domingo, 24 de julio de 2011

El dios abandona a Antonio




Uno siempre había pensado que la traducción del poema de Kavafis hecha por José María Álvarez en la edición de "Poesías completas" de Hiperión había sido la primera, y era la buena.

Así la habiamos leído siempre.

Cuando de pronto a media noche oigas
pasar una invisible compañía
con admirables músicas y voces -
no lamentes tu suerte, tus obras
fracasadas, la ilusiones
de una vida que llorarías en vano.
Como dispuesto desde hace mucho, como un valiente,
saluda, saluda a Alejandría que se aleja.
Y sobre todo no te engañes, nunca digas
que es un sueño, que tus oídos te confunden;
a tan vana esperanza no desciendas.
Como dispuesto desde hace mucho, como un valiente,
como quien digno ha sido de tal ciudad,
acércate a la ventana con firmeza,
escucha con emoción, mas nunca
con lamentos y quejas de cobarde,
goza por vez final los sones,
la música exquisita de esa tropa divina,
y despide, despide a Alejandría que así pierdes.


Releyendo luego a E.M. Forster, su guía clásica "Alejandría", descubres que no, que habíamos leído el poema anteriormente. Lawrence Durrell lo había incluido, como un apéndice final, en la primera edición de su novela "Justine", y aunque no lo recordemos muy bien, ese debió de ser nuestro primer acceso al poema. Y a Kavafis, crees adivinar.

La edición de Durrell era una traducción al inglés de "Los dioses abandonan a Antonio". Que a su vez fue vertida al español por Aurora Bernárdez, traductora del "Cuarteto". Cuando volví a consultar el poema no lo reconocí y además me pareció retórico e impreciso. En algún lugar de las traducciones - del griego al inglés y de éste al español - se había  producido la traición.

Luego, recuerdas, habían aparecido más versiones. La de Bádenas de la Peña; la de Alfonso Silván, la de Ramón Irigoyen, la de un profesor chileno. O la última, en Visor, de Anna Pothitou y Rafael Herrera. Todas estaban vertidas directamente del griego, mientras que el poeta José María Álvarez había creado la suya a partir de la traducción inglesa.

Además ni siquiera era la primera. Contemporánea a la de Hiperion era la de Bádenas en Alianza, en 1983. Y eso sin contar con la clásica de Carles Riba al catalán, del año 1962 - entre otras varias que se citan, como la de José Ángel Valente- que dio lugar a una exquisita melodía, como en los versos:

"Quan surts per fer el viatge cap a Itaca,
has de pregar que el cami sigui llarg,
ple de aventures, ple de coneixences.
Els Lestrigons i els Cíclops,
l´aïrat Posidó no te n´esfereixis (...)

Has de pregar que el cami sigui llarg.
Que siguin moltes les matinades d´estiu
que, amb quina delectança, amb quina joia!
entraras en un port que els teus ulls ignoraven; (...)".

Sólo la melodía de una traducción al francés, muy anterior, de Marguerite Yourcenar, podía compararse. Como en "Les dieux disertent Antoine", que finalizaba en un "...et salue-la, cette Alexandrie que tu perds".

Así que, desde el punto de vista de la filología, o de la edición, todo era un poco falso. En algunas ocasiones se había aludido, y se repitió luego la cita, a las traducciones de J. M. Álvarez como ejemplo de arbitrariedad.

Alguna vez entonces consultaste otras. Leíste varias para el poema "La ciudad", para un trabajo que estabas preparando; para el mismo poema de "El dios..." que certeramente había elaborado Kavafis a partir de la "Vida de Antonio" de Plutarco. (En donde por cierto las interpretaciones eran un tanto confusas. Se dirigía el cortejo, con sones y bailes, a las tropas de Augusto; o era una música destinada al propio Antonio... O, en la interpretación más enigmática, nadie sabía en realidad de dónde surgía la música de Dionisos, que abandonaba así la ciudad...

El texto original de Plutarco decía que

"...en aquella noche, la última, cuando la ciudad de Alejandría estaba en el mayor silencio y consternación con el temor y esperanza de lo que iba a ocurrir, se oyeron gradualmente los acordados ecos de instrumentos y griterío de una gran muchedumbre, con cantos y bailes satíricos, como si pasara una inquieta turba de Bacantes. Esta turba pasó como del centro de la ciudad hacia la puerta por donde se iba al campo enemigo y, saliendo por ella, se desvaneció aquel tumulto feliz, que había sido muy grande.  A los que dan valor a estas cosas, les pareció que el dios abandonaba a Antonio,  aquel dios al cual siempre hizo ostentación de parecerse y en quien particularmente confiaba").

