jueves, 6 de diciembre de 2018

Imágenes de Europa






Todas estas narraciones remiten a unas imágenes que de alguna forma son Europa. En un relato – Una tumba para Boris Davidovich - Danilo Kis nombra los oficiales blancos que en hoteles perdidos de Estambul se van despojando lentamente de sus pertenencias. La guerra ha terminado ya. El libro describe más tarde un monasterio ortodoxo perdido en la llanura rusa, un personaje iluminado y fanático, su muerte luego en un oscuro campo de concentración tras la Revolución y la guerra civil, que todo lo devoran. El olvido después. En unas páginas del albanés Ismail Kadaré – Noviembre de una capital - son los cafés de Tirana, el hastío y la mediocridad de la vida bajo el socialismo. Unos cuentos de Isaac Bashevis Singer – los Cuentos de la vieja Varsovia - hablan de una Polonia desaparecida, del mundo de los barrios judíos, la pobreza y la nieve; de unos patios de vecinos y la vida en las calles, entre carros tirados por mulas. Otro relato de Kadaré – Abril quebrado - cita una aldea albanesa, la venganza ancestral, la montaña y el recuerdo de los turcos, aún presentes en la memoria de los viejos.



(fot. H. Cartier Bresson)

Acudimos una mañana a una exposición de fotografías de Henri Cartier-Bresson. Ha comenzado a viajar más allá de París, con su Leica. En una de las imágenes de la sala se recoge el hastío de los domingos soviéticos; en otra, una casa de vecinos en la que nunca entra la esperanza; más allá, el alcohol torpe de las calles... En un viaje posterior el francés retrata la España anterior a la guerra civil. Entre las fotografías está la de una casa de citas, oscura y campesina, en las afueras de Alicante. En otra se recoge un baile de aristócratas en el Londres de los años 30. En un libro sobre el París de entreguerras, más tarde, recoger las fotografías de un André Kertész, emigrado desde su Hungría natal tras la Gran Guerra, que fotografía el Café du Dome en el Boulevard Montparnasse - y de algún modo es el centro del mundo en ese momento. U otra imagen posterior de un paseo solitario en la ribera del Sena . Y el vacío del lugar es el mundo, de igual manera, también.



( fot. André Kertész)


(fot. André Kertész)


Releo las memorias de Stephen Spender - World within World – en donde el novelista alude a la sorda amenaza del fascismo que sacudió Europa de repente. Un recuerdo de los campos de concentración soviéticos por otro lado en unas páginas de Sandor Marai, - El último encuentro - en un trágico café de Budapest en donde el remedo de las antiguas costumbres regresa como una farsa. 

En una novela anterior del alemán Eduard von Keyserling - El ardiente verano - es el relato del último verano en algún lugar del Báltico y es, de algún modo, la noción de un verano platónico, modélico. Todos los veranos, todos los días de la adolescencia son el mismo, pensamos. Y la breve novela, localizada en algún lugar de la costa con sus personajes concretos, no hace sino dar cuenta en realidad de la manifestación imprecisa de un modelo: el estío, tal como sucede en todos los lugares.

Junto a ella, la noción de una clase social, de un mundo tradicional - el de la pequeña aristocracia báltica, a la que pertenecía el autor - que está a punto de desaparecer.




Acudimos otra mañana a la exposición de las obras del alemán Max Beckmann. ("Quiero pintar este ruido" exclama en algún lugar el pintor). En la descripción del Berlín de los años 20 que proclaman los cuadros surge el recuerdo de una cita de Robert Musil, donde éste hablaba de "Los últimos días de la humanidad" - si bien la cita hacía referencia  en su caso a una Viena a la que la anexión al Tercer Reich y el final de la Segunda Guerra iban a hacer desvanecerse para siempre, igualmente. Alguien, con acierto, recuerda entonces el final de la melancólica narración berlinesa de Christopher Isherwood, su Adiós a Berlín, en donde la descripción de los días extremos de la República de Weimar y de aquella fiesta sin esperanzas, finalizan con la austera noticia de un desfile de los Camisas Pardas por las calles de la ciudad - y el abandono del escritor del lugar de la juventud, adonde nunca regresaría.





En torno a algunos relatos sobre el Portugal de Salazar y la descripción del ambiente lisboeta, hojeamos más tarde varios libros sobre una Lisboa que en los años de posguerra apenas se había despertado de una vaga intemporalidad, la sensación de que todos los sucesos estaban ocurriendo en otra parte. Y la Ciudad Blanca que filma en 1983 el cineasta Alain Tanner aún dormía en un letargo de décadas. Entre los fotógrafos que en los años 50 comienzan a retratar la ciudad luminosa y perpleja figuran algunos excelentes narradores de la misma -  apenas conocidos fuera del angosto mundo lisboeta - como Castello-Lopes, Antonio Sena da Silva o Jorge Guerra. O conocemos, por fin, el fascinante libro sobre aquélla de los arquitectos Víctor Palla y Costa Martins Lisboa, Cidade Triste e Alegre - inspirado por cierto en una cita de Álvaro de Campos.





En el "Diario portugués", que habíamos leído estos días, el rumano Mircea Eliade hablaba por otra parte de su estancia en la capital del Tajo durante los años álgidos de la Segunda Guerra. Rumania había entrado por fin en la contienda como aliada del Eje. Y la visión del mitólogo y novelista rumano nos habla de una mirada sobre la guerra en la que ronda constantemente la noción de la derrota de su antiguo país, y la pérdida de su cultura europea, con la predicción de la entrada de las tropas soviéticas en el mismo.

Viajes del escritor a distintos lugares en plena guerra: Berlín, a Bucarest, a París, a Madrid... La estancia de nuevo un tanto remota, distante de lo que está ocurriendo en los frentes y en las cancillerías, en la legación portuguesa. La melancolía y la lucidez de las notas de un autor, siempre insatisfecho con su trabajo, desazonado ante lo que supone es el final de la contienda - y sus consecuencias para su distante país, en el extremo de Europa.


(fot. Víctor Palla- Costa Martins)


El arte, la literatura, la fotografía, como reflejos de la historia, de un suceso anterior que poco a poco se desvanece. El tema del realismo, su referencia de nuevo. El escenario de Europa en estos días fríos.



martes, 13 de noviembre de 2018

París Brassaï



"Aunque Brassaï aspiraba a deambular con su cámara incluso fuera de París, lo cierto es que estaba tan habituado a su entorno y las posibilidades del medio que al principio apenas salía del Hotel des Terrasses, en el número 74 de la rue de la Glaciére", nos cuenta Peter Galassi en su catálogo Brassaï fotógrafo.

