La "Posada del Surtidor. Peter Coffin", adonde finalmente se encamina el narrador de Moby Dick - "Llamadme Samuel"- se encuentra en las afueras de la ciudad de New Bedford, cercana al muelle. Es una zona solitaria.
"Bloques de negrura, no casas, a un lado y a otro, aquí y allá una vela, como un cirio moviéndose en torno a una tumba. A esa hora de la noche, del último día de la semana, ese barrio de la ciudad estaba desierto". El mar, oscuro e invisible desde el portal, se adivina más allá de la sucia sala. Del puerto cercano han llegado los hombres que, ateridos por la ausencia de alguna estufa encendida, aguardan la cena. Al mar regresarán al cabo de unos días. Algunos embarcan en los muelles de New Bedford. Otros, esperan al transbordador que les llevará a la isla de Nantucket, el tradicional enclave ballenero.
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Nantucket es otro extremo del mundo. Nada crece en esta isla, cuyo nombre original, en alguna lengua nativa, es nantocke: la tierra del más allá. Oscuras premoniciones acechan la llegada de los viajeros a ella: unas sombras entre la niebla que se dirigen al Pequod, el barco del invisible capitán Ahab, y que no vuelven a ser vistas hasta muy tarde, ya en alta mar. Un orate, al que llaman el profeta Elías, cargado de confusas advertencias, les amonesta y les acompaña a la salida del malecón, hasta que de nuevo regresa a su lugar en los muelles. Una capilla sombría de camino a la isla: "Un centenar de rostros negros se volvieron desde sus filas y me miraron; más allá, un ángel de la Condenación negro daba golpes sobre un libro en un púlpito". En la Capilla de los Marineros el sermón, escuchado en silencio por los asistentes, habla únicamente sobre el destino de Jonás. Jonás, que trata de esquivar su suerte y es abandonado en el mar, y en el pecado. El atrio de la iglesia, ante el que Samuel se detiene largo rato, estaba adornado con las lápidas de antiguos marineros. Entre ellos los del perdido ballenero Globe.
"El ballenero Globe, a bordo del cual ocurrieron los horribles hechos que vamos a narrar, pertenecía a las islas de Nantucket" relataba una narración del trágico motín en 1828 - en la cual, se comenta, se inspiró en parte Herman Melville para su trabajosa novela. Otros hablan del naufragio de la Essex, hundida por una ballena frente a las costas de Chile, y cuya relación fue publicada muchos años después por un oficial superviviente.
Nantucket, aislada frente al mar. El océano es lo abierto, intuimos. En él, lejos de todo refugio, tienen cumplimiento todas las advertencias, todos los augurios finalmente. Es el mal, advertimos en algún lugar de la novela.
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Tabernas oscuras, perdidas frente al océano. Sobre su breve refugio flota la oscuridad, afuera.
Cuando los arponeros en busca de un barco arriben a Nantucket buscarán a su vez el Hostal del Puchero al cual les ha encaminado el austero Peter Coffin. Está detrás de unos almacenes, les indican, pero en la penumbra de la tarde no pueden encontrarlo. Cuando surja tras una esquina, por fin, verán que está adornado con unos emblemas con su nombre:
"Dos enormes pucheros de madera pintados en negro y colgados de unos aros como orejas de burro se balanceaban de dos crucetas de un viejo mastelero de gavia, plantado frente una vieja puerta". Una sensación ominosa les acompaña hasta la entrada.
(Cómo no recordar un momento, evocada muchos años después, la remota taberna de las Azores que Antonio Tabucchi describe en su melancólica Dama de Puerto Pim. También el breve refugio frente a un mar que se extiende sin límites. También la isla perdida en medio de ninguna parte. Los viajeros, escribe, dejan cartas en la trastienda que a veces tardan varios años en ser recogidas.
En otro lugar, en un torpe diccionario, se hablaba de los "Montes de fuego, viento y soledad, en palabras de uno de los primeros viajeros portugueses". La entrada "Azores" incluía también el epígrafe de: "Uno de los últimos lugares del mundo donde se ha practicado la caza de la ballena de forma artesanal"). Una relación del investigador Louis Lacroix sobre los últimos balleneros franceses habría indicado en su momento "los salones y cafés donde se reunían los capitanes balleneros en los puertos de Nantes y el Havre".
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Por los muelles de Nantucket circula una abigarrada multitud. Los balleneros portan oscuros tatuajes, se adornan con collares de hueso, frazadas de exóticas islas, intentan vender cabezas reducidas, o portan unos pendientes con plumas que permiten adivinar que han abandonado los bosques del interior para cazar en la isla. De Queequeg, el silencioso arponero encontrado en la posada de New Bedford, se nos dice que proviene de "Kokovoko, una isla muy lejana hacia el oeste y el sur". La isla, advierte Melville, no figura en ningún mapa.
Otras figuras importantes en la novela serán Tashtego, el indígena americano - "un indio de pura raza de Gay Head, el promontorio más occidental de Martha´s Vineyard"; el africano Dagoo, de una costa sin nombre; el loco Pipp; los árabes fantasmales de la bodega... Y sobre todo, la enigmática figura de Fedallah, el hindú parsi, los adoradores del fuego -y del diablo según la tripulación- que será el guardián finalmente de todos los presagios, de todas las señales que pesan sobre la nave. Su figura misteriosa es también la dueña de una extraña adivinación.