Pero de todas las traducciones las que eran falsas al final eran las otras versiones. Al final siempre volvías a la primera lectura - que ni era la primera, ni era, al parecer, la más fidedigna.

Qué le vamos a hacer, si no podías leer a Kavafis en griego, y la verdadera traducción, aunque no sea ni verdadera ni traducción al parecer, siga siendo la de José María Álvarez.


miércoles, 20 de julio de 2011

De gastronomía moderna



Festival taurino en Villanueva de Bogas, provincia de Toledo. De Madrid parte por la mañana un coche con destino a la villa. En él viajan entre otros N., fotógrafo extremeño y mozo de espadas, y Jaime Lopes, crítico taurino. Éste último ha sido invitado a participar en el festival por su amigo Ubaldo, concejal de festejos de la localidad y empresario a la sazón. El torero Antonio Sánchez Puerto - el elegante diestro manchego - le va a ceder uno de los novillos.

A última hora, Jaime se ha presentado con una rubia, algo añeja, que porta diminuto pantalón y por contra espléndida pamela blanca.

- ¿Quién es nuestra amiga, Jaime? - le ha inquirido N., un poco amoscado.
-  Es mi amiga Carolina, la azafata.
- ¿Azafata? Lo sería en el zeppelin...

Decididamente, no le ha agradado el tocado de la rubia, algo excesivo quizá para la comarca de La Sagra.

Conduce Aquilino, el empresario del Rastro. Hace las funciones de apoderado de Jaime. N. apenas abre la boca. Dispara la cámara de vez en cuando a las rastrojeras que cruzan, pasado Tembleque. Una liebre se ha atravesado por la carretera. Ha entrado por la derecha, observa el crítico, aquejado de taurinos presagios. Tranquilidad, no pasa nada.

- ¿Con quién vienes, N.? - le pregunta Antonio, banderillero local, al llegar.
- Aquí. Con Luis Miguel y Ava Gardner - ha respondido éste.

Al bajar al pueblo hay que buscar donde reponerse, antes de que dé comienzo el festival, a primera hora de la tarde.

- ¿Dónde vamos a comer, Aquilino? - ha preguntado Carolina.
- Donde va a ser... Sólo hay el bar de la plaza.

Hacia allí se han dirigido. Está lleno, por supuesto. Son las fiestas y los mozos, y los padres, y los abuelos de los mozos, que La Sagra produce una rara longevidad, ocupan la barra, la terraza y la calle enfrente. Algunos se han subido al pretil de la fuente. Corre el vino, oscuro y honrado.

- ¿No tendrían ustedes una mesa? - inquiere por fin Aquilino, que tiene tablas en esto del trato, a la sólida moza que circula por entre la sala.
- ¿Mesas? Tener tengo muchas. Pero están todas ocupadas.
- No, si ya... Es que venimos aquí con el torero. Y con la prensa. Y con la aviación. Y con la fama.
- Voy a ver.

Al final les instalan al lado de la cocina, en un pasillo que da a un patio, donde se acumulan las cajas de Cruzcampo y una máquina de discos averiada. Duermen dos galgos flacos en una perrera, al final del pasaje. Cartones con pan duro sobre el suelo. Un reclamo de perdiz, encima de los cartones.

- ¿No nos van a poner mantel? -  pregunta la azafata.
- Creo que no. No han reconocido al torero.

La moza tarda en volver. Desde la barra los viejos, alguno contemporáneo de Domingo Ortega, el diestro de Borox, no pierden de vista a Carolina. Lo que más se destaca ahora en el local es - junto al ruido entusiasta que produce una banda de música, a la puerta del bar - la monumental pamela blanca de ésta. También los honrados pantalones cortos a juego. Los viejos son a su manera estetas toledanos, y comentan la combinación.

- ¿Qué tenéis para comer? - ha podido preguntar al cabo Aquilino a Maritornes.
- Pues no nos queda nada... Les puedo hacer unos huevos fritos con patatas.
- Eso queremos. Huevos fritos con patatas - interrumpe N. La azafata iba a decir algo. N. sigue hablando. No la deja intervenir. Cuenta de cuando torearon una tarde en Algete y de la feria de Malpica. De un festival a la orilla del Jerte. Habla luego de los novillos que se van a lidiar esa tarde.