Todo el mundo estaba allí, por otra parte… Lo cierto es que después de que la colonia de artistas y noctámbulos se hubiera trasladado a principios de siglo desde la colina de Montmartre al barrio de Montparnasse, éste se había convertido en el lugar recurrente de la mayoría de ellos. Hasta el punto que el propio Brassaï (cuyo verdadero nombre era Gyula Halász) advertía en algún momento de sus peligros:

"Muchas personas fueron víctimas de Montparnasse …desechos humanos… que bebían, pasaban las noches en Montparnasse de un café a otro y no podían salir de ese círculo infernal. Yo intenté distanciarme. Y cuando estuve intoxicado la señal (de que estaba bien) es que podía pasar por delante del café du Dome y no entrar". De Man Ray, que había llegado desde Nueva York unos años antes, se contaba que: “Montparnasse se había convertido en la ciudad en la que Man se sintió completamente en casa. Estaba el club nocturno Le Jockey, donde las canciones de Kiki eran una parte esencial del entretenimiento y donde un flujo continuo de visitantes llegaba del otro lado del mar”. (Natalie de Saint Phalle en su relato sobre los Hoteles Literarios describe los: “Años 1923-1929, años locos del Hotel Istria invadido por Man Ray, cuyo estudio se encuentra en el inmueble paredaño (...), a donde se ha mudado en diciembre de 1923 con Kiki, su amante, futura reina de Montparnasse”). 

La verdad es que Brassaï nunca abandonó el barrio, de todas formas. Cuando tuvo que ampliar la serie de fotografías nocturnas para su primer libro Paris de nuit se limitó, según cuenta su amigo Henry Miller, a tomar otras veinte fotografías encima y debajo de los puentes, en las Tullerías y en calles lluviosas por la noche. Algunas de las imágenes más conocidas habían sido de hecho sacadas desde el mismo balcón del hotel. Tampoco quedaban tan lejos.




Desde su llegada a Paris en 1924 Brassaï se instaló en las calles del barrio. La intersección de la rue Delambre con Vavin marcaba en aquél un a modo de encrucijada. "Halász nunca vivió más allá de unas cuantas paradas de metro de dicha intersección". El Café du Dóme y el Café de la Rotonde estaban, inmediatos, uno frente al otro en el bulevar Montparnasse. Más tarde se abren Le Sélect y La Coupole - bajo el balcón del fotógrafo. Tihanyi, el pintor húngaro que le recibe a su llegada a la ciudad, desde un Berlín donde había iniciado sus estudios de arte, vivía en la inmediata rue Delambre. Por esas fechas llegaban a la ciudad, desde distintos lugares de Europa, los también fotógrafos Germaine Krull, André Kestesz o FranÇois Kollar. Más tarde Giséle Freund, Gerda Taro, Robert Capa, Eli Lotar, Jaroslav Rössler, Wols… El norteamericano Emmanuel Radnitzky - Man Ray - había llegado unos años antes.
 
El fotógrafo recordaría, tiempo más tarde: "En esa época Montparnasse era como una poderosa droga; éramos un grupo amplio de amigos, entre los que estaba el poeta Henry Michaux, y no nos marchábamos del Dóme hasta la una de la mañana para ir a La Coupole, que cerraba una hora más tarde. Cuando cerraban emigrábamos al Íles Marquises en la rue de la Gaité, para acabar en la Gare Montparnasse, a la hora del café caliente y los periódicos recién salidos".

Alojado en el Hotel des Terrasses , - tras alguna estancia precaria en el Boulevard Montparnasse-, Brassaï llegó a alquilar una segunda habitación en el mismo hotel, que utilizaba como cuarto oscuro. No sería hasta 1935 que por fin adquiere el apartamento del Faubourg Saint Jacques que conservó hasta el fin de sus días. "El encantamiento de la rivera izquierda del Sena mantenía despiertas a personas venidas del mundo entero y uno no se acostaba nunca".


Montparnasse era el lugar de moda, y durante algún tiempo las parejas elegantes aspiraban a terminar la noche en alguno de los turbios salones de baile y burdeles que atestaban las calles laterales del bulevar. Los viajeros, americanos o de la Europa central, se citaban allí. (Se había llegado a establecer incluso el llamado Grand Tour, que incluía la visita a supuestos lugares de los apaches de París). Pero el barrio conservaba al mismo tiempo parte de la imagen de un París que las reformas de Haussmann primero y la modernidad del siglo XX estaban destruyendo para siempre. En las fotografías de aquella época de Brassaï se repite a veces un a modo de paisaje característico del lugar, del cual los hoteles - meubles en realidad - las calles angostas y el adoquinado oscuro formaban una imagen reconocible.

El escritor Henry Miller - que no había conseguido editar aún una novela en aquellos años- realiza una suerte de descripción enumerativa de los hoteles de la zona, con los nombres optimistas que se repetían en las cartelas visibles de la fachada. Y en realidad provenían de la utopía del progreso de un siglo XIX que aún conservaba las características abigarradas anteriores a la modernidad:

"Hotel del Porvenir, Hotel del Progreso, Splendid Hotel, Modern Hotel, Hotel del Siglo XXI, etcétera".  Eran, pese al optimismo de los rótulos, lugares bastante sórdidos, según cuenta. También habla en sus recuerdos de la época de las tabernas bois et charbon, herederas de la inmigración campesina a la capital, y de las terrazas en la calle como emblema reconocible de la zona. Y de los urinarios, a los cuales dedica todo un capítulo de su libro Brassaï , el ojo de Paris.

La ciudad antigua, pese a la euforia del nuevo siglo, estaba desapareciendo.

"Invariablemente - escribe en el mismo libro Henry Miller - ponía rumbo a la place Rungis, que por alguna misteriosa razón, me hacía pensar en ciertas partes de la película La edad de oro (…) ¡Pobre Place Rungis! ¡Arrastrada como muchas otras por la intrusión de los grandes contenedores de hormigón armado! También el pequeño bistrot-tabac, con sus asombrosas vidrieras, únicas en su género, que representaban justamente la plaza tal y como era en 1900, ha desaparecido. (Afortunadamente pude fotografiarlo a tiempo)".

En un momento determinado, paseando junto al fotógrafo – y después de haberle propuesto que se trasladara al sórdido Distrito 13 como lugar de sus reportajes – comentaría:

 

“Exploramos los distritos 5, 13, 19 y 20 en todas las direcciones. Nuestros lugares favoritos para descansar eran pequeños rincones lúgubres como la place National, la place des Peupliers, la place de la Contrasecarpe, la place Paul Verlaine. Muchos de estos lugares ya me eran familiares, pero ahora los veo bajo una luz diferente gracias al raro sabor de su conversación”.  

Éste, el barniz de lo que ya era vagamente anticuado; la noción de una ciudad que estaba encaminada a desaparecer, una cierta vulgaridad contemplada desde un otro lugar, acompañaba a la por otra parte creciente mitología de Montparnasse. De París en general.



