jueves, 17 de noviembre de 2016

De bibliotecas varias. II

 
   
En el antiguo caserón familiar en el campo había una biblioteca en una sala. Ocupaba una larga pared, casi siempre oscura, en un destartalado salón interior al que apenas llegaba la luz. Sobre una librería de roble, adornada con tallas de insólitos atlantes, dormían los libros, alguna revista, unos folletos que siempre parecían haber estado allí. Nunca vi entrar o salir algún libro nuevo en ella - tal como por el contrario sucede en una librería animada. Los volúmenes ocupaban todas las baldas y tal pareciera que habían nacido allí. Jamás hubo ninguna variación en su penumbroso silencio.

Ignoro cómo habían llegado los libros hasta ella. Recorrer las baldas del salón - en unas tardes que se demoraban indefinidamente - era en cierto modo asistir a un escenario sin variaciones, sin origen, polvoriento como el pesado mueble que las atesoraba.

Había algo de biblioteca intemporal en su oscuro reposo - bien que supiéramos más tarde que aquella intemporalidad estaba hecha en realidad de la ideología de la época de la Restauración, de los avatares de la guerra civil más tarde, los sermones parroquiales de los domingos y de los lentos años de la posguerra después. Pero aún hoy sigo recordando la biblioteca del caserón como un escenario, un repertorio en cierta medida atemporal: el de la burguesía - agraria y provinciana por más señas - de aquellos años inmóviles.

 
En su azarosa disposición había algo de inevitable. Era inevitable, en cierto modo, que entre las repisas figurara alguna de las obras que toda biblioteca familiar poseía. Esto es, "La hermana San Sulpicio" de Armando Palacio Valdés o las "Pequeñeces" del Padre Coloma. Nunca las leí. De entre los clásicos de la Restauración figuraban también "La Regenta" de Clarín, alguna novela de Juan Valera, Alarcón - "El capitán Veneno" por supuesto -, las indagaciones arqueológicas del padre César Morán o el "Peñas arriba" de José María Pereda. Sólo leí algún Juan Valera y a Pereda, no sé por qué - quizás porque sus obras estaban en un estante inferior, muy a mano. Todo aquello, ya entonces, olía a provincia oscura y a lluvia, a olor a humedad y a interminables tardes en el casino de la ciudad.

 

De entre los clásicos, por decirlo así, figuraba también algún Pérez Galdós de los "Episodios" - que ya entonces se leían de un tirón - y sobre todo "La familia de León Roch", que por alguna razón atrapó mi atención adolescente en forma de preocupación por el gran tema, y el escenario perenne de aquella prosa del siglo anterior. Esto es, la cuestión del remordimiento, y las interminables páginas que se dedicaban después a torturar al protagonista - y a los lectores, pensé luego - de los prolijos centones del XIX. Aunque para remordimiento la lectura atormentada también de un atormentado Raskolnikof en los cientos de páginas del "Crimen y castigo" de Dostoievski. No sé cómo habría llegado hasta allí el centón ruso. No había ninguna más de la obra de unos autores, los rusos, a los que un escritor como Baroja declaraba como la fuente original de toda la cultura literaria de su generación. Pero allí no había ningún Tolstoi, ni Turgueniev, ni Gogol, ni Pushkin, ni nada. Sólo aquel solitario crimen del estudiante y la vieja usurera, en un volumen con manchas de moho en la portada, debidas tal vez al largo viaje desde la estepa siberiana al páramo castellano en un incierto momento. Quizá fuera la temprana lectura. Aún pasados los años recuerdo el interminable volumen sobre la culpa y la redención del protagonista como una lectura adolescente en el fondo, que nunca volvería a emprender.

Hay algo fascinante en el desdén que una biblioteca rural muestra hacia la historia de las vanguardias. A despecho de la supuesta revelación de la obra de Joyce, o de Pound, o de la tiranía de la inacción en Becket - que aprendimos más tarde - allí se manifestaba una historia mucho más cercana, a la que no afectaba para nada la elaboración del relato vanguardista.


Entre alguno de aquellos libros inmóviles asomaba incluso algún Premio Nobel, de los que en su momento se leyeron, y más tarde habían sido postergados. Figuraban en una colección, cuyo nombre no recuerdo, que los editaba todos. Allí estaban - pero nunca los abrí - Sinclair Lewis o Pearl S. Buck, Romain Rolland o Knut Hamsun... (Sí abrí el "Sin novedad en el frente" que formaba parte de la colección. Y alguno de los escritores más leídos en su momento, como Axel Munthe, Edgard Wallace o A. J. Cronin. De este último recuerdo haber abierto, un verano lluvioso, una novela sobre un médico rural cuyo título no recuerdo - debía de ser "Las llaves del reino", una de sus obras más traducidas - y en la que había un paisaje de carbón y mineros atormentados que de nuevo me impresionó juvenilmente. Nunca leí "La Historia de San Michele" del primero, el clásico por excelencia de toda biblioteca familiar que se preciara, y nuestra abuela nunca se lo pudo creer. Era un clásico en su época.

 
Autores del momento, best seller olvidados... Allí figuraban Torcuato Luca de Tena, que vendió todo en su momento, Wenceslao Fernández Flórez y Álvaro de la Iglesia, que también. José María Gironella o las memorias taurinas de César Jalón, "Clarito" - bien que éstas por amistad personal con el dueño de la casa. Los leí a todos. Pero también a un desolador John Steinbeck - el de "Las uvas de la ira" - el cual imagino habría ido a parar allí por su condición de Nobel y que me dejó desolado todo un estío interminable, como eran entonces los veranos. Tampoco sé cómo habrían ido a parar a la estepa de Castilla las ingeniosas novelas del inglés P. G. Woodehouse. A no ser que fuera porque figuraban en una colección de "Obras universales" de las que se adquirían los distintos volúmenes sin preguntar. El caso es que aquellos libritos eran una inyección de frivolidad e ironía británicas en medio del frío permanente, y había algo que rechinaba - felizmente - en la descripción de la aristocracia arruinada y beoda del castillo de Howard en una Castilla rural, en la que el párroco local presidía aún la mesa en todas las fiestas de guardar.

  
O las joyas inadvertidas, que confusamente una distraída atención adolescente percibía ya como tales. Allí estaba, en edición de la impagable Colección Obras Maestras de la editorial Juventud, el magnífico Conan Doyle, Edgard Rice Burroughs o el "Kazán perro lobo" de  J.O. Curwood. Una edición austera, en portada con caracteres blancos sobre un rojo chillón, acrecentaba el misterio, que se desvelaba al abrir el libro como un misterio de fríos y hielos perpetuos y tramperos por la nieve, y luchas entre animales salvajes e indígenas no menos salvajes que aquellos.

 
  La colección era una joya. Allí encontré, otra tarde distraída, el "Beau Geste" de P.C. Wren - nada sabía entonces de la célebre película interpretada por Gary Cooper - y esta vez el misterio eran arenas ardientes, la soledad del desierto y un horizonte inmenso del que no cabía esperar ninguna ayuda. Publicaban también las morosas y románticas novelas del Oeste de Zane Grey - las conocía todas. O el no menos misterioso "Las minas del rey Salomón" de Henry Rider Haggard, obra a la que siempre rodeó un halo enigmático e inclasificable. Y que, después de leída, siguió rodeándolo, porque nunca se sabía dónde estaban las misteriosas minas y la novela no ayudaba a aclararlo. Aún hoy sigue flotando la fascinación de aquel paso inadvertido que nadie encuentra, detrás del cual se abre un escenario mágico y tremendo. Que nunca más íbamos a cruzar.

 
También surgía la frontera fantástica en las novelas de Emilio Salgari, el italiano, o del alemán Karl May, que se incluían en la misma colección. Que años después descubriéramos que el segundo jamás se movió de su Hohenstein natal no le restó un ápice de verosimilitud a su legendario Oeste y a sus no menos legendarios indios apaches. El Oeste nunca fue tan real como en sus novelas escritas desde la provincia alemana. Y de hecho todo el que viajó después por el escenario real se quejaría de una incierta vaguedad, una especie de imprecisión, que desde luego los relatos de May no tenían.

