amigo, bebamos otra copa.

Pasado el Paso Yang no hay "oye, amigo".

Son nombres, lugares fabulosos y remotos, de los que durante mucho tiempo la historia apenas da noticia. De la región de Bactriana, que en algún momento entra a formar parte del reino helenístico greco-bactriano, un diccionario histórico nos dice que sus límites eran:

"Al este con la región de Gandhara - ya en la India; al oeste Drangiana e Hicarnia; al norte la Transoxiana, la Sogdiana y la extensísima Escitia (Extra Imaus); al sur, la Aracosia".

Del norte, en un momento u otro, llegarían las tribus de los bárbaros, los pueblos nómadas que terminarían por invadir los reinos griegos, la región de los partos, el norte de la India, el oeste del Imperio Han... Son los yuezhi, los xiongnu, los kushan, los tocarios, las tribus de los escitas. Estos últimos, remotos e incontenibles, habrían constituido durante un largo tiempo el límite, la comarca esteparia de la que ningún viajero había podido dar cuenta.

"El persa Ciro había perecido en su campaña contra los masagetas, Darío I sufrió pérdidas considerables en su campaña contra los escitas y ni siquiera el propio Alejandro dirigió sus pasos en aquella dirección", leemos en uno de los capítulos iniciales del minucioso "Geografía y viajeros en la Antigua Grecia" de Javier Gómez Espelosín.

O el reino de Gedrosia... Del inhóspito reino de Gedrosia había encontrado noticias en un raro ensayo de Julio Verne, "Historia de los grandes viajes y de los grandes viajeros", que figuraba al final de un enmohecido volumen con los grabados de los ilustradores del siglo XIX, y que editaba la casa "Gaspar y Roig" de la calle del Príncipe en Madrid en 1875. Al final del volumen y de las conocidas novelas "Veinte mil leguas de viaje submarino”, "Miguel Strogoff" o "Viaje al centro de la tierra", aparecía el no tan conocido ensayo sobre los primeros navegantes. En el que entre otros Verne recreaba el tortuoso viaje de regreso de Nearco, el almirante de la flota de Alejandro Magno, desde la desembocadura del Indo por la desértica costa de Gedrosia hasta el golfo Pérsico, donde debían alcanzar el cercano reino de Babilonia, que ya había sido conquistado por los macedonios.

Gedrosia, de enigmático nombre, bajo el Indo, era en realidad una región inhóspita y desértica. Diodoro, que escribe sobre ella, apunta a "una nación inhospitalaria y completamente fiera pues los que habitan allí dejan crecer sus uñas desde que nacen hasta llegar a viejos y permiten llevar el cabello desgreñado".

Rebuscando sobre el tortuoso viaje de regreso de los macedonios desde la India, vuelvo a abrir el clásico "Anábasis de Alejandro Magno" de Flavio Arriano (al que la edición en la Biblioteca de Gredos hace aún más clásico). En éste el historiador de Nicomedia relata el retorno de Alejandro desde el río Indo, cuando sus tropas se niegan a seguir avanzando más allá. Gedrosia, a orillas del Índico, es un reino que no pertenece propiamente a las satrapías hindúes. Y que está más allá de las ciudades de los persas. 

Todo es árido en él. Arriano afirmará - después de la larga marcha victoriosa del emperador macedonio, hasta los confines del mar - que "El tórrido sol y la falta de agua acabó con la mayor parte del ejército de Alejandro, y desde luego con las acémilas, que perecieron por hundirse en la arena, bajo un sol abrasador, y muchas de sed".

El almirante Nearco por su parte emprenderá con la flota un largo recorrido bordeando la costa "del Océano" hasta alcanzar el Golfo Pérsico, que en las descripciones se confunde fatigosamente con el Mar Eritreo - o Golfo de Adén, al extremo del Mar Rojo. Su periplo, que recoge Arriano en un libro posterior a la Anábasis titulado sencillamente "India", comprende también bajíos traicioneros, rompientes ocultas, costas sin agua, poblaciones miserables que divisan a lo lejos y no alcanzan a conocer, islas desiertas. 

"Se hicieron luego desde allí a la mar y recalaron en Sacalas, un paraje desértico". De las penalidades de la flota hablarán otros autores, entre ellos el propio Nearco, refiriéndose al "país de los ictiófagos": los pueblos que sólo comen pescado por carecer de cualquier otra cosa - y los corderos, que en algún momento les entregan, saben también a harina de pescado, único alimento con que los criaban. Julio Verne recogerá también la intención posterior - que anotan otros historiadores- por parte del general cretense de explorar el Mar Eritreo hasta llegar a Heliópolis, allá en el Bajo Nilo. Pero ni él ni ninguno de los navegantes posteriores, pertenecientes ya al reino de los Ptolomeos, conseguirán su propósito, abrasados por el calor sofocante y la falta de agua, que les impide rodear la península de Arabia, llamada ya así en los inciertos mapas de la época.

Los reinos helenísticos se extendían hasta muy lejos, tras la sorprendente campaña de Alejandro Magno y sus compañeros. Frente a la confusión de los nombres, los pasos de montaña y las ciudades remotas, abro para aclararla un breve tratado, la "Historia del helenismo" de Heinz Heinen, que traduce del alemán Alianza Editorial en una colección de historia de bolsillo. En el pequeño manual se ordenan los reinos, los nombres de los reyes Diadocos, los distintos pueblos que el imperio abarca.

Pero en el libro permanece, a despecho de su claro esquema, la noción de una enorme distancia que surge de repente, por ejemplo, en los mapas. El reino seléucida abarcaba desde las costas del Mediterráneo hasta los pasos de montaña del Pamir y las fronteras con el imperio murya, ya en territorio del Indo. Más allá de las ciudades persas y la triste derrota del rey Darío, la falange macedónica había tenido que atravesar por regiones aún más distantes, como la Carmiana, Bactriana, Aracosia o Parapamisos, entre desiertos y montañas formidables.

Estaban muy lejos, al oriente. Y en algún momento, que siempre nos ha intrigado, se dibuja un reino aún más oriental, que se separa del rey seléucida Antíoco II, y crea el reino greco-bactriano, entre los oasis fértiles del valle de Fergana y las cumbres mitológicas del Hindu-Kush.

Estaban aún más lejos que las ciudades de Babilonia, los Montes Tauros, de Seleucia, la nueva capital de Antioco, los reinos del Ponto. El idioma griego llegaba hasta allí. Una noticia en un artículo reciente nos habla de que: "En las excavaciones de Ai-Chanum del Oxo (Amudaria) en el norte de Afganistán aparece la ciudad griega de fines del siglo IV: un teatro, un gimnasio, numerosas inscripciones en griego (la profecía de Delos de los Siete Sabios)". Las máximas délficas al parecer "fueron copiadas por Clearco de Solos en Delfos y trasladadas más tarde por este mismo personaje hasta los mismos bordes del río Oxo en Asia central". Pero otra inscripción nos recuerda por otro lado el envío de embajadores del budismo al reino griego, por parte del emperador indio Asoka. Algunos sramanas se habrían establecido entre los bactrianos, indica la misma fuente.


