lunes, 27 de enero de 2014

April in Paris


(Callejón Bolshaia Nikitskaia.
Moscú, 1920) 

Que el invierno nos recuerde el otoño no tiene nada de extraño. Una cosa es el calendario y otra estas nieblas que no levantan hasta mediodía, los robles que se resisten a perder la cubierta, el campo alfombrado de hojas y un vaho azulado que surge de los valles - signos todos de un otoño que llegó tardío y ahora se niega a marchar.

 La confusión entre las estaciones debe de ser una de las mayores virtudes líricas de la sucesión. Hace años, hablando una tarde con Alipio, extravagante arqueólogo-conservador-ciclista de la zona de Ledesma, éste nos contaba sus impagables experiencias una temporada en la que la maestra local se había puesto de parto y él hubo de suplirla provisionalmente. "Siempre estaban de parto", decía, entre melancólico y escéptico. Una de las redacciones que encargó a los abruptos muchachos de la escuela versaba sobre el tema del verano, tema anacreóntico por excelencia. Alipio recordaba composiciones ciertamente notables. Pero la mejor era una en la que cierta alumna aseguraba, definitivamente: "El verano nos gusta porque nos parece que estamos en primavera".

Afortunadamente llega el invierno también, con un cielo oscuro que palidece después - y es cuando de verdad comienza a hacer frío - y se cubre de una rara claridad que amenaza nieve. El invierno es la dureza, allá en Castilla, y el hielo en las ramas, y es así siempre, y ésta es una tierra de pocas concesiones.

Aunque a juzgar por lo que dicen los de los pueblos ya nunca es invierno - ya nunca nada es como anteriormente - y cuánto hace que de los tejados no cuelgan los chupiteles que no desaparecen en todo el día, y que las charcas no hay que abrirlas a golpe de amarra para que beba el ganado. Ni surge el vaho de las casas, ni del aliento de los que cruzan la plaza, ni hay escarcha en la testuz de los animales.

Da igual, otoño o invierno o helada ni rocío. Porque lo que aquí importa de verdad es el mes de abril, el peor según cuentan todos - calendario zaragozano incluido- y el que decide la temporada. En este enero la previsión de las cabañuelas - la piedras que se levantan a mediados de agosto y anuncian el tiempo de todo el año - anuncia un abril feroz, como siempre. "Abril no lo quieren los portugueses", nos cuenta el vecino, que recita algún refrán de la raya. Como lo pronuncia en portugués no podemos entenderlo, que el lusitano es un idioma que se lee muy bien y se escucha como música, pero hablado con el acento de la sierra no hay quien lo traduzca. Pero el sentido sí lo comprendemos. Y uno recuerda entonces la sabiduría de un T.S. Eliot cuando afirmaba que "Abril es el mes más cruel". Y se queda entonces pensando si el poeta habría viajado a la frontera portuguesa o eran más bien los campinhos los que han leído todos a Eliot - que de un país donde hasta los telefilmes vienen sin doblar, en inglés y con subtítulos, se puede esperar cualquier cosa.

En espera de la nieve guardamos, apropiada y cercana a la chimenea, la edición en cuatro volúmenes que la editorial Acantilado ha publicado de las "Memorias de ultratumba" de René Chateaubriand - en traducción de José Ramón Monreal y un excelente prólogo de Marc Fumaroli. El problema es que la nieve no llega y entonces nunca consigo pasar del primer tomo, que ya había leído con anterioridad. Aquél que describe los últimos días de un escenario, el de la nobleza provinciana del Antiguo Régimen, que la Revolución iba a arrasar, definitivamente. Hay en la obra - además de la nostálgica descripción de un universo, minucioso y como detenido - otro tema mucho más complicado como es el de la constitución de un sujeto, el autor, cuya definición entraría decididamente en la proclamación del sujeto moderno, el del romanticismo. Pero cuyo comentario necesitaría de un tiempo más frío, y de que por fin volvieran las nevadas, y entonces nos quedaríamos aislados y esta vez sí, leeríamos los tres volúmenes restantes y hablaríamos de cosas como el sujeto, trágico y moderno, del romanticismo.

