viernes, 9 de abril de 2021

Gare d´Austerlitz

                                            

"30 de septiembre.
Se ha iniciado una  perceptible salida de gente de la capital. Se nota, sobre todo por lo que toca a los extranjeros. En el Florida ya estamos más holgados (...)
- ¿No has visto a Fulano?
-  Pero si se fue hace tres días.
- ¿A dónde?
- Adonde va la gente. A Valencia, a Barcelona, a Toulouse, a París, a Londres, a Tumbuctú, a Estocolmo, a Salónica, a Tientsin... A sitios donde se puede ir".

              -  M. Koltsov       Diario  de la guerra de España
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El relato podría comenzar en cualquiera de los lugares de Europa después de la Gran Guerra. Ésta había concluido con la desaparición de los antiguos imperios centrales. Las fronteras anteriores se habían desdibujado y en su lugar habían surgido otras nuevas, que alteraron para siempre el mapa de la Europa del siglo anterior.

Sus orígenes son múltiples. La desazón es única. "Los pueblos de Europa central viven como los vecinos de una ciudad sitiada por los cuatro costados que se va quedando sin pólvora y sin víveres y que, según la apreciación humana, prácticamente no tiene salvación", había escrito el Walter Benjamin de Calles de Dirección única en 1928. Añorantes del antiguo orden que agrupaba bajo el águila de los Habsburgo a los pueblos centroeuropeos, los personajes que describe el austriaco Joseph Roth vagan ahora por entre las ruinas del Imperio, en un mundo que ya no reconocen. (Él, a su vez, huiría del nuevo régimen nacional-socialista para acabar, empapado en alcohol, en el París de 1939). Desde Crimea, al otro extremo, una diáspora interminable cubre el exilio de la Rusia blanca, hacia los puertos del Bósforo primero; Berlín, París, Praga, Londres; los frentes de España en algún caso. (De unas notas del archivo del NKVD soviético sabremos de un tal "Mihail Andreiev, hijo de un oficial zarista destinado en Crimea. Al finalizar la guerra civil, vagan por Estambul, Bulgaria y Atenas. Animados por un decreto del Ejército Rojo, que proclama la amnistía, regresan a Crimea, donde su padre es fusilado nada más llegar. Mihail comienza entonces un complicado periplo. Algunas noticias le sitúan en el Berlín de la república de Weimar en los años 20. Otras en un oscuro comercio entre Lisboa y las colonias italianas, relacionado seguramente con el tráfico de armas. En 1936 figura en la Brigada Dombrowski en Madrid, rodeado de polacos y eslovenos. Sale por el puerto de Barcelona en 1938. Su pista se pierde en Francia con la ocupación alemana en 1940"). Del presentado a las tropas por André Marty como "el general revolucionario húngaro Paul Lukács" sabemos que se trataba en realidad de Maté Zalka "un húngaro que (como Kléber) se había convertido al comunismo después de que lo capturasen los rusos en la Primera Guerra Mundial". Hijo de un posadero, se nos dice en otro lugar, su nombre original era Béla Frankl. 

Al hotel de Paris de la rue Chateaurond - sede del Partido Comunista Francés - acuden, de manera semi-clandestina, los que, habiendo alcanzado por fin la estación de la Gare du Nord desde cualquier lugar de Europa -o del otro lado del Mediterráneo-, son recogidos por taxistas, militantes del partido, que les encaminan al centro de reclutamiento que desde septiembre de 1936 ha instalado el PCF como sede de las Brigadas Internacionales.

 El relato de un brigadista cuenta la partida, en Lyon, antes de marchar a París: 

"El tren salía a las nueve de la noche. Me habían citado en un pequeño restaurante comunista, La Famille Nouvelle, donde encontraría a mis compañeros de ruta, con los que debía cenar. (...) Había una multitud, en su mayor parte húngaros, checos, polacos, italianos y alemanes; comían platos sencillos y bebían vino tinto. Contrastando con estos pobres diablos, en dos mesas en un rincón, una veintena de individuos se regalaban y pedían coñac en vasos grandes".

El belga Nick Gillain, antiguo oficial de caballería en paro, describe cómo: "Ya en París, se nos llevó a otra casa de sindicatos, en la avenida Mathurin-Moreau. En el patio sucio se agitaba una muchedumbre de voluntarios, uniendo sus aclamaciones al Frente Popular y a España con el canto de "La Carmañola".

Él, desde el puerto de Ostende, ("En aquel entonces estaba yo en Ostende, donde me aburría hasta la desesperación") había viajado a Ipres en autobús, para pasar a pie la frontera clandestinamente y acogerse luego a la sede de los sindicatos de Lille. En otro lugar de sus memorias como voluntario había escrito: "Si alguien me preguntara por qué partí para España, yo le respondería que fue: primero, por espíritu de aventura, y después, un poco asimismo por aburrimiento en este otoño lluvioso de 1936, aburrimiento de ver siempre el mar gris y el cielo cargado de nubes". El inglés Peter Kemp por su parte, recién terminados los estudios de Lenguas Clásicas en Cambridge, decide viajar como voluntario a una Toledo ocupada ya por las tropas nacionalistas. "Recuerdo muy bien la mañana que salí de Londres. Era un húmedo día de noviembre de 1936. En los jardines del Temple los árboles, desnudos ya de hojas, balanceaban sus  tristes y húmedas ramas batidas por el helado viento".

En París, en el local del Partido, bajo la supervisión callada de la Comintern, los que llegan serán enviados a España, en guerra desde el mes de julio. En algún momento les piden que no exhiban las banderas comunistas. Otros lugares de acogida son la rue Chabrol, un local en la rue La Fayette, y sobre todo el oscuro hotel en el número 8 de la Avenida Mathurin-Moreau, "dans le quartier du Combat du 19ª arrondissement", sede de los sindicatos y del Comité de Ayuda a la España Republicana.

Diversos testimonios nos hablan del hotel, la calle discreta. Describen el lugar: un chalet sin señas, la verja de hierro, la puerta que se abre a los recién llegados, el silencio después de una avenida tranquila - y el lluvioso otoño de aquel año, según relatan otros. Nayati Siqdi, palestino agente de la Comintern, recordaba que: "A los tres días de estar en París [Richard] me dijo: Esta noche coges el tren en la Gare de Lyon hasta la ciudad mediterránea de Perpignan, al sur de Francia. Una vez allí vas al café Pyréneés que está al sur de la Plaza Mayor de la ciudad, preguntas por François Orlando y le entregas esta nota. Él te dirá lo que tienes que hacer".


El origen del viaje. Un novelista prolijo tendría que hablar de ello. Un relato confuso habla de reuniones de la Comintern a partir del verano de 1936; de una imprecisa asamblea en Bruselas, de entrevistas con el antiguo oficial de marina André Marty, ahora en la ejecutiva; del viaje del comunista francés Maurice Thorez a Moscú en septiembre, en busca de una mayor implicación en la guerra... Un comunicado de la Internacional Comunista en Moscú anunciaba por fin el reclutamiento de voluntarios el 18 de septiembre de ese año.

Los que acuden a la Gare du Nord vienen desde Polonia, Hungría, los Balcanes, la Rusia blanca... Los rumanos huyen de un país donde la Guardia de Hierro ha instalado sus cuarteles. En Hungría el almirante Horthy dirige el nuevo régimen. Desde Berlín acuden los supervivientes, perplejos, de la Alemania nacional-socialista. Checos de la región de los Sudetes, judíos de Galitzia, antiguos rutenos... Aparecen incluso rusos blancos, que esperan que la inscripción en las Brigadas Internacionales les permita volver a su país, ahora repúblicas soviéticas bajo el mandato de Stalin. Surgen de pronto en el remoto frente de Andalucía, cerca de Lopera, a finales del 36.

"El que había tomado la iniciativa del contraataque fue el suboficial Boutrowski; oficial de la XV Brigada, joven de origen ruso-blanco, antiguo suboficial de la Legión, quien no ocultaba que si se había alistado en las brigadas era simplemente por vivir y tener una situación". De la XIV Brigada, que combate en el mismo frente, se señala que: "Había incluso un mongol ruso y un canadiense francés".