En un artículo sobre el arte de la época encontramos imágenes de capiteles corintios, bajorrelieves jónicos, pórticos dóricos, entre los restos de las antiguas ciudades helenas, ya arrasadas en su mayoría. Pero también, en una formidable síntesis, los rasgos griegos de un Buda de las montañas, o la figura mediterránea de un Bodhisatva de piedra entre las ruinas del reino de Gandhara. (Clemente de Alejandría en sus Stromata hablaría de "la llegada de la filosofía a Grecia" después de los bárbaros. Con "los profetas de Egipto, y los caldeos entre los asirios, los druidas entre los galos, y los sarmana - monjes budistas- entre los bactrianos".

Por el norte la permanente amenaza de los escitas, esos pueblos de la estepa a los que ningún mapa recoge. Y que terminarían tiempo después definitivamente con los reinos griegos del oriente, con el más tardío y misterioso imperio kushan, con los nómadas de lenguas indoeuropeas.

Siglos más tarde algún raro viajero recorrería de nuevo las estepas orientales, esta vez con el propósito de establecer contacto con el khan de los mongoles. Sus nombres aparecen en el raro "La leyenda del Preste Juan" del portugués Oliveira Martins, libro editado en la Lisboa del año 1892, que me ha sido imposible encontrar. Pero que aparece editado en la red en una página del dominio academia.edu, donde sí he podido consultarlo. Accesible es sin embargo la reciente edición de "La carta del Preste Juan", un minucioso volumen de la Biblioteca Medieval de Siruela, edición prolija y abundante en notas, que ha sido llevada a cabo por el filólogo Javier Martín Lalanda. En él se reiteran los nombres de los enviados a Oriente. Son los de Juan del Pian Carpini, Guillermo de Rubruk, Marco Polo, Odorico de Pordedone, Jean de Mandeville o Pero Tafur. Sus viajes, tortuosos y arriesgados, no alcanzarían - excepto en el caso del mercader veneciano- su objetivo de establecer una alianza diplomática con el khan. En algún caso ni siquiera llegan a acceder a la corte de aquél. En otro, como el del apenas citado peregrino Ascelino de Lombardía, su pista se pierde al regreso sin que ninguna noticia dé cuenta de él. Un artículo de Víctor Larra ("Alcanzar la Utopía: las búsqueda del Preste Juan en los reinos ibéricos"), nos dará alguna noticia de estos viajes tortuosos, hasta llegar a la corte del khan mongol. También de la llegada de cinco embajadores etíopes - donde en adelante comenzará a localizarse el remoto reino del Preste Juan- a la corte de Alfonso el Magnánimo, que no podrán culminar más tarde su peregrinación a Santiago debido a las guerras del rey aragonés con Castilla. Del viaje del cordobés Pero Tafur - que recuerda constantemente durante el mismo su condición de hidalgo - tenemos noticia por la excelente edición que efectúa en 2010 la Biblioteca Castro en dos volúmenes. Y por medio de la que sabemos que, detenido el cordobés en el monasterio de Santa Catalina en el monte Sinaí, frente al desierto, nunca llegará a alcanzar el oriente, que se hallaba más allá de las dunas sin fin visible. 

Del viaje de Guillermo de Rubruk en 1253, se nos dice en otro lugar que éste partió de Crimea para cruzar regiones como la Tauride, Tartaria, la Horda de Oro, la región de Tarbagatai, el Karakorum. Y, ya de regreso, por Caucasia, Tabriz, la Pequeña Armenia o la isla de Chipre.


La isla, junto con otras cercanas o legendarias, aparecía en el monográfico que la Revista de Occidente había editado sobre el tema de los "islarios" o repertorios de islas en noviembre de 2009, y que yo había encontrado entre unas estanterías rebuscando acerca de un volumen sobre relatos insulares que nunca llegué a encontrar. (Todavía se editaban monografías en prensa sobre éste u otros temas remotos). Entre los artículos de la revista figuraba un lacónico pero esclarecedor breve de Umberto Eco sobre los citados islarios. Y el más extenso del sienés Tarsicio Lanconi sobre el conocido Isolario de Benedetto Bordone de 1534. El cual se había editado bajo el universal título de: "Libro de Benedetto Bordone en el que se da razón de todas las islas del mundo con sus nombres antiguos y modernos, historias, fábulas, y modos de vida y en qué parte del mundo están, y en qué paralelo o clima se encuentran". En algún lugar del volumen aparecía la antigua discusión sobre el Mar Caspio, que los viajeros a oriente cruzaban, y que en las antiguas geografías se suponía como una estribación del oceáno - sin más precisiones- en lugar del mar interior en que más tarde se convirtió en los relatos de viajeros por sus regiones.


Más al este. Ninguna noticia del País de la Seda, de los reinos de la China, había alcanzado a este lado, a las monarquías de los macedonios, de los que los separaban interminables desiertos, ásperas cordilleras, cumbres inmensas, regiones sin agua... Plinio el Viejo, en su relato de una remota expedición a Taprobane - quizás Ceilán- habló de los seres, comerciantes relacionados con el tráfico de la seda. Pero estos, según su descripción:"Eran individuos altos, de cabellos rubios y con los ojos azules, tenían la voz muy ronca y su lengua no era adecuada para el comercio".

Tampoco durante mucho tiempo llegó ninguna noticia de los distantes reinos del occidente al Imperio Chino. En un ameno tratado de la investigadora Luce Bolnois sobre "La ruta de la Seda", ésta apunta que:

"El lejano oeste es para los chinos un espacio mítico donde evolucionan los reyes y las reinas de las más antiguas leyendas, como la reina Xiwangmu, la reina madre de Occidente, que lleva un fénix unido a su carro, y un bestiario fabuloso de seres híbridos de hombres y animales que habitan en los montes de Kunlun (...) Allí se encontraba, también, el melocotonero de la inmortalidad. Pero más cerca de los chinos, tanto al oeste como al norte, (...) estaba el enemigo: el nómada, el bárbaro, el xiongnu, el jinete mongol".

Un relato posterior, el Libro de Han Posterior - o Hou Han Shu- ya en el siglo V hablará de las puertas "de Yangguan" de la que únicamente resta hoy una atalaya en ruinas. El resto del itinerario hacia el oeste: "el reino de Shanshan, al sur del Lobnor (...) los montes de Qilian, los montes de Altyn y el Kunlun, y lleva a Suoche o Suoqu, actual Yarjand, cruzando los reinos de Jumo, Jingjue, Jumi... Saliendo del Pamir, este itinerario llega hasta los reinos de Da Yuezhi y Anxi".



