domingo, 29 de mayo de 2011

Un poeta japonés



Tsurayuki (Osaka 1924 - La Adrada 1968) está considerado uno de los poetas más excelsos de la literatura moderna japonesa.

En sus conversaciones Tsurayuki siempre manifestó que cualquier poema, o verso, o epíteto, por perfectos o bellos que fueran, no eran sino formas desgraciadas de la poesía, que está por encima de esta versión imperfecta y mundana.

Él, por su parte, jamás se prestó a tal frivolidad.




martes, 24 de mayo de 2011

Santa María de la Alameda - Peguerinos






Un raro fenómeno nos hace llegar a la estación de tren de Santa María de la Alameda- Peguerinos en la sierra de Ávila sin pasar por Venta de Baños.

Todo el mundo sabe que para ir en tren a cualquier parte, en España, hay que pasar por Venta de Baños. (Bueno, también existe el enlace de Alcázar de San Juan, pero eso es para ir al sur. O el de Linares- Baeza. Pero están más abajo).

No sabemos cómo hemos llegado a Santa María de la Alameda- Peguerinos, sin cruzar Medina del Campo, por ejemplo. Pero hemos llegado y la sierra está llena de oscuras vacas avileñas, que pastan en la montaña estos meses antes de bajar a Gredos en otoño, por la cañada soriana.

El primer fenómeno que descubrimos, al llegar a Santa María de la Alameda- Peguerinos es un campo de trigo en barbecho, a la entrada del pueblo. En el centro del barbecho duerme un vagón de ferrocarril, impoluto. Nada explica cómo llegan, sin vías, los vagones de ferrocarril a los labrantíos abulenses, pero nos empezamos a mirar, cómplices del secreto.

Segundo fenómeno: al salir de la estación, en medio de una pared de granito, escarpada, se dibujan unos escalones de madera, impecables. Nadie puede llegar a ellos, nadie puede salir, porque comienzan y acaban en mitad de la ladera. Perfectamente dibujados, ariscos, no llevan a ninguna parte. Nuestras sospechas comienzan a confirmarse.

Tercer fenómeno: en medio de un berrocal de piedra, más tarde, una vía muerta. Los raíles comienzan en las rocas. Finalizan, de pronto, en una pared de granito. Maravillosa vía férrea, sin sentido, entre los berruecos.

Cuando abandonamos el pueblo - la estación, vacía, una mujer canta a lo lejos, nunca la vemos - en un risco en la montaña, una casa de ladrillo. Solitaria, inaccesible, en lo alto.

En la ladera, debajo, hay una suerte de piscina de cemento, un agujero en la roca. No hay forma de arribar a ella, no hay ninguna escalera, nunca se ha llenado de agua, nadie ha podido alcanzar nunca la enigmática alberca.

Entre peñas, el tren sigue su camino, dirección al Escorial, a la Cruz Verde. Ahora confirmamos, por fin, la secreta influencia de la poesía japonesa en Ávila, de una sigilosa ocupación de la sierra por parte de los líricos nipones.






lunes, 16 de mayo de 2011

Ait ben Haddou






"Paredes en el desierto. Sobre una ciudad arrasada por la luz, se erigen muros de arena de insólitos  colores. La ciudad se levanta en el límite de las dunas y de los matorrales secos. Hay un arroyo de piedras antes de llegar a ella.

Entre el polvo, suena luego la vida en las calles. Músicas confusas, voces, intercambios, camiones que se cruzan y prosiguen su camino de forma lenta - pues nada puede alterar su ritmo.

Unos viejos callan, bajo un muro a la sombra. Observan de manera inmóvil, en un tiempo que no podremos entender jamás.

Qué fácil sería la vida aquí, pienso por un momento, mientras contemplo los muros. Qué fácil no tener que escribir, ni esperar, pues todo lo que ocurre sucede al límite, sin demoras. Este asiento quema, esta mañana se encuentra en el ápice, este té humeante es el extremo del tiempo, ahora. Por qué nunca llegamos a tal lugar, por qué el viaje se aplaza indefinidamente, siempre."


