viernes, 25 de septiembre de 2015

Paisaje con nombres . II





La carretera de La Moraña nos señala la noble villa de Cantalapiedra. El nombre evoca animosas pedreas pastoriles. Y la tradicional costumbre de recibir a cantazos a los primeros coches que por la comarca se acercaron, allá por los años de la II República.

En algún lugar se relata por ejemplo el recibimiento que acostumbraba a sufrir en la zona el conde de Peñacastillo, propagandista de la CEDA en las elecciones del 34, el cual se trasladaba en un célebre Hispano-Suiza amarillo a los pueblos- llamado popularmente "la mula amarilla". José María Gil Robles en sus memorias narra algún recibimiento similar en los sufragios del 36, en donde alguna vez tuvo que ser rescatado del balcón del Ayuntamiento por los guardias de asalto.

No vamos a Cantalapiedra.



En el paisaje surge de pronto alguna encina, aislada, y, compañeras de aquéllas, las primeras reses que vemos en muchas leguas. Nos acercamos a Salamanca, sin duda, y alguna referencia a las prácticas vetonas deben restar aquí frente a las preferencias de los vacceos, pueblo agrícola de la llanura cuyas tierras ancestrales poco a poco estamos abandonando.

Un indicador en la carretera señala la vecina localidad de Palacios Rubios. Quién lo iba a decir, el nombre denomina uno de los primeros, y más célebres, asentamientos de ganaderías de lidia en la provincia, allá por el siglo XVIII. En concreto la de Vicente Bello. De aquí, de la vecina vacada de los Hermanos Rodríguez San Juan, pertenecía el toro Barbudo, el que matara al diestro Pepe Hillo en el antiguo coso de la Puerta de Alcalá.

Nada indica ya que estos desmontes sin un árbol, estos cauces sin agua y estos regadíos abandonados fueran otrora la cuna de ganaderías bravas - y de cotizados bueyes de labor. Pero el mapa histórico de la ganadería española nombra lugares como el valle de Alcudia en la Mancha, las Bárdenas Reales en Navarra, o la comarca aragonesa de las Cinco Villas en las que antaño se asentaban numerosas fincas de toros bravos en un paisaje en el que hogaño nada hace suponer tal cosa.



Yo recordaba unas jornadas entusiastas en la no menos entusiasta villa de Montemayor de Pililla - nombre del que el genitivo quizá desmerecía un tanto del formidable núcleo del sintagma - lugar próximo a Valladolid y terreno de campos despoblados, en el que los lugareños amén de agasajarnos con un cordero excelente - tampoco se veían ya rebaños a la vista - tuvieron a bien explicarnos que  aquella tierra de regadíos abandonados, paredes de adobe y pinares seculares, había sido en otro tempo sede de una notable actividad ganadera. Y cuyos toros, según aseguraban, eran solicitados con notable fervor "para Valladolid y aún más lejos". Cómo íbamos a negarlo, si el lechazo era tierno y el vino de cosechero ameno. Y aún la tertulia que en medio de tan notable ceremonia un agasajante local hubo de amenizarnos con la escrupulosa descripción de los ritos de enterramiento de la zona, oponiendo los rituales de inhumación propios de los vacceos a otras prácticas crematorias características de los pueblos celtiberos.

Viajar por Castilla tenía estas cosas. Que en cualquier lugar te podías tropezar con un especialista en ritos prerromanos de inhumación.

Bajamos hacia el río Tormes. Queremos acercarnos a Peñaranda de Bracamonte. Le he asegurado a A. que tras la travesía del desierto del Sinaí, ésta es Canaán, la Tierra Prometida. Con un nombre así quién puede dudarlo.

Cercana, y ya en plena comarca de la Armuña - sinónimo de feracidad para los que están en ello - encontramos el indicador de Arabayona de Mógica, ya en dirección a la capital, a Salamanca.

No hay mucha gente en Europa - no digamos ya en Oceanía, por ejemplo - que conozca a algún natural de Arabayona de Mógica. Yo puedo presumir de ello. Y es que recuerdo a Arsenio, mozo lento y enamoradizo, el cual reveló en el curso de un monólogo allá por la Plaza Mayor de Salamanca ser hijo de la localidad.

El resto de la tarde transcurrió en una profusa descripción de las cualidades y virtudes de las patatas de Arabayona, pueblo que las produce en abundancia y de cuya calidad, al cabo de la tarde, no me cabía ya ninguna duda. Arsenio estaba enamorado y describía a su dama. Pero yo no acababa de entender la relación con las solanáceas comarcales.

