Unas notas sobre la estancia del escritor Masoliver en Rapallo, sus relaciones con Pound, acogido ya en la costa italiana. (Mussolini acaba de llegar al poder. Poco después, comenzarán las delirantes locuciones radiofónicas del poeta americano, sus declaraciones de apoyo al Fascio, aún ya en mitad de la guerra, las que le llevarán a un definitivo ostracismo. De aquél que desde la época de The Imagistes había sido una de las figuras omnipresentes de cuanto la vanguardia había producido, hasta la llegada del cataclismo).
Masoliver estuvo en Rapallo, coincidió con Pound. Después, adscrito a un falangismo de primera hora, su figura, el personaje, se envuelven en la historia de las publicaciones del bando nacional, en la constitución del grupo de intelectuales de Salamanca, la edición de la barcelonesa Destino, en la crítica de La Vanguardia... En algún lugar, quedaron los días de Rapallo; una guía inencontrable de Roma, años después, que habría de prologar Eugenio Montes... En el "Diccionario..." otras notas sobre la rara misión del diplomático Foxá en Bucarest - que recrearía el mismo, años después en su, también inencontrable, "Misión en Bucarest". Unas referencias al invisible Lasso de la Vega...
O los nombres de los lugares que hablan del Madrid de las vanguardias, de la Belle epoque. Aparecen en notas sueltas, dentro de las entradas que Juan Manuel dedica a los vanguardistas de la época: la tertulia del Abra, la de La Ballena Alegre (en los bajos del Lyón); la del Or-Kom-Pom (donde según fuentes algo contradictorias, se compone la letra del himno de la Falange ); la Granja del Henar; el café Suizo; Pombo...
Notas sueltas, destellos; nombres pronto olvidados... Una referencia me llama la atención, otra vez. Es la que brevemente hace referencia a una Ibiza de entreguerras, cuya fascinación se repite desde que, hace tantos años, oyera hablar de ella también a Josefina Aldecoa - cuya muerte recordamos estos días.
Surgiría en conversaciones sobre lugares, lugares que, a despecho de los temas más conocidos de su primera literatura - esto es, el tiempo, y precisamente, el tiempo de la posguerra - cobraban a los oídos de los que la escuchábamos entonces una rara fascinación, envuelta su cartografía de pronto en un raro halo de prestigio.
Estos eran, por ejemplo, La Robla natal, la región minera de León; una zona, alta y lluviosa, a la que imaginábamos entonces ya en decadencia, arruinada tras la crisis de la minería. Había chalets de ingenieros ingleses con glicinias y vías de tren siempre a lo lejos. Y páramos y minas negras y una lluvia continua. (Algo de ello leímos, años después, en los lugares del Numa o en la Región de un Juan Benet que había sido el prosista inglés del grupo. Pero ésta es otra historia). O una Salamanca que Josefina llenó de misterio en los relatos de las ausencias de Ignacio, su marido, y que, de repente, cobraba un halo de enigma que, desde luego, los recuerdos de la época no ayudaban a corroborar. El Madrid de las calles de la trasera del Congreso, de la taberna de Válgame Dios; del café Gijón, de Gambrinus - donde, de nuevo, Juan Benet situó una descripción excelente, a propósito de la figura de Luis Martín Santos.
Años después, Josefina sacó en la conversación nuevos lugares, asimismo memorables en su evocación. Como el Nueva York de los años 50 que tanto la impresionara - y junto al que nos reveló su definitiva admiración, primero por Faulkner o Dos Passos: pero sobre todo por un Scott Fitzgerald al que me descubrió entonces. Un viaje en el Transiberiano. O un Lanzarote al que en tiempos sólo acudían los desterrados - fuera de los pescadores que vivían en la isla y que jamás habían visto un visitante que no fuera un exiliado. Y ellos. Lanzarote sería el lugar del raro "Cuaderno de godo" de Ignacio Aldecoa. Y de alguna melancólica novela posterior de Josefina.
Pero sobre todo Ibiza.
Anterior a la fiebre que la banalizaría en los años 80, la isla había conocido una rara época de lugar de encuentro, de escritores y viajeros varios, en los 50. Aún pervivía, en alguna remota memoria, la noción de otra época, de entreguerras, en la que viajeros como Walter Benjamin, Raoul Hausmann, el también alemán Wols, Tristan Tzara o Gisele Freund la habían visitado - época que la guerra civil clausura trágicamente, como bien habrían de recordar María Teresa León o Rafael Alberti, que escaparon de milagro. Y que recrea la nostálgica y un tanto naif novela de Paul Elliot, "Vida y muerte de un pueblo español".
La isla entonces, y a los ojos de los que escuchábamos, estaba lejos, tan lejos. En medio del Mediterráneo, su tiempo, ese tiempo al que unos raros privilegiados accedían, escapaba a la necesidad o a la fama. Allí se reunían, en meses insólitos, algunos viajeros también privilegiados. A su paisaje blanco no lo cercaba entonces ni el rumor, que circula de boca en boca, ni la terca costumbre del veraneo.
Evidentemente los raros viajeros beberían, escribían o seducían. Qué otra actividad podría llevar quién escapa a la triste necesidad.
Ignacio Aldecoa escribió un relato, excelente, sobre la isla, "Ave del paraíso". En él, bajo el tono de farsa aparecía recogido el ciclo del verano e invierno en la isla, abrumado de ocio. El alcohol y las terrazas; los primeros beatniks y los eternos peripatéticos...Una rara melancolía, un escenario de partidas tristes - y la sospecha de la inutilidad de todo viaje- reinaban en la Arcadia de la isla.
Lo leímos entonces, mientras Josefina nos hablaba de los lugares, del tiempo de la magia. Años después, pude volver a leerlo. Si la Arcadia ahora estaba más lejos, la melancolía no había dejado de crecer, sin embargo.
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