jueves, 3 de enero de 2013

Días de niebla




Dos imágenes de la niebla, en estos días de invierno. En una, son las fotografías de Frank Hurley, que aparecen en la relación del viaje a los mares antárticos del capitán Ernest Shackleton y que acaba de publicarse en una nueva edición. Hurley acompañó a la expedición de la Endurance por el mar de Wedell, y permaneció con los náufragos de Isla Elefante mientras el bote James Caird emprendía su periplo de más de 1200 kms. hasta la factoría de Grytviken en busca de ayuda para los naufragados.

En varias de las fotografías flota un como constante velo de niebla y frío en la costa, sobre un mar de hielo, que recuerda de forma gráfica la definición de la isla que hiciera uno de los náufragos: "A pall of  fog and snow".

La otra imagen, clásica en la película de 1973, es la llegada del padre Merrin, el exorcista, que accede a la casa hechizada de Georgetown entre una niebla inolvidable, un farol solitario en la sombra, un paraje remoto del que ninguno puede tener una clara visión.

Libros de la niebla, conversaciones de estos días... Curiosamente una mañana Jaime me habla de la novela que le ha prestado M., lector y prestador universal de libros, que se titula, según dice, "Noche y niebla en el París ocupado". La novela es de un autor, Fernando Castillo, al cual desconozco absolutamente. A Jaime le está encantando y, no sé por qué, añade: "A ti te va a gustar mucho". Ignoro qué razones tiene para afirmar tal cosa, pero suele acertar. (Excepto en la reciente presentación de una obra teatral en sesión privada en el Teatro Español, la cual defendió fervorosamente, imagino que por razones de amistad. Y que me hizo comprar la entrada en el momento. En el acto había leído una descripción lírica e inquietante a los asistentes. Lástima que la lírica perteneciera exclusivamente a su propia voz) .

Pero Jaime suele acertar con las lecturas y, no sé por qué, con las mías especialmente. Entre otras, a él le debo el descubrimiento de un autor búlgaro y semita como Ángel Wagenstein y su excelente, entre otras, novela Lejos de Toledo. Y sobre todo el de Amos Oz, cuya Una historia de amor y de oscuridad  sigue siendo uno de los relatos de iniciación - y pérdida - mejores que he podido conocer estos últimos años.

Casualmente al poco tiempo entra M., el dueño de la novela nocturnal, en el café, e inmediatamente acordamos que antes de devolvérselo Jaime el libro pasará por mis manos. Tampoco sabe decirme mucho más del autor, excepto una vaga cita a Modiano - lo cual, tratándose del París de la ocupación no es mucho - y otra a José Carlos Llop - al que nombra como José Ramón, o algo así - cuyo relato de las vicisitudes del escritor González Ruano en el París de la guerra, París suite 1940, yo ya había leído - y el cual tenía la virtud de dejarte con la misma sensación de vaguedad e indefinición al final de la novela que al principio.

M., biblioteca ambulante, siempre acude con algún artículo, revista o libro inédito. Otro día, mezcla insólita, aparece con un volumen sobre filosofía alemana, cuyo título no puedo recordar. Pero también con la lujosa revista Terres Taurines que el francés Andre Viard  ha publicado recientemente sobre el encaste de lidia de Vega -Villar - y de la que me habían hablado pero nunca había podido hojear.

Además del texto, que suele ser riguroso - y en donde, según cuentan, desmenuza y separa la procedencia de los toros de Encinas de los de Vega-Villar - las fotografías de fincas que conocemos: Hernandinos, Gudino, La Torre, Pedro Llen y otras. Son prolijas, y muy buenas, y viéndolas uno se imagina la niebla que habrá ahora sobre el campo. Una llamada de T. lo confirma. "La helada que está cayendo en la Huebra. No se ve nada con la niebla".

Casualidades de la niebla. Esa noche cenamos con FranÇois y Monique, y sale a relucir el tema de la novela parisina y nublada de M. Resulta que ellos conocen al autor, buen amigo suyo, y ensalzan su seriedad y su erudición. Van a menudo a su casa en Madrid y aquél ha estado en la suya en París. Aquí , meriendan entre los huecos que dejan los libros y los cuadros que ocupan de manera preferente el piso.  Me comentan también de forma laudatoria la novela. ("Pero, ¿aún no la has leído?".  "Pues no, tengo que esperar a que la termine Jaime, que estos días anda muy ocupado con otras actividades").