- De    Eugenio Andrade   Notas de un viaje al Atlas    en   Correspondencia con..., o. cit.

domingo, 8 de mayo de 2011

Teoría de los poetas japoneses





" Creo que alguna vez te he comentado que la teoría de los poetas japoneses la fuimos desvelando Luisa y yo en el café de San Egidio, cercano al Ponte Garibaldi.

El café estaba en una pequeña plaza, frente al palacio Ripalda. Curiosamente, y a pesar de hallarse en el barrio del Trastevere, era un local muy poco concurrido. Lo descubrimos una noche de vuelta de un concierto en el Largo Argentina, donde actuaron varios grupos aquel invierno.

Nos encontrábamos allí por la tarde. Parte de las normas que habíamos establecido era que nunca mencionamos el hecho de que nos estuviéramos buscando y que siempre semejara que el encuentro había sido casual. Los dos sabíamos que era falso. Pero ninguno cometió la grosería de decir lo contrario.

Creo que no hablábamos mucho. Estábamos contentos de estar juntos, de que nadie más hubiera descubierto el local y de que apenas alguien entrara en él.

Entonces establecimos la teoría de los poetas japoneses. Era muy simple. Los poetas japoneses van reduciendo sus poemas cada vez más. Sus versos se acortan; las metáforas desaparecen; las frases se simplifican al máximo. No hay gestos, ni alusiones directas. Nunca supimos hasta qué punto de desvanecimiento. Hasta el silencio, supongo.

Esta era la auténtica, la más profunda poesía japonesa. Y nosotros nos hicimos firmes partidarios de ella.

A  veces en aquellas tardes frías, se sentaba, cercana a nosotros, otra pareja. Ella tenía el pelo muy negro, brillante y llevaba gafas oscuras. Era muy guapa. Nunca hablaban. Luisa me dijo, una noche: "Son poetas japoneses". Tenía razón, por supuesto.

En el caso de Luisa, aplicar la teoría de la poesía japonesa no le debió de suponer ningún esfuerzo. Su estudio estaba siempre vacío. Cuando lo visitábamos, descubríamos, a lo más, papeles sueltos por el suelo, diagramas encima de la mesa, unas planchas de hierro que siempre descansaban en la pared.

Había libros por las sillas, marcas en las páginas, un cuaderno sobre un taburete. Nunca alguna escultura, ninguna obra por hacer.

Así pasaban los meses. Yo sabía que Luisa permanecía muchas horas en el local, desde por la mañana, y que a su modo estaba siempre trabajando en su obra, dedicándole todo el esfuerzo, toda la energía que era capaz. Pero ésta no tenía forma de escultura. No en aquellos días, por lo menos.

Escuchaba música, constantemente - aunque ésta a veces incluyera a Bela Bartok, cosa que nunca pude entender. Cuando un día alguien me preguntó, bromeando, cómo creaban esculturas los poetas japoneses le contesté: "Los poetas japoneses escuchan música".


El otro café al que acudíamos era el de San Calisto. Éste, inmediato a la iglesia de Santa María, era todo lo contrario al del Palazzo Ripalda. Allí se reunía todo el barrio.

Yo solía acudir con William, el pintor inglés. Luisa iba menos. Cuando venía bajaba con Claudia, la pintora romana. A la hora del café, primero, después de cenar después, era el lugar de encuentro del Trastèvere. Y de todos los pintores y críticos que por él pululaban.

Era divertido, y el café y el chocolate excelentes, pero a veces te podías encontrar en un aprieto.

A William, que ya era entonces un pintor conocido, le llovían  las invitaciones a todas las fiestas. Y lo que era peor, a todos los estudios. Él, en su timidez, no sabía nunca decir que no. Aunque sufría luego tal ataque de nerviosismo que alguna vez pensé que le iba a dar una alferecía. Cuando Franco, un crítico local, viejo y pesado, le propuso que acudiera a una conferencia que iba a impartir sobre el conceptual romano, pensé que efectivamente le entraba una apoplejía. "Cómo nos hace usted esto, buen hombre. Qué le hemos hecho nosotros", le espetó Antonio, un amigo cordobés, mientras se llevaba a William a otra parte. El crítico nunca entendió nada, por supuesto.