Y las poesías de José María Gabriel y Galán, que los inquilinos del caserón recitaban de memoria, sin ayuda de ningún libro. Los cancioneros tradicionales de Dámaso Ledesma - que también se sabían de memoria. Un raro Enrique de Mesa, que con los años aprendería a apreciar. El viaje por España y Portugal de Miguel de Unamuno, única obra del ilustre rector que allí recuerdo. Las "Doloras" de Campoamor. O esa lectura iniciática también que fueron las memorias del ganadero y poeta Fernando Villalón, escritas por su sobrino Manuel Halcón - de quien, como en tantas librerías de la época, se hallaba al lado su "Monólogo de una mujer fría", que mucho más tarde abrí.

Pero todo esto es literatura. Nunca nada se movía en aquella biblioteca inmóvil; nunca llegó algún libro nuevo y nunca salió ninguno de allí.


Excepto las novelas de la colección Bravo Oeste de la editorial Bruguera. Éstas sí eran leídas, profusa y vorazmente, y en su movilidad rara vez llegaron a reposar de nuevo en la estantería. Para qué vamos a engañarnos: era lo que realmente se movía - atribuciones fantásticas al margen, como las de un pariente con pretensiones filológicas que afirmaba haber leído todo el Quijote de Avellaneda, que se guardaba, intonso, en un estante de arriba.

Todas las semanas llegaba alguna novela nueva de aquellas de la capital. O a veces del quiosco del lugar cercano, donde se practicaba la suerte del intercambio: dos obras viejas por otra sin leer - y una pequeña remuneración. Nada más llegar a la casa desaparecían, requisadas, para resurgir más tarde en los lugares más insospechados: en los bolsillos de alguna pelliza; en la guantera del coche; entre las tablas del desván... El formato era único y los títulos semejantes: Dispara o muere, La ley del cáñamo, Un forastero ha llegado, De camino a Wichita... Los autores debían de ser varios también, pero evidentemente era Marcial Lafuente Estefanía el más prolífico, y el más solicitado. Su sencillez - no creo que llegara a figurar en toda su historia una sola oración subordinada - era absolutamente eficaz. Sus temas también. Había un forastero que entraba en el peor momento y su llegada era el presagio de que todo iba a cambiar. Era siempre muy alto - "medía más de seis pies" era la frase que buscábamos, hasta encontrarla, en cada novela nueva - y, como puede suponerse, poco locuaz: su revólver hablaba por él. Había siempre un salón, y un rancho aislado y unos malvados procaces - encima.

Había otros autores. De ellos sólo recuerdo - o sólo teníamos en cuenta - a Keith Luger y a Silver Kane. Eran algo más complejos, más perversos quizá también. Luego, poco a poco se fueron mezclando los géneros, y la novela de pistoleros fue perdiendo su pureza.


Aún recuerdo la tarde en la que alguien abrió una novela nueva - de portada exótica - y con cierto asombro nos leyó:

- Mirad lo que pone aquí: "El forastero desenfundó con una mano antes que nadie se diera cuenta. Con la otra le quitó las braguitas rosas". Nos quedamos perplejos -y extasiados, quizá. Los géneros comenzaban a mezclarse, todo se confundía, y aquello era el final de una época, sin que ninguno lo supiera entonces.

 

lunes, 24 de octubre de 2016

la música de Europa

 
 

"Tuve la fortuna de escuchar a la pianista Martha Argerich este año en el Festival de Música de Bervier. Interpretó el conocido concierto en la menor para piano y orquesta de Robert Schumann. Aunque había oído la obra en diferentes versiones, ese día, conmovido, pensé que era la mejor interpretación que había escuchado jamás. Y que nunca la volvería a oír así.

No soy exactamente, como tú sabes, un erudito musical. No estoy haciendo ningún juicio de valor. Creo recordar que Claudio Arrau o Wilhelm Kempf, entre otros, lo han interpretado. O un desconocido pianista local en la sala de conciertos de mi Coimbra natal cuando yo era pequeño, en una mañana que tampoco he olvidado. No sé hacer juicios estrictamente musicales. Pero esa noche sentí que nunca lo iba a volver a oír .

Fue en cualquier caso  una interpretación memorable. Y durante la misma me sorprendí repitiendo una frase que acudía una y otra vez a mi mente: "Europa se muere". No me lo preguntes. El concierto se repetía en el Festival y yo decía de nuevo: Europa se muere.

No hay definiciones esta vez. No las hay según el tradicional esquema de la metafísica del verbo "ser". Pero me gustaría anotarte las mías, a raíz del mismo.

Esta música es un salón de baile en la Baja Sajonia. No he estado nunca en él. Pero conozco perfectamente la sala, las lámparas de cristal sobre la tarima de madera y las mesas con manteles blancos. El salón está repleto de gente que baila a pesar de todo. Fuera es de noche y un viento helado bate los soportales de la ciudad, ya cerrados.

Esta música nombra la retirada de las tropas otomanas frente a Viena.

Es un café en la ciudad alemana de Essen adonde entré una tarde incierta; el aroma a hojaldre, el humo del café y la cofia negra de las camareras, que atendían en silencio.

Un palacio barroco en Salzburgo, cerrado frente a la lluvia y la oscuridad.

Esta música es una conversación mantenida en un estudio de París en el distrito XV, hace ya tantos años. Era otoño también.

Un paseo por las calles de Chartres, la nieve y las luces, una noche de invierno a la salida de la catedral.

Esta música es la sensación de lo que termina. Y a pesar de ello tiene lugar la música, el concierto.

No me preguntes por el significado de "ser" en esta ocasión. Tú y yo ya hemos hablado en otras ocasiones de ello. Sólo quería apuntarte unas definiciones esta vez - que no saben nada de la identidad.

Regreso estos días a Guarda. Está lloviendo sin parar. No voy a volver a escuchar el concierto".



       -  de   Antonio Andrada      Cartas del autor  ( en Poemas completos)    ed. Castelo Rodrigo, Guarda, 1996.




lunes, 26 de septiembre de 2016

highlands



"Un paisaje extremo. Un horizonte de colinas remotas, rocas grises sobre el verde, cercas de piedra arruinadas - y el viento, constante, que llega del mar, tan distante como la propia tierra.

Un paisaje tan remoto que hace pensar en algún tiempo anterior - en el que podrías decir: "Yo estaba aquí". Pues ésta es una de las características de la rara belleza: que nos remite a un tiempo anterior. Al instante exacto del pasado. Siempre anterior".


       -    Neil Mc Intyre      Back to the Highlands          Edinburgh, Galway Press,  1972

martes, 16 de agosto de 2016

Plaza Monastiraki


En la esquina de una calle cercana a la plaza Monastiraki, un músico de barba cana interpreta una y otra vez el arpegio inicial del Starway to heaven de Led Zeppelin. Desgreñado y con aire de vino secular, improvisa luego variaciones sobre la voz de Robert Plant, y hay algo en el solo de guitarra que nos hace intuir que este sileno, mezcla de Pan y Allen Ginsberg, alguna tarde actuó en una sala de la costa o en un club de rock progresivo. O figuraba tal vez de telonero en una de las primeras actuaciones de los Aphrodite´s Child, cuando irrumpieron en Cannes.

La ciudad, Atenas, se presta a ello. En la calle de Dioniso Aeropagita - de neoplatónica resonancia - un vate absorto interpretaba un viejo tema de Crosby, Still y Nash -el Teach your Children. Sobre la populosa plaza Monastiraki, repleta de ociosos, otro poeta oscuro repetía, como un salmo, los acordes del Redemption song de Bob Marley... Y había una suerte de seguridad en la interpretación de los antiguos himnos que hacía pensar que, a despecho del mito de la California de los 70, ésta, Atenas y sus calles, son el último refugio de un sueño lento y como narcotizado. De un distante mito con algo de viaje psicodélico, días de sol, los solos de guitarra de Jimmy Page, el viaje a una isla y nada que hacer en absoluto, excepto repetir la fiesta de anoche.