Judíos de Ucrania e incluso alguno que acude del nuevo Eretz Israel, en Palestina, en un periplo que normalmente incluye al puerto de Marsella como destino de entrada en Europa de nuevo. El primer éxodo de estos tras la Kristalinach - o "Noche de los cristales rotos"- había supuesto el exilio inicial, en un número aún muy restringido, de judíos alemanes y austriacos a Inglaterra, Francia, Estados Unidos o una Palestina aún bajo mandato británico.

"El único voluntario judío irlandés, Maurice Levitas, no difiere mucho en esos puntos de su biografía: hijo de padres lituanos religiosos, creció en un hogar yiddish hablante muy pobre de la zona obrera dublinesa de Portobello, conocida localmente como "la pequeña Jerusalén". Se integraría más tarde en el batallón "Neftalí Botwin" de la XII Brigada Dombrowsky. Otro judío británico, Neville Laski, había manifestado su horror y su adhesión al comunismo al descubrir, dos años antes, la "pobreza, miseria y suciedad" del barrio judío de Varsovia, "una ciudad llena de miseria". Otro relato cuenta de algún azaroso periplo desde el Báltico: "Desde Varsovia, atado con correas en los bajos de vagones de ferrocarril, sin comer ni beber durante treinta y seis horas al menos, ha llegado a París más de uno. Desde Lwow- Polonia- ha salido otro, atravesando sin documentación la Alemania hitleriana, antes de llegar a Francia, y desde allí a España". A finales de 1936 "la imagen de grupos de jóvenes con aspecto sospechoso concentrados en la estación Victoria de Londres se había convertido en habitual". En el Paso de Calais un grupo de obreros ingleses en paro deambula por los muelles. Cuando les preguntan alegan que van a pasar el fin de semana en el continente. En alguna rara excepción los voluntarios no pasan por los centros de reclutamiento franceses. En Argelia, "Tanto se prolongaba la crisis que Jean Chaintron, delegado del Comité Central del PCF para el comunismo argelino, organizó el envío directo de voluntarios árabes desde Orán, en el buque de la Transmediterránea Jaime II".

La relación de los brigadistas incluye incluso -en el Batallón Mickienickz Palafox- "a unas decenas de supervivientes ucranianos del ejército anarquista de Néstor Majno"... Cómo llegaron hasta allí, se preguntó alguien; qué hacían ahora luchando en La Mancha bajo las ordenes de sus enemigos mortales, los dirigentes André Marty, Luigi Longo, el general Walter, miembros todos de la Comintern, sus oponentes comunistas... Con el tiempo varios de ellos solicitan la entrada en la Brigada Garibaldi, aún dirigida por los libertarios. Otros desaparecen, sin más referencias. Del "General Kléber" -que ni era general, ni se llamaba Kléber- dirigente de las Brigadas en el frente de la Ciudad Universitaria, sabemos que era un judío ucraniano de la Bucovina austriaca. Capturado por los rusos en la primera Guerra, había sido enviado a Siberia. "Liberado después de la Revolución, se unió a los bolcheviques y luchó con los partisanos en Mongolia". Hamburgo, China, Canadá, finalmente Madrid, son lugares de su periplo posterior como agente de la GRU, la inteligencia soviética. Su internamiento en un gulag de Siberia al retorno a la URSS, de donde nunca regresa, formaría parte de algún modo de esta historia europea. (Como la formaría igualmente la historia de Leon Gaykis, también destinado en España en la Embajada soviética, judío de Varsovia afiliado al PCUS, que tras su regreso a la URSS desaparece en otra de las purgas que recibieron a "los españoles". Junto al cónsul Vladimir Antonov-Orseenko, al embajador Marcel Rosenberg, los generales Manfred Stern o Jean Berzin, al representante Arthur Stashersny...). Cuando en sus notas, el periodista Koltsov describa una fiesta de despedida al ingeniero Gorkin - un "mexicano" en la jerga de aquellos días- con champán y discursos emotivos, en el Hotel Gaylord, alguien recogerá más tarde que "Koltsov confesó más tarde que todo el mundo daba por sentado que Gorkin sería víctima de las purgas de Stalin en cuanto llegara a Rusia".



Noticias del origen... En el relato "Una tumba para Boris Davidovich" el escritor serbio Danilo Kis describe el periplo de un húngaro alemán, Karl Taube, aspirante a activista del Comintern. En el libro, sus personajes, desdichados, sufrirán todos fatalmente la trágica suerte del Terror Rojo -en una espiral que lleva, inexorable, del discurso de la Revolución primero a las celdas de la NKVD después, al silencio más tarde, a la desaparición por fin. Varios de ellos figuran en las Brigadas. Otros, en las espirales de la conspiración en general.

Karl Taube, cuenta el novelista, "nació en 1899 en Esztergom, en Hungría". Pertenecía al condado del mismo nombre, cercano a Budapest. Más adelante Danilo Kis nos describe: "(...) la grisácea monotonía de una pequeña ciudad centroeuropea de principios de siglo se perfila claramente desde la oscuridad de los tiempos: sus casas grises de una planta con los patios a los que el sol, en su lento recorrido, delimita con una clara línea divisoria en cuadrados de una luz cegadora y en unas sombras húmedas, rancias, parecidas a las tinieblas;(...) el frío esplendor barroco de la farmacia con el brillo de sus recipientes blancos de porcelana de aires góticos; el lúgubre gimnasium con el patio enlosado (los desconchados bancos pintados de verde, los columpios rotos que parecen horcas y las letrinas de madera con una mano de cal), el edificio del Ayuntamiento pintado de un amarillo isabelino, el color de las hojas marchitas y de las rosas otoñales de las romanzas que, por las tardes toca la orquesta zíngara en el jardín del Grand Hotel".

 Lugares de la disolución y la deriva entre las inciertas fronteras nuevas... En otro relato sobre la época, "El tiro de gracia", de Marguerite Yourcenar, el escenario es ahora la frontera polaca con la Rusia blanca donde tiene lugar uno de los últimos episodios de la guerra civil rusa, esta vez con la intervención de la Polonia de Józef Pilsudski. Bosques cenagosos, pantanos invernales, aldeas en llamas - y un telón de fondo de casas señoriales cuyo mejor momento había tenido lugar en otro tiempo.

Es un escenario de lo que se disgrega - tal vez para siempre -, de la devastación. Independientemente de la lucha que está teniendo lugar - la defensa del antiguo régimen por parte de los rusos blancos, la delimitación de las fronteras de Polonia por las tropas de Pilsudski, la expansión del orden soviético con los bolcheviques. En un determinado momento del relato éste pierde sus razones primeras, sus referencias históricas, por decirlo de algún modo, y olvidamos -como semejan olvidar sus personajes- los motivos de la guerra. La lucha es ciega, sórdida y permanente y a su paso nada se sostiene. Sino la persistencia de la contienda y el exilio, y la desolación de los lugares.

Al final del relato - y de la guerra civil rusa - sus personajes, los que han sobrevivido, se pierden en Europa. Volveremos a encontrar a alguno, años más tarde, en el Marruecos francés, en Lisboa, el Berlín de Weimar, en la guerra de España después. 

Es éste también, habíamos apuntado, un relato de estaciones ferroviarias. La Gare du Nord, en el Distrito X parisino, primero; la Gare de l´Est, en el mismo distrito, otras veces. De la Gare d´Austerlitz, en un bulevar frente al Sena, los brigadistas parten en tren hacia Perpignan. Aquélla, un tanto desdibujada por la nueva estación de Montparnasse, seguía manteniendo la línea tradicional hacia Burdeos; hacia Toulouse también. De la Quay d´Orse los trenes partían hacia Marsella. "Casi a diario podía verse a jóvenes con paquetes envueltos en papel de estraza bajo el brazo, esperando el tren de Perpiñán, tratando ostensiblemente de pasar inadvertidos". (En algunos relatos se cita también al llamado "ferrocarril secreto" de Tito, que desde los Balcanes se dirige, esquivo y clandestino, a París, a los centros de la III Internacional). En su conocido poema Spain el inglés W.H. Auden recogería esta noción del interminable viaje europeo, de los trenes:

Se aferraron como vilanos a los largos expresos que tambaleantes
atraviesan las tierras injustas, las noches, el túnel alpino

La estación de Toulouse, después; la Estación de Francia en Barcelona; la estación del Norte en Valencia; el paso por las llanuras de La Mancha, la ciudad de Albacete al final.