El océano misterioso, anterior incluso al confuso mar interior de las estepas, había sido, anotan otras publicaciones sobre la antigua Grecia, el Ponto - el Mar Negro- el inhóspito océano por excelencia que era el escenario de los límites de la oikumene, y sobre cuyas turbias aguas habría tenido lugar en época remota la travesía de la nave Argos, de Jasón y sus compañeros en la búsqueda del Vellocino de Oro.

Era una leyenda muy antigua, anotan estas fuentes. Que no es conservada para nosotros hasta su redacción tardía por parte del erudito alejandrino Apolonio de Rodas en sus Argonauticas. Pero, apunta Carlos García Gual - en un excelente artículo "Jasón y Medea. Análisis de un mito y su tradición literaria",- escrito en un momento en que la antigua épica ya no era posible, y las colonias griegas de la costa de la Cólquide, "confin de la tierra conocida en el Mar Negro", habían desvelado en cierto modo el misterio de su geografía. "Apolonio de Rodas quiso construir un poema épico - en unos tiempos en que la épica no era ya posible", apunta el helenista en su ensayo.

Su incierta ubicación anterior había permitido situar en su oscuro periplo la presencia de unas tierras, unas islas, unos soberanos mitológicos que eran ciertamente anteriores a su colonización griega. (Una tablilla minoica del s. XIII a. C., encontrada en Chipre, ya hablaba de "los famosos viajes canto del ... soberano de la errabunda Argos"). La saga de Jasón recorre estos inciertos lugares: "Que partió hacia un país misterioso sin nombre: Ea (que en jonio significa sólo "la tierra"), el país donde nacía el sol y cuya entrada estaba guardada por unas rocas que chocaban entre sí, las Simplégades, negando el camino hacia ese mundo maravilloso - acaso el Más Allá- en que se guardaba escondido el tesoro mágico (el Vellocino de Oro)". La Cólquide, reino del rey Eetes y de la princesa Medea, había sido durante mucho tiempo el límite de lo conocido. Y sus oscuros términos son en algún momento los de la sospecha de acceso al mundo oscuro. 

"Diversos autores antiguos hablaron de una estatua y un culto a Plutón en el territorio de  Sínope. También Apolonio de Rodas relata cómo los argonautas hicieron sacrificios a Hécate en la desembocadura del Halis. Además debemos recordar que las Amazonas, tradicionalmente situadas en el Termodonte, pudieron haber tenido (...) una significación relacionada con el culto a los muertos". (James Frazer, de quien retomo el capítulo dedicado a los cultos de renovación y muerte en su clásico La Rama Dorada, habla en algún lugar del libro de los antiguos ritos de Tracia y de Capadocia, relacionados con los dioses ctónicos, los que vienen del mundo subterráneo).

Cuando la nave Argos en el relato de Apolonio de Rodas regrese de los confines de mar, de la Cólquide de Eetes, Circe y Medea, su retorno incierto y aventurado será dirigido esta vez por el erudito helenístico hacia otros lugares de la geografía antigua: como el río Tanais, la costa libia, Creta y las islas egeas, evitando así quizá la certidumbre que la colonización griega de las costas de Trapezunte, la Cólquide e incluso el Quersoneso de la península de Crimea, habrían hecho improbable.

(Más allá al norte, en la estepa póntica, seguían los escitas nómadas aún, los estrafalarios bárbaros, - según Herodoto- las tribus de los sármatas. La Cólquide, se nos recuerda en otro lugar, habría sido confundida en cierto momento con las tierras de las escitas, sin más precisión).


Otros lugares figurarán, ya casi en nuestros días, como el último paraje de lo remoto en el viaje a oriente. En el libro de Juan Nadal Cañellas, "Las iglesias apostólicas de Oriente", que leo buscando noticias sobre las liturgias orientales, encuentro en un párrafo la noticia de la subsistencia, después de interminables persecuciones y exilios, de la antaño extendida iglesia asiria en un remoto rincón de las montañas de Hakkada, cercanas a la frontera persa. ("La iglesia ortodoxa siríaca incluía 20 sedes metropolitanas y 103 diócesis, extendidas desde Siria hasta Afganistán, así como comunidades sin obispos en el Turquestán y en la hoy provincia de Xinjiang", apuntaba un artículo histórico sobre la misma). Los últimos cristianos asirios se habrían refugiado en algún momento en las remotas e inhóspitas montañas de la región, al norte de Mosul, donde llevarían una soñolienta y pobre supervivencia. Hasta el genocidio generalizado de la región por los turcos en 1915, que sufren también armenios, ortodoxos griegos y georgianos, hasta desaparecer por completo de las montañas.


Una noticia última en el breve artículo nos informa de que: "Qodshanes - sede del último patriarca asirio- se encuentra ubicada, actualmente casi totalmente en ruinas, en el sureste del macizo montañoso de los montes Hakkari (...) Desde 1915 ha sido casi totalmente demolida y despoblada por los turcos, quedando unas pocas ruinas, habiendo sido algunos pocos edificios reconstruidos por los fieles cristianos nestorianos". Al lugar, nos refiere el mismo, apenas llegaban viajeros occidentales, ni de ningún tipo. Y alguno de los que accedieron por fin a la modesta iglesia de Mar Shalita cercana a Qodshanes encontraron que la biblioteca de la misma, que habían supuesto prolija y rica en textos de la Iglesia del Oriente, carecía casi por completo de ellos. Excepto un rarísimo y valioso ejemplar del Liber Heraclidis del obispo Nestorio, en una copia del siglo XII, que finalmente sería trasladada a Estrasburgo. La propia iglesia habría sido más tarde saqueada.

En la fascinación de los lugares del viaje, surgían esta vez los nombres de la devastación, la ruina. 



jueves, 18 de abril de 2024

Notas sobre la Ballena Blanca


 

La "Posada del Surtidor. Peter Coffin", adonde finalmente se encamina el narrador de Moby Dick - Llamadme Samuel- se encuentra en las afueras de la ciudad de New Bedford, cercana al muelle. Es una zona solitaria.

"Bloques de negrura, no casas, a un lado y a otro, aquí y allá una vela, como un cirio moviéndose en torno a una tumba. A esa hora de la noche, del último día de la semana, ese barrio de la ciudad estaba desierto". El mar, oscuro e invisible desde el portal, se adivina más allá de la sucia sala. Del puerto cercano han llegado los hombres que, ateridos por la ausencia de alguna estufa encendida, aguardan la cena. Al mar regresarán al cabo de unos días. Algunos embarcan en los muelles de New Bedford. Otros, esperan al transbordador que les llevará a la isla de Nantucket, el tradicional enclave ballenero.