En alguna ocasión, y especialmente contemplando el cuadro de Van Gogh sobre "los comedores de patatas" conservado en el Museo de Ámsterdam, me había asaltado la duda de qué diablos comería la población europea antes de la traída del notable tubérculo. Ahora me asaltaba otra. Y es la de de qué demonios hablaban los nativos de Arabayona - los últimos mojicanos - anteriormente al descubrimiento de América...

En un recodo de la carretera, en dirección al valle del Tormes, surge una nave industrial, cerrada. El rótulo en grandes letras señala: "Silo. Secadero de patatas". Abandonamos el camino inmediatamente.




Peñaranda en el horizonte. Atrás dejamos Fuente el Sol, localidad entrañable por la memoria de un amigo nuestro, letrado y rentista, en cuyo recuerdo hubimos de efectuar un viaje líquido en otra temporada.

No quiero hablar de ello. Ni de la magnífica iglesia y las tablas secretas, y la fuente, y la lápida laudatoria que descubrimos entre la bruma aquella tarde.

Camino del río Jordán y la Tierra Prometida los pueblos se confunden: Aldeaseca de la Frontera, Rágama, Paradinas de san Juan... Todos son villas agrícolas, todos poseen tapias de adobe y ladrillo ocre; todos conservan una iglesia con un ábside mudéjar.




En uno de ellos, pero no recuerdo cuál, la carretera bordea una espléndida tapia conventual, que cerca el atrio de la iglesia. Las casas, la plaza al otro lado, evocan la noción del hortus conclusus y su cercana relación con el Paraíso.

Estos muros conventuales, estos espacios dilatados y en silencio... Alguien comentó alguna vez, o lo leímos en algún sitio, que una de las mayores transformaciones del paisaje - de la destrucción, debió decir- de las ciudades castellanas había sido la desaparición de las tapias de la clausura de los conventos en las mismas. Era cierto y ahora evoco un destartalado recorrido comercial, el de la Ronda de Carmelitas de la ciudad de Salamanca, que alguien me contó estaba cubierto en otro tiempo por la vasta tapia del convento del Carmelo, y fue demolida posteriormente para construir el ominoso barrio moderno actual. Nunca he podido resistir la tentación de imaginarme aquélla.

En la comarca estival nada impide viajar por sus señales, ni atesorar sus nombres.

En un conocido poema de los últimos años de Luís Cernuda éste evocaba el nombre de Málibu, en donde nunca había estado .

Málibu.
Una palabra,
y en ella, Magia.

A. me cuenta que está peleándose con la traducción del poema de E. A. Poe, el The Coliseum, el conocido homenaje a la ciudad de Roma. Poe que nunca había visitado la ciudad, y nunca la conocería, escribe un encendido canto a la misma, prolijo y entusiasta, alcanzado por el único, y de alguna forma el más exacto, acercamiento a aquélla que el poeta poseía: el de su nombre.


              
                                                                 (fot. Fundación Joaquín Díaz)


Cruzamos la vía del tren y por fin alcanzamos Peñaranda.

En la plaza no hay nadie. En el centro de ésta el templete de la música, que evoca mañanas de domingo provincianas y con melodías de zarzuela que los notables tararean, al salir de misa. En uno de los soportales una tienda de ropa, también cerrada, con unas prendas con aire de boda en el arrabal y testigos de honor de una novia que apenas ha adelgazado para la ceremonia. Una corbata en concreto, entre fucsia y color ave del paraíso señala el tipo de aderezo que ya sólo podremos encontrar en los soportales de Peñaranda, sus comercios antes de que los cierren, definitivamente.

El restaurante Las Cabañas, templo de la ciudad después de la desafortunada restauración de la iglesia parroquial, está cerrado. Se han ido todos a la corrida de rejones a Salamanca, parece. Sólo está abierta la barra y el bar que da a la calle, en donde una parsimoniosa mesa de vecinos un punto socarrones juega al mus.

En este lugar, le cuento a A., yo había estado hacía poco con una amiga que se declaró vegetariana - después de ver la carta, abundante en tostón, cordero, morcillas y croquetas de farinato, como un manifiesto mordaz sobre la nouvelle cuisine.  El dueño, amablemente, en su lugar le trajo entonces otra carta en donde figuraban platos como el bacalao rebozado, unas truchas asalmonadas, tencas de río o unos prometedores chipirones en su tinta. Mi amiga se quedó un tanto perpleja. Entonces yo le tuve que explicar.