O los puertos en el Mediterráneo. Los barcos que zarpaban de Crimea "tenían que atravesar los Dardanelos, luego buscar una isla en el mar Egeo para cambiar someramente la identidad del buque, incluido el nombre y la bandera de conveniencia". A continuación navegaban bordeando la costa de África. "Sólo viraban al norte, en dirección a Cartagena, cuando estaban a la altura de Argelia". Otros buques, que partían de Marsella, desembarcaban en el puerto de Alicante, después de haber evitado las islas Baleares, en poder de los nacionales.

También hay caminos, también pasos de montaña. De Perpignan a Port Bou o La Perthus los brigadistas caminan a pie, cruzan clandestinamente los Pirineos en otras ocasiones. Cercanos a la frontera emprenden un último recorrido andando, bajo la mirada condescendiente de los gendarmes, hasta llegar al otro lado. El judío neoyorquino Harry Fisher "tras una travesía en el Íle de France que le llevó hasta Le Havre (...) viajó en tren a París y después a Perpignan. Allí hizo el paso de los Pirineos, caminando sobre la nieve de las montañas y de noche, para evitar a los gendarmes". En los pasos tropiezan en algún momento con los milicianos anarquistas. "Necesitamos armas, no hombres", les dicen estos, y alguna vez no les dejan pasar. Oscuramente intuyen que es la Comintern, enemiga tradicional de aquéllos, quien se halla detrás de aquella peregrinación. En algún caso, como el del escritor Laurie Lee, que había vivido en Almuñécar hasta el comienzo de la contienda y, regresado a Inglaterra, vuelve a la España en guerra: "Los agentes republicanos en Perpignan, claramente desconcertados por esta figura flaca, soñadora y aparentemente tan poco bélica, se ciñen a la No Intervención y fingen ignorancia, declarando no saber nada sobre ninguna brigada". Finalmente sería un anarquista francés el que le conduciría, en medio de una tormenta de nieve, hasta la frontera. 

(Lee, al que el azar y un violín había llevado a parar a la Almuñécar de antes de 1936, describiría después en sus memorias -A Moment of War- un país del que nada restaba apenas de su primer deslumbramiento:

"Yo había conocido España a la luz brillante y restauradora del sol, cuando hasta su pobreza parecía cubrirse de orgullo". Antes de regresar a Inglaterra había descrito los primeros fusilamientos y paseos en la costa de Granada. Al retorno, según Nigel Bians: "Un silencio antinatural asfixiaba todo y la miseria era atroz, siberiana". Lee escribiría: "Ésta era una España extendida muerta sobre una losa, un cadáver helado").


Un brigadista alemán, Otto Niebergall, recuerda cómo: "Nuestra gente tenía que ir a pie parte del camino a lo largo de los Pirineos y después cruzar un túnel hasta Portbou. Precisamente en esta zona de Portbou, Figueres y hasta Barcelona los anarquistas eran muy fuertes". Los militantes - ya clandestinos- del Partido Comunista Alemán partían en la última etapa de los distintos centros de organización de la ciudad de Toulouse. Otros, supuestamente también alemanes, son en realidad oficiales del ejército Rojo. No hablan ni palabra de alemán y se comunican en ruso entre ellos. Eisner, traductor del general Lukács,- en realidad el judío húngaro Maté Zalka- observará que "todos venían de allá".

En el relato también hay castillos, mansiones abandonadas por sus antiguos propietarios, que han sido fusilados o han huido. Cerca de la frontera los peregrinos se agrupan al cruzar en el castillo de Figueras.

La Revolución ha extrañado definitivamente los lugares, los transforma. "Al entrar en España los voluntarios dormíamos en un antiguo monasterio sobre paja. Algunos de ellos estaban borrachos", cuenta uno de aquellos, que viene desde Suiza. En Figueras el antiguo castillo de San Fernando recibe a los que llegan. Acogerá, tres años más tarde, la última sesión de las Cortes republicanas antes de partir al exilio. A su marcha, las autoridades del doctor Negrín ordenarán volar el edificio.

Los lugares persisten, pero ahora es la extrañeza quien los acoge. Marguerite Yourcenar había aludido a ello al nombrar, en la guerra polaco-soviética del año 20, las mansiones señoriales, las dachas bielorrusas en el frente ocupadas por las tropas regulares o por los milicianos, y por los refugiados de la guerra. Sus antiguos dueños han muerto o las han abandonado. Unos criados perplejos vagan ahora entre las ruinas, intentan reconstruir a veces, torpemente, los rituales de una casa cuyos habitantes han partido.

En otro lugar, el ya citado poema Spain del inglés W.H. Auden, que en diciembre de 1936 había decidido incorporarse vagamente a las Brigadas Internacionales, en su segunda estrofa reflejaría de algún modo este origen incierto y prolijo de los que habían acudido a la llamada a España.

Muchos la han oído en remotas penínsulas,
en llanuras soñolientas, en las islas del aberrante pescador
o en el corazón corrupto de la urbe,
la han oído y han migrado como gaviotas o semillas de una flor.

El poeta, de quien apenas se sabe de su estancia en la guerra, y que comentó a su regreso: "No conozco a nadie, salvo los estalinistas más testarudos, que volviera de España durante la guerra civil con sus ilusiones intactas", suprimiría no obstante a la vuelta algunas estrofas del poema - uno de los más celebrados de la publicación parisina de Los poetas del mundo defienden al pueblo español- para eliminarlo definitivamente en su edición de Collected Shorter Poems de 1966.

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En el viaje hacia Albacete los brigadistas cruzan luego por un paisaje estepario, que les es ajeno. 

Un brigadista norteamericano, Cecil Elby, describe cómo: "A la gris claridad del alba contemplaron con ojos embotados por la falta de sueño una llanura que recordaba los desiertos africanos. Había campos en los que no parecía crecer nada y ocasionales aldeas en las que no parecía hacerse nada". Más adelante, sostiene que: "Los norteamericanos decidieron rápidamente que era el lugar más horrible que habían visto nunca". Cuatro años antes, el soviético Ylia Ehrenburg, que volvería a España como corresponsal de Izvestia, había descrito certeramente el mismo paisaje en su "España, república de trabajadores", tras abandonar Madrid y viajar por el interior:

"Peñascos, un páramo rojizo, míseras aldehuelas separadas unas de otras por crestas severas, caminos angostos que acaban en senderos...Ni bosques, ni agua (...) Una enorme meseta despoblada, batida por los vientos. Soledad de una página en blanco...".

La noción de lo acostumbrado se había ido difuminando a lo largo del viaje, cuanto más se alejaban de la frontera. Si Barcelona y su ambiente urbano es reconocible para ellos, la noción de un lugar diferente les invade nada más se alejan de la costa. "A medida que me alejaba de Valencia, el paisaje era más monótono. Su cuidada huerta, que me recordaba a Blasco Ibáñez, se convertía en esa tierra rojiza que domina el campo español. Las colinas que sobresalían de los paisajes estaban desnudas como los montes de Aragón. Los campos, cosechados por completo, brillaban solitarios y áridos. El tren se acercaba a Albacete", recordará, en sus memorias, el brigadista suizo Hans Hutter. Enviado al frente de Andalucía, otro comentará: "Por las noches el paisaje de Andalucía es de una uniformidad realmente diabólica. Por todas partes, interminables filas de olivos y molinos de aceite de blancas paredes que se destacan a la luz clara de la luna". (Por el contrario, años después, el siciliano Leonardo Sciascia, que había quedado impresionado en su juventud por los relatos de la guerra civil española, recorrería los mismos paisajes, y escribiría: "Recorrer España para un siciliano es un continuo resurgir de la memoria histórica, un rebrote de lazos, de correspondencias, de cristalizaciones...").