Por esas fechas - hacia 1930 - la americana Berenice Abbot había editado finalmente la dispersa obra del fotógrafo Eugéne Atget en un libro que tituló " Atget photographe de Paris" con prólogo de Pierre Mac Orlan. El poeta Louis Aragon había publicado también hacía unos años sus notas de flaneur parisino en el libro "Le Paysan de Paris". En algún lugar se advertía que "(Aragon y Atget) alejados de las utopías modernistas urbanas contemporáneas, beben de ese París donde solamente los lugares banales y anticuados pueden alumbrar lo maravilloso moderno". Un desfase en el tiempo, un repertorio lateral y como de los márgenes, ya siempre anticuado, nombraban este escenario.

A él se había referido Louis Aragon cuando, en la primera parte del libro sobre la ciudad, había descrito reiteradamente, y con una minuciosidad que perseguía en lo banal la presencia de lo merveilleux quotidiane, un lugar como el Passage de l´Opera. El cual, ya se sabía, estaba destinado a desaparecer con la inminente reforma y ampliación del Boulevard Haussman.

En torno al Pasaje - el cual inspiraría por cierto la obra posterior, inacabada, de Walter Benjamín, su Libro de los Pasajes -  Aragon hablaba con cierta delectación de los lugares de los márgenes: una sauna equívoca, una barbería minuciosa, una sastrería en la que, aseguraba, vestía Landrú a sus víctimas antes de asesinarlas... En una oscura sala interior del café Le Petit Grillon, destinado como el resto a ser derribado, se reúnen en aquellos años los poetas dadaístas, los surrealistas más tarde.



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En algún lugar cuentan que cuando el poeta Jacques Prévert visitó el apartamento de Brassaï por primera vez, en marzo de 1937, se puso a leer en voz alta las etiquetas de las cajas de fotografías que se archivaban en las estanterías, enumerándolas como si recitara un poema:

"Milieu, police; la pluie, la neige, le brouillard; statues de París, rues, quais, jardins; feux, éclairs; canal Saint-Martin; photos galantes, le mur; pavés; Picasso, cirque...".

En el mismo lugar - el artículo de Stuart Alessander en el catálogo "Brassaï y la prensa ilustrada" - se relata que tras la guerra y la ocupación alemana de París la clasificación de las fotografías en el estudio había cambiado. Esta vez era mucho más abstracta y los negativos se agrupaban bajo el título genérico de "Plaisirs", por ejemplo. En la exposición de Londres de 1949 "Camera in Paris" las copias de Brassaï estaban agrupadas en "insípidas categorías como Las grandes vistas, Visiones laterales, Espectáculos famosos, Salidas nocturnas, Conversaciones y Espectadores".

Había una amplia diferencia entre ambas. La primera era simplemente una taxonomía de lo concreto, más allá de cualquier ulterior elaboración: la lluvia, la nieve, plazas, jardines; Picasso, el circo... Los objetos, las cosas anunciaban su presencia, sencillamente. Brassaï los había recogido en sus fotografías y estos se acumulaban en el almacén con su nombre inmediato: las cosas.

En la segunda clasificación -los "Placeres"- existía ya un principio de abstracción. Las imágenes, como series, aspiraban a recrear un escenario distante, ejemplos de un texto sobre la ciudad que la época había puesto de moda. (Londres, París, Nueva York... eran sus lugares). Las fotografías además se anunciaban en un formato, el del libro y la exposición, al que habían sido ajenas en principio. La inmediatez de las cosas había sido subsumida en la relación con lo general. Y de la fotografía como un arte - concepto al que aquéllas habían sido siempre decididamente ajenas.



El formato de exposición en una galería de arte contribuía además a establecer esta suerte de distanciamiento y de referencia a un escenario abstracto - el del arte en última instancia - al que la obra del húngaro había sido ajena. Ni las cosas que nombraban sus imágenes. El estatuto de la fotografía en la época de entreguerras apenas había conocido el modelo de la copia individual, firmada y expuesta en alguna sala de arte - o publicación especializada. El lugar preferente de las imágenes de Brassaï, sus primeros clientes, habían sido las agencias de fotografía, alemanas sobre todo, que le pedían imágenes, no importaba la procedencia y sin firma muchas veces, para sus reportajes gráficos, sobre el tema que fuera.

"Mi tarea en la agencia Mauritius Verlag  - cuenta en algún lugar el propio Brassaï - será conseguir de los fotógrafos parisinos las imágenes que interesan en Alemania y que hagan fotografías para los artículos por encargo". El principal consumidor de la época es la prensa gráfica, que se había expandido desde el fin de la Gran Guerra y exigía continuamente imágenes para sus artículos - revistas que gozaban en aquel momento de unas tiradas públicas que aumentaban de día en día.

Cuando en 1931 Brassaï, un fotógrafo que apenas comienza a elaborar su propia obra, acude a los editores de la revista Vu lleva consigo un repertorio de más de cien copias de los temas más diversos. Uno de los editores, Vogel probablemente, le aconseja reducir el repertorio, selecciona sólo las fotografías nocturnas que el húngaro le había enseñado y, de hecho, le encarga "unas veinte imágenes más del mismo tipo". Con ese repertorio definido, el de las escenas nocturnas de la ciudad, se elaboraría el primer libro de Brassaï, Paris de nuit, que sería el que daría a conocer el seudónimo adoptado para "una tarea menor" como era la fotografía para el estudiante de arte húngaro. Y a él como fotógrafo.

( "Yo siempre había querido ser escultor", comentaría a propósito de su creciente éxito en algún momento).



Encargaron el prólogo del libro al escritor Paul Morand. Éste había conocido una notable popularidad anterior en la editorial Gallimard con sus relatos de la ciudad Ouvert la nuit y Fermé la nuit.  En el prólogo el escritor hablaría sobre el escenario nocturno – en una literatura que se habría de reiterar más tarde- como un momento, un atisbo de un otro lado: “Una amenaza furtiva impregna la noche de París; su oscuridad se acopla con presencias no vistas, las almas inquietas de los parisinos que escapan a través los bordes del sueño…”.


 De alguna forma el interés del libro de Brassaï, como apunta el crítico Quentin Barjat, "no era tanto celebrar la visión personal del fotógrafo como explotar la amplia popularidad del tema". En algunas ediciones los editores incluyeron fotografías que no pertenecían al autor. Y en otro lugar se relata que "De hecho, mientras el libro iba tomando forma Peignot solicitó imágenes a otros fotógrafos hasta que Brassaï insistió en que se respetara la letra del contrato".

El tema era París. Lo había sido en una forma de la literatura que había recogido una ciudad más allá  de la imagen triunfal de la Restauración del Segundo Imperio. "La mitología de los bajos fondos que Brassaï abrazó se había fraguado una generación antes en el entramado cultural de la bohemia de Montmartre". Emile Zola, o Pierre Mac Orlan, Francis Carco, Roland Dorgéles o André Warnod eran algunos de los escritores que habían recogido esta mitología. Pero además desde el primer tercio de siglo habían comenzado a surgir los libros de fotografía cuyo tema era la ciudad, asimismo.