- Es todo un detalle. En esta región lo más cerca que llegan a concebir qué pueda ser un vegetariano es alguien que come de vigilia.

No recuerdo cómo acabó la cosa. En la barra esta vez nos sacan unos pinchos del día anterior, que se pueden comer.

Al cabo entra un lugareño, mayor y gruñón, que le propone no sé qué a la camarera. Ésta le replica.

- Mira, Anselmo. Yo estoy para otros menesteres.

El castellano no se ha perdido del todo, intuyo. Desde la mesa de mus le apelan:

- Anselmo. Que no hay pájaros hogaño donde hubo nidos antaño.

En ese punto decido quedarme a vivir en Peñaranda. El restaurante se abrirá alguna vez y mientras tanto podemos pedirle matrimonio a la camarera, que se llama Visitación por más señas.

En un pasaje de La Habana para un infante difunto Guillermo Cabrera Infante se dedica a proponer matrimonio a todas las mujeres que entran en la cafetería de la calle Prado, sean como sean, conocidas o no.

Si él lo hace, no veo por qué los demás no podemos seguir su ejemplo.

Él tampoco tuvo ningún éxito.




jueves, 24 de septiembre de 2015

Paisaje con nombres



                                                  ( Fuente el Sol. fot. Fundación Joaquín Díaz )


Nada impide que para acercarse a Peñaranda de Bracamonte tomemos una ruta más larga, en  dirección a Olmedo y a Medina del Campo.

Existe una razón: en esa carretera se encuentran, inmediatas, dos señales toponímicas que anuncian, en primer término, el lugar de Muñopedro. Y en segundo Martín Muñoz de las Posadas. Ante tal anuncio quién puede resistirse a atravesar la única calzada del mundo que posee, anejos, los nombres de Muñopedro y Martín Muñoz de las Posadas.

En las señales se encuentra la vieja Castilla - lo que va quedando de ella, sospechamos - y estos días se había levantado de nuevo, a raíz de unos artículos sobre cancioneros locales, una como antigua nostalgia.

Alguien podrá comentar que no se viaja en los nombres, sino en las cosas. A lo que, inmediatamente, le responderíamos con la cita evangélica que recuerda que: "No sólo de pan vive el hombre. Sino de toda palabra que surge de la boca del Señor".

Partimos. Sobre la llanura castellana, en el verano tardío, no resta nada sino los barbechos estériles, llanuras monótonas y algún sembrado de girasoles agostados que no hacen sino acentuar la esterilidad del paisaje. En los pueblos, a lo lejos, la torre mudéjar de la iglesia, un magnífico ábside tardorrománico en otra, las naves del silo a la salida de la carretera que une la aldea con la nueva autovía.

Todos los ríos están secos. A la salida de Arévalo, en la curva bajo el castillo, el cauce del Adaja no es sino arena, rollos, y unos olmos mustios que están perdiendo la hoja. Regatos o arroyos - o la laguna al pie de Adanero que señalaba todos los inviernos, precisa, las lluvias del año - no son más que tierra y polvo, entre unas riberas que hace tiempo que no tienen huertas, ni alamedas, ni olmedas - que sólo perviven en la toponimia o en el mustio poema de Antonio Machado, escrito ya desde la campiña de Jaén y el recuerdo de Castilla en la distancia.


 
  
Al pasar por la hoz del río no puedo evitar recordar la decepción que en otro momento me relatara mi padre, que había sido estudiante de geografía e historia en aquellas facultades de la posguerra con sus  listas de nombres de lugares memorizadas, cuando una tarde descubrió por fin el cauce del río Zapardiel - cercano, en la comarca de la Moraña - para advertir que tan sonoro nombre no encubría en realidad sino un arroyo triste y mortecino, que discurría sin prisa ni agua por entre unos puentes miserables.
 
Pero éste es un viaje por los nombres - no una descripción hidrográfica.
 
Cercana a Arévalo se encuentra Espinosa de los Caballeros. Ya en alguna ocasión anterior habíamos intentado alcanzar tan aristocrática villa y otra vez nos perdemos.
 
Cruzando la histórica villa de Arévalo, entre los dos ríos del estiaje, atravesamos la calle principal entre cafeterías y cajas de ahorro. Más allá de la plaza de toros y de un asador legendario - que, no nos vamos a engañar, son los lugares que conocemos con cierta profundidad - la señal que nos iba indicando la dirección a Espinosa se pierde, de pronto y ya para siempre.
 