Al llegar a Albacete, los brigadistas son recibidos en la Plaza de Toros. Un antiguo cuartel de la Guardia Civil los aloja después. Algunos protestan: el cuartel está cochambroso, el lugar es inhóspito, y en los muros y en los suelos aún permanecen los restos de sangre de los fusilamientos que han tenido lugar anteriormente. Entonces se dispersan por la ciudad: por el Edificio de la Feria, por la parroquia de la Purísima, por el Gran Hotel, el Altozano, los hoteles del Ensanche... Un brigadista inglés anónimo, a su regreso a Londres, escribiría de las calles "estrechas y sucias". Para añadir más adelante: "No se ven personas acomodadas en la ciudad pues han sido ejecutadas o están en la cárcel (...) Había dos iglesias pero están completamente arruinadas...una se usa para barracones y la otra como almacén; no está permitido ningún servicio religioso y dudo que haya algún clérigo en toda la provincia, aunque he oído que hay un cierto número de ellos encarcelado en una prisión a diez kilómetros de la capital".

Algunos nombran allí la extrañeza. "Mis peores recuerdos datan de Albacete. Imaginaos una ciudad sin carácter, en una gran llanura desnuda, invadida por una multitud de 10.000 milicianos. Seis meses de revolución han sembrado por todas partes la ruina y el desorden", contará el belga Nick Gillain. Otros, en cambio, hablarán con admiración del paseo vespertino por la ciudad, de los burdeles de la provincia y de las terrazas en el bulevar. La "Cafetería Internacional", según recordarán, ofrecía cerveza fresca y unas meriendas excelentes.

En la guerra muchos de los parajes son ahora lugares extrañados. Su antigua función ha desaparecido y en su lugar, perviven los edificios con un uso insólito. En la Gran Vía de Madrid, el Hotel Plaza ofrece alojamiento gratis a los que quieran instalarse. Es un establecimiento lujoso y moderno. Pero está más allá de la plaza del Callao y muy cerca del frente, aducen, y los corresponsales extranjeros, los agentes que acceden al Madrid de la guerra prefieren alojarse en otros. Acuden al Hotel Florida, en la misma plaza, al Hotel Victoria, sobre la del Ángel, al Hotel Inglés, en una transversal de la calle del Prado. (La llegada de los brigadistas a Madrid había ocurrido, comenta una historia de los Internacionales: "una mañana gris (...) de una monotonía agravada por una fina y gélida llovizna (...) en esta sombría mañana de domingo, la ciudad aparentaba un aire de lánguida normalidad. Los camareros y el puñado de clientes reunidos en el bar del hotel Gran Vía, se vieron de pronto atraídos hacia el exterior por un ruido de gritos y palmas, que seguía el ritmo de unos pies marcando el paso y el estruendo de los cascos de los caballos"). El alemán Jan Kurzke, que había llegado a Madrid desde su exilio obligado en el norte de África, describiría luego la Ciudad Universitaria, en los días de lluvia que continuaron después, como un paisaje "marrón y lúgubre, como Hampstead Heath en diciembre".

Sobre la ciudad en guerra y los personajes que allí recalan, huido el gobierno republicano, escribe alguno de los corresponsales que en ella se alojan. De aquel último establecimiento, el Hotel Victoria, - "En el rótulo del hotel Reina Victoria han borrado la palabra reina"- el periodista inglés Philip Jordan hablará de los: "Hombres de armas, la mayoría de ellos alemanes, surgidos de todos los lugares imaginables, espías, rameras, más espías, buscadores de empleo, propagandistas, intelectuales venidos a menos que nunca habían sido adecuadamente apreciados en sus países de origen, aviadores borrachos, personas expulsadas del servicio... Todo tipo de gentuza que intentaba sacar tajada de una ciudad en la que había dinero fácil porque la guerra todavía era joven".

El periodista ruso Mihail Kolstov, enviado personal de Stalin, se había alojado primero en el Hotel Plaza, cercano a la plaza de España - y al frente de la Ciudad Universitaria - y desde allí realiza una precisa descripción de las noches de la ciudad sitiada, de las terrazas y los bares - y las bombas que caen a intervalos en la Gran Vía, frente al edificio de la Telefónica. El comedor del hotel, "sin calefacción", en la misma acera, está abarrotado de milicianos y periodistas. A pesar de que "ya no queda nada fresco", según se lamenta un camarero, y que las explosiones se suceden en la calle con un horario fijo. Enfrente, el bar Chicote, que ha sido socializado, sigue siendo el lugar de reunión nocturno de los que pululan por la ciudad. "Cuando caía la noche de esos húmedos y fríos días de espera, Chicote era el lugar donde encontrar compañía, conversación y más rumores sobre la ofensiva". Los camareros del Plaza, según nos cuenta el periodista ruso, conservaban sus antiguas maneras, trataban con una exquisita cortesía a los escasos clientes de un establecimiento casi vacío, desierto a partir del mediodía. Más tarde, "cuando llegó Hemingway en la primavera de 1937, Koltsov y Karmen se habían mudado del hotel Florida al hotel Capitol, que se encontraba al otro lado de la Gran Vía. Al poco tiempo se fueron al hotel Palace, en la Carrera de san Jerónimo, y finalmente acabaron en el hotel Gaylord, situado en Alfonso XII".

                                                  

Otros hoteles han sido ocupados. Por los agentes del Gobierno en ocasiones, por los delegados comunistas otras veces. "El Hotel Bristol - nos cuenta un brigadista- era, en Madrid, un hotel como los otros, ni más ni menos lujoso, pero con la particularidad de que estaba reservado exclusivamente a los rusos que servían en el ejército republicano". En Barcelona, el Hotel Colón, en la Plaza de Cataluña, es ahora la sede del PSUC. "Situado en la céntrica Plaza de Cataluña, en cuya fachada campeaban, junto al nombre del partido en enormes caracteres, dos grandes retratos de Stalin y Lenin, equivalentes en Barcelona a los que en Madrid iban a colocarse en la Puerta de Alcalá". Décadas más tarde una novela del francés Claude Simon recreará el hotel, y a los días de la guerra, en Le Palace. Una descripción de la novela hablará de: "Una ciudad irreal atravesada por gentes que vagan como sonámbulas entre el pasado y el presente.(...) La acción, si cabe hablar de acción, tiene lugar en un hotel, el "Palace" - en realidad el célebre Hotel Colón de la plaza de Cataluña en 1936, sede de los anarquistas y hoy Banco Español de Crédito". Alojados en el Hotel Majestic en el paseo de Gracia, de camino al Congreso de Intelectuales, los mejicanos Octavio Paz y su mujer Elena Garro, ésta, frente a la exaltación habitual de la ciudad, recuerda: "Es difícil olvidar la impresión terrible que me produjo esa ciudad. Las ramas de los árboles estaban rotas y las calles casi desiertas. (...) Me asomé a la ventana: no había tropas victoriosas, sólo un silencio tristísimo". También desde el Hotel Majestic el enviado de Pravda, Mikhail Koltsov, telefonea a Moscú. Otros son el Hotel Metropol, en Valencia; también el Colón, donde se aloja a los intelectuales evacuados de Madrid; - y los valencianos lo rebautizan al momento como El Casal dels Sabuts- el Victoria; el Gran Hotel de Albacete; el Ritz de Madrid convertido en comedor social; el Palace madrileño frente a éste... Aquí se instalan diversas comisiones republicanas y un hospital de heridos del frente. La primera planta es ahora la sede de la embajada soviética. (Una nota interna del NKVD sobre el matrimonio Orwell comunicaba que: "Es evidente por su correspondencia que son trotskistas confirmados. Deben ser considerados oficiales de enlace del ILP con el POUM. Vivían en el Hotel Falcón..."). Otro lugar, el Hotel Falcon, en Las Ramblas, era, según se sabía, "donde se reunían los combatientes y simpatizantes extranjeros del POUM desde los primeros días de la guerra". Los agentes de la NKVD lo frecuentaban a su vez, para obtener información de sus visitantes. (Entre ellos el judío David Crook, que había llegado a España desde el Bowery, se relacionaba con todo el mundo en Barcelona,  y había sido reclutado para los soviéticos después de la batalla del Jarama).