No sé qué relación tiene la niebla con París. Pero comiendo otro día con G. éste se dedicó a evocar los árboles del Jardín de Luxemburgo, a cuyo melancólico escenario daban sus ventanas cuando estudiaba en la Escuela de Altos Estudios con el historiador Pierre Chaunu. Varios inviernos en ese lugar deben de marcar para siempre. Y G., en el fondo, sigue defendiendo una retórica francesa, orgullosa y de posguerra, que a los demás nos abandonó hace tiempo. Me comenta de pasada el ensayo clásico de Edward Said, su conocido Orientalismo. Yo, que lo había leído el invierno pasado, le recuerdo lo irritante de su obsesión por la formación de paradigmas como el oriental, como un fantasma de la propia mentalidad y de los temores de Occidente. Todo muy foucaultiano. Pero bastante latoso.

La parte mejor del libro, le recuerdo, es la descriptiva. Como cuando cita los viajes de Edward Lane. O de Flaubert. O del propio Loti. El lugar es real, sea lo que sea, y su fascinación, tangible. Pero aunque con cierto distanciamiento, uno no puede acabar nunca de matar al padre, y para alguien como G. que habitaba frente al Jardín de Luxemburgo el teórico Foucault y sus elaboraciones fantasmales no se clausuran así como así. Criticar a Edward Said puede pasar, por una vez. Pero si hablamos de alguien como Lévi Strauss con cierta distancia le puede dar un síncope allí mismo, en la mesa del restaurante japonés en el que conversamos. En donde el sushi adquiere de pronto las características de una iluminación profana, oriental y silenciosa. A Roland Barthes, incluido su libro El imperio de los signos sobre la estética japonesa - y no digamos el clásico La cámara lúcida sobre la fotografía - se le puede seguir leyendo, le comento para consolarlo. Pero cuando nos invitan a sake en cantidades navideñas ya no lo puedo evitar y saco el tema de la prosa letal de Louis Althusser - en la cual él incluye el asesinato de su mujer - o la de Julia Kristeva y la revista Tel Quel para ver si se anima la sobremesa. No me hace falta llegar a Robbe Grillet y el nouveau roman. G. se anima en efecto, a pesar del frío, y terminamos cantando canciones de Boris Vian en el bar de la esquina. Un camarero, Bene, que ha viajado, nos acompaña en un perfecto francés urbano. París no se acaba nunca, afirmaba Vila Matas en uno de sus libros más legibles.

En días de niebla una de las pocas cosas razonables que se pueden hacer es volver a leer la biografía del Capitán Cook escrita por la inglesa Vanessa Colingridge, miembro de la Real Sociedad Geográfica, según nos informa su editor, y que había publicado en el 2002 un excelente ensayo sobre el legendario explorador. Como lo ha escrito una británica y no un discípulo de Phillipe Sollers sin ir más lejos, en la biografía nos encontramos con viajes, regresos, islas australes, la guerra de los Siete Años y el enigma de los mapas de Dieppe. En lugar de alguna interminable elucubración sobre la figura del explorador como simulacro del discurso occidental, por ejemplo. Y nos asomamos, asimismo, a una época, de finales del XVIII, en donde todavía existía la Terra Incognita. Y los mares remotos, y las islas ignoradas, y los viajes sin regreso. Antes de que un fantasma universal anegara todas las denominaciones, y todas las diferencias, y todos los desembarcos, devorados por el final de los nombres. Y de todos los relatos.

Pero de esto ya había hablado hacía tiempo, con desgarradora lucidez, el Levi Strauss de los Tristes trópicos, a quien había releído días antes de que empezara por fin el invierno. Y de quien aún recuerdo su sentencia: Así me reconozco , viajero, arqueólogo del espacio, tratando vanamente de reconstruir el exotismo con la ayuda de partículas y residuos. O su definición del etnólogo como viajero moderno que corre tras los vestigios de una realidad desaparecida.

A algunos franceses de después de la posguerra se les puede seguir leyendo. ("No os olvidéis de la canción de Jacques Brel" afirma días más tarde Mónica, en plena euforia de discusión sobre la niebla y la prosa francesa. "No nos olvidamos. Pero era belga", le responde alguien).

Tengo que llamar inmediatamente a G. para contárselo. Aunque dicen que tras la sesión nipona-francesa y el coñac de después se ha sumido en un estado de nirvana del que se niega a salir y no coge el teléfono a nadie. En su caso el nirvana, creo, consiste en que ha vuelto a sumergirse en la lectura de la Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo por enésima vez. De la que resurgirá contándonos una apasionada descripción de la Noche Triste y del cacique Gordo de Zempoal con gran entusiasmo y acompañamiento de antorchas simuladas.

Nunca he podido entender cómo sigue leyendo a Sartre. Ni a Simone de Beauvoir. Quizá sea una pose.  "Yo - comenta Verónica, que viene de la niebla del Estrecho estos días - preferiría que me arrancaran una muela". Todos asentimos en silencio. Después, el camarero, Bene, nos pone música de Brassens, que le ha pedido Jaime .




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