La idea de la ciudad como tema de la edición gráfica había aparecido ya tiempo atrás en un fotógrafo finisecular como Alvin Langdon Coburn que había proyectado una serie de libros - que no realizaría finalmente - titulados The Adventures of Cities, el cual, siguiendo el modelo estético de "cities" del simbolista Artur Symons, habría incluido las ciudades de Londres, Edimburgo, París, Nueva York, Pittsburgh … La edición del conocido libro de Paul Morand, el New York le jour et la nuit de 1934 había incluido 9 fotograbados de la ciudad. En 1938 el británico Bill Brandt publicaba su A night in London - recreando el modelo nocturno de la urbe.

En torno a la capital francesa se editan los "Visages de Paris" de André Warnod (1930) o el actualizado "Paris under 4 artstider" de Adolf Hallman - el cual mezclaba ilustraciones tradicionales con fotografías, mucha de ellas hechas por Germaine Krull. El "París" de Mario von Bucovich, de 1930, o el "100 X Paris" de la propia Krull serán ejemplos de esta moda fotográfica cuyo tema era la ciudad. "París vu par André Kertesz", de 1930 sería otro ejemplo - convertido en clásico al poco. O el "Enroutement de París" de Francis Carco, con fotografías de René Jacques... En 1920 el poeta Louis Aragon había escrito su personal visión de la ciudad, Le Paysan de Paris  armado según decía por las calles "con una Kodak- y un barómetro y un termómetro".


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Lo "verdadero de lo verdadero" en el poeta Louis Aragon  aludía a una suerte de actitud literaria según la cual la ciudad real sólo se iba a encontrar en sus aledaños, en los bajos fondos. Su escenario eran las calles laterales, los inmuebles en desuso -o casi-, los personajes del submundo urbano... Su momento era la noche, casi exclusivamente. ("Las doce horas negras", en expresión de Víctor Hugo). 

La noche, nos recordaba el historiador Jacques le Goff, pertenecía en la tradición medieval al reino de la otra parte: “A comienzos del siglo XI, el cronista alemán Thietmar multiplica las historias de aparecidos, afirmando seriamente su autenticidad: De la misma manera que Dios ha dado el día a los vivos, ha dado la noche a los muertos”. Recordando, más adelante, el momento en el que el caballero Yvain se enfrenta al otro lugar oscuro de la época, el bosque:

 

Y la noche y el bosque le causan

Grande enojo…  

"La gran noche que convierte en una sola y misma cosa la basura y la maravilla " había nombrado André Breton ese momento caro al instante del surrealismo urbano en su L´Amour fou. En 1925 el escritor Pierre Mac Orlan había publicado Aux lumiéres de Paris, en donde, se decía, evocaba “la fantasía de la noche”. Philippe Soupault escribiría también un breve relato Les dernieres nuits de Paris en 1928. En él, en medio de la geografía habitual de la deriva nocturna – unos lugares habituales como la rue Vaugirard o la de Tournon, el Pont-Neuf, la plazoleta de Buci…- y los personajes de la noche: la prostituta, el chulo, el gendarme... el autor describía: “La noche de París se había adueñado de todo y era como si los muros negros, los andenes del río y el puente fueran a desaparecer para siempre”. Para describir de nuevo, más adelante: “Pensándolo bien en nuestro mustio deambular bajo los árboles de los Campos Elíseos me pareció adivinar una finalidad, la de todos los paseantes nocturnos de París: andábamos en busca de un cadáver”.   

Alguno de estos escenarios de los bajos fondos, en principio pertenecientes a la literatura, habían pasado al cine más tarde. "Sus grandes películas (de Marcel Carné) de finales de los años treinta y cuarenta permitieron visualizar los mundos literarios de Mac Orlan y Carco a través de la imaginería fotográfica forjada a lo largo de la década anterior por Kertész, Krull, Brassaï y otros". En su Hôtel du Nord habría recreado en 1938 la conocida novela de Eugene Dabit sobre el enigmático establecimiento del mismo nombre situado frente al canal Saint-Martin, lugar habitual de los peregrinajes de Brassaï. Era, en aquel momento, y según el testimonio entre otros de Henry Miller, uno de los escenarios más sórdidos de la noche en París:

 

“Nubes de hollín cubren las casas; las sombrías aguas del canal reflejan las tristezas, las caras infelices, los cortejos fúnebres camino de Pantin; la claridad de las farolas no consigue ahuyentar a las tinieblas”, había rememorado Dabin la zona en su novela.   


Muchos años después - en 1977- el director de cine Henry Diamant- Berger nombraría aquella época recordando: "Elegí un escenario de Francis Carco, de nombre maravilloso, que se hizo famoso en el mundo entero: París de noche. Carco siempre ha descrito al hampa y a los truhanes con una indulgencia tierna y una nostalgia poética, como si echara de menos un mundo al que nunca ha pertenecido".


Después del éxito del libro París de nuit, Brassaï elabora una serie de proyectos que presenta a su editor Peignot, a otras editoriales del momento. Se trata de, comenta él mismo, una serie sobre mercados y calles de París; otra, que contaría con 240 fotografías sobre ciudades de La Provenza, un libro de desnudos, otro de cactus, un serie ilustrada de narraciones breves... Ninguno llegó a realizarse. Al mismo tiempo había elaborado el proyecto de un libro de fotografías sobre el París secreto - imágenes del París nocturno y erótico y marginal de aquellos años - que no se edita finalmente hasta 1976. (Una edición semiclandestina por parte del editor con 38 de sus fotografías, titulada Voluptés de Paris aparecería en 1932. Pero aquél, que discutiría sobre la edición y distribución del libro nunca lo  aceptó como parte de sus publicaciones).  

No había nada parecido a una teoría fotográfica en el Brassaï de París de nuit . El autor, cuando tiene que hablar de su trabajo en esos años, se refiere principalmente a su afición por la calle, por la noche y por los objetos - lugares y personas y ambientes - que va encontrando. Y le interesan todavía con la admiración por las cosas que en cierto modo se habría de mantener hasta algún momento de la literatura de posguerra. (En el cual las cosas se desvanecieron - diría la escritora Virginia Woolf antes de desvanecerse ella misma):

"A pesar de que siempre había ignorado, e incluso despreciado la fotografía anteriormente, lo que me inspiró para convertirme en fotógrafo fue un deseo de traducir todo lo que me seducía del París nocturno que estaba experimentando" - nos cuenta Brassaï en el prólogo a su edición tardía de The Secret Paris of the 30´s.



La calle, el paseo, el circo, el café, el burdel, sus personajes, incluso la época... En la descripción del trabajo de Brassaï figuran sobre todo los objetos fotografiados. En otro lugar, ajeno, quedaba una teoría moderna de la fotografía - de la representación en general - cuyo motivo, desvanecidos los objetos, iba a ser la propia representación: tan lejos de las cosas...