En Madrid, los consejeros rusos en cambio prefieren el Hotel Gaylord, en las calles aledañas al Parque del Retiro, centro del espionaje en la capital. Por la tarde, los corresponsales extranjeros acuden a él. También es el preferido de Ernest Hemingway, que comenta que allí se sirve "una cerveza excelente". El cronista Matthews se referirá en cambio al Florida, en la Plaza del Callao, como "el lugar donde había que estar". En él se alojan Hemingway y Martha Gellhorn una temporada. También John Dos Passos, Antoine de Saint Exupery, Louis Fischer, Robert Cappa y Gerda Taro, André Malraux o Ilia Ehrenburg. 

Deseoso de escapar del ambiente y las tensiones de la oficina de prensa en el edificio de la Telefónica, el novelista Dos Passos camina hacia la estación del Norte, cercana al frente. "Si uno sigue la Gran Vía, detrás de la plaza de Callao, cuesta abajo en dirección a la estación del Norte, y se detiene durante un momento en una excelente librería que se mantiene abierta, se encuentra la primera barricada defensiva. Está sólidamente construida con adoquines unidos con cemento, colocados en orden y que llegan a la altura de la cabeza". 

Un bombardeo temprano había despertado a los ocupantes del hotel, aún de noche. "Por todas partes se abren las puertas de los balcones que rodean la fuente acristalada. Hombres y mujeres a medio vestir huyen precipitadamente de las habitaciones, arrastrando maletas y colchones (...) Un camarero con el cabello ondulado sale una y otra vez de varias puertas distintas, siempre rodeando con el brazo a diferentes chicas que ríen o lloriquean. Gran exhibición de despeinados y lencería".

Según otros, allí en el hotel tiene lugar el primer distanciamiento entre Hemingway y John Dos Passos a propósito del "caso Robles", traductor del último, y que había sido eliminado por los agentes de Orlov, el enlace de la NKVD en España. "Supimos de la desaparición de José Robles cuando faltó una tarde a la tertulia del Ideal Room" - el lugar de reunión de los corresponsales extranjeros en Valencia- comenta en sus memorias el granadino Francisco Ayala. Nadie le da noticias del paradero del amigo y traductor de su Manhattan Transfer a Dos Passos. En algún momento tendrá lugar una agria reunión con el novelista, que se niega a contestar a sus preguntas, durante una comida de las Brigadas Internacionales en el castillo del duque de Tovar, en El Escorial. Hemingway le acusa de sentimental y le grita que sus indagaciones están sirviendo a los críticos de la República. "Finalmente, un amigo santanderino vinculado al contraespionaje le revela que Robles fue ejecutado dentro de la misma embajada soviética". En una azarosa huida posterior por la frontera catalana, acompañando al joven periodista Liston Oak, acusado de trotskista, el escritor de Illinois de origen portugués abandonó España en abril de 1937, para partir hacia los Estados Unidos y no regresar nunca. 

En la estación adonde Hemingway acude para despedirlos, éste le espeta: "¡A la mierda las libertades civiles! ¿Estás con nosotros o contra nosotros?" para amenazarle con el olvido impuesto por las autoridades a continuación. Katy, su mujer, le respondería: "¿Por qué, Ernest? No he oído en mi vida una canallada como ésta". (Y en su artículo Farewell to Europe, escrito al poco de salir, en julio de 1937, presentaría a los comunistas en España como dueños de "una maquinaria de poder tremendamente eficaz y despiadada". Con lo que recibió las renovadas críticas de los conocidos que habían quedado en la capital).

George Orwell, que también abandona España en 1938, profundamente decepcionado con la experiencia del estalinismo, y amenazado por los agentes soviéticos por sus relaciones con el POUM, duerme las últimas noches en las ruinas de una iglesia. "Al cabo de dos días él y Eileen cruzaron la frontera con Francia en tren, sentados en el vagón comedor de primera clase (...) fingiendo ser turistas británicos con posibles". Al cruzar la aduana "pasaron tres días en el puerto pesquero francés de Banyuls". Su esposa y él "pensaron en España, hablaron de ella y soñaron con ella sin cesar". Internado en Inglaterra al llegar por una tuberculosis, marcharía mas tarde a Marruecos a recuperarse. 

Había ingresado antes en un hospital de Barcelona en la primavera del 37. Allí había escrito: "Sentía un deseo abrumador de alejarme de todo. Del horrible clima de sospechas y odios políticos, de las calles atestadas de hombres armados, de los ataques aéreos, las trincheras, las ametralladoras, los tranvías chirriantes, la cocina aceitosa y la escasez de cigarrillos". 


En la España nacionalista algunos lugares mantienen sin embargo una especie de tradición rancia y como gris, de los días de antes de la guerra. En un comedor de la Salamanca provinciana, titulado gozosamente "La Viuda del Fraile", entre el sempiterno aroma a aceite, el inglés Peter Kemp encuentra a un teniente irlandés de la Legión, Noel Kirkpatrick, con quien comparte recuerdos londinenses.

"Cuando esta guerra estalló - me dijo- tenía un negocio de automóviles en Londres, pero averigüé que mi secretaria, de quien estaba enamorado, se acostaba con mi gerente (...) Por tanto, cerré el negocio y me vine aquí". Se había alistado, le contó, en la Guardia Irlandesa. Anteriormente, en la fría Ávila - "Situada en una colina, rodeada de almenadas murallas y relacionada para siempre con el nombre de Santa Teresa, (...) es renombrada como tierra de cantos y santos"- Kemp había acudido al Hotel Inglés, que mantenía su imagen de centro de reunión de la colonia extranjera en la ciudad. "La cena fue excelente, el vino abundante y animada la conversación en todas partes" - en inglés, francés y español, como comenta en otro lugar.

Otros lugares en Madrid conocerán otra suerte de extrañamiento en esos días. El palacio de los condes de Heredia-Spinola, paseados en los primeros meses de la guerra, inmediato a Cibeles, es ahora el local de la teatral corte de los Alberti, que celebran en él sus mascaradas lírico-milicianas. En él se instala la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que preside José Bergamín. Los Alberti duermen en la antigua alcoba de los marqueses y muestran los armarios con la prolija colección de trajes y zapatos de estos, que han conservado en parte. El propio Alberti, en unas páginas de su Arboleda perdida evocará alguna de aquellas mascaradas, festejadas con el ropero de los dueños del palacio:

"¿Quién podrá olvidar a Luis Cernuda vestido de Caballero Calatravo; al poeta negro Langston Hughes con traje y colorada capa de rey negro; a León Felipe con gorro y uniforme de Gran Duque Nicolás...?".

Miguel Hernández, que regresa unos días del frente, escribirá en una pizarra "Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta", aludiendo a María Teresa León, maestra de ceremonias del palacio. No se lo perdonarán. El cubano Pablo Torriente, que volvía del frente de la sierra, exclama también: "¡Qué vergüenza! Yo me vuelvo al campo (de batalla)". Murió a los pocos días. (Miguel Hernández le dedica entonces su Elegía Segunda, "A Pablo de la Torriente, comisario político").

En otros antiguos palacios, en varios conventos u hoteles, el extrañamiento es menos lírico. El palacio de los condes de Casa Valencia es ahora la checa de Riscal, de oscura memoria. El convento de las religiosas de Concepción Jerónima, la checa de Lista. El antiguo Cinema Europa, la sede de los libertarios de Tetuán. El de Somosancho, en Ventura de la Vega, es una comisaría socialista. El Hotel Mi Huerto, en Ciudad Lineal, un ateneo libertario. La plaza de toros de Tetuán de las Victorias es ahora la checa del barrio. La iglesia del Buen Suceso, asaltada en los primeros días de julio, es en adelante un cuartel. La llamada "checa de Narváez" frente al Retiro, se traslada luego al restaurante Cóndor, en la calle Jorge Juan. En el palacio de la plaza de Santa Cruz se instala la oficina de censura, dirigida al principio por Arturo Barea. En el Ministerio de Marina, en la calle Montalbán, se instala la jefatura del SIM, el Servicio de Información Militar.