Lo que la confusión del otoño y el invierno y este tiempo, que como en el pueblo saben ya no es el de antes, no impide de ninguna manera es leer una breve joya como la edición de La Librería de los Escritores, en atractiva publicación de La Central, y en la que se recoge la minuciosa historia de la librería colectiva de Moscú de los primeros años de la Revolución, y sus vicisitudes en medio de la miseria y la censura soviética, que ya se manifestaba en toda su crudeza - y tanta, que el paso siguiente, marcado por el fusilamiento del poeta Gumiliev, el primer marido de la Ajmatova, se produce ya en 1922. Entre los textos de Mijail Osorguín y Marina Tsevietaieva, y las ilustraciones de A. Rémizov, destaca la magnífica prosa de Osorguín, en una nítida descripción de las jornadas iniciales, y casi postreras, de la actividad en la librería del callejón Bolshaia Nikitskaia. Hasta que las autoridades soviéticas por fin la clausuran - y de paso, envían a Osorguín, junto a doscientos intelectuales más, en un barco "apestado" al exilio en París.

Del relato de éste cabe decir que su prosa es tan buena que no se nota en la narración. Cualidad por otro lado nada extraña viniendo de la tradición del siglo XIX de la que provenía.

La Tsvietáieva también se exilia a París en estos años, junto a su marido Serguei Efrón. Éste, que había militado antes en el Ejercito Blanco, tuvo una actuación posterior cuando menos equívoca en los primeros años del exilio. Que para los deportados rusos, al final, había pasado de ser ambigua a ser reconocido abiertamente como un agente de la NKVD. Con lo que el matrimonio fue despreciado por todos - y Efrón implicado en una turbia desaparición a su regreso a Moscú más tarde.

En un intento de reconciliación el antiguo guardia blanco y ahora agente soviético regresa a la URSS al poco - regreso que no le valió de mucho, pues fue fusilado al tiempo de llegar. Sola y apartada en París y deseosa de reunirse con su marido y su hija Ariadna, la melancólica poetisa retorna también a la patria en 1939. Para encontrarse con el arresto de los dos y su propia deportación a Yelabuga, en Tartaristán - el lugar más remoto del mundo - donde finalmente se suicida en 1941, en uno de los episodios más desoladores de la historia de la literatura. (Y de lo que no es literatura).

Estas noticias, junto a otras muchas, aparecen en el centón, excelente, de Orlando Figes, "El baile de Natacha". Una obra monumental - y que debe de estar bien traducida, porque se lee de un tirón otoñal - sobre la historia de la cultura rusa, desde la construcción de San Petersburgo por el zar Pedro el Grande, allá en 1703, hasta los terribles años del Plan Quinquenal y el cerco de Stalingrado. La relación de la meseta castellana con las polémicas eslavófilas y asiáticas, la prosa de Pushkin, el exilio siberiano del príncipe Volkonsky, la tradición folklórica en Stravinsky o Rimsky- Korsakov, los tambores chamánicos en Kandinsky, el programa futurista y más tarde estajanovista de la Unión de Escritores Proletarios, la nostalgia de la Ajmatova o la subsistencia de tantos fantasmas literarios durante el largo invierno soviético - ése sí que es un invierno - constituye para mí un misterio. Pero que existe es innegable, como lo demuestran varias biografías de Malevich, Rodchenko o la Stepanova, la versión inglesa de "The Whisperers" -conjunto de testimonios del estalinismo recogidos también por Orlando Figes - junto a la novela "Una aldea" - desoladora - de Ivan Bunin que yacen alrededor de la chimenea, por fin encendida.

En algún lugar aguarda también el "Contra toda esperanza", el centón de Nadiezdha Mandelstam. Pero una obra en la que desde la primera página se nombra un escenario desolado y gris, cargado de silencios y de ausencias, y sobre el que - como indica el título - no hay ningún lugar para la esperanza bien merece ser leído en días en los que surja el sol en algún momento. Con lo que no la retomaremos hasta el próximo mes de abril. Por lo menos.