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Desde la esquina de Plakas hacia el Museo Paullos and Alexandra Kanellopoulou - la Acrópolis en lo alto - una vestal morena toca, absorta y metódica, una suerte de melodía ritual en una especie de xilófono: continua, lenta, obsesivamente. Las variaciones sobre el tema sugieren una liturgia monótona e interminable. Como lo es en general la liturgia griega, refugiada en su persistencia a despecho de los asaltos de la ortodoxia romana, primero. De la cuestión de la mera supervivencia tras la desaparición del Imperio Oriental, después; de la larga ocupación turca, más tarde.

Sobre esta calle, Dioskouron, en sombra bajo el foro de Hadriano, no cruza apenas nadie. Los turistas se alejan en dirección a los cafés de la plaza Kadou. La musa absorta prosigue su terco rezo. Es morena, distante, muy guapa. Cuando me acerco por fin y deposito unas monedas en la tela bajo el harmonio apenas me mira. Hace un gesto para sí como pidiéndome que le agradezca el honor de haber permitido acercar mi óbolo hasta su altar. Nos alejamos, un tanto melancólicos, con un cierto desconsuelo.

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La vida en la calle. Sólo siglos de luz y de palabras - y un calor mitológico - pueden haber creado esta sensación de la calle, la plaza, la acera, la taberna y el mercado como el lugar de la vida.

Sobre el pasaje Hadrianos, abarrotado, con toldos y tenderetes a cada paso, hay al fondo unas ventanas cerradas, unos edificios como en silencio que nadie advierte. No hay nada que advertir. Toda la gente, todos los ruidos, los olores, las esperanzas, están aquí abajo. Sobre la acera, bajo el calor del verano, inmisericorde.

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Un calor antiguo, sin matices.

Frente al Museo Arqueológico Nacional se abre la amplia explanada. Al fondo, la avenida 28 de Octubre - fecha en la que se conmemora el rechazo del dictador Metaxás al ultimátum de Benito Mussolini, que dio lugar a la entrada de Grecia en la Segunda Guerra Mundial - muestra algunos edificios neoclásicos, otros de un estilo ecléctico de fin de siglo... Los restos de una arquitectura burguesa tardía que hablan del resurgimiento de Atenas tras la independencia del Imperio otomano.

Hay una parada de autobuses, otra de taxis frente a la fachada del Museo. El calor seca los escasos árboles que la respaldan a un costado, y semeja ciertamente improbable que nadie se pueda sentar en la terraza vacía que aguarda sin sombra sobre la acera. Cruzar la explanada parece una tarea imposible. Una pareja de inglesas pálidas armadas con sombreros de paja y guías de viaje lo lleva intentando desde una época ancestral, semeja, y nadie sabe si por fin van a conseguir escapar de su desierto estival. Sentado en las escaleras, tras una mañana pasada entre ídolos cicládicos y diosas antiguas, pienso que no voy a cruzar nunca la calle. Esperaré a que venga el invierno de nuevo.

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La vida sigue en la ciudad. Hay algo fascinante en el caos de una capital en verano.

Frente al Arco de Hadriano, en las calles inmediatas al barrio de Plaka se agrupan los turistas y los atenienses a mediodía. Salen y entran de los locales de comida barata - ensaladas en recipientes de plástico; yogures y frutas en un vaso; frutos secos en cucuruchos de papel. Se sientan en la acera, en las sillas de las terrazas, en unos bancos de la parada del autobús... El calor crece por momentos. Los turistas hacen un alto en su tránsito geométrico. Los atenienses, no. Se sientan, miran alrededor, hablan entre ellos con voz pausada. En verano no ocurre nada y semejan saber no esperar nada, mirar el día sin accidentes... Es posible que tampoco ocurra nada en invierno.

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Una imagen me tenía fascinado, estos días. Era la del país donde - a despecho de su fama - hasta el siglo XIX no llegaba nadie. Nadie llegaba hasta una Grecia, apartada y sin caminos y bajo la dominación otomana. Toda la evocación obsesiva del arqueólogo Winckelmann - y la noción en cierto modo sistemática del arte como repetición del arte griego - la efectúa éste desde Italia, desde las bibliotecas de los principados alemanes. Nunca pensó en alcanzar Grecia. Tampoco lo pensaron Goethe, ni Lessing, ni Poussin, ni Piranesi, ni van Heemskerck... Ni siquiera Antonio Canova. Cuando este último descubre los originales griegos lo hace en Londres, recorriendo las salas del Museo Británico. (Declara entonces que tendría que haber nacido de nuevo, después de haber contemplado los frisos del Partenón).

También lo pensaría, un siglo más tarde, Ernest Renan. A su regreso de un viaje por Alejandría, Beirut y Esmirna, visita Atenas. Sus lugares de meditación hasta ese momento habían sido los de una Bretaña tradicional primero; su personal interpretación del cristianismo más tarde; las revelaciones en el valle del Jordán.

Cuando descubre Atenas escribe:

"Cuando vi la Acrópolis tuve la revelación de lo divino (...) En ese momento el mundo entero me pareció bárbaro".

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Precisión de la distancia. Friedrich Hölderlin nunca conoció Grecia. De hecho apenas salió de su entorno, su Tubingia natal. Un viaje a pie hasta la región del Garona le sirve para pensar que ha aprehendido la región meridional. "Un signo - escribe - es suficiente para el que anhela". Estos días, a saber por qué, recordamos su emocionada evocación griega. En el poema en hexámetros El Archipiélago cuando pregunta:

¿Vuelven las grullas hacia ti? ¿Y dirigen de nuevo
hacia tus orillas su rumbo las naves ? ¿Acarician
brisas propicias tus olas tranquilas? ¿ Y solea el delfín
sus lomos a la nueva luz, atraído desde lo profundo?
¿Florece Jonia?; ¿Es ya tiempo?, pues siempre en primavera
cuando a los vivientes se les renueva el corazón y despierta
en el hombre el primer amor y el recuerdo de los tiempos dorados ...

Fascinación de lo lejano... Paseando por una Atenas ruidosa, llena de gatos y sillas y mesas en la calle, recuerdo la primera vez que alguien nos descubrió el poema de Hölderlin. Era en el Rastro madrileño, un domingo caluroso de verano a su vez. En medio de la multitud y los puestos de pachuli e incienso orientales Armando leía plácidamente a Hölderlin, su fervorosa descripción de una Jonia remota. Y a la vez, el lugar más cercano.

No sé si el recuerdo de el Rastro madrileño, los puestos de incienso y la lectura absorta de Armando tiene algo que ver con estos días, estas calles. Quizá no.

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Contemplación de la Acrópolis, el Erecteion a lo lejos, al atardecer.

- Es el origen de Europa, ciertamente.
- ¿Por qué?
- No lo sé. Lo siento así.

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También en verano puede darse la desolación.

Apuntaba el escritor irlandés Patrick Leighton en su libro de relatos sobre los Balcanes A Journey to Belgrade:

"Llegué a Atenas una tarde de domingo, en el agosto de 1952. La ciudad estaba medio vacía y un calor húmedo aplanaba las calles.

Sin ninguna dirección anotada, me dirigí hacia un hotel del que me habían hablado en Sofia. Se encontraba en el barrio inmediato a Sintagma, en unas calles traseras. No había gente por la calle. En la acera los gatos hurgaban en los cubos de basura. Una mujer hablaba sola, unas esquinas más allá. No vi a nadie más.

El portero, en la entrada, me alcanzó la llave. Estaba escuchando un programa de radio y volvió a sumergirse al pronto detrás del mostrador.

En un pasillo alto, más allá de un cuarto trastero, se hallaba la habitación. Estaba abierta. No tenía más ventana que la que daba a un pequeño respiradero, una reja sucia desde la que se adivinaba el cielo. Una colcha rosa sobre la única cama, una lámpara mortecina en una mesilla, una alfombra gastada en el suelo. Eso era todo.