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Nantucket es otro extremo del mundo. Nada crece en esta isla, cuyo nombre original, en alguna lengua nativa, es nantocke: la tierra del más allá. Oscuras premoniciones acechan la llegada de los viajeros a ella: unas sombras entre la niebla que se dirigen al Pequod, el barco del invisible capitán Ahab, y que no vuelven a ser vistas hasta muy tarde, ya en alta mar. Un orate, al que llaman el profeta Elías, cargado de confusas advertencias, les amonesta y les acompaña a la salida del malecón, hasta que de nuevo regresa a su lugar habitual en los muelles. Una capilla sombría surge de camino a la isla: "Un centenar de rostros negros se volvieron desde sus filas y me miraron; más allá, un ángel de la Condenación negro daba golpes sobre un libro en un púlpito". En la Capilla de los Marineros el sermón, escuchado en silencio por los asistentes, habla únicamente sobre el destino de Jonás. Jonás, que trata de esquivar su suerte y es abandonado en el mar, y en el pecado. El atrio de la iglesia, ante el que Samuel se detiene largo rato, estaba adornado con las lápidas de antiguos marineros. Entre ellos los del perdido ballenero Globe.

"El ballenero Globe, a bordo del cual ocurrieron los horribles hechos que vamos a narrar, pertenecía a las islas de Nantucket" relataba una narración del trágico motín en 1828 - en la cual, se comenta, se inspiró en parte Herman Melville para su trabajosa novela. Otros hablan del naufragio de la Essex, hundida por una ballena frente a las costas de Chile, y cuya relación fue publicada muchos años después  por un oficial superviviente.

Nantucket, aislada frente al mar. El océano es lo abierto, intuimos. En él, lejos de todo refugio, tienen cumplimiento todas las advertencias, todos los augurios finalmente. Es el mal, advertimos en algún lugar de la novela.

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Un tiempo prolongado - que visto desde Europa era apenas una historia reciente, sin apenas tradición- había transcurrido ya en Norteamérica. Y que había creado ya una cierta mitología sobre los lugares que abarcaba. Era en muchos casos una mitología oral, una suerte de leyendas locales sobre sus ciudades, los lugareños, los puertos y las costas, que comienza a surgir en la literatura de finales de siglo - el llamado en alguna crítica "Renacimiento americano"- ; que Melville recoge en varios momentos de la narración, y de la que no teníamos noticia.

En la novela, la confusa noticia sobre los relatos de los balleneros y sus lugares: una larga descripción de los habitantes de los lagos del Norte- pescadores no menos feroces que los que surcan los Mares del Sur. La mitología de la isla de Nantucket; el exotismo de los muelles de New Bedford o de los puertos de la Costa Oeste. Los sombríos bosques de Nueva Inglaterra o, al otro extremo, la bahía de San Francisco y los pescadores que desde allí ascienden hasta el mar de Bering... Los balleneros en sus relatos citan lugares habituales como las Azores, las islas Shetland, la costa de Valparaíso o los caladeros del mar del Japón. Norteamérica está empezando a crear su propio pasado, comentan los críticos de la novela, una densidad propia que para los ojos del Viejo Mundo es aún inédita, nada se sabe de ella. (Y una sencilla descripción contemporánea a la primera edición comentaba que: "La obra es una novela de aventuras, fundada en varias leyendas salvajes de los caladeros de cachalotes del sur e ilustrada con la experiencia personal de dos años o más del autor como arponero").

De los diarios de los capitanes balleneros - de los "cuadernos de bitácora", tablas de pesca y declaraciones de retorno- había surgido un género de literatura marítima que sería bastante leída a partir de 1820. Esta literatura, además de la descripción de los largos viajes y las costumbres a bordo de los barcos, aportaba en numerosas ocasiones una serie de conocimientos geográficos que de otra manera no habrían sido recogidos. Una noticia recogida en el Nantucket Inquirier hablaba de la"rectificación de las posiciones geográficas o noticias sobre islas no marcadas en las cartas náuticas". Otro informe posterior de un oficial galés nombrará las "280 islas, arrecifes y rocas descubiertas por balleneros y no consignadas en las cartas náuticas inglesas".

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Tabernas oscuras, perdidas frente al océano. Sobre su breve refugio flota la oscuridad, afuera.

Cuando los arponeros en busca de un barco arriben a Nantucket buscarán a su vez el Hostal del Puchero al cual les ha encaminado el austero Peter Coffin. Está detrás de unos almacenes, les indican, pero en la penumbra de la tarde no pueden encontrarlo. Cuando aparezca tras una esquina, por fin, verán que está adornado con unos emblemas con su nombre:

"Dos enormes pucheros de madera pintados en negro y colgados de unos aros como orejas de burro se balanceaban de dos crucetas de un viejo mastelero de gavia, plantado frente una vieja puerta". Una sensación ominosa les acompaña hasta la entrada.

(Cómo no recordar un momento, evocada muchos años después, la remota taberna de las Azores que Antonio Tabucchi describe en su melancólica Dama de Puerto Pim. También el breve refugio frente a un mar que se extiende sin límites. También la isla perdida en medio de ninguna parte. Los viajeros, escribe, dejan cartas en la trastienda que a veces tardan varios años en ser recogidas. 

En otro lugar, en un torpe diccionario, se hablaba de los "Montes de fuego, viento y soledad, en palabras de uno de los primeros viajeros portugueses". La entrada "Azores" incluía también el epígrafe de: "Uno de los últimos lugares del mundo donde se ha practicado la caza de la ballena de forma artesanal"). Una relación del investigador Louis Lacroix sobre los últimos balleneros franceses habría indicado en su momento "los salones y cafés donde se reunían los capitanes balleneros en los puertos de Nantes y el Havre".

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Por los muelles de Nantucket circula una abigarrada multitud. Los balleneros portan oscuros tatuajes, se adornan con collares de hueso, frazadas de exóticas islas, intentan vender cabezas reducidas, o portan unos pendientes con plumas que permiten adivinar que han abandonado los bosques del interior para cazar en la isla. De Queequeg, el silencioso arponero encontrado en la posada de New Bedford, se nos dice que proviene de "Kokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste y el sur". La isla, advierte Melville, no figura en ningún mapa. 

Otras figuras importantes en la novela serán Tashtego, el indígena americano - "un indio de pura raza de Gay Head, el promontorio más occidental de Martha´s Vineyard"; el africano Dagoo, de una costa sin nombre; el loco Pipp; los árabes fantasmales de la bodega... Y sobre todo, la enigmática figura de Fedallah, el hindú parsi, los adoradores del fuego -y del diablo según la tripulación- que será el guardián finalmente de todos los presagios, de todas las señales que pesan sobre la nave. Su figura misteriosa es también la dueña de una extraña adivinación. 

En el salvajismo de los llegados de otra parte, en su procedencia remota, se adivina de pronto una oscura sabiduría. De las marcas del arponero Queequeg, advierte Melville: "Estos tatuajes salvajes habían sido obra de un profeta vidente ya difunto de su isla, quien, mediante estas marcas jeroglíficas, había escrito en su cuerpo una teoría completa de los cielos y la tierra".

Todo en la novela apunta a la lectura de un texto otro: unas marcas, unos signos, una extraña sentencia. Que no siempre se aciertan a desvelar.