Los hielos de antaño ya no existen. En cambio, no se sabe por qué, sí existe la "cara oscura del Siglo de las Luces" - como la definiera en un excelente y breve ensayo Guillermo Carnero hace ya bastantes años. Quizá por ello resulte tan fascinante la biografía que Iain McCalman ha escrito sobre "Cagliostro. El último alquimista" y que encuentro, ya descatalogada, en una oscura librería del centro de Madrid  donde todavía se tropiezan algunas cosas raras. O también la excelente edición de Siruela de "El velo de Isis", el clásico de Jurgis Baltrusaitis, que saldan a unos cuantos euros en un cercano establecimiento de lance, cuya ubicación no voy a desvelar, desde luego.

De toda la erudita obra de Baltrusaitis, y su excelente edición de Siruela, recordar por ejemplo la reproducción de los monumentales decorados que Friedrich Schinkel realizara a principios del XIX para la "Flauta mágica", la clásica ópera de Mozart que recogía la figura del Conte Cagliostro en  Sarastro, sumo sacerdote de Isis y Osiris - y barítono, a lo que parece. O, en la biografía del alquimista, unas reproducciones de las excelentes acuarelas de tema masón e iniciático que pintara Philippe de Loutherbourg, el pintor de origen alsaciano y académico en Londres, a finales del XVIII.

Independientemente de la figura de Cagliostro, el aventurero que sedujo a la mitad de las cortes europeas, y de sus peripecias como profeta, alquimista y Gran Copto, existe en la biografía del personaje - y en la numerosa bibliografía que la acompaña - una descripción de los palacios y los obispados, y los salones provinciales y las conjuras de los iluminados que se enfrenta, abiertamente, a la definición tradicional del Siglo de las Luces. Y nos introduce en pleno ambiente de la "teoría de la conspiración" - cuyas consecuencias fatales para el siglo XX había de recoger por ejemplo Danilo Kis
en su impagable "La enciclopedia de los muertos". Ésta sí, lectura apropiada para la borrasca que se aproxima.

Con lo que llegaríamos a la descripción de los enigmáticos decorados egipcios y de los jeroglíficos que en las Memorias de un médico de Dumas padre se realizaba de la mansión del Conte en la rue Saint Claude de París - novela interminable en varios volúmenes que desde Castilla al parecer sólo se puede consultar, y fragmentariamente, en las citas sobre ella que aparecen en otras obras. O que aparece en otro memorial, donde se nos habla de que la mansión de Cagliostro en París - donación del cardenal de Rohan, como se sabe - "Ostentaba un pórtico de altos muros, dos patios empedrados y sombreados por árboles de gran copa y una gran escalinata pétrea que daba acceso a tres plantas de espaciosas habitaciones".

Y que, en el salón donde el Gran Copto celebraba sus sesiones: "(...) había un ibis negro embalsamado, con sus esbeltos zancos; un caimán disecado que, con las fauces abiertas, daba mansas vueltas por el techo; y toda una serie de extraños jeroglíficos que cubrían los muros".

Geografías precisas, arquitecturas cortesanas de un universo, el del Antiguo Régimen al que jacobinos y montañeses, girondinos y sans-culottes iban a abolir, definitivamente.

Contra la precisión - o evocándola quizá en un mapa de otro orden - el "Atlas de las islas remotas" de Judith Schalansky. La topografía precisa, la magia del mapa de cincuenta islas en las que la autora no ha estado "y a las que nunca iré". Algo en la composición de la cartografía, algo en la descripción de su remota ubicación sugiere, por contra, una larga noche de verano. Y la noción de un sopor antiguo, un mar cálido, ciertamente distante de estos días en Castilla.