Me senté en la cama. Después de todos esos meses pensé que nunca había estado en un lugar tan apartado, tan triste".

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Había que cruzar luego unas calles como de mercado antiguo para llegar al restaurante que un profesor de semíticas, antiguo compañero de la Sorbona, había recomendado vivamente a Marianne. Había una tienda de antigüedades que semejaba inalcanzable tras los restos de metal, y unos divanes viejos que abarrotaban la acera. En un patio, lleno de motocicletas en desuso y muebles viejos, se abría, entre los restos de la chatarra y unas fuentes de hierro en desuso, la puerta del local. Era ya de noche cuando llegamos. Era muy oscura, y ventosa. Subimos entonces a una terraza fresca donde habían colocado las mesas bajo unas sombrillas de tela. El aire, agitado, hizo retirarlas al poco, y nos quedamos entonces en una especie de velador estrecho bajo las estrellas y el cielo de Atenas.

Frente a nosotros, se levantaba solemne la colina de la Acrópolis. Semejaba lo único inmóvil en la noche airada, el viento que hacía levantarse los manteles, golpeaba los toldos, hizo volar el sombrero de tela de uno de los comensales hasta perderse en la calle oscura, debajo. Frente a las ruinas del Erecteion, de otro pórtico que no supe nombrar, creo que comenté en algún momento a Marianne que aquello semejaba, de alguna manera, el origen de todo. “Así que todo era cierto”, le dije. O algo parecido.

 Frente a la evidencia de los templos, su cercanía y la persistencia en lo alto de la colina, el peso de lo real de aquellos pórticos, frisos, columnas y frontones, el clasicismo surgía de repente como una certeza frente a la desolación, la continua devastación de los bárbaros.  Estábamos muy lejos, pensé de pronto, de la sombría Lusitania, sus negros montes, la niebla que cubre siempre los valles.        

La noche, más tarde, se hizo muy fresca. Bebimos unas copas de ouzo, el fuerte aguardiente griego. Regresamos luego por unas calles estrechas, que el vendaval y un amago de tormenta había dejado vacías.

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Lo que resta tras la calma.

En un paseo por las afueras de la ciudad hablamos con el taxista sobre la guerra y la ocupación alemana. Cuenta sobre ellas, sobre la resistencia y la feroz represión. No puede ser su memoria, pienso, porque es demasiado joven. Pero hay algo absolutamente sólido, real en lo que cuenta y siento, de algún modo, que es una memoria colectiva, que aún permanece.

El verano es la época plana, sin accidentes. En esta ciudad, siento, una historia tan desdichada surge de pronto detrás de la lasitud del día. La memoria nombra aquello que se escapa a la transparencia, un presente sin relieve bajo el sol de agosto.




lunes, 8 de agosto de 2016

Playa de la Albufereta




En las afueras de Alicante, sobre la nueva carretera a Campello, persisten aún los restos de un antiguo alfaz. La finca, de un color tierra más oscuro que el campo, los solares que la rodean, guarda esa disposición entre urbana y rural que poseían estas casas en las afueras. Donde se mezclaban los amplios almacenes para guardar la almendra con una despejada terraza sobre el porche para tomar el fresco a la tarde, y aún alguna alberca cercana, de uso estival. Está bastante cuidada. Su presencia, entre las rotondas de asfalto, las vías del tren de la costa y una explanada vacía donde se sitúa un gran centro comercial, es, aún, una marca del antiguo verano.

No hay más. El resto son carreteras de circunvalación, puentes hacia la playa, un descomunal cauce de cemento del río que nunca lleva agua y en cuyos márgenes proliferan las matas secas; un como campo de fútbol clandestino, el esqueleto de una barca que nadie sabe cómo fue allí a parar.


jueves, 21 de julio de 2016

cala ratjada II




Del poeta Pere Caldar había encontrado en una oscura librería de Palma hacía años su breve y rara Ruta de Mallorca. Era un libro de notas de viaje en donde la descripción escueta cedía a veces a una suerte de segundo itinerario, alegórico y apenas insinuado. Lo leí en su momento, un verano. Del autor sólo encontré, tiempo más tarde, algún poema suelto en una antología local editada en Manacor, unos textos igualmente elusivos en un catálogo para la galería Maior de Pollensa y la reseña de un artículo sobre costumbres locales en el Diario de Baleares. Nada más.

El pintor G. me comentó que lo había conocido. Había vivido al parecer Caldar en una finca cercana a Capdepera durante algún tiempo, y en alguna ocasión había subido hasta el estudio del pintor. También acudía a veces a las cenas que la galería Sa Pleta Freda organizaba en verano, en las exposiciones de la sala. Se había marchado luego de la isla y residía en la actualidad en un pueblo del Ampurdán, creía G. No supo decirme nada más.

No he encontrado su nombre, aunque lo busqué, en la excelente La ciudad sumergida, el relato de José Carlos Llop sobre los días de Palma. En el exhaustivo diccionario de las vanguardias de Juan Manuel Bonet. Ni siquiera en el clásico Diccionario de escritores mallorquines del Instituto Jaume I, en donde aparecen nombres que sólo allí parecen haber existido.

Retornado el verano en otros lugares, en un momento dado recordé la descripción que del mismo se hacía en el librito de Caldar. El verano es la isla, pensé.

"Tormenta en Llansá. Después, un calor nuevo sobre la finca, ya el verano de pronto. Han recogido las cosechas en el Alto Ampurdán. Todo se detiene luego.

Entonces he recordado otro lugar. Era Capdepera, el pueblo en lo alto sobre la bahía de Cala Ratjada. En la plaza, a mediodía, ya no cruzaba nadie. El sol sobre las fachadas de piedra - el maresme - de la isla, las casas cerradas. El rumor de los coches, de la carretera más allá. El camino a la costa dibuja una curva a la mitad del pueblo, cruza alrededor de la plaza en la que me refugio normalmente a estas horas. Es la imagen del agosto en la isla, del tiempo en suspenso - a la espera de qué acontecimiento que, intuimos, no va a tener lugar.

En el café de la esquina espero a G., a otro amigo francés, que trabajan en el estudio hasta tarde. Fuera, en la acera, algunos veraneantes se sientan bajo las sombrillas, en la terraza polvorienta y seca. No ocurre nada.

Cuando lleguen G. y el pintor bretón tomaremos una cerveza. Bajaremos más tarde hacia el pueblo, a alguna casa de las afueras, al bar de la playa luego. Entonces, tarde, es posible que suceda algo, que el día se mueva".






jueves, 30 de junio de 2016

De geografía china




En el Dictionary of Places and Locations from the Modern Japan, editado por la Universidad de Princeton a principios del siglo pasado, aparecían varias referencias a lugares tradicionales de la geografía medieval china.

A pesar del título el diccionario en cuestión es sobre todo una enciclopedia y sus entradas hacen alusión antes a un repertorio de origen medieval -la edad media perduraría hasta el siglo XVIII en el reino de Nippon - que a lo que la historiografía entiende como "edad moderna". Incluye numerosos artículos referidos más bien a una tradición del Reino de la China que a la estrictamente nipona.

El diccionario figura en la biblioteca del Instituto de Estudios Orientales de la Universidad de Salamanca, y en el mismo, exhaustivo e inagotable, se pueden encontrar todo tipo de referencias a autores, periplos y lugares remotos de la geografía oriental. La mayoría son lógicamente desdeñables, a no ser que el lector padezca de insomnio. O de esa incurable manía clasificatoria que hace que para algunos lectores - como afirma el novelista británico Somerset Maughan en uno de sus prólogos - la lectura preferida sean las guías de ferrocarriles o los Atlas mundiales. O los repertorios universales, al modo de las Etimologías isidorianas, por ejemplo.