La ballena blanca es un presagio asimismo. Una sentencia, también.

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De todos los signos, no sabemos cuál habría sido el definitivo, el que nombraba el desenlace trágico de toda la historia posterior. Toda la narración estaba cargada de presagios - como si toda ella estuviera encaminada al cumplimiento de una sentencia que no alcanzamos a desentrañar muy bien. 

Habían aparecido, aún inadvertidos, en la sombría predicación de la iglesia de New Bedford. El predicador, advertía Melville, "versaba sobre la negrura de las tinieblas, y de las lágrimas, y de los gemidos y del rechinar de dientes allí". Camino del muelle, donde el loco Elías intenta hablarles del capitán Ahab, y rechazado, aquél concluirá: "En cualquier caso, está todo escrito y dispuesto ya".

Cerca ya del Mar del Japón - en un verano tranquilo y como ausente- el vigía que había advertido la presencia de la Ballena Blanca cae al mar al día siguiente. Todos los esfuerzos por rescatarlo serán inútiles.  

Pero sobre todo, señalada ya la presencia de la Ballena Blanca al final de la larga peregrinación, hablará una noche el misterioso parsi que permanece en guardia junto a Ahab sobre la cubierta de proa, mientras los demás duermen. Y que advertirá al capitán: "Dos coches fúnebres en el mar; el primero no construido por manos mortales, y la madera visible del segundo ha de proceder de América". Y antes de regresar a su taciturno silencio añadirá: "Sólo el cáñamo puede matarte".

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El polaco Joseph Conrad había hablado en algún lugar de su "El espejo del mar" del momento en que las naves perdían definitivamente la vista de la costa y ya sólo había mar a su alrededor, como el instante decisivo del viaje. Para Melville a su vez el Océano Pacífico, sin referencias, es el lugar de todas las ensoñaciones.

La dulzura, a veces. Del Pacífico afirma: "No se sabe cuál es es dulce misterio de este mar, cuyos movimientos suaves y solemnes parecen hablar de un alma oculta debajo; como esas legendarias oscilaciones del suelo efesio sobre el enterrado san Juan el Evangelista". Alejado de todas las mediaciones el océano es, en ocasiones, el lugar de todo reposo, de un vasto silencio. Una calma teñida por una vaga neblina acompaña al Pequod en su descenso hacia el Ecuador.

Pero en este descenso el novelista habrá hablado también de "los despiadados vacíos y las inmensidades del universo". La niebla pálida rodea en ocasiones al barco. En un conocido capítulo, Melville nombra la perfidia del color blanco. Citará al cruel oso blanco del norte; al malvado tiburón blanco de las aguas cálidas. Al albatros, - "ese fantasma blanco"- el ave agorera de los marineros atlánticos. A la perfidia que evoca el nombre del Mar Blanco. A la superstición generalizada sobre los nativos albinos; o al color del sudario. O, en una sorprendente descripción, a la ciudad costeña de Lima - en una relación que habría de repetir tiempo después Mario Vargas Llosa en sus novelas limeñas- siempre teñida de un velo blanco que impide toda claridad, todo consuelo.

"Pues Lima ha tomado el velo blanco; y en esa blancura de su dolor hay el mayor horror. Vieja como Pizarro, esa blancura mantiene sus ruinas nuevas para siempre".

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Bajo la dulzura del mar, en el relato de Melville, el océano es también el signo de una amenaza.

En algún lugar del Pacífico:"Mientras las tres lanchas yacían allí en ese mar suavemente ondulado, mirando hacia abajo, hacia su eterno mediodía azul; (...) ¡qué hombre de tierra adentro habría pensado que debajo de todo ese silencio y esa placidez, el sumo monstruo de los mares estaba retorciéndose y luchando en su agonía!". El Leviatán, que habitaba los mares, nos recordaba al comienzo de la novela, "era un pez monstruoso creado en el quinto día de la Creación".

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Si el mar es el lugar sin mediaciones, también es el lugar donde toda sentencia se cumple, finalmente. Esta, apuntaba alguna crítica de la novela, no es la historia de una redención. Sino de la permanente sospecha de un abismo, de una oscura señal, de un dragón marino en el fondo de las aguas.

La redención no pertenece al tiempo de la historia. Ni al de los viajes a los mares al sur. Entre las innumerables citas con las que Melville había abierto su novela, recogía - al lado de noticias de prensa de la época, relatos de naufragios; del mito de la serpiente marina en una leyenda cananea, o la mitología de los sumerios- la referencia bíblica del Libro de Enoc en donde se afirmaba que:

"Y en ese día se separarán dos monstruos, una hembra llamada Leviatán, que morará en el abismo donde manan las aguas, y un macho llamado Behemot (...) en un desierto inmenso". También citaba al dragón marino del Apocalipsis, otra de las figuras que acompañan el cumplimiento del Juicio. (Y otra, descendiendo sobre “el cielo abierto", es el jinete que monta un caballo blanco, "cuyos ojos eran como llama de fuego").

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viernes, 16 de febrero de 2024

Las islas fugitivas

 

Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas, las aceras mojadas y los portales vacíos, nadie figuraba en las placas. "Casi todas estas imágenes están vacías", comentó luego en algún lugar de su Pequeña historia de la fotografía Walter Benjamin. Nombrando con ello un cierto escándalo fotográfico, pues que sepamos siempre había sido la imagen fotografía de algo.  [1] 

En su breve ensayo el filósofo berlinés se estaba refiriendo al fotógrafo parisino que, como un fantasma, se dedicó durante veinte años a retratar las calles, los patios, los rincones, los escaparates y los burdeles de Paris.

Una grieta comenzaba a instalarse mas allá de la novedosa prueba de la fotografía. El escritor estaba aludiendo en su ensayo a una sospecha detrás de la aparente evidencia de la imagen. "No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón - prosigue más adelante -de nuestras ciudades un lugar del crimen? ¿No es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo - descendiente del augur y el arúspice - descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?".  [2]  Y, en otro lugar, refiriéndose al interior abigarrado de las viviendas que se había hecho habitual como escenario del estudio fotográfico, señalaba:

 “El interior burgués de los años sesenta a noventa, con sus gigantescos aparadores profusos en tallas de madera, los rincones sin sol donde está la palmera, el mirador parapetado por la balaustrada y los largos pasillos con la llama cantarina del gas, es una residencia únicamente adecuada al cadáver”.  [3]   En una página posterior Benjamin recogía la costumbre del álbum fotográfico, pesado y ornamental, que según él, había comenzado a proliferar en los salones y vitrinas de las ornamentadas mansiones.

La sospecha acechaba de nuevo: "Fue entonces cuando surgieron aquellos estudios con sus cortinones y sus palmeras, sus tapices y sus caballetes, a medio camino entre la ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y el salón del trono, de los cuales aporta un testimonio conmovedor una foto temprana de Kafka".