Todos los caminos, incluidos los hiperbóreos, conducían a París, al parecer. Para consolarnos nos pasamos la tarde, refugiados del cierzo, escuchando las siete versiones distintas que aparecen de la grabación del Strawberry fields forever de Lennon, desde la más sencilla a la definitiva, todas excelentes. El bosque que aparece al fondo de la grabación tiene un vago aire al castillo de Balmoral. No es Versalles, ciertamente.






martes, 7 de enero de 2014

El viaje a París. II



Charlie Parker nunca regresaría a París después de aquel primer -y único- viaje.

Fue en la primavera de 1949. Bird, junto a un nutrido elenco de músicos, había sido invitado al Festival Internacional de Jazz que iba a celebrarse en la Salle Pleyel de la capital francesa. Las crónicas de la época hablan de la expectación con la que en la ciudad de posguerra era esperado el nuevo estilo -el bebop, término que Parker siempre rechazó- tras una primera actuación de la banda de Dizzy Gillespie el año anterior.

Charlie Parker junto con su grupo - en el que figuraban, entre otros, Tommy Potter y Max Roach - actuaría durante la primera semana de mayo en la célebre Salle Pleyel. Pero también en otros lugares de la capital (Al Haig hablaría "de la Universidad, o de un colegio así" ) o en alguna jam session en los cabarets del Left Side - en expresión de Kenny Durham - en la que tocaron con Miles Davis, Sidney Bechet, Don Byas o Bill Coleman. Mientras tanto habían efectuado una breve gira que les llevó a algún concierto en Roubaix o Marsella. Para finalizar en el Club Saint Germain - en donde Charlie Parker realizó su famosa no-entrevista con el crítico Steve Race, en la que a todas las preguntas respondió recitando poemas de Omar Kayam.

Junto con alguna de las más célebres creaciones del músico de Kansas City - Koo Koo , Wee o Salt peanuts, cuyos solos de saxo alto habían asombrado a los anteriores degustadores del swing - figuraba, desde luego, el clásico de Vernon Duke April in Paris, cuya letra en la versión de Ella Fitzgerald afirmaba que:

April in Paris
Chesnuts in blosssom
Holiday under the trees
April in Paris
this is the feeling
No one can ever reprise

Era una imagen en cierto modo ya clásica, modélica, de un Paris que había quedado fijado en el imaginario de los USA como una fotografía fija - la que recogería por ejemplo en 1951 la película Un americano en Paris de Vincent Minelli. Pero era también el lugar, inevitable, en el que el frustrado escritor Harry Street recordaría sus amores fatales con la fatal Ava Gardner (Cinthia en la película), el escenario bohemio y terminal de su nostalgia -y los amores y la literatura perdidos -  en la adaptación que en 1952 Henry King realiza de The Snows of Kilimanjaro, el conocido relato de Ernest Hemingway.

Pero París surgía de una larga ocupación alemana, y de una no menos gris posguerra. En 1930 Francis Scott Fitzgerald - quién si no - había publicado su extenso "Return to Babylon", una memorable narración sobre un París cuya mejor época había finalizado con la crisis del 29. Y cuyos personajes, marginales, vagan después por calles y cafés, y por el bar del Ritz, en un sórdido remedo de los gestos de otros días - irremisiblemente perdidos, y cuya repetición se convertía en una triste, mecánica caricatura de aquellos felices años de entreguerras. Scott Fitzgerald sabía de qué hablaba - de qué otra cosa escribió, si no, durante toda su melancólica narrativa. Pero lo debía saber también, bien que quizás inconscientemente, el traductor al español de Moveable Feast, la novela autobiográfica de Hemingway - publicada póstumamente en 1964 - que tituló como París era una fiesta. Cabecera que, si no fidedigna, de alguna forma hacía justicia - poética, o sea, arbitraria - al contenido de una evocación en donde el novelista podía expresar que en aquellos días eran "muy pobres, pero muy felices".

Ya en 1929 el escritor, hablando de Kiki de Montparnasse, había anunciado el fin de aquella época. Y de aquel lugar.