En algún artículo del interminable Diccionario se hace referencia a ciertas obras del poeta Toshei - autor del que tan pocas noticias se conservan. Una de ellas, la cual hubo de llamar mi atención, era una alusión a una especie de ensayo geográfico en el que el escritor recogía alguno de los mitos tradicionales de la topografía de la época. Entre ellos el del conocido reino del legendario Emperador Amarillo, tradición que, como todo el mundo sabe, tiene su origen en el Imperio de los Tres Reinos, de donde - junto con la escritura y tantas otras invenciones - llegaría en época más tardía al Japón.

El artículo, que se titulaba El reino perdido, decía más o menos así (la traducción, esto es la traición, es mía):

"En otro tiempo el funcionario Chen Yua, que habitaba en las montañas de la región de Xingjian, decidió partir en busca del legendario reino del Emperador Amarillo.

Se puso en marcha y bajó de las montañas. Atravesó un gran rio. Al otro lado se adivinaban los restos de una oscura muralla. Los cruzó y se adentró en la llanura. Ésta era cada vez más árida y más despoblada. Al cabo del tiempo apenas encontró alguna aldea o asentamiento habitado. Las piedras al principio y la arena más tarde le rodearon y en el horizonte sólo pudo divisar ya más rocas y más arena.

Algunos campamentos, efímeros, se instalaban en el desierto. Sus pobladores eran bandidos, contrabandistas o conductores de ganado. Chen Yua anotó que hablaban muy poco o proferían terribles maldiciones. Algunos se rieron de él al advertir sus ropas montañesas. Otros convivieron a su lado durante meses sin decir nada.

Al otro lado del desierto, en el horizonte, se levantaban de nuevo las montañas. Después de muchas jornadas, de días de tedio y sed, logró llegar hasta ellas. Allí advirtió que los lugareños vestían de un modo similar a él, y hablaban un dialecto parecido.

Entonces les preguntó por el lugar del mítico reino, por el Emperador legendario. Los montañeses le miraron con asombro y nadie supo decirle nada.

Por fin, una noche, alguien le respondió:

- Has estado en él. La llanura que acabas de cruzar, el desierto, es todo lo que queda del Reino".



        - De      AA.VV.    Dictionary of Places and Locations from the Modern Japan    Univ. of Princeton Press,  New Jersey, 1907. ( vol. XIV )




miércoles, 1 de junio de 2016

Emblemas




En un tratado sobre alegorías y símbolos tradicionales de la pintura del Barroco encuentro las marcas de lo Universal, la antigua cultura.

Las Horas, la Discordia, Eros, el Mensajero, o el matraz del alquimista... Marcas de lo Universal, de los Nombres de las cosas. Constituían la antigua forma de la cultura, su laborioso texto, la trabajosa matriz desde la que se podía aludir a un particular, y elaborar una imagen - o un relato - en concreto.

En un tiempo en que toda alegoría ha quedado arrasada, todo simbolismo, todo aquello que no responda a la más triste inmediatez, a la excepción de los objetos - como si fuera del texto alegórico pudiera haber nada concreto.



miércoles, 13 de abril de 2016

El rabino Aizik de Cracovia




La historia aparece citada en la introducción que Victoria Cirlot realiza de El vuelo mágico, una recopilación de textos de Mircea Eliade, el antropólogo - y mitógrafo, historiador de las religiones y novelista - rumano.

En algún lugar leemos que el relato a su vez había sido recogido originalmente por el filósofo israelí Martin Buber, y más tarde por el historiador alemán Heinrich Zimmer, quien se lo contaría en última instancia a Eliade. Debió de pertenecer a una tradición oral, hashídica, según se apunta en otro lugar.

El apólogo fundamentalmente cuenta que:

"En Cracovia vivía un rabino muy pobre, llamado Aizik. Este rabino soñó varios veces con un tesoro que se hallaba debajo de los pilares de una pasarela, que al cabo reconoció como el puente que cruzaba el Palacio Real de Praga. No prestó demasiada importancia al principio a tan improbable quimera. Pero al repetirse varias veces el sueño, y cada vez con mayor precisión, optó finalmente por ponerse en camino con sus miserables medios y dirigirse a la ciudad.

Cuando llegó a la capital encontró que el puente, como era de esperar, se hallaba permanentemente custodiado por la guardia real, y que ésta jamás abandonaba la vigilancia, día y noche. Merodeó durante varias jornadas alrededor del mismo. Hasta que una mañana el capitán de la guardia, que había advertido sus pesquisas, lo retuvo y le interrogó acerca de ellas.

El rabino optó por contarle la verdad y le describió el sueño que había producido tan extravagante viaje.

- Los sueños son engañosos - replicó el capitán. - Cien veces he soñado yo con una casa en Cracovia, al pie de una calleja oscura e inmediata a una triste sinagoga. Al pie de las tablas del patio se halla un tesoro... Pobre rabino, nunca he hecho el menor caso a mi sueño y me he ahorrado por lo menos el fatigoso viaje.

El capitán a continuación ofreció al rabino una pequeña colación y le animó a que retornara sin demora a su villa. El rabino le agradeció sus consejos y volvió a la ciudad. En su casucha miserable, al regreso, buscó donde el capitán le había indicado en el sueño y allí en su propia casa halló el tesoro".



El  cuento, bastante conocido, aparece citado por otra parte en el filósofo judío Lawrence Kushner, en su Libro de los milagros.

Curiosamente es el mismo que recoge Jorge Luis Borges en su Historia de los dos que soñaron. Pero si en el primero la narración pertenece a la tradición hashídica, en este caso el argentino rehace el relato que da lugar a la Noche 351 del libro Las Mil y una noches.

La antología, como se sabe, se había recopilado en torno al año 850 en árabe a partir de una colección persa, la Hazár afsana (o Mil leyendas), más antigua. Esta recopilación persa tampoco era original puesto que en ella se encontraban apólogos que en su origen pertenecían a la India y eran bastante anteriores. Del cuento en cuestión - o "Historia del hombre de El Cairo" en la acepción más popular del relato borgiano - existe a su vez otra versión de Al Matmari, en 150 cuentos sufíes atribuida a Valal Al- Din Rumí, "prácticamente idéntica".

El argumento se repite en diferentes lugares. En la recopilación de cuentos populares del siglo XVII de Jerónimo Cortés, titulada generosamente Libro y tratado de los animales terrestres y con la historia y propiedades de ellos, se nos indica que en alguna de las narraciones "el tesoro se encuentra en la propia casa del protagonista, debajo de la escalera".

J.L. Borges, que de nuevo realiza una narración perfecta - sobre un hombre de El Cairo que viaja a Isfaján detrás de su sueño - atribuye el relato al historiador Al Idrisi. En realidad, como sabemos, pertenece a las Mil y una Noches y el argentino alteró alguna de las circunstancias, como la ciudad del protagonista, de la original recopilación árabe.

El cuento se inicia con las palabras :

"Cuentan los hombres de fe (pero sólo Alá es omnisciente y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre...".

El mismo relato aparece, una y otra vez, en distintos lugares, en diferentes tradiciones y épocas...

Para alguien como el escritor argentino que había elaborado una teoría platónica de la literatura y recordado, en torno al poema Kubla Khan de Coleridge, que "veinte años antes Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir son episodios o fragmentos de un solo poema infinito erigido por todos los poetas del orbe" esta circunstancia, la de un relato que resurge una y otra vez y cuyo autor se oculta indefinidamente, no debía de ser del todo desdeñable.




viernes, 4 de marzo de 2016

Historia de Arlequín

                                                   
                                                               (Giovanni Domenico Tiepolo. Pulcinella. h. 1770)

1.

La figura de Harlequin aparece desde el repertorio legendario de la Edad Media relacionada en su origen con el paso, fascinante y estremecedor, entre dos mundos. Es uno de los personajes de la "cacería salvaje". Aquella en la que un grupo espectral y desaforado de cazadores sombríos persiguen la pieza, incansable y eternamente.