Traen unas servilletas de papel; una cesta con el pan; una jarra vacía; dejan unos tenedores en el medio. Pero ella no está conforme.

-  No han traído platos.
-  Ya vendrán debajo de las patatas, doña.
-  Vale. Pero yo quiero la carta de vinos. ¿Me la puede usted traer?
-  No hace falta - contesta la posadera -. Me la sé de memoria.
-  ¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
- Pues hay tinto y hay blanco.

La mesa calló. La banda seguía tocando a la puerta, dicen.

 La plaza se llenó luego, comentaron. Durante el festival un lugareño le quiso comprar la pamela a Carolina. Otro le propuso matrimonio. La crónica no dice si los diestros cortaron las orejas. El novillero local le brindó un toro al empresario. Ahí se terminó la gastronomía moderna en Villanueva de Bogas, dicen otros.





jueves, 14 de julio de 2011

A thousand years




Una tarde del otoño de 1988, cuenta el poeta Murakami en su Notes from Nowhere, escuchó una canción en un viaje por la costa. Reconoció en ese instante que era la canción perfecta.

La música, explicaba, era una isla en el Egeo. También un bar donde se reúnen algunos por las noches. También una tarde de septiembre, exactamente, y también todo el tiempo pasado. Todas las estaciones, todos los lugares, todos los nombres que se habían sucedido hasta llegar allí.

La canción era el tiempo sin referencias y sin esperanzas. Pero también el silencio de todos los momentos anteriores, acallados en unos compases en una terraza sobre el puerto - mientras los viajeros del verano marchaban ya.

Entonces pensó que si la canción nombraba exactamente el tiempo debía viajar allá.

Abandonó su trabajo en Kyoto, las clases y la editorial donde colaboraba como traductor. Abandonó Japón, sus libros y sus conocidos, una casa en los suburbios, una mujer en Köbe y marchó en dirección al Egeo, rumbo a una isla que supuso era el lugar preciso.

Nunca la encontró. Ahora vaga por temporadas entre la costa de Grecia y el interior de la meseta, una ciudad seca en donde los días son fríos e iguales. Siempre supo que había tomado la decisión correcta.

miércoles, 13 de julio de 2011

De los milagros de San Antonio


" (...) Salgan cigüeñas con orden,
águilas, grullas y garzas,
avutardas, gavilanes,
lechuzas, mochuelos, grajas.

Salgan las urracas,
tórtolas, perdices,
palomas, gorriones
y las codornices.

Salga el cuco y el milano,
zorzal, pato y andarríos,
canarios y ruiseñores,
tordos, jilgueros y mirlos.

Salgan verderones
y las cardelinas,
también conjugadas
y las golondrinas."

Al instante que salieron
todos juntos ya se ponen,
escuchando a San Antonio,
para ver lo que dispone.

Antonio les dice:
"No entreis en sembrados,
marchad por los montes,
por riscos y prados".

Al tiempo de alzar el vuelo,
cantan con dulce alegría,
despidiéndose de Antonio
y su santa compañía (...)

- De San Antonio y los pajaritos,     popular.

martes, 12 de julio de 2011

Los mapas



Un sofisticado mapa cubría el país del Huerto. Los mayores lo percibían, débilmente. Los pequeños atravesábamos por sus fronteras, los bancales y la casa, el jardín y los desvanes, albercas y buhardillas de atrás, perfectos conocedores de su trazo - que guardábamos para provecho propio.

En primer lugar estaba la casa, fuera del mapa, puerto de salida y llegada, pero que no entraba en el periplo. Perfectamente visible y ordenada, es además el territorio de los mayores. No hay regiones secretas en ella.

Debajo de la casa está el porche. Allí se hacía la vida social: la del pueblo, la de la familia.

Al porche, amplio, bajo los arcos de piedra, lo circunda un espeso entramado de cañizo, un jazminero aromático que aisla del calor y el polvo del jardín - y que permite deambular por él sin ser vistos, principalmente.

