martes, 16 de agosto de 2016

Plaza Monastiraki


En la esquina de una calle cercana a la plaza Monastiraki, un músico de barba cana interpreta una y otra vez el arpegio inicial del Starway to heaven de Led Zeppelin. Desgreñado y con aire de vino secular, improvisa luego variaciones sobre la voz de Robert Plant, y hay algo en el solo de guitarra que nos hace intuir que este sileno, mezcla de Pan y Allen Ginsberg, alguna tarde actuó en una sala de la costa o en un club de rock progresivo. O figuraba tal vez de telonero en una de las primeras actuaciones de los Aphrodite´s Child, cuando irrumpieron en Cannes.

La ciudad, Atenas, se presta a ello. En la calle de Dioniso Aeropagita - de neoplatónica resonancia - un vate absorto interpretaba un viejo tema de Crosby, Still y Nash -el Teach your Children. Sobre la populosa plaza Monastiraki, repleta de ociosos, otro poeta oscuro repetía, como un salmo, los acordes del Redemption song de Bob Marley... Y había una suerte de seguridad en la interpretación de los antiguos himnos que hacía pensar que, a despecho del mito de la California de los 70, ésta, Atenas y sus calles, son el último refugio de un sueño lento y como narcotizado. De un distante mito con algo de viaje psicodélico, días de sol, los solos de guitarra de Jimmy Page, el viaje a una isla y nada que hacer en absoluto, excepto repetir la fiesta de anoche.

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Desde la esquina de Plakas hacia el Museo Paullos and Alexandra Kanellopoulou - la Acrópolis en lo alto - una vestal morena toca, absorta y metódica, una suerte de melodía ritual en una especie de xilófono: continua, lenta, obsesivamente. Las variaciones sobre el tema sugieren una liturgia monótona e interminable. Como lo es en general la liturgia griega, refugiada en su persistencia a despecho de los asaltos de la ortodoxia romana, primero. De la cuestión de la mera supervivencia tras la desaparición del Imperio Oriental, después; de la larga ocupación turca, más tarde.

Sobre esta calle, Dioskouron, en sombra bajo el foro de Hadriano, no cruza apenas nadie. Los turistas se alejan en dirección a los cafés de la plaza Kadou. La musa absorta prosigue su terco rezo. Es morena, distante, muy guapa. Cuando me acerco por fin y deposito unas monedas en la tela bajo el harmonio apenas me mira. Hace un gesto para sí como pidiéndome que le agradezca el honor de haber permitido acercar mi óbolo hasta su altar. Nos alejamos, un tanto melancólicos, con un cierto desconsuelo.

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La vida en la calle. Sólo siglos de luz y de palabras - y un calor mitológico - pueden haber creado esta sensación de la calle, la plaza, la acera, la taberna y el mercado como el lugar de la vida.

Sobre el pasaje Hadrianos, abarrotado, con toldos y tenderetes a cada paso, hay al fondo unas ventanas cerradas, unos edificios como en silencio que nadie advierte. No hay nada que advertir. Toda la gente, todos los ruidos, los olores, las esperanzas, están aquí abajo. Sobre la acera, bajo el calor del verano, inmisericorde.

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Un calor antiguo, sin matices.

Frente al Museo Arqueológico Nacional se abre la amplia explanada. Al fondo, la avenida 28 de Octubre - fecha en la que se conmemora el rechazo del dictador Metaxás al ultimátum de Benito Mussolini, que dio lugar a la entrada de Grecia en la Segunda Guerra Mundial - muestra algunos edificios neoclásicos, otros de un estilo ecléctico de fin de siglo... Los restos de una arquitectura burguesa tardía que hablan del resurgimiento de Atenas tras la independencia del Imperio otomano.

Hay una parada de autobuses, otra de taxis frente a la fachada del Museo. El calor seca los escasos árboles que la respaldan a un costado, y semeja ciertamente improbable que nadie se pueda sentar en la terraza vacía que aguarda sin sombra sobre la acera. Cruzar la explanada parece una tarea imposible. Una pareja de inglesas pálidas armadas con sombreros de paja y guías de viaje lo lleva intentando desde una época ancestral, semeja, y nadie sabe si por fin van a conseguir escapar de su desierto estival. Sentado en las escaleras, tras una mañana pasada entre ídolos cicládicos y diosas antiguas, pienso que no voy a cruzar nunca la calle. Esperaré a que venga el invierno de nuevo.