"Escribo estas líneas en 1929, y en la actualidad, Kiki es un monumento erigido a sí misma y a una época de Montparnasse (...) que la publicación de esta obra ha sellado y cerrado... Después de que, en el periodo de un año, Kiki se hiciera un monumento , y Montparnasse se enriqueciera y se volviera próspero, y bien iluminado, y bailado, molido y exprimido (...) y después de que se empezara a vender caviar en el Dôme (...) esta época había acabado".




Los reportajes sobre la estancia de Charlie Parker en París poseen algo del aire de la imagen fija y reconocible en que la ciudad se había transformado. En ellos se nos habla de un cocktail en el "Pavillion de l´Elisee", de fiestas en el Left Bank, o de como Charlie Parker aprendió a exclamar "GarÇon, champagne", frase que por cierto pasó toda una noche repitiendo, jovialmente, en el hotel donde se alojaban. Alguna crónica habló del beneplácito con que "los intelectuales, incluido Jean Paul Sartre" acogieron a los revolucionarios, acelerados e improvisadores jazzistas del bebop - otorgando así una suerte de reconocimiento que, en París todavía, pasaba por la aceptación intelectual.

Sidney Bechet, el otro gran nombre del festival - Miles Davis era todavía una incógnita - quedó tan encantado del recibimiento y la aureola europea con que en la ciudad se trataba a los músicos que de hecho se quedó en París, convirtiéndose con el tiempo en una especie de referencia prestigiosa y aceptada de aquella música, un tanto salvaje, que venía del otro lado del mar.

Charlie Parker no. Él regresó enseguida a los Estados Unidos - había de realizar un único viaje posterior, a Suecia, un año más tarde. Pero independientemente de algunas grabaciones históricas, el problema del consumo de heroína se había agudizado entre tanto, convirtiéndose de hecho en una de las principales preocupaciones de sus giras, incluida la escandinava. Y de la vida en NY.

En los Estados Unidos no existía el ambiente de celebración reverencial - e intelectual - que había
caracterizado la breve gira europea. Los últimos años del músico constituyen un confuso y a veces ininteligible repertorio de frustraciones, actuaciones clausuradas y dependencias crecientes. Junto a ellas, algún concierto memorable todavía.

Las fechas, los lugares se confunden. Junto a alguna actuación en el Birdland, el célebre local de la calle Cincuenta y Dos bautizado así en su nombre, seguía la noticia de que en otra ocasión fue expulsado del club. Junto a una histórica actuación en el Savoy aparece la relación de su estancia en el East Village, en donde al parecer Parker actuaba con orquestas ocasionales, en locales marginales y en actuaciones casi clandestinas.

Entre las crónicas de la época, una - de tono casi judicial - nos cuenta que "In 1951 was arrested for heroin posesion and had his cabaret card revoked, which meant he could not perform in New York clubs.

By the time he got the card back a year later, his reputation was so damaged that club owners still refused to let him play".

La periodista Maely Daniele, antigua manager del músico, refiere en otro lugar la visita nocturna de Parker a su apartamento en el Village, en su último año, en una buena descripción de lo que en las biografías de Bird se convierte en esos capítulos últimos en un vago caos, una suma de lugares y conciertos, y barrios y separaciones, y locales y orquestas de baile, y vagabundeos sin rumbo.

Era la típica historia nocturna de alguien que quiere desahogarse. La conversación de Charlie giraba en torno a lo denigrante que era tener el mono y andar por ahí buscando droga y dinero. (...) También habló de los poemas que escribía e incluso hizo la broma que visitaba a la gente de noche para recitárselos. Dijo que las mujeres que eran lo bastante inteligentes como para guardar los poemas reconocían su valor. (...) En esa época tocaba en varios garitos por cuatro chavos la noche, con grupos de circunstancias y sin ninguna publicidad. Estaba gordo y demacrado. (...) Nos resumió la historia de su hija Pree. ¿Qué podíamos hacer? No teníamos ni droga ni dinero. Le escuchábamos.



(W. Gottlieb   52nd st )


En cierto momento Parker había recobrado la licencia para actuar en Nueva York. La grabación de algún disco, como por ejemplo uno con temas de Cole Porter, había sido un fiasco. Algún crítico habló entonces de varios conciertos deleznables.