Entre los grupos que allí paraban figuraba el de los pintores, españoles y portugueses, que llevaban bastante tiempo en Roma. Vivían en las casas altas, desconchadas, sin ascensor, del barrio. La mayoría no tenía un lugar donde exponer y buscaba galería infructuosamente. También acudía un grupo de críticos jóvenes, cultos y arrogantes. Estos perseguían a Claudia, que se dejaba querer.

Podía haber sido una pintora japonesa, acordamos Luisa y yo una noche. Los fondos de sus cuadros prometían algo así como un haiku del siglo pasado al que sólo faltara el último verso. Éste no llegó nunca, como descubrimos más tarde, y los fondos siguieron esperándolo, eternamente.

Al poco tiempo, Claudia comenzó a salir con un marchante austriaco y dejó de venir por San Calisto. No sé qué tienen los marchantes austriacos contra los cafés del barrio.

De San Calisto surgían luego cenas, reuniones en casas distantes, invitaciones a galerías de arte, aristocráticas y desvencijadas. Luisa había comenzado cada vez más a acudir al café sin hablar, sonriente, callada y perdida en un verso.

De entre las numerosas citas, no nos pudimos librar de Sonia, una pintora española que vivía en la Isola Teverina. Siempre aparecía rodeada de amigas. Una noche, organizó una fiesta en su casa a la que William, por supuesto, le prometió que acudiría. Luego, él no apareció y allí nos encontramos Luisa y yo, rodeados de jóvenes pintores expresionistas y de transvanguardistas varios.

La cosa fue a peor cuando empezaron a desfilar los cuadros de la artista, sobre un telón blanco para resaltarlos mejor. La cena había sido muy mala.

- ¿Qué es lo que haría aquí un poeta japonés? - me preguntó Luisa.
- Hablaría con el perro, creo - y me puse a hablar con un terrier apático que yacía en una esquina.

A mí Sonia nunca volvió a invitarme. Sí lo hizo, en cambio, Laura, una amiga romana a cuya casa acudía todos los viernes. Me mostró todo lo que había que mostrar, pero nunca ni un solo cuadro. Cortesía oriental, pensé.

La teoría de los poetas japoneses iba creciendo, ocupando sin darnos cuenta nuestros días. Convertidos en líricos orientales Luisa y yo ahora vagábamos por toda la ciudad, hasta los barrios más distantes, sin que los parroquianos de San Calisto pudieran encontrarnos. Un jardín abandonado, cercano a un antiguo convento de capuchinos del XVIII, nos encontraba por las tardes.

William no era un pintor japonés. Su entusiasmo, su enorme producción, lo alejaban definitivamente de tal cosa. Pero los filósofos orientales podíamos comprenderlo, porque admirábamos su pasión, real, así como su erudición, tan real como su entusiasmo. En aquella época, el tema del laberinto le ocupaba constantemente y realizó algunos cuadros, excelentes, sobre su obsesión.

En cambio Luigi, un imitador, era detestable. Su énfasis, además de deplorable, era impostado, lo cual le convertía directamente en un delincuente. Acechaba a William y éste por contra nos buscaba a nosotros. Pero en aquella época habíamos ya desaparecido, absorbidos por las ruinas y los solares de las afueras, y él se tuvo que resignar.

Los poetas japoneses terminan por no hablar. O hablan, pero como una forma de eludir aquello que de ninguna manera debe ser dicho. Embarcados en el invierno romano, Luisa y yo nunca nos nombrábamos.

Ella seguía sin terminar nada real, nada tangible. Cada vez leía más y producía menos.

Al poco tiempo me encargaron que escribiera un texto para el catálogo de una exposición en la que iba a participar. La escultura suya consistía en un dibujo  y las notas de una obra ideal que un poeta japonés siempre rehusaría, elegantemente, mostrar alguna vez . En justa correspondencia escribí un texto de más de treinta folios donde no aludí a ninguna de las obras de la galería, ni nombré a uno solo de los artistas. En la inauguración, Luisa se reía.

Los poetas japoneses se prodigan poco. Algún tiempo después Luisa realizó una exposición en Torino - que le había organizado un galerista amigo nuestro. Una de las piezas era un pequeño vidrio, plano, con unas láminas de oro flotando en la superficie.