En una de las crónicas clásicas, la de Orderico Vitalis, monje de St. Evreul-en-Couche en el siglo XI, se describe cómo:

" (...) muchos vieron y oyeron un gran número de jinetes cazando. Eran negros, grandes y espeluznantes y montaban en caballos negros y negros ciervos, y sus perros eran negros, con ojos como platos y horribles. Esto fue visto en el parque cercano a la ciudad de Peterborough, y en los bosques que se extienden por la misma ciudad de Stamford, y por la noche los monjes los oyeron sonando y soplando sus cuernos de caza". En su Los demonios del mediodía Roger Caillois nos recordaba también cómo: "Según Mapes, la compañía del rey Herlething es vista a mediodía en los primeros años del reinado de Enrique II (de Inglaterra) entre Gales y Hereford. Esta familia Herelethingi era una furiosa tropa de jinetes acompañada de carruajes, perros, halcones, etc., que no respondía a ninguna pregunta y que se desvanecía en el aire cuando la buscaban para retenerla por las armas".

La "cacería salvaje", originaria de la mitología del norte europeo y presente en diversas tradiciones, recibe diferentes nombres. En Normandía es la chasse Annequin. En la Isla de Francia la chasse Saint Hubert. En Quebec la chasse-galerie. Al norte del Danubio la caza de Odin. En Inglaterra es el rey Herla (Hellequin) el que dirige la hueste. En Dinamarca, el rey Valdemar Atterdag. El germano Wuodan o el céltico Arawn. El Comte Arnau en Cataluña o el abate Martín en la leyenda de los perros del Eitzari-Beltza en el País Vasco. Según Manuel Alvar, en la tradición de la Castilla medieval, "la mesnada era conducida por un Herlequin, conde de Bolonia muerto el 882 con sus soldados en un encuentro contra los normandos". En su clásico "La cultura del Renacimiento en Italia" el historiador Jacob Burckhardt relataba que: "En la noche que precedió a la gran inundación del Arno, en 1333, uno de los santos eremitas de las alturas de Vallombrosa oyó desde su celda un diabólico estruendo; se santiguó, avanzó hasta el umbral, y ante sus ojos cruzaron negros y siniestros jinetes armados de todas armas. Uno replicó a su conjuro con estas palabras: "Vamos a la ciudad de Florencia, y si Dios lo permite, la asolaremos en castigo de sus pecados".



Un relato de Diego Hurtado de Mendoza, recogido en Las guerras de Granada en 1627, nos habla sobre la "estantigua", la versión castellana de la cacería:

"Y ven los moradores encontrarse por el aire escuadrones; óyense voces como de personas que acometen; estantiguas llama el vulgo español a semejantes apariciones o fantasmas que el vaho de la tierra cuando el sol sale o se pone forma en el aire bajo, como se ven en el alto las nubes formadas de varias figuras y semejanzas".

Hellequin, un emisario del mundo otro, vestido de negro y con una cohorte de figuras similares es quien, en la tradición medieval francesa, recorre los campos de noche en la cacería de las desventuradas almas que en su camino tienen el infortunio de encontrarlas. (Un remedo de esta travesía nocturna se recoge en las tradiciones en torno a la Santa Compaña en Galicia, o la leyenda del mal comte en Cataluña).

Intervención del otro mundo en éste, en algunos casos el relato de la cacería salvaje supone la noción de un tiempo otro, del tiempo demorado o suspendido de la otra parte.

Como en el relato del rey britano Herla, el cual acude al banquete de bodas del dwerf  Oberón, el monarca élfico, después de haber asistido éste al suyo.

Después de los tres días de la ceremonia en el reino de Oberón el rey Herla y sus acompañantes regresan. No encuentran el camino de vuelta o les es desconocido. Vagan por lugares que no reconocen o retornan siempre al paraje anterior. Preguntado al fin un pastor por la reina éste les responde: "Apenas puedo entender lo que habláis, porque yo soy sajón y tú un britano". Luego les refiere que ha oído la leyenda sobre un mítico rey de los britanos, el rey Herla. Pero ésta es muy antigua y los sajones gobiernan la isla hace ya más de dos siglos.

Condenados a vagar eternamente, en otra versión el rey nunca encuentra el angosto camino de regreso y su errancia prosigue ya para siempre en el otro lado.

En otro relato la hueste del rey había sido advertida de no descender de las cabalgaduras en tanto no lo hiciera un lebrel blanco, regalo del rey enano. Según esta versión transcurren tres siglos hasta que los caballeros pueden bajar de los caballos "y aquellos que lo hicieron antes quedaron inmediatamente convertidos en polvo".



2.

Rumores de la cacería... En el País Vasco, cuenta el erudito Barandiarán, cuando se oía el viento nocturno los aldeanos exclamaban: "¡Los perros del abad!" y se acogían al fuego. En Suecia la cacería de Odín es escuchada, pero nunca vista. "Entre los truenos - se nos cuenta - el ladrido de dos perros, en tono muy alto y muy bajo, es el único sonido identificable". Según otra versión el bosque se silenciaba  "y sólo los ladridos, los truenos y algunos gemidos eran escuchados". Al norte del Rhin los campesinos oyen entre la tormenta los cuernos de caza nocturnos de la hueste del antiguo conde del Rhin. Éste, como es sabido, prosigue su cacería incansable después de haber hecho sonar las trompas una mañana de domingo, frente a las campanas que llamaban a la oración. En Polonia "Diana es identificada (...) con Dzewana, la cual, armada como para ir de caza a mediodía, recorre con sus perros el bosque". Nadie debe encontrarse con ella o su cortejo venatorio.

"Los árabes identifican ese viento - el viento aullador - el cazador y la muerte", se nos señala en otro pasaje.


3.


Lugares, momentos de paso... El latino Varrón ya advertía: "Cuando el mundus está abierto puede decirse que está abierta la puerta de las tristes divinidades infernales". En el imaginario latino el axis mundi es el "punto de unión del cielo, la tierra y el infierno". La cultura romana de las Lemuria recogería después la tradición griega de las Anthesterias, período de doce días a mediados de febrero  "durante el que el más allá está abierto".

"Durante todo el día la ciudad (Atenas) está bajo el dominio de Dionisos y su cohorte infernal. Salvo el del Pantano los templos están cerrados y ya no protegen la ciudad. Más bien se protegen ellos mismos, cercados por un cordón de las fuerzas subterráneas (...) Allí cerca se derrama agua en abundancia para que las almas la beban; o trepen por ella para salir a la superficie de la tierra; allí mismo también se rinde culto a la madre Tierra".

En sus Bodas de Cadmo y Harmonía Roberto Calasso recordaba cómo: "Dionisio llegaba a Atenas, para las Antesterias, junto con las almas de los difuntos y con ellas desaparecía (...) Se reunían campesinos, esclavos y braceros de los grandes propietarios. Bailaban y esperaban la fiesta. El santuario se abría a la puesta de sol, sólo ese día en todo el año. Era un día contaminado. En las puertas de las casas, la negrura de la pez recordaba los espíritus que vagaban y, al final, serían expulsados".




Siglos más tarde, cuando la Francia medieval recupere la leyenda del Ellequine se nos explica que: "Se designa así a un grupo de muertos conducidos por un gigante tuerto, que recorre la tierra durante el período de Doce Días (Navidad- primero de año). Se interpreta como una personificación de la tempestad". El eco de esta configuración del año lo recoge el calendario cristiano, como sabemos, en la  fiesta y la noche de San Silvestre.

Momentos de paso... En el antiguo calendario celta la noche de Samhain, el 31 de octubre, designa el tránsito al año nuevo celta - y el comienzo de la "estación oscura". En otras descripciones se nos indica que la celebración del Samhain tenía lugar exactamente durante la luna de octubre- noviembre. La etimología del término en gaélico designaba "el final del verano". En esta noche las interdicciones entre los dos mundos eran clausuradas y ambos podían, por un lapso de tiempo exacto, volver a comunicarse.

"Samhain - se nos dice - es una de las dos noches de "espíritus" en todo el año, siendo la otra Beltane. Es una intervención mágica donde las leyes mundanas del tiempo y el espacio están temporalmente suspendidas y la barrera entre los mundos desaparece".