En el salvajismo de los llegados de otra parte, en su procedencia remota, se adivina de pronto una oscura sabiduría. De las marcas del arponero Queequeg, advierte Melville: "Estos tatuajes salvajes habían sido obra de un profeta vidente ya difunto de su isla, quien, mediante estas marcas jeroglíficas, había escrito en su cuerpo una teoría completa de los cielos y la tierra".
Todo en la novela apunta a la lectura de un texto otro: unas marcas, unos signos, una extraña sentencia. Que no siempre se aciertan a desvelar.
La ballena blanca es un presagio asimismo. Una sentencia, también.
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De todos los signos, no sabemos cuál habría sido el definitivo, el que nombraba el desenlace trágico de toda la historia posterior. Toda la narración estaba cargada de presagios - como si toda ella estuviera encaminada al cumplimiento de una sentencia que no alcanzamos a desentrañar muy bien.
Habían aparecido, aún inadvertidos, en la sombría predicación de la iglesia de New Bedford. El predicador, advertía Melville, "versaba sobre la negrura de las tinieblas, y de las lágrimas, y de los gemidos y del rechinar de dientes allí". Camino del muelle, donde el loco Elías intenta hablarles del capitán Ahab, y rechazado, aquél concluirá: "En cualquier caso, está todo escrito y dispuesto ya".
Cerca ya del Mar del Japón - en un verano tranquilo y como ausente- el vigía que había advertido la presencia de la ballena Blanca, cae al mar al día siguiente. Todos los esfuerzos por rescatarlo serán inútiles.
Pero sobre todo, señalada ya la presencia de la Ballena Blanca al final de la larga peregrinación, hablará una noche el misterioso parsi que permanece en guardia junto a Ahab sobre la cubierta de proa, mientras los demás duermen. Y que advertirá al capitán: "Dos coches fúnebres en el mar; el primero no construido por manos mortales, y la madera visible del segundo ha de proceder de América". Y antes de regresar a su taciturno silencio añadirá: "Sólo el cáñamo puede matarte".
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El polaco Joseph Conrad había hablado en algún lugar de su "El espejo del mar" del momento en que las naves perdían definitivamente la vista de la costa y ya sólo había mar a su alrededor, como el instante decisivo del viaje. Para Melville a su vez el Océano Pacífico, sin referencias, es el lugar de todas las ensoñaciones.
La dulzura, a veces. Del Pacífico afirma: "No se sabe cuál es es dulce misterio de este mar, cuyos movimientos suaves y solemnes parecen hablar de un alma oculta debajo; como esas legendarias oscilaciones del suelo efesio sobre el enterrado san Juan el Evangelista". Alejado de todas las mediaciones el océano es, en ocasiones, el lugar de todo el reposo, de un vasto silencio. Una calma teñida por una vaga neblina acompaña al Pequod en su descenso hacia el Ecuador.
Pero en este descenso el novelista habrá hablado también de "los despiadados vacíos y las inmensidades del universo". Una niebla pálida rodea en ocasiones al barco. En un conocido capítulo, Melville nombra la perfidia del color blanco. Citará al cruel oso blanco del norte; al malvado tiburón blanco de las aguas cálidas. Al albatros, - "ese fantasma blanco"- el ave agorera de los marineros atlánticos. A la perfidia que evoca el nombre del Mar Blanco. A la superstición generalizada sobre los nativos albinos; o al color del sudario. O, en una sorprendente descripción, a la ciudad costeña de Lima - en una relación que habría de repetir tiempo después en cierto modo Mario Vargas Llosa en sus novelas limeñas- siempre teñida de un velo blanco que impide toda claridad, todo consuelo.
"Pues Lima ha tomado el velo blanco; y en esa blancura de su dolor hay el mayor horror. Vieja como Pizarro, esa blancura mantiene sus ruinas nuevas para siempre".
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Bajo la dulzura del mar, en el relato de Melville, el océano es también el signo de una amenaza.
En algún lugar del Pacífico:"Mientras las tres lanchas yacían allí en ese mar suavemente ondulado, mirando hacia abajo, hacia su eterno mediodía azul; (...) ¡qué hombre de tierra adentro habría pensado que debajo de todo ese silencio y esa placidez, el sumo monstruo de los mares estaba retorciéndose y luchando en su agonía!". El Leviatán, que habitaba los mares, nos recordaba al comienzo de la novela, "era un pez monstruoso creado en el quinto día de la Creación".
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Si el mar es el lugar sin mediaciones, también es el lugar donde toda sentencia se cumple, finalmente. Esta, apuntaba alguna crítica de la novela, no es la historia de una redención. Sino de la permanente sospecha de un abismo, de una oscura señal, de un dragón marino en el fondo de los mares.
La redención no pertenece al tiempo de la historia. Ni al de los viajes a los mares al sur. Entre las innumerables citas con las que Melville había abierto su novela, recogía - al lado de noticias de prensa de la época, relatos de naufragios; del mito de la serpiente marina en una leyenda cananea, o la mitología de los sumerios- la referencia bíblica del Libro de Enoc en donde se afirmaba que:
"Y en ese día se separarán dos monstruos, una hembra llamada Leviatán, que morará en el abismo donde manan las aguas, y un macho llamado Behemot (...) en un desierto inmenso". También citaba al dragón marino del Apocalipsis, otra de las figuras que acompañan el cumplimiento del Juicio. (Y otra, descendiendo sobre “el cielo abierto", es el jinete que monta un caballo blanco, "cuyos ojos eran como llama de fuego").
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