miércoles, 19 de julio de 2017

la costa de levante




Al noroeste de Mallorca la costa de Levante - desde la bahía de Alcudia y Cap Farrutx hasta la Punta de Capdepera - debió de ser en algún momento una zona casi deshabitada. El contrabando - según nos informa una guía local - "no sólo desembarcaba en Cala Mesquida, también lo hacía en las cercanas playas de Cala Torta, s´Arenalet y Cala Mitjana". En los pueblos del interior - Artá, Capdepera, Cala Ratjada ...- los lugareños aún conservan la noción de una comarca despoblada, con fincas pobres que se acercan al mar, mientras los habitantes viven en el interior, más al sur, distantes de la sierra abrupta.

Esta zona - se nos informa en la misma guía - era conocida por los fuertes vientos "y las corrientes del peligroso canal de Menorca, lo que lleva a la dificultad de la navegación y, en algún caso, a algún peligroso naufragio".

Artá, en el interior, era de algún modo la última ciudad. Antes de descender de sus casas de piedra, las mansiones señoriales de los propietarios en torno al monasterio de San Salvador, y emprender el itinerario por las grandes posesiones cada vez más despobladas, hasta el borde, montañoso y estéril, de la costa. En los archivos de la parroquia de Artá aún se conserva la denominación de su fundación original, en el siglo XIII, como "caput (...) et frontera inimicorum".

No había apenas población en la costa - el largo y abrupto recorrido de la garriga y las grutas del contrabando - desde la bahía de Alcudia a las playas de Capdepera, ya en el litoral arenoso que desciende hacia el sur. Pueblos como Cala Ratjada, Son Servera o el propio Capdepera, ya fortificado en época medieval, eran apenas alquerías que dependían de la capital de la comarca. No aparecen como lugares independientes hasta mediados de siglo XIX.

El litoral no era sino la noción de un peligro constante, una amenaza conservada en la memoria de los paisanos. Cuyo trazado aún se conserva de alguna manera en el viaje actual desde los lugares del interior hasta la costa, por parajes arruinados, posesiones abandonadas, la garriga estéril que ocupa, finalmente, las laderas de la sierra frente al mar.

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Bajo la gran dehesa de Ferrutx, en lo alto - antigua finca de caza de los reyes de Mallorca - la colonia de San Pere, sobre el mar, aún conserva algo del paisaje de las colonias de nueva planta, establecidas por decretos reales generalmente en los siglos XVIII y XIX. Es un poblado regular, con las calles trazadas a cordel bajo la montaña, único y solitario asentamiento en los largos kilómetros del abrupto litoral que comienza al oeste de la amplia bahía de Alcudia. El decreto original de 1880 habla de la parcelación de la antigua Dehesa y la venta de los lotes resultantes a los colonos por parte de la institución del Crédito Balear, que había adquirido recientemente la finca. En 1882, se nos dice, ya vivían en la colonia 108 familias, agricultores exclusivamente.

"Son sus límites - describía el decreto - el mar, Betlem de Marina, S´Alqueria Vella, Son Morei, Can Canals, Son Forté y Morell".

Hay algo artificioso, de decreto burocrático sobre un plano en blanco aún, en su actual ubicación, el aislamiento de las nítidas casas blancas de una planta, alineadas sobre el paseo sobre un puerto artificial, unas playas mínimas entre los refuerzos de hormigón, que se han rellenado a su vez con una arena pálida, traída de otra parte. En la costa, a continuación, ascendiendo hacia el cabo, no hay ningún otro lugar habitado.

Para llegar a la colonia desde el interior había que desviarse hacia la sierra de Farrutx desde la antigua carretera que unía el puerto de Alcudia con las playas de la comarca de Son Servera. Una geografía de viejas posesiones - que aún conservan algo de su vieja resonancia en la mención de los payeses del lugar-  rodea estos campos extensos, la mayoría ya sin cultivar. Son las antiguas fincas de Morell, Son Morei, Son Sureda o Aubarca. A lo lejos, en alguna de ellas se divisa todavía el porche tradicional sobre un patio de entrada, la casa principal, las almazaras de piedra, los hornos cercanos. Unos cipreses aislados señalan el caserío desde la entrada. En su mayor parte están abandonadas.

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Solitaria sobre el Cap Ferrutx, la bahía al fondo, se erige todavía la ermita de Betlem en un elevado promontorio sobre la costa.

Un antiguo inventario da cuenta de la donación del terreno por parte del propietario, Jaume Morei, en 1805.

"Primeramente del edificio en que antiguamente se hallaba collocada una Atahona, y de la Torre desmoronada contigua a dicho edificio. Mas y finalmente a los efectos que mas les convenga, de las Quarteradas de tierra poco mas o menos contiguas al prenotado Edificio, y Torre, juntamente con la fuente de agua viva y permanente todo de pertenencias del Predio Binialgorfa que tengo y poseho en el distrito de la Villa de Artá de este dicho Reyno".

Habitada desde entonces la ermita surge desolada sobre la costa abrupta. Una romería anual, el día de San Antonio, alteraba la soledad permanente del lugar.