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La vida sigue en la ciudad. Hay algo fascinante en el caos de una capital en verano.

Frente al Arco de Hadriano, en las calles inmediatas al barrio de Plaka se agrupan los turistas y los atenienses a mediodía. Salen y entran de los locales de comida barata - ensaladas en recipientes de plástico; yogures y frutas en un vaso; frutos secos en cucuruchos de papel. Se sientan en la acera, en las sillas de las terrazas, en unos bancos de la parada del autobús... El calor crece por momentos. Los turistas hacen un alto en su tránsito geométrico. Los atenienses, no. Se sientan, miran alrededor, hablan entre ellos con voz pausada. En verano no ocurre nada y semejan saber no esperar nada, mirar el día sin accidentes... Es posible que tampoco ocurra nada en invierno.

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Una imagen me tenía fascinado, estos días. Era la del país donde - a despecho de su fama - hasta el siglo XIX no llegaba nadie. Nadie llegaba hasta una Grecia, apartada y sin caminos y bajo la dominación otomana. Toda la evocación obsesiva del arqueólogo Winckelmann - y la noción en cierto modo sistemática del arte como repetición del arte griego - la efectúa éste desde Italia, desde las bibliotecas de los principados alemanes. Nunca pensó en alcanzar Grecia. Tampoco lo pensaron Goethe, ni Lessing, ni Poussin, ni Piranesi, ni van Heemskerck... Ni siquiera Antonio Canova. Cuando este último descubre los originales griegos lo hace en Londres, recorriendo las salas del Museo Británico. (Declara entonces que tendría que haber nacido de nuevo, después de haber contemplado los frisos del Partenón).

También lo pensaría, un siglo más tarde, Ernest Renan. A su regreso de un viaje por Alejandría, Beirut y Esmirna, visita Atenas. Sus lugares de meditación hasta ese momento habían sido los de una Bretaña tradicional primero; su personal interpretación del cristianismo más tarde; las revelaciones en el valle del Jordán.

Cuando descubre Atenas escribe:

"Cuando vi la Acrópolis tuve la revelación de lo divino (...) En ese momento el mundo entero me pareció bárbaro".

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Precisión de la distancia. Friedrich Hölderlin nunca conoció Grecia. De hecho apenas salió de su entorno, su Tubingia natal. Un viaje a pie hasta la región del Garona le sirve para pensar que ha aprehendido la región meridional. "Un signo - escribe - es suficiente para el que anhela". Estos días, a saber por qué, recordamos su emocionada evocación griega. En el poema en hexámetros El Archipiélago cuando pregunta:

¿Vuelven las grullas hacia ti? ¿Y dirigen de nuevo
hacia tus orillas su rumbo las naves ? ¿Acarician
brisas propicias tus olas tranquilas? ¿ Y solea el delfín
sus lomos a la nueva luz, atraído desde lo profundo?
¿Florece Jonia?; ¿Es ya tiempo?, pues siempre en primavera
cuando a los vivientes se les renueva el corazón y despierta
en el hombre el primer amor y el recuerdo de los tiempos dorados ...

Fascinación de lo lejano... Paseando por una Atenas ruidosa, llena de gatos y sillas y mesas en la calle, recuerdo la primera vez que alguien nos descubrió el poema de Hölderlin. Era en el Rastro madrileño, un domingo caluroso de verano a su vez. En medio de la multitud y los puestos de pachuli e incienso orientales Armando leía plácidamente a Hölderlin, su fervorosa descripción de una Jonia remota. Y a la vez, el lugar más cercano.

No sé si el recuerdo de el Rastro madrileño, los puestos de incienso y la lectura absorta de Armando tiene algo que ver con estos días, estas calles. Quizá no.

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Contemplación de la Acrópolis, el Erecteion a lo lejos, al atardecer.

- Es el origen de Europa, ciertamente.
- ¿Por qué?
- No lo sé. Lo siento así.

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También en verano puede darse la desolación.

Apuntaba el escritor irlandés Patrick Leighton en su libro de relatos sobre los Balcanes A Journey to Belgrade:

"Llegué a Atenas una tarde de domingo, en el agosto de 1952. La ciudad estaba medio vacía y un calor húmedo aplanaba las calles.