En otro lugar se nos describe cómo "en la mitología celta los sidhe o pueblos feéricos también celebraban Samhain (...) En la víspera de noviembre las hadas podían tener maridos mortales y se abrían todas las grutas...". En otra tradición medieval, que recoge el romancero viejo castellano, no será casual que el encuentro del Infante Arnaldos con la nave misteriosa, aquella que la mar ponía en calma / las olas hace amainar...  tenga lugar la mañana de San Juan. (En el antiguo calendario Litha, la fiesta pagana del solsticio).

Yo me levantara madre
mañanica de sant Juan;
vide estar una doncella
ribericas de la mar ...




O los lugares de paso... En ellos se produce el tránsito, el acceso al otro lado. En la tradición clásica este lugar es en muchas ocasiones un río de nombre tremebundo: el Piriflegeronte, "río de fuego"; el Lete, "río del olvido"; el Aqueronte, "río de la aflicción"; el Cocito, "río de las lamentaciones"... El más célebre el río - o laguna según otras versiones - Estigia, "río del odio".

Menos formidable que los ríos sombríos, otras veces es una cerca, una simple valla la que protege el acceso. Esta valla, que en ocasiones el protagonista cruza inadvertidamente, señala un límite preciso: el del jardín, el espacio cerrado en cuyo interior, como todo el mundo sabe, tiene su escenario el Paraíso. (En un argumento reiterado y mágico, alguien cruza el umbral. Más allá, de pronto, ocurre el acceso al otro lado, encerrado en el jardín, y al tiempo mágico del hortus conclusus. Les ocurre a los protagonistas del Roman de la Rose, el relato cortés de Guillaume de Lorris, en el recinto alegórico. En las leyendas sobre Sierra Morena recogidas por Washington Irving en sus The Alhambra: A series of Tales of the Moors and Spaniards, donde las cuevas de la sierra esconden un perdido ejercito de los nazaríes, sus huestes mágicas... Pero también, en un ámbito más profano, le ocurre al inadvertido visitante de "Ellos", el relato de Rudyard Kipling - del libro Traffics and Discoveries- en donde de nuevo sucede el encuentro maravilloso tras el trivial y azaroso acceso a un jardín...).




O la montaña: "El Paraíso era el ombligo de la tierra y según una tradición siria estaba situado en lo alto de una montaña, más alta que las demás", relata en algún lugar de su Diccionario de las religiones Mircea Eliade.

O la gruta, que niega siempre el acceso y en cuyo interior se escucha, desde fuera, como un vago rumor de voces...

En Irlanda estos lugares son quizá menos formidables. Ninguno posee el eco épico, y distante, de la Isla Blanca, por ejemplo, allá en el Ponto Euxino, adonde fuera a morar el formidable Aquiles después de su muerte. Pero son sin duda más abundantes... No podía ser de otra forma en ese lugar en donde, según el poeta Yeats, "este mundo y el mundo al que vamos después de la muerte no están muy separados".

Se encuentran principalmente según el escritor, que la conoció en su juventud, en la comarca de Sligo, en la provincia de Connacht, al noreste de la isla.



Allí - en The Celtic Twilight - se nos describe cómo:

"Un poco hacia el norte del condado de Sligo, en el lado sur de Ben Bulben y a algunos centenares de pies por encima del nivel de las llanuras, existe un pequeño rectángulo blanco en la caliza. Ningún hombre mortal lo ha tocado nunca con sus manos; y ningún cordero o chivo jamás ha venido a pastar la hierba junto a él. No existe lugar más completamente inaccesible en todo el mundo, y pocos lugares tan rodeados de un ambiente de terror para un ánimo exaltado. Aquí están las puertas del País de los Genios. En mitad de la noche se abren de par en par y sale la ultraterrestre tropa".

En otros lugares es una playa rocosa y desierta. Un arroyo sombrío, un puente, un fresno, una antigua abadía... El bosque, desde luego.




4.


Según la misma tradición irlandesa la isla de Brazil - o Hy Brazil en gaélico - es el lugar adonde fueron a parar los antiguos dioses después de su paulatina desaparición. Se encuentra situada vagamente en el Océano, "al Oeste de Irlanda". En las descripciones de la misma ésta se encuentra por lo común cubierta por la niebla. Su perfil se difumina después de que los navegantes la hayan divisado a lo lejos, inciertamente.

Aparece dibujada en el conocido portolano de Angelino Dulcert, en 1325. Como "isla del Brasil" en el mapa de Andrea Branco en 1436 (aunque algunos señalan que puede tratarse de la Isla Terceira de las Azores).

En 1674 el capitán John Nisbet proclamó haber divisado la isla durante un viaje desde Francia a Irlanda. "Aseguró que la isla estaba poblada por grandes conejos negros, y un mago que vivía solo en un castillo de piedra".



5.


 (Picasso. Famille de saltimbanques. 1905)


En la descripción clásica de Arlequín éste es un emisario de la otra parte, ataviado con una máscara negra, que recorre los campos con su cohorte infernal.

"Harlequin fue originalmente Hellequin, un ser demoníaco que, adentrado en los bosques de invierno, dirigía su aulladora cohorte de ánimas errantes. Un habitante del reino de la Muerte, mensajero del otro mundo, que sirve como barquero entre los reinos de los vivos y los muertos...".

La descripción es de Jean Clair, el crítico e historiador francés, quien la realiza no casualmente en su The Great Parade, un ensayo dedicado a Picasso y a su interpretación temprana de la figura del arlequín.

Y prosigue: "El Arlequín de Picasso - como el Trismegistos de Guillaume Apollinaire - avatar del tres veces grande Hermes, conductor de las almas, un dios maligno - no ha perdido su conexión original con el reino de la Noche, y el cielo circense abajo, donde acróbatas y trapecistas actúan".



6.

                                                           
                                                                          (David Bowie. Ashes to Ashes. 1980)


La figura de Arlequín pasará a partir del siglo XVI a formar parte del repertorio tradicional del teatro europeo, dentro de la configuración de la Commedia dell´arte. En ésta, que tendría su auge en los siglos posteriores, se desarrolla un tipo de representación en el que la improvisación, independiente del texto, surge a partir de unos personajes determinados y definidos, que el público iría reconociendo paulatinamente, y cuyas características eran subrayadas por el uso de unos atuendos reconocibles; de las máscaras en última instancia.

En algún manual se subraya que la Commedia dell´arte era la heredera, mantenida en el medio rural como farsa, de la antigua attelana latina, representación de origen osco que se realizaba en un ambiente popular desde el siglo IV a.C.

A partir de un momento determinado los personajes principales de la Commedia, que estaban más indefinidos en principio, serán:

Arlequín. Uno de los zanni o criados. De su tosquedad inicial se nos dice que el personaje irá evolucionando paulatinamente. Hasta convertirse en el personaje soñador, vestido a cuadros y acróbata, sumido siempre en enredos y eterno enamorado posterior.

Arlequín, criado de Pantaleone, está enamorado de la criada de éste, Colombina. Su torpeza le impide alcanzar ninguna de sus metas, así como rivalizar con acierto con su astuto rival, Brighella, el intrigante.

El personaje sería perfectamente reconocible además por el vestido a rombos, rojo y negro característico - que daría lugar al adjetivo "arlequinado". En algún ensayo se indica que este vestuario "era el recuerdo de su antiguo origen diablesco". En otro lugar se describe que "por lo general de cuero negro, tiene una enorme verruga o chichón en la parte alta. (Un posible cuerno cortado, vestigio de su origen diablesco )".

En la tradición del folklore medieval aún aparecía el recuerdo del Hellequin demoníaco:

"In 1262 a number of Harlekius appear in a play by Adam de la Halle as the intermediaries of  King Hellekin, prince of  Fairy Land, in courting Morgan le Fay".

Brighella. Compañero de Arlequín. Astuto, intrigante, "fabulador de enredos".

Colombina. Criada de Pantaleone. La eterna, e inalcanzable, amada de Arlequín y Pulcinella.

Dottore. Compañero (o rival) de Pantaleone. Siempre vestido de negro. Altivo y distante.