La sospecha de una vaga culpa en las imágenes venía ya de décadas atrás. Es lo que había hecho el fotógrafo en la revuelta de la Commune parisina: fotografiar al culpable. "Los communards se prestan a posar, con orgullo y determinación, al pie de la Columna Vendôme o de su barricada. Pero al producirse la represión versallesca, esos clichés servirán para identificar a los rebeldes". La fotografía legal había nacido en su momento como una prueba irrecusable para identificarlos: a todos. ¿Qué mejor prueba para ello que la fotografía, testimonio nítido del "esto ha sido"? (En algún lugar se nos comenta cómo Allan Pinkerton en 1866, al crear la primera agencia de detectives en Chicago, había inaugurado la práctica de la fotografía criminal, "disciplina que posteriormente sería llamada fotografía judicial"). La copia fotográfica era, de algún modo, la prueba final. 

Por su parte, el veronés Cesare Lombroso había editado su serie de Retratos de criminales alemanes en 1887. A partir de los archivos policiales, elaboraba una suerte de antropología criminal, en la que intentaba determinar las tendencias criminales de los sujetos clasificando sus rasgos. Alphonse Bertillon también, desde la prefectura de Policía de París, establece en esa década los principios de lo que sería posteriormente la llamada fotografía judicial. Una objetividad total pretende recoger la ficha de los delincuentes y la escena del crimen. En ellos respetaba la noción de que "la fotografía es más útil que la más larga y completa de las descripciones". Para el año 1873, apunta una historia de la ciudad, había logrado establecer un archivo de más de siete mil registros de los criminales fichados por la prefectura.

Pero dentro de esta marca de los objetos y los lugares, también, en el mismo escenario, Charles Marville, el fotógrafo francés, había recibido el encargo de señalar toda una serie de calles, plazas y patios de París que estaban destinados a desaparecer en la inminente reforma del barón Hausmann. “Lo que hubo allí antes sólo puede verse en las fotografías de Charles Marville, quien en la década de 1860 recibió el encargo, por parte de la ciudad, de tomar fotos de archivo en los lugares condenados a la demolición”.   [4]  Fotografía esta vez como prueba de la condena o la absolución – que de otra manera no podría efectuarse.    



Las fotografías de Marville - que realiza un inagotable trabajo de documentación de la ciudad por encargo de la Villa de París- eran así, paradójicamente, una advertencia de la desaparición: Todos los edificios, bulevares y plazas recogidos en sus placas estaban destinados a ser derribados. 

La fotografía como una prueba irrefutable... Cuenta en algún lugar el pintor Yákob Glasse que cuando en 1920 se refugia en Krasnodar, con su familia, huyendo del avance de los bolcheviques en la guerra civil, y estos llegan por fin a la ciudad:

 “El piano y el icono los han hecho pedazos a golpe de hacha. Han examinado el álbum de las fotografías familiares. Por suerte, nuestra familia es gente del arado, proletarios de pura raza. Es habitual que utilicen estos álbumes como prueba del origen social de una persona (…) El otro día un funcionario de Correos perdió la vida. En una caja oscura de su casa habían encontrado un botón de metal con el águila bicéfala (…) bastó para que lo ejecutaran”.  [5]   (En una melancólica nota posterior, sobre los días de la retirada de la ciudad, escribía: "Es un sombrío día nublado. Todo aquí es un mar de lodo. El pavimento de las calles ha sido completamente destrozado por los carros del ejército en retirada y los destacamentos de caballería").

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A principios de siglo en un artículo temprano, el escritor Pierre Mac Orlan ya aludía a la realidad como prueba judicial: "La realidad, esta realidad fotográfica que la policía admite como prueba irrefutable…”, comentaba en su introducción a la obra parisina de André Kertész.  [7]  "La foto es la prueba absoluta - nos dice un artista más tarde, antes de abandonar el Berlín Este- unida a las cifras, datos, nombres, sellos y firmas, ella nos asigna el derecho a estar a uno y otro lado del muro". La imagen era la evidencia, al fin.   


Lo era desde hacía tiempo y el siglo había aprendido a reconocerla. La polémica surgió, por ejemplo, en las notas que se publicaron del descubrimiento de un templo y unas murallas perdidas entre las dunas del desierto. Enfrascado en la investigación en 1866 sobre el hallazgo por parte del Gran Farini – y de su ahijada Lulú, acróbata y dibujante -, el funambulista y explorador canadiense, de una ciudad perdida entre las arenas del Kalahari la prensa publicó una serie de artículos sobre su periplo azaroso. Éste, antiguo colaborador del circo Barnum como era sabido, se había enfrascado en una laboriosa expedición por el desierto apenas explorado, que había iniciado en la Ciudad del Cabo. En torno a las ruinas de una ciudad ignota entre la arena, escribía:

 “Puede ser una reliquia de un pasado glorioso.

Una ciudad que una vez fue grande y sublime,

Destruida por un terremoto, desfigurada por la explosión,

Barrida por la mano del tiempo”  [8]


Según era recogida en la descripción del viaje del propio Gran Farini, en realidad el inquieto inventor William Leonard Hunt. El relato posterior a la expedición, lo había titulado como: "A través del desierto de Kalahari. Una narración del viaje con pistola, cámara y cuaderno de notas al lago N´Gami y retorno". La presencia de una cámara, que llevaba su ahijada, era remarcada como prueba del relato. Lulú había realizado a su vez varios dibujos de las ruinas entre la arena. El editor del Johannesburg Star, que había publicado las notas del viaje, F. R. Daver, concluía al fin, como prueba irrefutable, que, a despecho de los numerosos dibujos e ilustraciones de la expedición del canadiense: “Desde luego, es sospechoso que entre las numerosas fotografías tomadas por Lulú no hubiera ninguna de las ruinas”. No había fotografía, por lo que seguramente tampoco existiera la enigmática ciudad, determinaba.   [9]  (Después de su hipotético avistamiento por parte del viajero y artista, nadie volvió a divisarla, en efecto). 



O, en otro lugar mucho más al norte, cerca de las brumas de la ciudad de Inverness: “Traiga usted alguna fotografía”, le comunicaron en otro momento al jubiloso espectador del lago Ness, el cirujano R. K. Wilson, quien en la mañana del 19 de abril de 1934 afirmaba haber visto con toda claridad al prehistórico habitante del Lago. Era el instante culminante, aseveró alguien, de una serie de encuentros anteriores, que habían definido al fin al enigmático habitante como "una criatura prehistórica". (Wilson en efecto enseñó una confusa imagen, después reproducida el
Inverness Courier y por la prensa local. Fue ampliamente difundida en la época, hasta el punto de convertirse en el icono de Nessie, el misterioso habitante del lago escocés. Mucho tiempo después sería acusada de ser un precario montaje por parte del Daily Mail, en una enrevesada confesión por parte de un tercero). La fotografía, al fin, había sido la prueba. O su inexistencia.   