Al porche se entra desde la calle, directamente. La puerta siempre está abierta. Y todo el día está entrando y saliendo gente por ella. Hace un ruido peculiar. La enorme puerta de madera pesa como un mal arreglo, chirría siempre al moverse y anuncia que alguien entra o sale de la casa, aunque no haga uso del llamador de hierro - sólo los extraños lo hacen.

Entran los del pueblo. Entra una señora que vende almendras. Entra el mediero, que trae un aceite oscuro y feroz, y que habla en un valenciano sin vocales que ninguno entendemos. Entra todas las mañanas Isabel, la madre de Juanita, que tiene un puesto de pescado en la plaza y se toma un vaso de agua en el banco de la entrada. Entran sus sobrinos, a quienes siempre queremos enredar para que nos lleven en la barca y yo no recuerdo haberlo conseguido jamás. Entra Tona, su sobrina, a quien sí convencemos para jugar a los médicos. Entran los parientes que vienen a ver a la abuela. Entran unos franciscanos, diminutos y sonrientes, a los que siempre da algo tía Concha. Entra el párroco, Don Luís, pero nunca toma nada y se marcha corriendo. Entra el tío Pedro, que toma café y anuncia a la abuela que este año se han cogido en el alfaz unas naranjas enormes. Mi madre, ingenua, piensa que ha traído alguna de regalo, pero él se apresura a añadir: "...Y se venden en el mercado de aquí". Entra tío Miguel, que adora a la abuela y se pasa la tarde hablando de la revuelta trotsquista y de vinos franceses. El otro tío Pedro siempre diserta sobre genealogías nobles  locales y ninguno entendemos nada. Paco Lozano, el pintor, se sienta a hablar con mi padre y luego me lleva en coche por la costa. Genaro Lahuerta luce una pajarita de colores de la que no podemos apartar la mirada. Una amiga de Altea, displicente y simpática, habla de orquestas y conciertos y según dicen las primas, venía en tiempos a conquistar a mi padre. Entra el tío Vicente, médico, comunista y bondadoso a carta cabal. Entra su hermana Vicenta, que siempre viene de misa. Entra tío Maxi, que habla de la guerra mundial. Angelita, que lleva un rosario y viene de la parroquia. Las alumnas de francés de la tía Pilar, a las que no podemos dejar de mirar, hasta que la tía se enfada y nos manda a jugar a otra parte.  El tío Pedro viene preguntando por su mujer, no sé si se aclara y se queda siempre a merendar. María Bayona viene a pelearse con el tío Manolo - solteros militantes los dos. Luego, juegan a las cartas. La tía Vicenta siempre nos da dinero. El tío Jacinto, nunca. Habla con mi padre de París y del exilio chileno. Nadie ha sabido por qué se exilió él. La tía Lidia sonríe y habla de Centroeuropa. Su familia es rusa, alemana, letona, de varios lugares más. Entra el primo Maxi, que se queda todo el día en el Huerto. Viene un primo suyo encorbatado, al que conseguimos que jure que no va a regresar nunca más. Entra la tía Mari, que habla francés, huele a perfume, conversa sobre pintura abstracta y lleva un caniche. Las primas Bayona, los Boluda, los Núñez Lagos, los Ibáñez...



El Huerto tiene un paseo principal, al que siempre se va a dar con la bici. En el paseo se instalan los columpios, la mesa de ping-pong, una tienda de campaña que pronto se llena de arañas letales. Cuando hay merienda oficial allí se ponen las mesas con refrescos y el dulce de limón, pero eso ocurre pocas veces. Los mayores prefieren la comodidad del porche, del comedor de la casa.

Mucho más interesantes son los bancales, los caminos de atrás. A ellos, raramente acuden los mayores. Al bancal del fondo, en donde se halla la antigua alberca, no van jamás.

El primero se puede considerar todavía paisaje urbano, porque se ve desde la casa. Está muy cuidado y tiene jazmines, y granados, y arriates de geranios, siempre en flor. Hay cipreses nuevos y antiguas palmeras. Clavelinas y glicinias. Vincas y begonias. Y buganvillas sobre los muros, que nunca se secan... Luego, los bancales se van descuidando según la distancia a la casa. Hasta el último, lleno de cañas hirsutas, limoneros sin podar y hierbas secas. Los caracoles las cubren, en la estación.