Desde luego Lawrence Durrell, el novelista del Cuarteto de Alejandría, lo entendía así en su descripción del interés por el trabajo del fotógrafo -en el catálogo de la exposición que le iba a dedicar el MOMA en 1968:

"Todo esto - mi interés por Brassaï - iba a suceder porque yo soy un noctámbulo y los aspectos de la capital y la noche me entusiasmaban y excitaban", contaría a raíz de una larga conversación con aquél.

En otro ensayo biográfico se describe cómo durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra, Brassaï deja de trabajar. “El 12 de junio es el éxodo. En el desierto café de Flore, se reúne la “banda de Prévert”: Jacques Prévert, Claudie, Simone Chavance y su gata embarazada, el doctor Boiffard y su mujer, Joseph Kosma y su mujer. Luego todos vuelven a encontrarse en Cannes. Pero Brassaï decide volver a París con el último tren de refugiados”. Al regreso se sienta durante largas horas en la parte trasera de un café-tabac a escuchar las conversaciones de los parroquianos. Anota fielmente lo que escucha, sin pretender modificar literariamente la charla de éstos.

"Su objetivo era captar las sorpresas y los imprevistos que puede reservarnos la vida cotidiana, el hombre corriente" comenta Quentin Barjac sobre su actividad - su falta de actividad - en estos oscuros años. Rehúsa pedir un permiso para fotografiar a las autoridades alemanas. En su lugar se instala en la parte trasera del café-tabac a escuchar las conversaciones de la barra. Anota fielmente lo que escucha, sin pretender modificar literariamente la charla. De sus notas, de un ensayo anterior de Prévert, surgiría el raro estudio titulado Paroles en l´air. En el prólogo Brassaï escribía:

 

“Durante la ocupación a veces iba a trabajar cerca de los jardines del Luxembourg, en la salita de un bar separada de la barra por un cristal esmerilado. Yo no veía ni a la patrona, ni al patrón, ni a ninguno de sus clientes. Sólo oía el concierto de sus voces, a veces tan fortissimo que perturbaba mis pensamientos”.   

Brassaï había escrito en algún lugar de su admiración por Goethe, y por el clasicismo, la objetividad que éste representaba.

"El mundo es más rico que yo. Es lo opuesto del romanticismo, ¿verdad? Es esto lo que me influyó mucho en el sentido de que intenté poner algo de su objetividad en mi fotografía".

Para añadir en otro lugar, en torno a la misma fascinación por los objetos, que nunca le había abandonado:

"La visión los ha fijado "tal y como son en sí mismo" (…) Les confiere una densidad totalmente ajena a su existencia real. Diríase que están ahí por primera vez, pero al mismo tiempo por última vez".


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En 1932 Brassaï había publicado - en Paris de nuit - una de las fotografías que iban a ser modélicas en su visión de la ciudad. Se trataba de la Rue Quincampoix que él había plasmado en una imagen desde el balcón alto de un hotel de la calle.

En la fotografía figuraba el a modo de repertorio de una imagen de la ciudad, arquetípico en cierta manera.

Los hoteles sórdidos, la calle estrecha, los oscuros adoquines, las cartelas sobre las fachadas... Las figuras que vemos por la calzada son sombras. Recuerdan el anonimato que la literatura desde Baudelaire iba a atribuir a la multitud moderna. Hay algo de sombra en toda la instantánea. Como si de todo aquello que se nos muestra sólo se estuviera nombrando una parte - envuelto el resto en una penumbra, una vida secreta y oscura que apenas alcanzamos a intuir.

Hay algo en la copia de un modelo previo. París, el modelo ideal de la ciudad, estaban antes que la imagen. Y ésta sólo alcanza a ofrecernos un fragmento, un instante, un ejemplo sombrío y parcial de aquello a lo que pertenece. La ciudad, su imagen distante.

 

Muchos años más tarde, el escritor Patrick Modiano – que había elaborado una minuciosa recreación de la ciudad durante la ocupación, en los oscuros años posteriores – recordaría:

 

“Algunas de estas fotos nos transportan al confín de nuestra memoria y despiertan las imágenes y olores de la infancia. Nos transportan también a los barrios de la periferia”.

 

Para evocar, tras su único encuentro con el fotógrafo:

 

“Hubiera querido proponerle ir juntos a los barrios (…) Una fotografía suya, colgada en el salón de nuestro amigo, me había dado la idea: el Pré-Saint-Gervais. Pero me contenté con decirle adiós. Bruscamente pensé que Pré-Saint-Gervais ya no existía”.   





miércoles, 31 de octubre de 2018

Los viajes del otoño




( fot. Juan Rulfo)

Hay mucho ruido ahí afuera.

 R. envía las fotografías de una fiesta que ha tenido lugar en su casa de Brooklyn. En la sala alguien había colgado unas máscaras de la fiesta del Día de los Muertos mejicano. Mezclaban como siempre la helada sonrisa de las calacas con unos adornos florales que invitaban a la danza. Y a bajar a la calle entre fantoches y esqueletos beodos que se agitan, los disparos de la pólvora y el fondo de la muerte detrás de ellos. Brooklyn, tras las ventanas, parecía un lugar atractivo entre las luces de la noche y una niebla que se resistía, me dijo R., a abandonar las calles en todo el día.

Sería casualidad. Nosotros habíamos estado comiendo ese día en un restaurante mejicano que se llama Comala, y está situado en una acera luminosa inmediata al Museo del Prado. Con nosotros venía el licenciado García, profesor en el DF, que al llegar al lugar vio el nombre e inmediatamente recordó a Pedro Páramo, el ausente personaje de Juan Rulfo.

- Éste era el lugar en donde vivía, o moría, Pedro Páramo - nos señaló.

Ya lo sabíamos. En una esquina del local habían escrito las líneas donde se relata la llegada a la ciudad fantasmal.

" - Hace calor aquí - dije.
- Sí. Y esto no es nada - me contestó el otro -. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte, cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija".



(fot. Juan Rulfo)

C., que venía a la comida, recordó un Día de los Muertos interminable en la ciudad de México. Su descripción en algún momento rozaba lo irreal - hasta el punto de que alguien se quedó escuchándola pensando que estaba recitando el fragmento de una novela. No era así, y C., que es científica al fin y al cabo y ha viajado por los parajes más remotos de la Península del Yucatán, aseguró que era incapaz de fabular nada, después de toda una vida entre matraces de alquimista y fórmulas químicas. Yo la creí. Pero su relato se empezaba a parecer sospechosamente a la narración de otra jornada delirante y excesiva - e irreal al fin - la del Día de los Muertos en la ciudad de Cuernavaca, aquélla en la que encuentra la muerte el cónsul Geoffrey Firmin en las obsesivas páginas del Malcolm Lowry de Under the Volcano.