Pulcinella (más tarde Pierrot) .Vestido de blanco y sin máscara. Criado, pintor, lunático, amante... A lo largo de su evolución se convertirá en el personaje por excelencia de la Commedia italiana.

Su personaje se irá diferenciando progresivamente del de Arlequín - tomando la figura del Pulcinella veneciano por un lado. Y por otro del ensoñador y ausente enamorado que el romanticismo - pero antes Watteau y la pintura francesa - adoptarán como uno de sus arquetipos preferidos.

Figura asimismo del simbolismo finisecular, su figura adquiere ya la forma de una ausente, extrema  melancolía.



(Aubrey Beardsley. The Death of Pierrot. 1896).

Como en el célebre epitafio añadido a los dibujos de Aubrey Beardsley, "La muerte de Pierrot":

"Cuando oscurecía Pierrot cayó en su último sueño. Entonces los comediantes, Arlecchino, Pantalone, Il Dottore y Colombina subieron de puntillas y en silencio las escaleras y, llenos de cariño, se llevaron sobre sus hombros al clown de Bérgamo, que se había vuelto blanco; nadie sabe dónde".

Pantaleone. Es el amo de los zanni…Puede ser padre, esposo - tradicionalmente veneciano. También comerciante. Y calculador. Y avaro.




7.

(Jean Antoine Watteau. Gilles. 1721)


Más tarde, y en algún momento, la figura de Pierrot se irá diferenciando paulatinamente del resto de los zanni o criados de la Commedia dell´Arte. Hasta llegar a convertirse en el personaje pálido y ausente del imaginario del siglo XIX - y del simbolismo tardío del siglo XX. Esta configuración, tan cara al fin-de-siecle se moverá sin embargo durante un tiempo en la ambigüedad.

"Las características de Pierrot y Arlequín - nos cuenta un ensayo sobre la imaginación moderna de la Commedia - cambiaron con el tiempo y puede encontrarse la figura de cada uno representándose a sí mismo, o a la personalidad (opuesta) del otro. Y eso sin mencionar los cambios de nombre, lo que significa que aquello que llamamos Pierrot es a veces Pedrolino, a veces Gilles, o Pagliacci, o Petruska, u otras cosas...".

Según cuenta la  tradición la configuración definitiva del personaje se deberá al célebre mimo francés Jean Gaspard Deburau (1796-1846) el cual "representó al Pierrot taciturno durante varias temporadas en el Théatre des Funambules de París". A partir del mismo la vestimenta blanca de Pierrot será la marca del ausente, lunático enamorado de Colombine - de la luna más tarde, en su definitiva configuración espectral. De su carácter melancólico nos dará cuenta una reseña posterior que advierte del éxito de la representación del célebre mimo en el citado teatro, a la que nombra como "Pierrot de la mort".

La imagen había sido fijada de alguna manera ya en el Gilles de Watteau en 1718. El cuadro según parece podría tratarse de "un reclamo que un antiguo actor (...) llamado Belloni y que había interpretado el papel de Gilles le encargó pintar para el café que inauguró en 1718".

La figura - "Pierrot, dit autrefois Gilles" tal como aparecería en las relaciones a partir de entonces - era inolvidable. Apartado de la escena galante que se desarrolla a sus espaldas, un tanto envarado, un tanto ausente, el pálido personaje mira de frente al espectador, mientras la vida, los acontecimientos tienen lugar en otra parte. Su figura espectral no pertenece ya al mundo de la actividad. Separado de ella, se encuentra ya en esa distancia permanente, absorta, que acompaña la imagen del melancólico - del reino de lo suspendido.

A partir de ese momento el romanticismo recoge con asiduidad la figura. Las citas al Gilles - o Pierrot - de Watteau se reproducen en Gautier, Baudelaire, Charles Nodier,  Nerval, Banville... Pierrot se ha convertido en un personaje caro al sentimiento romántico del artista, el cual, en su distanciamiento de lo inmediato, en su melancólica ausencia y su torpeza para lo cotidiano, sirve de modelo a una crítica de la inmediatez. Frente a él, Arlequín se configura a veces como el taimado - y teatral - rival de éste. Enfrente, la figura femenina de Colombina, la cual en su caracterización última adquiere las prerrogativas de la femme fatale. Hasta el punto de que en algún lugar se la relacione con la Salomé bíblica, imagen extrema de ésta - tal y como recogerá la breve y definitiva obra de Óscar Wilde, con las no menos extremas ilustraciones de Aubrey Beardsley.





Theodore de Banville había sido uno de los primeros escritores franceses en dibujar la imagen. "Desde entonces - se nos dice en otro lugar - Pierrot y la luna están siempre en relación". Más tarde Flaubert escribirá su Pierrot au serail. Emile Reynaud el Pauvre Pierrot, Jules Laforgue el Pierrot (scene courte, mais typique)... El Pierrot de Banville - "le bon Pierrot que la foule contemple"- será musicalizado años más tarde por Francis Poulenc, en 1933. No será la única de las versiones musicales. Años antes, en 1912, Arnold Schoenberg había estrenado en el Berlin Choralion Saal una serie de canciones -veintiuna -, sobre textos de Albert Giraud, a las que tituló Pierrot Lunaire. Los textos se dividían en tres grupos simétricos de siete poemas. "Sobre el amor, el sexo y la religión". "Sobre la violencia, el crimen y la blasfemia". Para culminar con el regreso de Pierrot a su Bérgamo natal. "Y el pasado acechándolo". El 15 de mayo de 1920 se estrenaba en la Ópera de París el ballet Pulcinella de Igor Stravinsky  con los decorados de Pablo Picasso, encargada la obra por el prometeico empresario Serghe Diaghilev.






 8.

En el modernismo hispanoamericano Amado Nervo entre otros - pero también Leopoldo Lugones, o Manuel Machado - recogerán la figura del antiguo zanni . En un artículo en el diario "El Mundo" -comúnmente titulado como La muerte de Pierrot - hablará del "símbolo del espíritu artista" o del "símbolo del soñador empedernido, burlón y decadente". Lugones había escrito sobre un Pierrot negro. Pero también un Himno a la luna en donde la figura principal del enamorado distante y lunático era de nuevo la del personaje de la antigua Commedia.

(Marcel Carné filmará más tarde, en 1945, un Les enfants du paradis inspirado en la vida de Deburau, el mimo que había configurado el Pierrot ausente. Y aún en 1965 J.L. Godard filmará un Pierrot le fou recogiendo la figura, poética y extrañada, de éste).



(Marcel Carné. Les enfants du paradis. 1945)


En 1898 Rubén Darío, cercano a una figura que había sido cara al simbolismo europeo, escribe su relato "La eterna aventura de Pierrot y Colombina". El poeta nicaragüense ya había citado la figura en su Canción de Carnaval - de "Prosas profanas" - o en un poema suelto como Los regalos de Puck en 1891. Más tarde publica su conocida Balada en loor del Gilles de Watteau, en 1912.

" (...) Fue de vuelo, Puck. De pronto
a Colombina encontró,
y junto a ella, hecho un tonto,
a Pierrot "

había descrito en Los regalos de Puck.

En La eterna aventura... el motivo, recurrente en el simbolismo francés, vuelve a ser el de la pasividad de Pierrot enfrentada a la actividad - y el ingenio - de Arlequín, y alrededor de la figura galante de Colombina.

Es un baile de Carnaval. "Pierrot - nos dice Darío - no siente el peso del Tiempo. Él vive, come y sueña". Y más adelante: "Tú en realidad, Pierrot, a pesar de tu gula y tu afición al vino, eres un personaje triste".



(Federico Beltran-Masses. Pierrot malade. 1929)

Un poeta japonés del siglo XX, Daigaku Horiguchi, que escribe parte de su obra en el París de entreguerras, recogería más adelante la figura pálida del ausente enamorado.

¡Palidez de Pierrot! ¡Pena terrenal!
Pese a su brillante blancura
la faz de Pierrot era triste
como rayo de luna.
Pese a su brillante blancura
¡El rayo de luna era triste!



Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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