Al final del huerto, en línea recta con las dependencias, detrás de la almazara y el desván, las tías alquilan unos apartamentos que dan al último bancal. Los inquilinos, extranjeros normalmente, acceden por la casa del fondo, la que da a la calle de la Palma, donde viven Juanita y sus padres, y nunca les vemos entrar o salir. En cambio, sí les vemos cuando cuelgan la ropa o se sientan en el caluroso patio frente a los apartamentos.

Este es un momento de esperado regocijo para nosotros. Especialmente cuando es una guía de turismo rubia la que sale a tender, porque habitualmente lo hace en paños menores. Nosotros vigilamos, a veces toda la tarde, conteniendo los ruidos, sobre una higuera que da a la explanada. Luego, descubrimos con cierta decepción, que no era necesario tanto sigilo, porque cuando la guía nos descubre nos saluda alegremente. Alguien opina que el escondite no era perfecto, con lo que al día siguiente nos ocultamos entre unas cañas espesas, en el bancal de enfrente, acribillados por inmensos arácnidos y moscas criminales.  Cuando sale nuestra inquilina nos vuelve a saludar.

Luego, están los espías. Quiero decir, los que Ricardo se empeña en que son espías. Uno, calvo y bronceado, no habla nunca y permanece todo el día encerrado en el bungalow. Cuando se sienta en el banco del patio, por la tarde, se dedica a tomar notas en un cuaderno que siempre lleva con él. Mi hermano dice que son mensajes cifrados y probablemente sea cierto. A éste apenas le espiamos porque se irrita cuando nos descubre en los árboles y Ricardo dice que puede ser peligroso. Hay otro espía pelirrojo, mayor y silencioso, que únicamente sale por las noches. Regresa de madrugada, hablando a solas y caminando en círculos. A veces le acompaña, sujetándolo por el brazo, el dueño de un pub cercano. Más que espía, nos cuenta la tía Concha, es un antiguo oficial del Imperio en la India, que se ha quedado viudo y ha decidido terminar con las provisiones de ginebra en cualquier lugar ajeno a la Commonwealth. Casi lo había conseguido, cuando unos desalmados parientes vinieron a devolverlo a su nebuloso país.

También hay dos holandesas taciturnas y un francés muy moreno y simpático, que juega al ping-pong con nosotros y nos habla de legendarios negocios en Argelia, de una gran finca en Larache y de hijos en el Atlas, y que se marchó una mañana sin avisar, dejando a deber todos los meses anteriores.

En los apartamentos estuvo, durante años, la señora Kalman, exiliada húngara venida por no se sabe qué misterioso derrotero a parar allí. De ella, vieja, bondadosa y charlatana - aunque hablaba un español ininteligible - nos hicimos muy amigos y escuchábamos sus interminables historias familiares sin pestañear. Nos invitaba a limonada y a tarta de cebolla, además. Cuando murió, un invierno, sentimos su desaparición y fuimos a visitar a su hijo, un músico que había sido célebre en Viena y que tocaba en el piano en un tugurio del pueblo por la noche.

Luego, años después, Ricardo fue descubriendo la desdichada y compleja historia de la familia, judíos húngaros, pianistas y compositores de éxito en su momento, que tuvieron que huir de su país como pudieron a la llegada del nazismo. Pero ésta es otra historia. Aunque pertenezca, quizá, a la geografía del bancal de atrás.

lunes, 11 de julio de 2011

De la costa de Levante. III



Qué raro trazar mapas que ya sólo tienen cabida en la memoria.

De la calle Tomás Ortuño, en la esquina del antiguo Ayuntamiento, caminamos por la vieja carretera hacia la salida a Altea, en dirección a Valencia. De allí, habrá que torcer a la izquierda para subir por la rambla, el antiguo Barranco de l´Aigüera y, en la ladera de poniente, acceder a la terraza , al restaurante donde nos han invitado a cenar.

Éste es el camino del antiguo alfaz de la tía Vicenta, comentamos desde el principio, y el itinerario que seguimos reproduce casi exactamente la ruta que tomábamos, entonces, para llegar al alfaz. De hecho, calculamos que éste se encuentra debajo, o algo así, del restaurante, o de un supermercado que se abre en la esquina.

R. reproduce el recorrido. Al salir del Huerto, en la calle Tomás Ortuño, se pasaba primero por la terraza del bar El Jardín, recinto mágico por las máquinas tragaperras de la entrada y los helados del interior. Más allá, apostados en la acera, los carteles de las películas de la semana. Después, ya casi en la esquina, la fachada del antiguo cine Avenida.