Junto a ello aparece todavía alguna grabación histórica, como la que habría de realizar el 15 de mayo de 1953, en el célebre Massey Hall de Toronto.

La narración del concierto tiene todavía algo de legendario, y existen varias versiones sobre el mismo. Básicamente la historia cuenta que el irrepetible grupo formado por Buddy Powell, Max Roach, Charles Mingus, Dizzy Gillespie y Charles Parker realizó una actuación memorable - a pesar de coincidir con el combate de boxeo entre Rocky Marciano y Jersey Joe Walcott, que restó bastante público al teatro - en el que la actuación del quinteto, que interpretó los clásicos  Perdido, Salt Peanuts, All the Things You Are, Hot House o A Night in Tunisia , fue subiendo de grado. Hasta que con los últimos solos de Parker alguien llegó a comentar que esa noche había convertido a Gillespie en un buen músico. Pero que el genio había soplado únicamente en Bird. Y en su saxo de plástico.

Entre las leyendas que rodearon la actuación figuraba principalmente la de que Parker se había presentado en Toronto sin su saxofón habitual, empeñado por alguna necesidad perentoria. Y que en una casa de préstamos de la ciudad sólo había podido conseguir uno alto de plástico, con el que apareció en la sala. Para protagonizar la noche que alguien, más tarde, tituló como "El día en que Charlie Parker oscureció a Dizzy Gillespie".

(Otra versión de la leyenda habla de las malas relaciones entre los dos. Que Gillespie abandonó el concierto a la mitad para ver el final del famoso combate en la cafetería del teatro - que por cierto ganó Marciano por K.O. Que esa noche el magnífico pianista Bud Powell apareció en la sala completamente borracho, después de haber pasado unos meses de desintoxicación en un establecimiento neoyorquino. La versión oficiosa habló más tarde del uso frecuente por parte de Charlie Parker de un saxo Graffon de plástico en conciertos en el club Birdland, entre otros. También califica de falsedad el estado alcohólico de Powell - que protagonizó, como tantas veces una actuación memorable - con el sencillo argumento de que tras su estancia en una clínica éste "no podía beber", argumento irrefutable como todo el mundo sabe).

Charles Mingus recogió el concierto y lo publicó, tiempo después, con el título de Jazz at Massey Hall. En el álbum Parker, por problemas con el sindicato, aparece con el nombre de Charlie Chan, el famoso detective, detrás del que todo el mundo adivinaba la presencia de Bird.

El músico había afirmado en algún momento que no quería de ninguna manera volver a Kansas City, su ciudad natal, y que Nueva York era ahora "todo el mundo". Allí falleció, el 12 de marzo  de 1955, en el apartamento que la baronesa Nico Pannonica de Koenigswarter mantenía en el Hotel Stanhope. En un primer momento la prensa destacó más el hecho vagamente escandaloso de que hubiera fallecido en la vivienda de la excéntrica aristócrata - que más tarde mantuvo una larga relación con Thelonius Monk - que cualquier comentario sobre la temprana desaparición del músico y su inspirada obra. En el Greenwich Village, a los dos días, apareció una pintada con el lema Bird Lives.

"Esto lo estoy tocando mañana", repite Johnny Carter, trasunto del propio Bird, en el relato El perseguidor, que sobre su figura - y también sobre Johnny Hodges y Benny Carter - publicara en 1959 el escritor Julio Cortázar. En una narración, que, también ella, aparecía tocada constantemente por ese soplo de la inspiración  que D.H. Lawrence atribuía al artista cuando definía a éste como

Not I, not I, but the wind blows through me

En el relato de Cortázar la figura de Charlie Parker se sitúa en París. Su vagabundeo, sus iluminaciones y su atisbo balbuceante de algo que apenas alcanzaba a comprender -"La música me sacaba del tiempo. Aunque no es más que una manera de decirlo" - antes de su posterior regreso a Nueva York. Ese escenario, París, era lógico en el escritor argentino, que también había conocido su lugar en el mundo.






Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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