                                                     

Un nuevo mapa se ha superpuesto al acostumbrado. En las afueras de Madrid, se comenta, aparecen a diario los cuerpos de los que han sido "paseados" la noche anterior.

"Por citar los más significados por su número hay que mencionar, además de los ya referidos, la carretera de Toledo, la de Castilla, la zona del Hipódromo (calles Carbonero y Sol, sobre todo, Vitruvio, es decir, la llamada Colonia de la Residencia), la zona de Argüelles (calles Andrés Mellado e Isaac Peral, sobre todo, Cea Bermúdez, Blasco de Garay y Guzmán el Bueno), Paseo de Rondas (...) la carretera del Pardo, la nueva plaza de toros, Atocha, la calle Granada, el paseo de los Pontones, etc.". apunta una crónica sobre los días de la guerra en Madrid. De vuelta a Madrid, ya han finalizado las sesiones del Congreso de Intelectuales, y un grupo ha regresado a la capital "para apoyar la amistad de España y México".  

"En la noche los intelectuales se reunieron en los sótanos del hotel a discutir. (...) escuché decir a Malraux, que estaba rodeado de un grupo pequeño: "Si el imbécil de Mancisidor lleva esa acusación contra Gide, me retiro del Congreso. (...) recordé que Gide había escrito un famoso librito, Retour de l' URSS, en el que criticaba el sistema soviético y entendí que Mancisidor quisiera hacer una declaración en contra de él. Fue casi lo único que entendí en el Congreso"- describe el mismo Elena Garro..

 Ella asiste a una ciudad crecientemente en silencio. "Se procuraba no hablar de los "paseos" aunque todos sabíamos que existían. Tampoco era grato hablar de las chekas, pues la sola palabra producía terror (...) Cuando lo preguntaba todos guardaban un silencio estremecedor y me miraban como si estuviera un poco tocada de la cabeza". A la llegada a Madrid desde Valencia había escrito: "Hacía frío y yo preferí quedarme en el camión contemplando la calle vacía, el Palace cerrado y los leones de las Cortes".

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En algún lugar recientemente alguien traduce la carta que Simone Weil había de escribir a Georges Bernanos en el año 1938. Weil había acudido a la guerra de España como vaga simpatizante de los anarquistas de la CNT o los antiestalinistas del POUM, no lo sabía muy bien. Estuvo solamente dos meses en el frente de Aragón y no regresó nunca.

"Estuve algunos días en Barcelona, después en pleno campo aragonés, junto al Ebro, a una quincena de kilómetros de Zaragoza (...) Después, en el palacio de Sitges transformado en hospital; después nuevamente en Barcelona; en total, aproximadamente dos meses".

 Sus experiencias en el curso de ese verano le hacen elegir al católico escritor francés como receptor de sus reflexiones, por cuanto suponía él había pasado por una experiencia similar, como confiesa después de haber leído sus Grandes cementerios bajo la luna, el libro que Bernanos publica a raíz de su regreso a Francia desde la isla de Mallorca, en 1937.

La carta que la entonces casi anónima militante le dedica al conocido escritor era un ejercicio un tanto insólito sobre la guerra civil. Por cuanto suponía un reconocimiento de la evidencia. Arrojada al frente de Aragón desde sus ideales de redención, la incipiente escritora asiste de pronto al escándalo de lo inmediato. Comenta alguno de los hechos a los que asiste. Los anarquistas ejecutan en la retaguardia indiscriminadamente a cualquiera. "En Barcelona las expediciones punitivas solían matar a unas cincuenta personas cada noche". En un relato posterior cuenta el fusilamiento frustrado de un sacerdote, al que nadie defiende. La ejecución más tarde de un adolescente en el frente que portaba una imagen mariana en el pecho. O las víctimas impensables de una saca en el pueblo de Sitges, hasta ese momento lejos de la guerra. Los milicianos, frustrados por una fallida expedición a Mallorca, habían fusilado entre otros a un panadero, acusado "de haber pertenecido a la milicia de los  somatén". En una aldea de Aragón los "milicianos rojos" asesinan a los que quedan en ella. Si están allí es que son fascistas, razonan. En una comida posterior en la retaguardia los anarquistas se vanaglorian, entre risas, de cómo habían asesinado a dos curas la noche anterior. El resto sonríe, comenta la escritora.

"Nunca oí a nadie que expresara, siquiera en la intimidad, repulsión, asco o solamente desaprobación frente a la sangre inútilmente derramada". Ella, accidentada en algún lugar de Aragón, - su torpeza le hace quemarse con el aceite de la comida- regresa a Francia. Nunca volverá a España. Sus ideas sobre una vaga redención universal, que tenía la forma de la lucha entre libertarios y terratenientes, se habían visto refutadas de tal manera en la guerra que nunca quiso volver a cruzar los Pirineos, en busca de aquel país que ella había soñado como el escenario de una liberación de los desposeídos del mundo. (Más tarde, tendría que huir de París a Marsella ante la ocupación alemana. Después de viajar a Estados Unidos, regresaría al Reino Unido - para colaborar con la Francia Libre-, donde muere en un hospital de Ashford).

Su carta era una carta sobre lo inmediato. Correspondía en cierto modo - y en esto la joven francesa también había acertado - con la evidencia a la que el escritor Bernanos, decidido partidario de la sublevación, había asistido en Mallorca, con el triunfo de los nacionales y la posterior represión llevada a cabo por éstos en la isla, bajo la sombría figura del italiano Conde Rossi. El francés también abandonaría el país ese año. (Había escrito en algún lugar de su libro: "Yo vi con mis propios ojos (...) vi a un pequeño pueblo cristiano, de tradición pacífica, de una extremada y hasta excesiva sociabilidad, endurecerse de pronto; vi cómo sus rostros se endurecían, hasta las caras de los niños").

Resultaba insólito en cierto modo. La literatura, el periodismo, no daban cuenta de lo más cotidiano. Enfangados en una nebulosa afirmación sobre la guerra los escritores no accedían a lo más cercano. Un a modo de afirmación abstracta se había impuesto sobre los acontecimientos, los días de la guerra. (Y, años más tarde, el poeta Luis Cernuda, que había escapado a París, para recalar en Londres al poco, recordaría: "Luego me sorprendería, no sólo la suerte de de salir indemne de aquella matanza, sino la ignorancia completa de ella en que estuve, aunque ocurriera en torno mío").

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En Albacete el relato habla de pueblos manchegos, de tiempos de espera. Alojados en Tarazona, La Roda, Villanueva de la Jara o Madrigueras, los brigadistas aluden al tedio y la pobreza de La Mancha a la espera de acudir al frente. Algunos escaparán hacia Madrid, otros desertan. A pesar de su condición de voluntarios, la mayoría se encuentra con la sorpresa de la imposibilidad del regreso. Pronto, comienzan las detenciones y los primeros fusilamientos. ("Las ejecuciones ordenadas por mí no sobrepasaron las quinientas", explicará con el tiempo André Marty, el comunista francés responsable político de los voluntarios. Y añade "todas efectuadas contra auténticos criminales enmascarados de defensores de la libertad").

La desolación del lugar, de la meseta. Algún otro alude a las viñas manchegas, escasas, raquíticas para su mirada centroeuropea.