El cine tenía unos raros, e irrepetibles, muros de color naranja de diminutos azulejos que invitaban a pasar los dedos por ellos. Nunca conseguíamos robar el más mínimo tizne del color aquél, por más que lo intentamos. Pero la sensación de suavidad del muro psicodélico era tentadora y nadie podía evitar raspar la pared al pasar. El Avenida, refugio de invierno, debía de repetir todas las temporadas la película "Murieron con las botas puestas", porque yo la recuerdo un año tras otro. Más allá, el antiguo huerto de los Zaragoza, gemelo del de los bisabuelos.

Debajo, se abría la antigua carretera. Cruzaba por el medio del pueblo, dividiendo el casco antiguo - el Castillo y la Alameda - de los barrios de afuera, el Campo o el Calvario, por ejemplo, donde los mayores  habían levantado las casas y los huertos.

Por la carretera pasa el autobús de línea, el de La Unión de Benisa. Lleva a Alicante, a Denia en la otra dirección. La calle era muy estrecha, por supuesto, y a veces los camiones no podían avanzar cuando se encontraban de frente. A mí todavía me intriga la imagen de dos camionetas de entonces inmóviles frente a la farmacia, sin poder avanzar ni retroceder en ninguna dirección, porque cada vez que lo intentaban chirriaban los muros y saltaban esquirlas de los balcones de las casas. No sé cómo salieron.

Carretera adelante se pasaba por delante de Helados Sirvent - otro abismo -, la farmacia de Jaume, donde la tertulia, la barbería de Toni -  principal mentidero de los benidormenses -, se dejaba la elegante Alameda a un lado y se llegaba a los límites del pueblo, propiamente dicho. Esto de los límites de las calles era un gran invento, porque cada vez que había que cruzarlos no podían ocurrir sino gratos incidentes.

Así, unas escaleras que bajaban del puente de l´Aigüera y no llevaban a ninguna parte. Faltaban los escalones además y descender al vacío, como es habitual, no dejaba de tener su riesgo. Unas charcas de agua estancada en la rambla, tentadoras. O un camino entre piedras que se dirigía oscuramente hacia la sierra y que nunca llegamos a recorrer.

Al final del pueblo estaban también los chaléts. Allí estaba, por ejemplo, el chalet de Doña Conchita, adonde en principio había que acudir muy arreglados y muy de blanco. Pero del que inevitablemente salíamos empapados y sin ningún rastro de virtud - amén de algún día en el que dejamos atado en la higuera al nieto de Doña Conchita. Era gordo e ideal para el tamaño del árbol. Otra vez le invitamos a que se bañara con la corbata puesta y el pantalón blanco y finalmente lo conseguimos, con gran alborozo por nuestra parte. Nunca entendimos por qué seguían invitándonos. Más allá estaba el chalet de los Ferrándiz, con un jardín inmenso y oscuro, poblado de enormes pinos, en donde era un privilegio esconderse por la noche. O el de los Núñez Lagos, ya en la playa, adonde se podía salir de recoger la merienda en la casa para bajar al mar de nuevo, para volver a subir después y merendar otra vez. Tenía una parte trasera con muchas posibilidades para esconderse también, lo cual debía de ser por lo que veo ahora condición indispensable de todo atractivo.

Por lo demás alrededor de la carretera se abrían los grandes cines de verano: el Ronda y el Manila, escenario casi único de las noches en el pueblo. En este último, y cercano al recorrido que repetimos esta tarde, se encontraba también el chalet de las Morata, una de cuyas más raras virtudes era la de que la valla daba al cine. Con lo que podíamos ver todas las sesiones nocturnas desde la pared de la alberca, con bocadillos incluidos, y tirar cáscaras de pipas a los que estaban dentro. Alguien protestó alguna vez, creo recordar.

La carretera, los barrancos marcaban el territorio del pueblo, el de las afueras.

Hacia la sierra se encuentran los alfaces. Muchas familias de Benidorm tenían uno en aquella zona, entre el pueblo y la playa del Albir. Los más cercanos al caserío, a la costa, tienen algo de señorial aún, residencia de verano de las familias de la zona, cuyos patriarcas en bastantes ocasiones son marinos, capitanes de barco la mayoría, y se complacen en en estas grandes casas de campo, frescas y tranquilas y apartadas del casco urbano. (Luego, por lo que nos contaban las tías, los marinos apenas pisaban en ellas. Apenas estaban en el pueblo, entre interminables viajes a Norteamérica, Cuba  o Filipinas. Y cuando regresaban para jubilarse, se quedaban en la casa del Calvario o la Alameda, cerca de la cual estaba la barbería, la tertulia, los parientes y el café de Ronda).