Lo era, entre otros, para Orson Welles, quien había realizado al final de la segunda guerra un film, The Stranger, a requerimiento de los estudios de Hollywood. Utilizaba fragmentos de los documentales que las tropas norteamericanas habían filmado poco tiempo antes en los recientemente descubiertos campos de concentración de los nazis.

 “Orson Welles, después de ver los noticiarios cinematográficos sobre los campos, comentaría, en torno a la película “The Stranger”, que estos constituían “la prueba de la pesadilla”.  [10] Una reseña posterior del filme comentaría que: ¨Fue la primera película comercial en utilizar imágenes reales de los campos de concentración nazis y mostrar esas imágenes por primera vez a una audiencia".

(El fotógrafo Eric Schwab  y el periodista Meyer Levin habían acompañado a las tropas estadounidenses en su descubrimiento del campo de Ohdurf, el 3 de abril de 1945. Habían llegado, comentaron, a un "espectáculo inédito". "Hemos penetrado en el corazón tenebroso de Alemania- escribiría Levin- hemos alcanzado la zona (...) que los nazis querían ocultarnos". Las imágenes y películas de Ohdurf se difundieron a partir de ese momento. Se utilizaron como evidencia de una catástrofe, un crimen generalizado del que hasta ese momento sólo se tenían vagas pruebas).

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Imágenes de la evidencia en otra parte, de las casas, plazas y calles de París…Eugène Atget, en una ciudad que estaba abandonando su paisaje tradicional, había fotografiado un escenario que era ya el del momento posterior, el de unos márgenes del centro, del instante preciso. Si el acontecimiento se había producido, el fotógrafo había llegado un instante después a retratarlo. Pero ya era demasiado tarde.

 “Con Atget el vacío permanece en lo que había sido derribado por Hausmann, el producto de un crimen que ocurría fuera de los márgenes de la imagen – un melancólico lamento por aquello que se había perdido y para la incapacidad de la fotografía de resucitar lo que estaba ausente”.   [11]

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Un instante después... Una de los primeros reportajes bélicos, sobre la guerra de Crimea, lo había elaborado el británico Roger Fenton. Algunas fotografías, se comentó después, habían sido censuradas. No la más conocida, la difundida El Valle de la Sombra de la Muerte, de 1855. La fotografía, convertida en plancha xilográfica, reproducía el escenario vacío posterior a una batalla, que había tenido lugar en algún momento anterior, que ignoramos… De la obra del también británico James Robertson, que prosiguió recogiendo imágenes de la guerra en Crimea y Sebastopol, se dijo igualmente que: "Sus fotografías nuevamente no muestran las batallas en proceso ni los cuerpos de los fallecidos, pero sí cuentan con la devastación producida por la guerra (...) las vistas de paisajes poblados de restos de cañonazos...". Las imágenes de guerra que se difundieron extensamente en torno a 1914 nos hablan luego, igualmente, de los preparativos o del después de la misma, se quejaba el público de las publicaciones. Los vemos, pero ya en los primeros reportajes algunos se preguntaban: "Y la guerra, ¿dónde está?".   


El objeto del reportaje, la guerra, se había escabullido de algún modo. Así lo debieron de percibir confusamente los contemporáneos de Fenton, entre los que se comentó que era “un reportaje de la falsa guerra, pues no aparecían muertos en las imágenes que se publicaron”.   [12]  Más tarde, cuando la fotografía de reportaje se extendiera, los espectadores podrían alcanzar por fin algo así como el objeto fúnebre de la misma. El historiador Flusser comentaría: “Efectivamente, la fotografía está unida inseparablemente a la guerra, y eso no sólo porque dio la primera prueba de la mayoría de edad en la guerra de Secesión, sino también, y, sobre todo, porque tiene por su esencia una función rompedora de la historia, comparable a la guerra”.   [13]  Es, curiosamente, a partir de las imágenes de Matthew Brady de la contienda civil americana en 1863, y de las primeras reproducciones de los muertos en ella, que alguien comentaría que la fotografía de guerra había por fin aparecido. “Al lado de Tolstoi, lo que Stephen Crane escribió sobre la guerra civil parecía la brillante fantasía de un muchacho enfermo que nunca había estado en la guerra, pero había leído los relatos de batallas y las crónicas y mirado las fotos de Brady”, comentaría sobre sus recuerdos de aquélla un Hemingway que se sentaba a hablar con los camareros franceses que sí habían estado en el frente.  [14]   (Aunque, en torno a la supuesta repercusión más allá de la imagen, Susan Sontag comentaría en algún lugar que: “Las fotografías de Matthew Brady y sus colegas sobre los horrores de los campos de batalla no disuadieron ni un poco a la gente de continuar con la Guerra de Secesión”).   [15]

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Los viajeros reciben noticias vagas de islas al oeste..."Un tal Antonio Leone, vecino de Madeira, le dijo a Colón que navegando hacia el occidente como unas cien leguas mar adentro, había visto tres islas a lo lejos". Confusamente, recogidas en una tradición oral de la que apenas queda noticia, la noción de unas islas inciertas hacia el ocaso. Durante la estancia del Cristóbal Colón en Porto-Santo las relaciones de la misma hablan de los rumores que circulan entre marineros y pescadores: unos maderos entallados que flotaban lejos de la costa, unos cuerpos de raza indescifrable sobre el mar, unos troncos desmesurados, nunca vistos antes... En su Diario, el almirante anotará: "Vezinos de la isla del Hierro, que cada año veían tierra al ueste de las Canarias, que es al poniente, y otros de La Gomera que afirmaban otro tanto con juramento". Nada sabemos de la estancia de un misterioso piloto que había navegado al oeste de Irlanda, y muere en la casa de Colón. Una supuesta nota de aquél relataba que: "En el año de 1477, por febrero, navegué más allá de Tule cien leguas". En otra anotación, el propio Colón apunta: "Dize aquí el almirante que se acuerda que estando en Portugal el año de 1484 vino uno de la isla de la Madera al rey a le pedir una caravela para ir a esta tierra que vía, el cual juraba que cada año la vía de una manera".