Era muy bella. Pero le faltaba tan poco para desaparecer...

En el verano dejamos la ciudad. Luisa se fue a vivir al Norte, a no sé qué lugar con un puerto y pescadores de altura. Poco a poco fue dejando de escribir. Su nombre dejó de aparecer en las revistas. Las últimas cartas suyas eran un folio en blanco, con su firma.

El resto ya lo sabes. Yo me he refugiado en este lugar del Algarve, donde no he vuelto a publicar una sola línea. "


         - De    Correspondencia con el crítico   Eugenio Andrade.   Lisboa, eds. Gulbenkian, 2002.



sábado, 7 de mayo de 2011

Cala Ratjada.



Lo cuenta el poeta Pere Caldar, en su "Ruta de Mallorca".

Diez años después había vuelto a Cala Ratjada, en la costa este , al hotel del mismo nombre. Estaba situado en el puerto, sobre el muelle, una plaza que se abría al mar, el canal que une la isla con la vecina Menorca.

Esta vez había venido con su mujer, Teresa. Debajo del Cala Ratjada se extiende un camino, un paseo de tierra que rodea la playa y los acantilados hasta llegar al barrio de Sa Mercal, al otro lado del pueblo. Seguía estando lleno de chiringuitos, de pequeñas terrazas, bares de música cubana. Por la noche volvieron a ellos.

El poeta recordaba la sensación que antaño le producía aquel camino, que culminaba abruptamente en el mar. A partir de la barandilla de hierro no había sino una sombra negra, impenetrable, que cerraba todo el horizonte. A este lado, las luces de las terrazas, los farolillos en las esquinas. Más allá, nada, el rumor de la costa.

En ese mismo lugar Pere había vivido una tórrida aventura amorosa, años atrás. Con su amante; M., entonces casi una niña, había recorrido noche tras noche los locales del puerto, avistado el mismo abismo de sombra frente a ellos, sobre el mar.

Ahora volvía y nadie recordaba que aquel otro verano hubiera ocurrido. El poeta cuenta de una repentina tristeza, de su secreta decepción.

Después, continúa,  pasa a describir un local de música de salsa, "El Timbal", conocido en la isla, adonde iban a actuar músicos de los lugares más diversos - "como si todos bajaran al puerto, desde a saber dónde, para venir a tocar en aquel local" -  una taberna en el muelle, una possessiò de piedra,  ya en el interior.

Jamás volvería al hotel, nos dice, ya en otro lugar.

martes, 3 de mayo de 2011

Las villas del Bósforo



La sensación, estas fechas, de no estar leyendo nada. Esta impresión que se repite tantas veces a despecho de los días, los libros en la biblioteca, en la mesa, en el campo.

Ensayos, fotografías sobre el París de entreguerras. Una biografía de Josef Sudek, el fotógrafo checo, me lleva a la dispersión, a vagar entre más imágenes. Hojeo la biografía de Gerda Taro, la que redactó Maspero recientemente. De nuevo la fascinación por aquellos años. Por Brassaï, Man Ray, Kertesz. Pero también por el Hemingway de París o Scott Fitzgerald.

Si algún relato ha descrito el final de la época - lúcida, melancólicamente - es el "Retorno a Babilonia" de este último. Richard Ford lo incluyó en su "Antología del cuento norteamericano". Junto al "Silencio blanco" de Jack London y un relato de Eudora Welty - " No hay sitio para ti, amor"- sobre un sur en el límite de la sombra y el sueño - y en los confines de Nueva Orleans - era sin duda el mejor de la antología.

En casa, luego, busco los "Días tranquilos en Clichy" de Henry Miller. Cómo será releerlo ahora. No lo encuentro. Debe de haber desaparecido hace años. A lo mejor está reeditado, pero yo recuerdo la edición de Alfaguara donde devoramos todo Miller antaño. (Excepto una rara edición sudamericana del "Coloso de Maroussi" que me prestó Armando, que era la única disponible entonces).  Noticias del París de las vanguardias aparecen en citas de la infumable Gertrude Stein. O incluso en la "Historia de la guerra civil española", el clásico de Hugh Thomas, cuya edición de Ruedo Ibérico rescato estos días.