El padre Antoni Gili que hubo de escribir un minucioso estudio de los 200 años de historia del lugar añadía, en algún lugar de la obra:

"Aquí el silencio se desea. A través de él el ermitaño aprende a discernir a Dios, a pesar de su existencia oculta: descubrir la belleza del mundo, la grandeza de las cosas insignificantes, el misterio más íntimo de sí mismo y de su existencia".

En otro lugar de la obra se describe el inventario del oratorio:

"Un misal, dos casullas una negra y otra de todos los colores, altar con ara y una tela que representaba el misterio de Belén y dentro del nicho diversas figuras de madera del mismo misterio, tres toallas y demás necesario para el sacrificio".

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Describe en su rara "Ruta de Mallorca" - editada localmente en el pueblo de Capdepera en 2006 - el poeta Pere Caldar:

"El paisaje tradicional, el estío seco de todos los años, se encuentra detrás de las montañas de Alcudia.

En torno a la Colonia de San Pere se extendía la región más despoblada de la isla. De antiguo había sido una costa yerma, a la que yo volvía una y otra vez en las largas temporadas que pasaba en la isla.

No sé de dónde vendría esa fascinación. Desde luego, de la proximidad. Nos alojábamos entonces en la finca de G., el pintor de san LlorenÇ, situada en los tesos de Son Servera en el extremo de la isla. Frecuentábamos por las tardes un angosto celler en las faldas del castillo de Capdepera. Debajo de la plaza se divisaban las vegas del municipio y, al fondo, la carretera que llega hasta el puerto en la bahía, la torre de la iglesia de Artá a lo lejos.

Más allá de Artá ya no había ningún lugar. G. y los amigos nos hablaban continuamente de aquella región que era la suya. Al hacerlo evocaban sin saberlo quizás un cierto aroma legendario que el turismo y las nuevas urbanizaciones no habían alcanzado del todo a borrar. O quizás perduraba solamente en su recuerdo: esas interminables descripciones a las que se entregaban los martes por la mañana de desayuno mallorquín, que comenzaba con riñones, callos, cerveza y un frit y terminaban inevitablemente en aguardiente local y canciones de la tierra.

Pero era también la propia desolación de la comarca. La recorríamos incesantemente en esos meses. En las carreteras del interior apenas nos cruzábamos con nadie. Hasta que, sin darnos cuenta, nos sorprendíamos al cabo repitiendo el mismo relato de los isleños, comentamos que estábamos contemplando el paisaje de ellos, elaborando la misma narración que los amigos serverinos nos había relatado en el pueblo.

Artá, en el interior, era la única ciudad, la antigua capital de la comarca. Había sido la residencia de los efímeros reyes de Mallorca, el lugar de verano de la aristocracia local luego. Más allá, bajo la iglesia de San Salvador, se extendían el campo y la tierra de nadie hasta llegar hasta el mar. Una costa que durante décadas sólo habían frecuentado los contrabandistas. Las fincas se extendían, señoriales aún, distantes, entre esos acantilados ásperos, temibles, por los que durante siglos sólo cabía esperar la llegada de los corsarios, y la ciudad, las casonas pétreas en las que los propietarios pasaban la temporada estival y recibían las rentas de unas posesiones a las que, en algún caso, no habían accedido nunca.

El campo se abría más tarde, apartado, tras la orgullosa colina que dominaba las vegas inmediatas. Apenas dejar el caserío los caminos se intrincaban en una densa maraña de huertas, bancales y alquerías medio arruinadas.

Alguna tarde, después de pedir café en la plaza, - y el bizcocho de almendra local-  tomábamos la carretera que conducía a la ermita de Betlem. Antes teníamos que cruzar por la possessió de Aubarca, una antigua finca de olivos descuidada puesta en venta hacía muchos años, pero que por lo visto, nadie quería comprar. Nos llegábamos alguna vez al caserío por un camino de tierra, cubierto por las zarzas y las ramas de las higueras secas. En la casa cerrada, al lado de un gran arco de piedra del siglo XVIII, se encontraban las almazaras con los muros repletos de inscripciones anotadas en un color ocre sangriento, que debían de representar las cuentas anuales de la cosecha de aceitunas, escritas en un alfabeto arcaico, críptico y repetitivo.

Más allá del valle las fincas y las casas se iban espaciando hasta llegar a un terreno seco y pedregoso, de chaparros, jaras y negros espinos, y a unas montañas grises que ascendían entre curvas hasta perderse en el horizonte. Al subir por la tortuosa carretera veíamos de repente el mar al fondo, y, en una ladera inverosímil, la ermita de Betlem, pálida y solitaria sobre el azul de la costa. Aún vivía allí un ermitaño, pero nunca se dejaba ver.

Yo pensaba en esos días de verano en el invierno de pronto: la tormenta, la niebla, la soledad de la pequeña ermita en la costa, la montaña vacía alrededor. Después, nada".

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Bibl.

    Lorenzo Lliteras         Artá en el siglo XIV        Palma, 1972.

    Josep Sureda i Blanes        El paisatge d´Artá     Artá, 1932.

     Mn.  Antoni Gili i Ferrer      Ermita de Betlem. 200 años de historia         Mallorca, 2005 

     Bertomeu  Amengual  Gomila          Aeroguía del litoral de Mallorca         ed. Planeta, 1996.

    Miquel Costa i Llobera      Poesies     1907

     Pere Caldar           Ruta de Mallorca           Capdepera, 2006.




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