Sin ninguna dirección anotada, me dirigí hacia un hotel del que me habían hablado en Sofia. Se encontraba en el barrio inmediato a Sintagma, en unas calles traseras. No había gente por la calle. En la acera los gatos hurgaban en los cubos de basura. Una mujer hablaba sola, unas esquinas más allá. No vi a nadie más.

El portero, en la entrada, me alcanzó la llave. Estaba escuchando un programa de radio y volvió a sumergirse al pronto detrás del mostrador.

En un pasillo alto, más allá de un cuarto trastero, se hallaba la habitación. Estaba abierta. No tenía más ventana que la que daba a un pequeño respiradero, una reja sucia desde la que se adivinaba el cielo. Una colcha rosa sobre la única cama, una lámpara mortecina en una mesilla, una alfombra gastada en el suelo. Eso era todo.

Me senté en la cama. Después de todos esos meses pensé que nunca había estado en un lugar tan apartado, tan triste".

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Había que cruzar luego unas calles como de mercado antiguo para llegar al restaurante que un profesor de semíticas, antiguo compañero de la Sorbona, había recomendado vivamente a Marianne. Había una tienda de antigüedades que semejaba inalcanzable tras los restos de metal, y unos divanes viejos que abarrotaban la acera. En un patio, lleno de motocicletas en desuso y muebles viejos, se abría, entre los restos de la chatarra y unas fuentes de hierro en desuso, la puerta del local. Era ya de noche cuando llegamos. Era muy oscura, y ventosa. Subimos entonces a una terraza fresca donde habían colocado las mesas bajo unas sombrillas de tela. El aire, agitado, hizo retirarlas al poco, y nos quedamos entonces en una especie de velador estrecho bajo las estrellas y el cielo de Atenas.

Frente a nosotros, se levantaba solemne la colina de la Acrópolis. Semejaba lo único inmóvil en la noche airada, el viento que hacía levantarse los manteles, golpeaba los toldos, hizo volar el sombrero de tela de uno de los comensales hasta perderse en la calle oscura, debajo. Frente a las ruinas del Erecteion, de otro pórtico que no supe nombrar, creo que comenté en algún momento a Marianne que aquello semejaba, de alguna manera, el origen de todo. “Así que todo era cierto”, le dije. O algo parecido.

 Frente a la evidencia de los templos, su cercanía y la persistencia en lo alto de la colina, el peso de lo real de aquellos pórticos, frisos, columnas y frontones, el clasicismo surgía de repente como una certeza frente a la desolación, la continua devastación de los bárbaros.  Estábamos muy lejos, pensé de pronto, de la sombría Lusitania, sus negros montes, la niebla que cubre siempre los valles.        

La noche, más tarde, se hizo muy fresca. Bebimos unas copas de ouzo, el fuerte aguardiente griego. Regresamos luego por unas calles estrechas, que el vendaval y un amago de tormenta había dejado vacías.

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Lo que resta tras la calma.

En un paseo por las afueras de la ciudad hablamos con el taxista sobre la guerra y la ocupación alemana. Cuenta sobre ellas, sobre la resistencia y la feroz represión. No puede ser su memoria, pienso, porque es demasiado joven. Pero hay algo absolutamente sólido, real en lo que cuenta y siento, de algún modo, que es una memoria colectiva, que aún permanece.

El verano es la época plana, sin accidentes. En esta ciudad, siento, una historia tan desdichada surge de pronto detrás de la lasitud del día. La memoria nombra aquello que se escapa a la transparencia, un presente sin relieve bajo el sol de agosto.




lunes, 8 de agosto de 2016

Playa de la Albufereta




En las afueras de Alicante, sobre la nueva carretera a Campello, persisten aún los restos de un antiguo alfaz. La finca, de un color tierra más oscuro que el campo, los solares que la rodean, guarda esa disposición entre urbana y rural que poseían estas casas en las afueras. Donde se mezclaban los amplios almacenes para guardar la almendra con una despejada terraza sobre el porche para tomar el fresco a la tarde, y aún alguna alberca cercana, de uso estival. Está bastante cuidada. Su presencia, entre las rotondas de asfalto, las vías del tren de la costa y una explanada vacía donde se sitúa un gran centro comercial, es, aún, una marca del antiguo verano.

No hay más. El resto son carreteras de circunvalación, puentes hacia la playa, un descomunal cauce de cemento del río que nunca lleva agua y en cuyos márgenes proliferan las matas secas; un como campo de fútbol clandestino, el esqueleto de una barca que nadie sabe cómo fue allí a parar.


Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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