Nunca podremos llegar a Espinosa. Siempre en el horizonte, al contrario de las tribus de Israel, nosotros nunca alcanzaremos, ay, la Tierra Prometida.
 
 

( En este punto A. recuerda la canción nocturna, tan cercana a estos lugares que advertía al otro
 
Sombras le avisaron
que no saliese,
y le aconsejaron
que no fuese,
el caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.
 
 Yo, por no ser menos, le recito la oscura premonición lorquiana
 
Aunque sepa los caminos
yo nunca llegaré a Córdoba (...)
¡ Ay, qué camino tan largo!
¡Ay, mi jaca valerosa !
Ay que la muerte me espera
antes de llegar a Córdoba.  )
 
  
Es lo bueno de viajar a mediodía por la estepa castellana. El silencio del horizonte - el demonio meridiano de la melancolía medieval -se puebla con citas. Y con nombres.
 
Camino de Madrigal de las Altas Torres - qué decir de tal nombre - se encuentra Blasconuño de Matacabras. Nada que decir tampoco. Aunque no pueda evitar aludir a la menesterosa costumbre moderna - tan cursi - de cambiar los topónimos a los pueblos incorrectos. Como el reciente cambio de Matajudíos por La Mota de los Judíos. O Chozas de la Sierra por Soto del Real. O, peor aún, el antiguo lugar de Porquerizas por Miraflores de la Sierra. (Esto último debe de ser un delito. Se lo tengo que preguntar a Jaime, con quien tantas tardes compartimos en las fincas, colmados y garitos de la sierra. De Chozas en concreto).
 
Menos mal que cercano, sobre la tierra de pinares, se encuentra Tiñosillos. O Juarros. O Mataporquera. Ningún ecologista tardío parece haberlo advertido aún.
 
 
 

                                                        ( fot. Fundación Joaquín Díaz )


No entramos en Madrigal. Es mediodía y el pueblo parece dormir. En su lugar bordeamos la melancólica muralla, caída a ratos, contemplamos las distantes torres: el ábside de la iglesia de San Nicolás, la cubierta gótica del palacio de Juan II  - donde naciera la reina Isabel -, los muros de adobe sobre la llanura yerma... Como todo se mezcla a estas horas  -como bien sabían Giorgio de Chirico y los monjes contemplativos - en lugar de evocar la alta genealogía isabelina a mí me da por recordar la historia del Pastelero de Madrigal, el esforzado toledano Gabriel de Espinosa. El cual tuvo a bien proclamarse efigie nueva del llorado rey don Sebastián de Portugal, perdido allá en la ardientes llanuras africanas... No sé contarle en detalle la historia a A.: sólo las pretensiones del animoso pastelero y su predecible final, en una época que aún no había comenzado a cambiarle el nombre a las cosas.

No hay sombras sobre el campo. Hay tractores parados y paredes de bloques a la salida de la villa. Y una antigua estación de servicio; y un corral sin animales. Cercana se encuentra la histórica Tordesillas, pero evitamos el rodeo hasta el río Duero que nos hubiera llevado definitivamente aún más lejos.
 
Bajo la ciudad, sobre el puente del río, advierto, es posible que flote aún el fantasma de un reciente iluminado, el cual se aherrojó días pasados para evitar el descenso del ancestral toro de la Vega y de sus animosos celebrantes. Nadie le hizo caso, al parecer, y al cabo hubo que desencadenarlo . (W.B. Yeats en su The Celtic Twilight hablaba de los múltiples rodeos que los habitantes de la comarca de Sligo habían de efectuar por sendas y pontones para esquivar a sus fantasmas - sobre todo al célebre fantasma sin cabeza, y a la banshee, y al caballo de río, y a un tal "Mr. Simpson" de inquietante persistencia - y es posible que algo de la animación irlandesa haya llegado hasta aquí, sospecho, y nos espere el tremendo fantasma de un estudiante de la Logse encadenado sobre el puente del Duero ).
 
No vamos a Tordesillas. La Junta de Ávila sí llegó en la Guerra de las Comunidades y Juan de Padilla llegó a entrevistarse con la reina Juana, en un encuentro fascinante y cargado de buenas palabras, pero del que no surgió ningún documento real. La victoria del César Carlos sobre las huestes castellanas devolvió a aquélla a su perenne encierro en el palacio anejo al convento de Santa Clara, de donde ya nunca más saldría. Resta el convento aún pero no la reina, a la que buscaríamos en vano, ni a su doliente sombra .
 
Definitivamente, no llegamos a Tordesillas. Se pierde a lo lejos.
 
 
 

Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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