"Las vides, que no eran como en Austria de plantas trepadoras, sino pequeñas cepas que cubrían la tierra", comenta el brigadista Hans Landauer, austríaco. Para aludir más tarde a "el calor que hacía en el verano del 37 en España". Otros nombran el encalado de las casas, presente en todos los pueblos. Alguno, la sequedad de los campos, el horizonte de barbechos y centenos. Todos al perenne olor a aceite, al sabor de la oliva... (Alojado en Sevilla, de regreso del frente de Abisinia, el periodista italiano Lamberti Sorrentino, aludirá en primer lugar al olor a muerte que le acompaña desde la entrada a España por Mallorca. Y en segundo, al aroma a aceite rancio, que le hace evocar el comentario napoleónico de que: "Dos barreras tiene España: los Pirineos y el aceite rancio. Los primeros se pueden superar, el segundo no". Él, alojado posteriormente en el Barrio Chino de Salamanca, seguirá quejándose del mismo olor en todas las fondas).

La extrañeza de La Mancha, la aridez de la meseta meridional. Una descripción de aquellos días nombrará en Albacete a los "personajes de novela que representan esa mezcla de idealistas, de románticos, de personajes del Komintern como Willy Müzenberg, Vittorio Vidali o Arthur Koestler, de mercenarios sin paga, de agentes de la NKVD, de juramentados de la revolución (...) sin domicilio ni nacionalidad que vivían en un exilio permanente, que habían estado en varias revoluciones - Rusia, Berlín, Munich, Hungría - y sometidos a todas las pruebas, incluidas las purgas estalinistas a las que muchos no sobrevivieron". De un inglés en principio comunista, como el comandante Thomas Wintringham, instructor de las Brigadas en Albacete, unas páginas de su enrevesada biografía nos comentarán cómo: "Frente a las guías turísticas la España de Wintringham es un rincón del mundo prácticamente aislado del resto, un país sumido en un atraso de siglos y sin atractivo alguno, con pocas infraestructuras diseminadas en medio de un paisaje feroz duro y reseco". Su biografía hablará de la expulsión de España de su compañera, Kitty Bowler, acusada de trotskista; de la suya del Partido más tarde en Londres, acusado de lo mismo. Terminaría organizando la Defensa Civil frente a la inminente batalla de Inglaterra - frente al criterio de sus compañeros que defendían todavía el pacto Ribbentrop-Molotov.

El centro de las Brigadas es ahora la finca de Los Llanos, cercana a la ciudad. Allí, alguno hablará de la consunción de la espera. "El dormido Albacete", en expresión de un austriaco. El hospital, recuerda otro, "se encontraba en un chalet en medio de la ciudad". El aburrimiento entre los combates marca en las páginas de los brigadistas este tiempo en el interior. Otro, antiguo oficial, que escapaba en cuanto podía al Madrid sitiado, comenta: "El aburrimiento reinaba en el frente de El Escorial. Los hombres no tenían nada que hacer y se aburrían". Y el belga Gus Desmedt en el frente de la sierra reitera: "El Escorial era un lugar perdido donde no había nada que ver".

La sensación del vacío en el interior de la Península. "El viaje de Cáceres a Badajoz - había descrito Ehrenburg un desplazamiento anterior - es un viaje larguísimo. El tren para en pleno campo. Cambio de tren. Hay que esperar dos horas. En lugar de estación, una choza, una enorme chumbera como un ántrax morboso, dos burros, una fábrica abandonada. En el andén, unos chicos descalzos y un anciano loco. Y sobre todo esto flota un hastío atroz".


El escritor Stephen Spender, ya un poeta renombrado, viaja también a Albacete en un momento del año 37. Busca a un antiguo amante, Jimmy Younger, quien se ha enrolado en las Brigadas a raíz de la separación de ambos y la boda del poeta inglés. 

Un viaje anterior, tras haber abandonado Berlín y una larga estancia en Mlani, una pequeña ciudad croata, les había llevado al descubrimiento y la revelación de Toledo - que a Jimmy le llevó a la consternación. Del mismo modo que le había llevado la visión primera de Venecia.

"Viajamos en autobús desde Madrid, a través de una llanura que parecía hecha de kilómetros y kilómetros de cuero (...) Así llegamos a la extraordinaria Toledo, rodeada por el río y la crestas de las montañas; una ciudad de perfección despiadada, con una catedral que se elevaba del suelo como un candelabro tallado".

Por el contrario Albacete, en medio de la estepa, es un lugar más, insólito, del periplo anterior que les había llevado a los dos por las ciudades y los restos de una Europa anterior a la Segunda Guerra. Y al escritor a abandonar definitivamente el Berlín de su juventud, ya bajo las banderas y el desfile diario de los nacional- socialistas. Su amigo Christopher Isherwood había descrito melancólicamente el final de esta época en su "Adiós a Berlín".

"Esta noche por vez primera este invierno, hace mucho frío. El frío glacial paraliza la ciudad en un absoluto silencio, parecido al silencio de un ardoroso día de verano". Una marcha de las juventudes nazis, comentaba, había transcurrido esa tarde bajo las ventanas.

Spender, que viaja desde Londres, donde frecuenta al grupo de Bloomsbury y tiene una reunión semanal en Monk´s House, la casa de Virginia y Leonard Woolf en Rodmell, describe la ciudad manchega: "Albacete se parecía a un cuartel en medio de una meseta roma. Ningún otro pueblo podía estar más alejado de mi idea pintoresca de España. En torno a la amplia plaza mayor, semejante a una plaza de armas, se abrían unas calles con altas casas sin carácter, con algunas tiendas, restaurantes y cafés. Todo Albacete olía a fritura de aceite de oliva". 


Tras su alistamiento inicial Younger, el joven inglés, desea cuanto antes abandonar unas brigadas dirigidas por los comunistas, y a las que no quiere pertenecer. El resto de aquel viaje español transcurrirá en medio de los intentos - inútiles - de Stephen Spender para conseguir la repatriación de su amigo, que ha sido detenido otra vez. O de la petición de que no sea enviado al frente de nuevo, ineficaz asimismo. (En algún momento, escribiendo sobre el Congreso de Intelectuales, al que asistía, manifestó que encontraba grotesco "ese circo de intelectuales, tratados como príncipes y ministros, transportados a los largo de cientos de kilómetros a través de un paisaje precioso y pueblos destrozados por la guerra (...) fotografiados y retratados").

Regresará a Inglaterra tras un recorrido que le lleva a entrevistarse con distintas autoridades republicanas, alojarse en el Hotel Victoria de Madrid, visitar el frente de la Ciudad Universitaria y hablar con milicianos y otros soldados, que le declaran no saber por qué estaban allí. 

"Después de cruzar la frontera española desde Francia, pasé un día en Port Bou, solo. Era un pequeño puerto encantador, con dos lenguas de tierra que se internaban en el mar como dos brazos verdes y casi lo abrazaban, dejando una pequeña abertura entre ambos, que era la boca del puerto".


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Lugares del final del relato, luego. Pasada la espera, aparecen los escenarios del frente, las batallas: Brunete, el Jarama, la Ciudad Universitaria, La Muela de Teruel, Belchite... Aquí, los relatos abandonan la descripción, y el tempo de la espera. Desde las alturas de Teruel Hemingway aún describe: "la hermosa y pacífica ciudad (...) con sus campanarios y casas de geometría ordenada" rodeada de campos detrás de los cuales había "acantilados rojos, esculpidos por la erosión en forma de columnas que parecían tubos de órgano y, más allá (...) un erial de tierras baldías y sin agua". De Guadalajara, cerca de Brihuega, el brigadista Ludwig Renn recordará la llanura "desolada, estéril y envuelta en la niebla" donde "la humedad calaba a los hombres hasta los huesos y la más leve brisa cortaba como un cuchillo afilado". Los relatos sin embargo comienzan a repetir historias del frente. Gandesa, Tortosa, el Ebro, Caspe, son los lugares de estos.