Alguien la recordó. Recordó la versión delirante y excesiva también del cineasta John Huston, en la que, afirmaba, si el cónsul hubiera consumido todo el alcohol que en las imágenes trasiega, se hubiera convertido en la piscina consular de Cuernavaca. Era posible - ya lo habíamos comentado en otra ocasión. Pero la escena final, la del encuentro en la oscura cantina, era una de las escenas más violentas, sorda y contenida, que yo recordaba de la historia del cine. Sin que en ella apareciera en ningún momento esa ordinariez moderna de la evidencia: los cuchillos o la sangre que ocupan la pantalla.



(fot. Juan Rulfo)

John Huston, comentó A., la exquisita pintora pública y secreta lectora privada, tenía debilidad por filmar lo infilmable. Había intentado recoger el delirante relato de Malcolm Lowry y la postrera jornada del cónsul en una película, como si tal cosa se pudiera relatar en imágenes. Había rodado, convinimos, por lo menos una escena memorable. Más aventurado había sido su intento de recoger en otra película - que resultó, de forma certera, póstuma - el relato de James Joyce "The dead". En el cual, y en contra de las leyes de la narración cinematográfica, no ocurre nada. Excepto la nieve cayendo sobre Irlanda. Sobre los vivos y los muertos.

Yo no tengo la culpa de que me provoquen y de las fechas. En la antigua Atenas, evoqué, se cerraban por ahora todos los templos. Estábamos cerca del solsticio de invierno, había surgido el tema, y entonces me tocó recordar el memorable párrafo - la escena final que vale por toda la película de Huston - en el que James Joyce anotaba que:

"(...) Nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía nieve sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos".


( fot. Juan Rulfo)

Se acerca el día de Difuntos. F., amigo común, envía otra fotografía de una comida en una casa rural del Alto Jura, en donde, tras las botellas de un Borgoña insultante, los niños se han vestido de esqueletos infantiles y alguien ha colocado una calabaza iluminada en el centro de la mesa. Intuyo que el Chateau Gaudou que están bebiendo, y el humo de la fuente de boeuf Bourguignon al fondo, les habrán impedido recordar que en realidad están reproduciendo la  festividad del Samhain celta, la fecha en la que el paso entre los dos mundos se abre, y los muertos acceden a los vivos. Y al revés.

En esa comida no parece haberlo advertido nadie. En la mesa, el licenciado García nos comentó que la fecha del día de Todos los Santos se superponía al tradicional calendario solar mexica. P. experto en costumbres madrileñas - y en relaciones internacionales, pero esto es secundario ahora - comenzó entonces a contarnos de las ceremonias más cercanas previas al día de los Difuntos, en el no menos exótico lugar de Carabanchel, su barrio natal.

Enmascarado por el adocenamiento actual, en el relato de P. sin embargo el barrio de Carabanchel surge de pronto como un escenario críptico y secreto, cuando aún pervivían los antiguos hoteles del lugar, y en donde los habitantes se encontraban a diario en el no menos críptico ritual de las tabernas de la Avenida del General Ricardos. Había algo en su descripción de homenaje a una vida secreta y cotidiana en las calles del antiguo pueblo más allá del Manzanares, ocupadas por unas villas con jardín y verjas de hierro, la vida adentro, y unos colmados que aún recordaban algo el escenario manchego y labrador de donde habían surgido.

En los relatos de P. inevitablemente siempre huele a humo. A corteza de cerdo, torreznos y boquerones fritos - aroma no menos tradicional en una jornada, la del 2 de noviembre, en la que los habitantes descendían en silencio a los cementerios de este lado del río, bajo las anónimas calles del pueblo.




( fot. Berta de la Vega)

B. regresa, nos cuenta luego, en su lugar de unas jornadas en Hervás, el pueblo extremeño en lo alto de la sierra de Béjar, el valle del Ambloz a sus pies. No había comenzado el frío aún y sus fotografías luminosas habían recogido la admiración por las intrincadas calles de la judería, las cercas de pizarra, la sombra entre las casas de piedra. Le brillan de nuevo los ojos. No ha llegado el invierno a ellos, comenta C., la científica ajena a la lírica, según afirma ella.

En algún lugar alguien nos ha invitado de nuevo a París, este otoño. A Toulouse o a una ignota librería de Roma. A. debería ir al Pacífico, a una exposición de sus cuadros. C. tiene un nuevo congreso en Cartagena de Indias o la Martinica, no sabe muy bien. A B. le han propuesto un reportaje fotográfico sobre Oporto, la ciudad y los puentes. El licenciado habla de regresar a Chiapas - de donde salió vivo de milagro en una excursión antropológica y alcohólica que aún recuerdan en la zona. A P. le han propuesto viajar al Perú, para no sé qué conferencias en un lugar que no sale en los mapas. No hay gallinejas ni vino de Arganda, ha indagado ya.

Comienza a llover. En el pueblo preparan ya estos días los buñuelos de aceite y crema, los huesos de santo, las flores para llevar al cementerio, unos trapos ásperos que utilizan para limpiar las lápidas todos los años.

Cuánto ruido allá afuera. Que viajen ellos.



(fot. Berta de la Vega)



sábado, 15 de septiembre de 2018

Los viajes del verano








Se acerca San Miguel, la fecha de finales de septiembre en la que tradicionalmente se renuevan los arrendamientos y las sementeras para todo el año. En otro lugar, quedaron los viajes del verano. 

R. envía fotos de una villa en Corfú, una cala aislada entre olivos y sombras y las montañas de la isla que llegan al mar. Bajan a la ciudad alguna tarde, me cuenta, e incluye imágenes descoloridas de una villa griega sobre la bahía, tumultuosa como toda población helénica, un tanto decrépita al fin.




“Te hubiera encantado”, escribe. “Corfú son los restos de una antigua villa bizantina entre los gritos de los habitantes actuales”. Corfú era, le recuerdo luego, el nombre de uno de los pocos lugares del Paraíso. Tal como éste aparecía en las novelas de Gerald Durrell, la serie de “Mi familia y otros animales”, en la que, más allá de las hilarantes descripciones de la estancia de la familia Durrell en la isla, lo que flotaba era la noción de un paraíso perdido, tal como sólo la infancia y el Mediterráneo anterior a la plaga de los tour operators podía nombrar. “Ya las he leído” contesta R. “Me he acordado de la novela estos días”. Y termina la carta, dice, porque se tiene que ir a la costa de Albania en el barco de unos amigos. La que se ve en las fotografías siempre al fondo.

Nadie accedía a aquella costa oscura, le ha contado su anfitriona, una veneciana que se refugia todos los veranos en las tabernas griegas cercana a su palacio. Pero ellos emprenden el viaje en un barco reumático e inseguro, me dice, para alcanzar las remotas montañas albanesas en las que, según los lugareños, "sólo habitan las cabras".