Entre las islas remotas, la de san Borondón, que recibe su nombre del legendario viaje del santo Brandan y sus compañeros, evade continuamente a los viajeros que pretenden alcanzarla. Su carácter fugitivo ya había surgido en el primer relato de la llegada a la isla de san Brandan, que se pone en movimiento y desaparece cuando los monjes celebran la misa de Pascua sobre ella. (Honorio de Autum, en su Imagine Mundi ya advertía que: "Hay en el océano una isla llamada Perdita muy superior a las demás tierras (...) desconocida para los hombres, que hallada por alguna casualidad, no se ha podido descubrir después de hallada, por lo que se le llama Perdida"). Aún así la isla figura en los mapas oficiales del Tratado de Évora de 1519. O, posteriormente, en el mapa exacto de Torriani de finales del s. XVI, que da las medidas y el perfil de aquélla. (30 kms. de norte a sur; 15 kms. de este a oeste). O, más tarde, en la Carta Geográfica de Gautier en 1755. El capitán canario Marcos Verde, desde la cubierta del barco, imposibilitado por el temporal de desembarcar, contempla cómo, poco a poco, la  isla se va desvaneciendo. El portugués Pedro Vello, algo después, apuntará a unas pisadas gigantescas en la arena, antes de que a su vez la isla se desvanezca. Unos marineros franceses, de regreso de Madeira, afirmaban haber desembarcado una madrugada, encontrando "Unos pesebres de piedra y dos bueyes atados a ellos". Anteriormente otro viajero, el fugitivo Ceballos, huyendo de la justicia, afirmaba a su vez haber estado en más de una ocasión en la isla. "Según su relato la isla tenía una enorme selva en la que habitaban pájaros (...)". En la playa, decía, había encontrado de nuevo unas pisadas gigantes y "restos de una comida preparada en platos de vidrio".

En esta búsqueda interminable la fotografía en el siglo XIX quiere ser una prueba irrecusable. Cuando en 1864 el viajero inglés Edward Harvey en su terca búsqueda de la nunca alcanzada isla de San Brandan arribe por fin a una tierra ignorada en medio del Atlántico, en medio de una furiosa tormenta, desembarca en una bahía, a fin de reparar las velas y mástiles que el temporal ha destrozado. Deberá abandonarla a los pocos días, debido a los temores y a las amenazas crecientes de la tripulación del barco. En esos días el viajero habrá recogido muestras y dibujos de la fauna local, en cierto modo insólita. Y tomado algunas precarias imágenes fotográficas que, considera, servirán como prueba irrefutable de la existencia de la isla legendaria.   


“Cuando llegábamos a la ensenada, le pedía a Simon que me acompañara con la cámara fotográfica y algunos víveres… Tomamos una fotografía de los roques costeros con aquellas aves”. Otras placas recogerán lo que parece ser unas tallas de rostros en el acantilado. Otra, confusa, ciertamente exótica, la bahía solitaria, el barco a lo lejos, una playa vacía… [6]  Al partir, escribe: “Escribo en los instantes que San Borondon se pierde de mi vista. Abandonamos la isla con destino incierto (…) San Borondon, mi isla. Eternamente escondida entre las nieblas y las brumas”. En otro apunte del diario había escrito: "Los acantilados parecen tener unas tallas faciales: deben ser los aborígenes del territorio". Otra fotografía a su vez recogía las mismas, por encima de la costa.


De vuelta a Londres el viajero Edward Harvey dedicará todo su tiempo a elaborar la documentación que quiere presentar como prueba de que ha alcanzado la isla incierta. “He llevado las placas fotográficas de Tenerife y San Borondón a un estudio cercano, en la calle Oxford. En unos días me entregarán las copias sobre papel. Espero que sirvan para complementar mi trabajo y darle una mayor fidelidad a mis argumentos y anotaciones”. Aislado en su estudio, enfrascado en la preparación de un informe para la Sociedad Geográfica, el antiguo naturalista nunca conseguirá sin embargo que nadie tome en cuenta sus notas, ninguna sociedad accede a leerlas y, sin salir de su aislamiento, morirá finalmente en el mismo estudio, perdiéndose papeles, bocetos, apuntes y placas fotográficas con él.

(Muchos años después, en 1958, el periódico ABC editará un reportaje sobre unas imágenes del fotógrafo local Manuel Rodríguez Quintero bajo el título de "La isla errante de san Borondón. Ha sido fotografiada por primera vez". En el reportaje, además de la imagen de la isla, entrevista a lo lejos, figuraba otra de unos niños en la playa, entre Tazacorte y Los Llanos de Aridane, que habían acompañado el momento de la toma de la fotografía. Y contemplado la aparición, en la distancia).


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“Las imágenes nacen de la pérdida", afirmaba de manera taxativa años más tarde el poeta y cantante Jim Morrison. Se estaba refiriendo al paisaje urbano omnipresente, al nuevo escenario sin fisuras de lo contemporáneo, cuya marca era la mirada, cuyo permanente criminal fuese el "voyeur". A cuyo alcance todo se ofrece bajo la marca de lo indiferente, lo accesible y distante al mismo tiempo. [16] ("Tú no puedes tocas estos objetos", añadía más adelante).

 Un deambulante Walter Benjamin ya nos había anunciado esta disolución de lo lejano - del aura en sus términos. "Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible".  [17]

 Esta equívoca posición, indefinible dentro de las categorías clásicas de "presencia- ausencia", de realidad-ficción, según la cual la imagen fotográfica, que era la certeza, esperanza del objeto que se podía por fin alcanzar, se revelaba al fin en el indefinido espacio de la espera: demasiado pronto, unas veces. Demasiado tarde, casi siempre.

 

 



[1] Walter Benjamin   “ Pequeña historia de la fotografía”  en  Discursos interrumpidos   ed. Taurus, Buenos Aires, 1989.

[2] W. Benjamin, o. cit.  Pag. 88

[3] W. Benjamin   Calle de sentido único   ed. Periférica, Cáceres, 2021   pg. 20

[4] Luc Santé    The Other Paris    New York, 2015.     Pg. 73.

[5] Cit. en Anthony Beevor   Rusia    ed. Crítica, Barcelona.  2022.  pg. 544.

[6]  Cit. En cat. Exp.  “San Borondón. La isla descubierta”    Centro Arte La Recova, Santa Cruz de Tenerife. 2005.

[7] Pierre Mac Orlan   Paris vu par André Kertész     librería Plon, París, 1934.

[8] G. Farini   Through the Kalahari Desert   Londres, 1886.

[9] En la publicación de 1886 Through the Kalahari Desert…” el promotor circense y explorador Hunt incluía un diagrama dibujado por su protegida Lulu, y una descripción detallada de “una larga línea de piedras que se asemejaba a la gran muralla china después de un terremoto”.

La ciudad no fue encontrada con posterioridad.

 - Vid. G. Farini   Through the Kalahari Desert   o. cit.

 [10] Cit. en Juan José Lahuerta   cat. Exp. “Lo nunca visto”,   Fundación Juan March, Madrid, 2016.

[11] Steven Humbert   “ A modern Perspective of the European City”.   Depth of Field, vol. 5, nº 1, Diciembre 2014.

[12]  H. y G. Gersheim     Roger Fenton. Photographer of the Crimean War   Arno Press, NY, , 1973.

[13] Cit. en Cristóbal Javier Rojas Gil   “Fotografía y muerte: una aproximación genealógica”    Claridades, revista de Filosofía,  10, 2018    `pg. 58

[14] Ernest Hemingway   o. cit. pg. 76.

[15] Susan Sontag, o. cit., pg. 34.

[16] Jim Morrison   The Lords. Notes on Vison    1969.

[ 17 ] W. Benjamin   La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica   (1ª redacción.)   Obras, I, 2 pg. 17.


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