Otros lugares del relato. En 1937, a instancias de Palmiro Togliatti, se crean los "campos de reeducación". "Uno de los más sórdidos fue el del Júcar, a unos 40 kilómetros de Albacete (...) Otros brigadistas fueron encerrados en las prisiones de Albacete, Murcia, Valencia y Barcelona ". O en la costa catalana. "Si el campo Lukács resultaba a veces duro, no lo era tanto como el campo semiabandonado de Castelldefels, al sur de Barcelona, que llegó a alojar entre 255 y 400 prisioneros de las Brigadas Internacionales". (En una lista que había redactado Andre Marty sobre las "organizaciones que pretendían infiltrarse en las Brigadas Internacionales" figuraban la Gestapo, la OVRA de Mussolini, la policía polaca, la Inteligencia militar francesa, los trotskistas, los anarquistas y los partidarios de Largo Caballero). Cercana, la Costa Brava, por contraste, aparecerá en algunos otros recuerdos de los brigadistas como un lugar paradisíaco, tranquilo y alejado del frente, en el que alguno revela haberse pasado los días "durmiendo y jugando al ping-pong". (Con cierta malicia, Robert Graves, al aludir a la estancia del poeta Auden en la guerra, había comentado que "Auden fue a la guerra de España como otro camarada más, lleno de ardor combativo. Como Tennyson no vio un solo combate, pero al contrario de Tennyson estuvo todo el rato jugando al ping-pong en un hotel de Sitges").

Los delegados al Congreso de Escritores de Valencia, regresaban. "Alguno de estos escritores se habían citado en París y desde allí hicieron juntos el viaje en tren, del que hay una descripción en Neruda". En el vagón, Octavio Paz había encontrado "a André Malraux, con los cabellos rubios y los ojos claros inquietantes, con André Chamson, con Nicolás Guillén, siempre muy alegre, con Mancisidor, con Marinello y con muchos otros".

Por último aparece un escenario insólito, al regreso. Es el de los brigadistas apátridas. Lo son ahora los miembros de la Unidad judía Botwin, perteneciente al Batallón Palafox. También los polacos de la 5ª División de Rifles. Alemanes, austríacos, ucranianos, rutenos, checos... "Además de unas decenas de supervivientes anarquistas del ejercito de Majno". Los últimos meses, según recordará otro brigadista, están marcados por el anhelo del regreso. Éste, que según la denominación de "voluntarios", habían supuesto al alcance de la mano, se tiñe de vetos en muchos casos, acusaciones varias, negación de los documentos para el retorno. El belga Gillain, después de ser perseguido por varias denuncias por parte de los comisarios comunistas, consigue por fin embarcar clandestinamente en el puerto de Valencia, rumbo a un puerto francés. Escribe: "El mar estaba en calma (...) Entre dos luces, las costas de España adquirían un matiz cada vez más borroso. Brotó la niebla y todas las cosas se enturbiaron, se desvanecieron ante mis ojos".


Otro relato de un combatiente británico en las tropas nacionalistas recuerda que, en el último avance sobre Belchite, en el frente de Aragón: "La Bandera se desparramaba por toda la posición...Los legionarios se movían por las trincheras, acabando con los defensores a bayonetazos y culatazos. Eran alemanes de la Brigada Thalmann, buenos soldados y desesperados combatientes, pues incluso su propia patria les estaba prohibida. No esperaban cuartel, ni tampoco lo recibieron".

La batalla del Ebro había supuesto el desmantelamiento definitivo de las brigadas. No hay un lugar de regreso para muchos de ellos. Una prolija historia de los internacionales comenta que, al final de la contienda, "Un informe sobre los pacientes del hospital de Vic enumeraba a los que no tenían adónde ir: alemanes, húngaros, polacos, checos, yugoslavos, estonios, lituanos y finlandeses". De alguno de los alemanes se citan al principio "los campos de internamiento de Saint Cyprien, Curs y Le Vernet". Más tarde, las cárceles alemanas. De un tal Max Better sólo se sabe que: "Estuvo en Calella esperando su desmovilización. Nada dice la fuente de lo que hizo después, pero en el 44 estaba en Portugal". Algunos, pasarán a Marruecos. ("En esta ocasión - recordaba el alemán Arthur Dorf- al revés que en Valencia, no nos esperaba en el puerto de Argel ninguna multitud entusiasmada, ni se entonó en nuestro honor el himno francés"). El rumano Valter Roman, tras su paso por los campos argelinos, reaparecerá en Moscú, para convertirse en un alto cargo del Partido Comunista Rumano en la posguerra. Otros en cambio, que han vuelto desde la guerra a la URSS, los llamados "españoles", son ejecutados a su llegada. Como el general Gorev, Jean Berzon, Emilio Kléber o el cónsul Vladimir Antonov-Orseenko. Del escritor y militar Ludwig Renn el escritor Fernando Castillo aludirá a su paso inicial por el campo de prisioneros francés y al exilio mexicano ulterior. Antes de describir su discreto regreso a un Berlín oriental en la posguerra como: "Una vida que se adivina modesta, en la que los recuerdos del pasado acompañaban y ayudaban a sobrevivir en la fría soledad del desangelado barrio de Pankow, y en los paseos por las inhóspitas avenidas que como la Karl-Marx-Alee (...) iban a a dar a la reconstruida Alexanderplatz". De otros compañeros del aristócrata sajón se nos dirá que: "Otros compañeros de Renn como el jefe de la Centuria Thälmann, Hermann Geisen, y los comisarios de la XI Brigada, Albert Denz y Heinrich Rau, (...) no tuvieron tanta suerte pues cayeron en manos de los alemanes". Un grupo de siete veteranos judíos rumanos, "que habían sido elegidos para tratarlos con especial brutalidad, quiso dar una cierta dignidad a sus inevitables muertes en Mauthausen".

El propio Mikhail Koltsov, agente personal de Stalin en la guerra, es arrestado a su regreso a la URSS, después de una popular acogida en la Asociación de Escritores en 1938, y hecho fusilar al poco. Martha Gellhorn, la periodista americana, que quiere entrevistarlo, habla de la inquietante sensación de la espera previa en una taberna de Praga, adonde había sido enviado como corresponsal al regreso de la guerra civil. 

Lo había encontrado en el palacio de Hradcany, "encogido, sin la brillantez de antaño. Me llevó a cenar a una tasca obrera, sombría, muy distinta del tipo de sitio que frecuentaba. Cuando llegaron los pesados cuencos de sopa empezó a hablar. Llevaba esperando cuatro días en el pasillo del Hradcany". Quiere llegar a París, pero, reclamado por Stalin, pronuncia en Moscú una conferencia en la citada Asociación, donde es condecorado y detenido esa misma noche. (En una melancólica confesión le había comentado poco antes a Ylia Ehrenburg: "¿Qué habré dejado yo cuando muera? Los artículos periodísticos son algo efímero. Ni siquiera son útiles para un historiador, porque en nuestros artículos no mostramos lo que de verdad está pasando en España, sólo lo que debería pasar").

Maria Osten, su compañera en la guerra, traductora y ferviente militante comunista, que vive en París en ese momento, insiste en viajar a la URSS, a pesar de las opiniones en contra de todos los que la rodean. (Previamente había sido expulsada del PCA "por su falta de compromiso con la historia del partido y la teoría marxista"). Es detenida en el hotel Balchuc de Moscú y fusilada también al poco en la oscura prisión de Saratov. 

Junto a su compañero Koltsov había escrito en 1935 el relato "Hubert in Wonderland", en torno al niño alemán Hubert Lhoste, hijo de unos obreros alemanes del Sarre, al que habían adoptado "por su amor y entusiasmo por un país al que nunca había visto". El joven comunista fue recibido con grandes celebraciones en la URSS. El libro, sobre el entusiasmo de Hubert por su paraíso de acogida, fue ampliamente leído en su momento. Tras la muerte de Maria Osten - a quien Hubert no había querido recibir a su regreso - el obrero alemán trabaja en una granja colectiva en Khazaj, para ser internado más tarde unos años en un gulag de la región kazaja, adonde vuelven a ingresarlo después de una primera salida. Los últimos años los pasaría en Crimea, solicitando un permiso que nunca le fue concedido para regresar a Alemania. Murió en un hospital de Simferopol en 1959.

 El escenario del final de la guerra se hace luego impreciso, innombrable. Ha estallado la Segunda Guerra Mundial. En los límites de Europa un paisaje indecible cubre entonces el final de la narración, el desenlace.




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