Las mujeres y los niños sí van a los alfaces. Pasan algún tiempo allí, en esas casas grandes, de muros rectos color de tierra, con grandes porches sobre la fachada. Algún cenador de hierro sombrea aún más la entrada. Bajo el piso noble - al cual normalmente se accede por una escalera exterior - se abre siempre una oscura bodega, la almazara en muchos casos. Cercana a la entrada del campo se encuentra la prensa de las aceitunas. En otras, los molinos para la almendra. Siempre hay sacos en las paredes. Cuando las familias regresan al pueblo lo hacen cargadas de aceite, de almendras, de limones y naranjas.

Para llegar a ellos había que cruzar ya por bancales, caminos de tierra, acequias de piedra. En los bancales canta invariablemente la cigarra. Los matojos secos - y todo está seco en esta época del año - se cubren de blanco.  Es el polvo siempre, los caracoles a veces - que en un bar del pueblo compran para hacer arroz. Hay espartales secos, abandonados hace años. Todo es polvo y calor. Entre la monotonía, a veces, hay altos cañaverales.

Son caminos llenos de señales, de barrancos de piedra. Es imposible cruzarlos en línea recta. Están cargados de desvíos. Detrás de algún sendero en sombra, hay albercas vacías, tenadas oscuras bajo las higueras. Un frontón abandonado, una capilla en ruinas... Aquí nadie te reprocha que no llegues limpio. O que  llegues tarde, con bolsas de caracoles y limones expropiados.

El alfaz más cercano es el de la tía Vicenta - adonde nos dirigimos ahora. Debajo, también, la antigua huerta de los abuelos. No podemos reproducir muy bien el camino. Sé que entonces era un paseo de toda una tarde. Debe de caer hacia la nueva carretera de la autovía, debajo de unas oficinas de inmobiliarias, ahora cerradas. Parecía mucho más lejos, entonces, y seguramente lo estaba. Recuerdo sobre todo una noria  al lado de la casa, una rueda que da vueltas incansablemente y vierte los cangilones. También el habla indescifrable del Picorro, el aparcero de la huerta. A veces nos regala almendras. Siempre hay agua fresca en la casa.

Nombramos alguno de los alfaces más cercanos, los más remotos después: el alfaz de la tía María, el del tío Miguel, el de los Vaello, el de Cosme, el del senyoret...

Hacia la montaña también hay casas de campo, fincas de olivos y algarrobos. Pero cuando hemos ido a alguna de ellas hemos sentido, oscuramente, que aquel era un escenario mucho más remoto y los alfaces ya son fincas rurales, sin voces, con cabras alrededor y sacos de almendra en la entrada. Ninguno tenía pista de tenís, como el del tío Pedro, pérgola ni piscina, como el de las León o el de la tía Dolores.

Ahora torcemos ya hacia la cuesta, sobre el antiguo barranco. Son todo bloques de apartamentos, iguales. El pueblo llega casi hasta Sierra Helada, hasta la cala de Finestrat en la otra dirección. Varias carreteras, la autopista, marcan ahora el territorio, indiferente, crean los amplios espacios vacíos entre ellas. En una isleta, bajo un puente, duerme el antiguo alfaz de la tía Dolores, ahora en ruinas.

Hemos recreado el mapa, el antiguo recorrido. Es indescifrable y carece de cualquier referencia ahora, entre la autovía y las calles interminables. Su único escenario ya es la memoria.

domingo, 10 de julio de 2011

De curaciones modernas.


" [ Los kikuyus]  Nuestra civilización se les presentaba a trozos, como piezas incoherentes de un mecanismo que jamás habían visto actuar y cuyo funcionamento eran incapaces de imaginarse. Para ellos no habíamos hecho sino transformar el rito en rutina. Lo más que habían llegado a temer en nosotros era el aburrimiento; por eso al ser llevados a un hospital sentían, por supuesto, que se les internaba allí para que se murieran de aburrimiento".

- Isak Dinesen         Sombras en la hierba






Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

Others