La sensación de la tormenta, de los días airados. No estamos leyendo nada.

En el campo, un excelente Vosganian sobre la diáspora, la tragedia armenia.  La tragedia del siglo, finalmente. Una edición de los cuentos, irregulares, de Evelyn Waugh - después de haber leído, de un tirón, su  "Un puñado de polvo". Unas páginas, distraídas, de Jean Moreas sobre Grecia. La reedición del clásico "Mitologías" de Pierre Grimal.

Una discusión sobre Bolaño - a quien nunca he leído - en la taberna, con Jaime y Carlos. Me interesa la conversación, pero no logran despojarme de la sensación de lo prescindible, de la gratuidad de la novela moderna. J., entre vino y vino, me recomienda que comience por "Los detectives salvajes". Quizá cuando deje de llover, le contesto.

A su regreso de una semana de tormentas en Estambul, A. realiza una magnífica descripción del viaje. Él había leído el libro de Pamuk antes y el relato que hace no sabemos en realidad lo que tiene de vivido o de recreación de las notas de éste.

Da igual, porque llovía todas las tardes y se ha pasado muchas horas leyendo en un café de Pera. Daban un vino excelente y nadie parecía tener prisa, cuenta. También ha leído a Pierre Loti y subió a su café, sobre el cementerio turco. Allí bebía raki. Debe de haber llovido sin parar.

La ciudad era el libro, entonces. Le pregunto por las villas otomanas, las antiguas mansiones de madera en el Bósforo y me las describe perfectamente. No sabemos si ha estado, pero qué importa.


domingo, 1 de mayo de 2011

Fotografías nómadas




El mapa de la diáspora armenia es innumerable. La historia, también.

Entre las dos guerras mundiales, nos cuenta el libro, un grupo de familias armenias se ha instalado en Moldavia, sobre la llanura rumana. La lista de los puertos, las aduanas, los pasos de montaña o los campos de refugiados que han tenido que cruzar hasta llegar a Rumania es interminable. Los viejos cuentan relatos en voz baja, se nos dice. Otros, callan.

Instalados en la llanura en esa época, por los pueblos del valle se extiende la costumbre de la fotografía ambulante. Los fotógrafos, armados con cámaras enormes y pesados trípodes, anuncian su próxima llegada con bastantes días de antelación. Así, a las familias del lugar les da tiempo a prepararse.

Existe un a modo de diferenciación social. A las familias ricas se las retrata en el salón de la casa. Buscan el sillón más grande, el más solemne, para que, sentado el patriarca , se dispongan todos los parientes alrededor de él. Las más humildes, en cambio, se fotografían en en la plaza del pueblo, delante de una suerte de telón ambulante que el fotógrafo trae consigo.

Vestidos con cuello duro y vestidos largos, son de ver en algunas placas que se han conservado aún los rostros abotargados por el calor, agotados por la lenta espera , con una indumentaria que es ciertamente un suplicio para las largas horas de sesión de un retrato que se retrasa siempre . Todos llevan, no obstante, sus mejores galas, a despecho de la estación.

Semanas más tarde, el fotógrafo vuelve por el pueblo, esta vez con las copias en cartón. Los patriarcas compran sus fotografías.





Nos cuenta Vosganian: "En casi todas las casas de los viejos armenios he encontrado fotos como ésas. Las familias reunidas alrededor de los ancianos. Sin sonreír, rígidos, parecían más bien objetos de exposición que seres humanos. Los armenios, en aquellos tiempos, se volvían locos por fotografiarse. Era su modo de permanecer juntos ya que, poco después, las familias se redujeron y  dispersaron. De esa forma, aunque muchos murieron, desorientados y en condiciones tan humildes que ni aún hoy se han encontrado sus sepulturas, sus rostros han quedado impresos en los cartones sepia descoloridos en los bordes. Queriendo hacer patente a toda costa que alguna vez existieron. "



                - De   Varujan Vosganian      El libro de los susurros   ( ed. española Pre-Textos   Diciembre 2010)








Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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