lunes, 29 de octubre de 2012

Esperando a los bárbaros



La escena, formidable, aparece en un documental americano - de la NBC, probablemente - sobre el final de la Segunda Guerra Mundial.

Verano de 1945. Después de la rendición del Japón, y de la explosión de las dos bombas nucleares, las tropas de Mac Arthur comienzan a desembarcar en la isla de Kiushu. Están cansadas, después de meses, de años de guerra en el Pacífico. Viajan en camiones, apelotonados, limpios, indiferentes a todo lo que les rodea. Son los últimos días, los trámites finales de una batalla que ha costado millones de muertos, de heridos, de desplazados, de refugiados sin nombre. Con las tropas viajan varios periodistas. Su misión será la de dar cuenta del estado de los damnificados de Hiroshima y Nagasaki, en un intento, infructuoso, de rebatir las teorías sobre los terribles efectos de la bomba meses después de la explosión .El Emperador ha anunciado, en una locución transmitida por la radio a un pueblo atónito, la rendición del Japón. No ha renunciado al trono, pero sí a su condición divina.

Los vencedores cruzan un pueblo sin nombre, de casas bajas. No miran a ninguna parte, ensimismados en su apresurado destino. Solitario, un anciano mira pasar los camiones, los fusiles, las cámaras. De vez en cuando se inclina y saluda solemne y silenciosamente a las tropas. En el pueblo no hay nadie más.

No sabemos nada de él. Su rostro no refleja ningún sentimiento. Sino la exactitud de una cortesía, milenaria y sosegada, que repite en silencio, escrupulosamente.


viernes, 26 de octubre de 2012

El paisaje de la costa




De entre todos los escenarios de la desolación, uno me tiene particularmente fascinado, cada vez que cruzo por él. Yendo por la autopista de Alicante a Benidorm, la margen derecha, la que da al mar, está regularmente edificada. Hay urbanizaciones a intervalos, chalets sobre las colinas, torres en las playas, que se divisan a lo lejos, sobre las curvas de la autovía.

La margen izquierda, hacia el interior, está cubierta por los montes ralos, de caliza gris, que forman el paisaje de la costa al sur de Calpe, desde las huertas de Polop hasta las playas de Almería, y hasta el Magreb, enfrente. Quedan en las laderas yertas los restos de un antiguo bancal de piedra, el esqueleto de un almendro reseco, el tronco sinuoso de alguna olivera. Nada más. Las ramblas de arena y guijarros cortan las colinas, y descienden, secas, hasta el mar. A lo lejos, las paredes de algún antiguo alfaz, en el campo, abandonado ya. Una palmera solitaria marca su ubicación, el recuerdo de la arcaica explanada frente a la casa.

En algún momento, en plena euforia urbanística, alguien decidió construir también en aquellos lugares insólitos. De vez en cuando, en las laderas sobre las ramblas, se ven chalets abandonados, jardines que nunca llegaron a prosperar, un camino de tierra que asciende, sinuoso, por el monte y lleva a un bungalow perdido en lo alto.

En una curva de la autopista, en un bancal, se encuentran tres chalets apartados. Sobre la roca, alguien los construyó rayando el terraplén de la carretera, escondidos en el fondo de una gavia. Detrás de ellos, el monte, la escarpada ladera de piedra. Delante, la autopista, el alto muro de asfalto y metal que los cubre desde arriba. Nada más. El sol, omnipresente, que se yergue en lo alto. Alguna tarde, al pasar, hemos divisado una luz incierta en uno de ellos, que se apagaba al rato. Quién vivirá allí, comentó alguien. Qué crimen ignoto, enorme, se ha podido cometer en aquel lugar, pensamos luego.


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Los restos de los bancales, en la autopista, como una antigua señal, el signo, ya apenas legible, del antiguo paisaje de la costa.

La ocupación de las laderas, del monte arisco, por los bancales, por las terrazas de piedra, como un ejercicio - laborioso e interminable - de apropiación de un escenario, hostil y agreste, por los habitantes de la costa.

Sobre los bancales, aterrazados, se disponen los olivos, los almendros, las garroferas en un fatigoso trabajo, que todos los años tiene que recomponerse para evitar el derrumbe de los mismos, comenzar de nuevo la tarea de sembrar en una tierra que de siempre fue pobre, y árida, y trabajosa.

Los bancales suponen la ocupación de todo el escenario, la apropiación de la tierra. En el centro, sobre algún difícil terraplén, se elevaban los alfaces, las casas de las posesiones, de las fincas del interior.

Son nítidas, elevadas, rectas. En la planta de abajo se encuentra la almazara, el almacén para la oliva o la almendra. La entrada amplia para los carruajes o el desván de los aperos. Cerca, se encuentra el agua, una alberca. En la primera planta, las habitaciones, una terraza a veces, la chimenea. Un ciprés o unas palmeras señalan la ubicación del alfaz a lo lejos, cumplen un cometido simbólico, en medio de la tierra sin señales, seca.

En el extremo del simbolismo, en las fincas nobles, en una esquina se elevaba el oratorio, señalado por una pequeña cúpula de tejado cerámico. En otros, en el extremo de la casa, la capilla, una cruz en lo alto. El territorio había sido finalmente ocupado, de lo ajeno a lo propio, por medio del esfuerzo, del trabajo del mismo. La capilla marca el punto final de la ocupación, se dirige, finalmente hacia su sentido: en otro lugar, trascendente, ya a lo lejos.


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En un viaje en tren, por la costa, de Altea a Alicante, éste, el Tren de La Marina, cruza por incontables urbanizaciones, hoteles, apartamentos escalonados, adosados sobre la costa, en la playa. La mayoría ahora están vacíos. En la ventanas, el cartel de "Se vende". Un teléfono, el nombre de una inmobiliaria acompaña los letreros a veces.

Al regreso, por la noche, las misma urbanizaciones, los mismos carteles. No hay apenas luces en las ventanas, no cruza nadie por las calles, el camino de las urbanizaciones, el paseo de de la playa de San Juan. Y uno piensa en un escenario ausente, terminal, en el que sin duda alguien ha tenido que cometer un crimen, en algún momento, y luego se pierde en una carretera hacia el interior. Pasa los años en el olvido, ya. Nunca va a ser descubierto.


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A la entrada a Benidorm, bajo la autopista, el aparcamiento vacío de unos grandes almacenes, unas naves sobre solares con chatarra, un camino industrial  que termina enseguida y no lleva a ninguna parte. Terraplenes con cardos y furgonetas abandonadas. Por detrás del aparcamiento, se abre la tierra de nadie, una escombrera reseca con las vallas rotas, un almacén cerrado.

El espacio moderno crea esta tierra de nadie, desechada, ausente. Un territorio sin marcas ya - excepto los carteles de la autovía, las flechas del aparcamiento, los luminosos del centro comercial... Alrededor no hay nada. Un espacio sin signos, sin ritual.



Las islas fugitivas

  Eugéne Atget había fotografiado los alrededores del parque Montsouris de París en varias ocasiones. Además de las sillas y los portales va...

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