Todo el mundo ha ido este verano a Grecia, parece. Ellos no lo saben – o sí – pero están regresando al origen. M. escribe desde Atenas. Habla de tabernas tumultuosas en las calles de Plahka, de otro barrio sórdido cuyo nombre no recuerda, de un café oscuro donde se podía cortar el aire – caluroso aún de noche. Pero también del Museo Arqueológico de la Plaza Omonia en donde pasan todas las mañanas, se pierden en las inacabables salas y al día siguiente regresa, porque siente que aún apenas han empezado a verlas. Y aún queda todo por contar.




Habían emprendido un viaje un tanto frívolo en su origen, por lo que me había anunciado unas semanas atrás en un bar de Zamora. Incluía cenas en Atenas, y visitas a las villas del Egeo, y una estancia en una isla en la nunca se hacía de noche, y varias cosas así. Pero de pronto me envía noticias de una asombrada excursión a Delfos, otra a Corinto y, sobre todo, una última a Eleusis, en donde sus amables anfitriones les instruyeron acerca de todo lo que se podía decir sobre los Misterios – que nunca se deben revelar por completo – y la frivolidad inicial se había transformado al final en un viaje iniciático, semejaba, en torno a la diosa Demeter y sus lugares habituales. Es lo que tiene, pienso entonces, regresar a un lugar de donde, a despecho de la muerte de Pan y el descenso a los infiernos de la diosa Proserpina, aquellos nunca se han terminado de marchar.

Días más tarde, A. me escribe desde la costa de Creta. Lleva viajando hace años, semeja, por todos los puertos, las bahías, las templos y calas del Egeo, en busca de algo que no se atreve a nombrar y que, pareciera, está siempre en un otro lugar próximo al que se encuentra. Mientras tanto cena en una taberna abierta sobre la bahía de Elounda, con mesas azules y un mantel a cuadros y el vino oscuro del cercano monasterio de Heraklion, y pienso que no es un mal lugar para esperar la revelación de los Misterios, mientras llega.




Adonde nunca llegaron los dioses, pienso luego, es al otro lado del Océano. En las fotografías que me envía B. desde una población del Caribe no se ve sino una desolación sin límites, un mar inmenso e inhóspito, una luz cegadora, una costa de arena sin vecinos en donde nunca habitó ningún dios - a excepción, quizá, de esos demonios desconocidos para nosotros, igualmente extraños e inhóspitos, que habitaban al otro lado de un Océano "plagado de monstruos", según la aterrada definición de Avieno en su Ora Maritima. B. está viajando por el norte de la isla de Cuba. No se ve sino pálida tierra, un horizonte blanco, una claridad impensable... En una población de la costa han encontrado un café antiguo que pervive entre ruinas desde la época en que la isla no era aún toda un escenario de la devastación. " Creo que es el único lugar que te hubiera gustado conocer". Creo que acierta, como siempre.

Paseando luego por Habana Vieja encuentra los puestos de libros - y trastos de hierro y catálogos antiguos y fotografías de barbudos y manifiestos de la Revolución - en Plaza de Armas, inmediata al Palacio de los Capitanes Generales. Me escribe las notas que redactó a la vista de los volúmenes de literatura cubana que allí se agolpaban - alguno de los cuales ha comprado y no sé si va a leer a la vuelta.

"Una literatura del Trópico. Ésta es, siento de pronto, necesariamente enfermiza, algo redundante. La fiebre está rondando en estos lugares siempre al acecho.

La multiplicidad de los objetos inmóviles. El calor y el sueño fomentan una estética del barroco y de lo innumerable - una columna salomónica que se abraza a sí misma, sin salida.

Literatura de las islas: La enfermedad, el pantano, el movimiento en círculo. Sin solución posible".


( fot. Berta de la Vega)


Más cerca de los dioses, T. marchó en su lugar a la inmediata costa de Aveiro. Buscaban, me dijo, un escenario clásico del verano: alguna playa tranquila, el regreso a las interminables jornadas en la arena y la cena después a la tarde en alguna taberna de la costa. En su lugar han encontrado un mar inhóspito, el viento que llega del Atlántico, una costa con marismas y contrafuertes de piedra y quilómetros de soledad frente a la tempestad que llega del otro lado del mar. Incluso en verano, en agosto también.

T. pudo realizar un reportaje fotográfico excelente. Me manda algunas imágenes. Muestran dunas solitarias, arbustos batidos por el viento, el oleaje permanente, los arenales vacíos... Cenaban en el pueblo a la noche, me comenta, mientras fuera caía la tormenta a veces y aseguraban que el día siguiente sería mejor sin duda.

No se han podido bañar ni un día. Al regreso, Oporto sigue siendo una hermosa ciudad, un punto triste. Llovía todas las tardes. Excepto ella y la cámara de fotos, no creo que los demás vuelvan.




( fot. Berta de la Vega)



En Castilla mientras, entre el calor del día y el olor a fresco que siempre llega después de la fiesta de la Virgen de agosto, leíamos la cartas con las que desde Estambul Mary Wortley Montagu, la esposa del embajador inglés  inundaba toda la Europa de principios del siglo XVIII. Y con ellas pudimos regresar a un Bizancio anterior al final del Imperio Otomano y la modernización brutal de los Jóvenes Turcos.

 Aún existían la distancia, y la noción de lo otro, y el ritmo tan lento - y sin embargo incesante - de la correspondencia postal y la inteligente Mary Pierrepoint - su nombre de soltera -, llenó de cartas y de penetrantes descripciones a la sociedad de los Inteligentes de su tiempo, mezclando las imágenes de la antigua Constantinopla con las referencias a una sociedad del Antiguo Régimen que, en ese momento, no sospechaban iba a extinguirse por igual.

En los días de bochorno en Castilla y la esperanza de una tormenta redentora que, sin embargo, nunca llegaba a caer, alguien releyó los gélidos relatos de Jack London, en los que se repetían de nuevo los nombres como el río Yukon, la región del Klondike, las islas Aleutianas o el Estrecho de Bering - y la noche perpetua y helada sobre el silencio de la tierra. Era un alivio, pero la tormenta se negó a caer.




O los cuentos del inagotable Faulkner sobre las tierras del Sur, esa región cálida y un punto soñolienta que habíamos comenzado a descubrir en algún relato de Eudora Welty,por ejemplo, en las novelas primerizas de Truman Capote o el aire que rodeaba la memorable película The Hustler - el Buscavidas en la versión española - con un pálido Paul Newman y el impagable "Gordo de Minesota". Pero que este verano se nos ha revelado definitivamente en las prolijas narraciones de William Faulkner, que no en vano fue el escritor secreto de todos los que le siguieron más tarde.

"Este verano estuvimos en el sur de los Estados Unidos", le contestamos a alguien que insistía en relatarnos sus viajes estivales. "Ah. ¿Y dónde habéis estado?". No nos atrevimos a contestarle que en el legendario condado de Yoknapatawpha, que era el lugar al que realmente habíamos viajado. "Ah. Pues por Memphis, Luisiana, Nueva Orleans y más lejos...", le replicamos. Antes de que el otro nos castigara con nombres de aeropuertos repletos, cruceros cansinos y restaurantes exóticos que en realidad nada nos interesan. 





lunes, 27 de agosto de 2018

Un verano en Castilla






En verano las ciudades y los pueblos de Castilla pierden aquella especie de niebla perenne que durante el resto del año los acompaña. Toda veladura se difumina entonces y una suerte de luz sin sombra ni viento ilumina los mismos lugares que durante el invierno fueron oscuros, lluviosos, apagados por un humo incierto que surgía desde las calles.

Hemos vuelto a Ávila en verano. Pero un calor insólito y la luz de agosto nos hicieron ver la misma ciudad que habíamos conocido en invierno como un escenario de pronto vacío, ausentes la niebla, la bruma - y el hielo - que nombran la ciudad siempre.




Buen momento al regreso para volver a leer a Azorín. En las páginas de la novela "Antonio Azorín" recordar el mismo escenario provinciano y como en sordina de los otros textos del alicantino. Podemos reconocer este escenario. Incluye una esquina en sombra bajo un viejo arquitrabe; una calle en cuesta con soportales cerrados; unos personajes que recorren el mismo camino todas las tardes. Es el paisaje de la antigua Castilla -  también de Monóvar, Yecla o alguna ciudad del norte cuyo nombre no se llega nunca a pronunciar. En la novela aparece otro de los temas que tan caros serían en la época y hoy ha desaparecido totalmente, sin dejar rastro alguno: el de la reflexión sobre el paisaje y los males de la patria. La antigua tradición del regeneracionismo y la pregunta obsesiva, retórica, abundante en digresiones - siempre con un deje melancólico - por el tema de España. Ese escenario que fuera un lugar común del paisaje del siglo pasado y los anteriores, y que de pronto se torna tan distante como pudieran ser los nombres de Prisciliano, el obispo hereje de Ávila, o la cuestión del adopcionismo del arzobispo Eliprando de Toledo.

La novela de Azorín discurre, si eso es discurrir, entre sus lugares de la infancia: los pueblos de Yecla, Novelda, Monóvar... - esa comarca de Alicante en donde el recuerdo del mar se pierde y aparecen los campos grises de labor, los caminos amarillentos y la continua maldición de la sequía. En su escenario cotidiano - hay en la obra de Azorín una presencia constante del tiempo de lo repetido, lejos de la trascendencia del acontecimiento, devaluada la narración por la sensación de levedad de todos los sucesos - una presencia que determina el ritmo de los días: es la de las campanas de la iglesia que dibujan la sucesión de los días. Los ritos de la liturgia marcan la vida de los pueblos. Esto también ya desaparecido.

Reencontrar el mismo escenario, apartado y en sombra, en la relectura de unos sonetos - excelentes, y sin música alguna - de Unamuno, escritos durante su larga estancia en la provinciana Salamanca, una ciudad dormida desde hacía siglos a lo que se adivina. En la consulta más tarde del relato del viaje electoral - fracasado, como era de esperar - de Pío Baroja a la provincia de Lérida, incluido en su raro ¨Las horas solitarias". Un escenario reiterado de fondas de pueblo, iglesias sombrías, salas de espera en la estación del tren, alcaldes extemporáneos, arrieros malhablados y caciques somnolientos que ven pasar a los viajeros desde detrás de las ventanas del casino local, sobre una calle con olmos que baja a un río.

Releer luego algún poema de tono finisecular, desesperanzado y marchito, del Ángel Ganivet que se perdiera en las frías aguas de Riga - lugar no menos apropiado para una fuga del siglo, pensamos un instante. Otro poema del mismo sobre los muros de la Alhambra - de nuevo otro escenario ancestral - en donde "un sueño de largos siglos / por vuestros muros resbala".

Recordar entonces el sonido del ritmo repetido de los días y las noches en los campanarios románicos. En los versos de Antonio Machado de "Campos de Castilla", donde nombraba una Soria invernal - probablemente no haya otra, advertimos.

¡Soria fría! La campana
 de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana,
¡tan bella!, bajo la luna
.

No hemos ido a Soria este verano. Alguien nos ha contado que el escenario de los pueblos vacíos de la provincia sigue inmutable, creciendo día a día. (Otro, un tanto pedante es cierto, pero también acertado, recuerda entonces la cita del Zaratustra de Nietzsche: "El desierto crece. Ay de aquél que dentro de sí cobija desiertos").

Un público nuevo y estival accede estos días a Castilla, a los desolados y como secretos pueblos del invierno. Llevan ropa de colores y hablan a voces con una seguridad impropia, atronando el café de la plaza con sus certezas. Los habituales callan, ensordecidos por la estridente devastación.

 Que viajen ellos, nos decimos entonces, parafraseando el conocido exabrupto de Unamuno.








miércoles, 1 de agosto de 2018

paisaje con ruinas





Del catálogo de la Exposición " La restauración del Teatro de Dionisos en la Acrópolis de Atenas", editado por la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Coimbra. 2018.

 -  Antonio de Andrada. "El regreso a Atenas".

" Frente a nosotros se levantaba, solemne, la colina de la Acrópolis. Parecía lo único inmóvil en la noche airada. El viento en agosto hace levantarse los manteles de las terrazas, golpea con ruido de puerto de mar los toldos. En la azotea donde cenábamos hizo volar de repente el sombrero de una comensal vecina, que se perdió entre las sombras. Pero allí, frente a las ruinas del Erecteion, de otro pórtico que al pronto no supe nombrar, creo que le comenté a Marianne: " Así que todo era cierto".

Parecía lo único inmóvil en el verano de Atenas. En la cercanía de la colina sagrada, aún persistían los pórticos, frisos, capiteles, columnas, los rotos arquitrabes, los frontones en ruinas... El clasicismo surgía aquella noche airada como una evidencia inmóvil frente a lo que vino después: a la devastación, la desolación de los bárbaros.

Lusitania, con sus sombríos bosques, está muy lejos de Atenas, pensé. (…)

Días más tarde, en las costas de Creta, iba a encontrar la misma sensación de retorno al origen en unas páginas de Ernest Renan escritas a su llegada a Grecia. Renan, católico sincero, había viajado por los lugares de los Hechos de los Apóstoles hasta que, frente a la Acrópolis, una noche, comenzó a hablar del origen de Europa. (…)

" Todo era cierto", repitió alguien luego.

La noche se había hecho muy fresca. Bebimos unas copas de ouzo, regresamos por las calles del barrio de Plahka, a las que el vendaval, un amago de tormenta, había dejado vacías. (…) "






Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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