jueves, 24 de septiembre de 2015

Paisaje con nombres



                                                  ( Fuente el Sol. fot. Fundación Joaquín Díaz )


Nada impide que para acercarse a Peñaranda de Bracamonte tomemos una ruta más larga, en  dirección a Olmedo y a Medina del Campo.

Existe una razón: en esa carretera se encuentran, inmediatas, dos señales toponímicas que anuncian, en primer término, el lugar de Muñopedro. Y en segundo Martín Muñoz de las Posadas. Ante tal anuncio quién puede resistirse a atravesar la única calzada del mundo que posee, anejos, los nombres de Muñopedro y Martín Muñoz de las Posadas.

En las señales se encuentra la vieja Castilla - lo que va quedando de ella, sospechamos - y estos días se había levantado de nuevo, a raíz de unos artículos sobre cancioneros locales, una como antigua nostalgia.

Alguien podrá comentar que no se viaja en los nombres, sino en las cosas. A lo que, inmediatamente, le responderíamos con la cita evangélica que recuerda que: "No sólo de pan vive el hombre. Sino de toda palabra que surge de la boca del Señor".

Partimos. Sobre la llanura castellana, en el verano tardío, no resta nada sino los barbechos estériles, llanuras monótonas y algún sembrado de girasoles agostados que no hacen sino acentuar la esterilidad del paisaje. En los pueblos, a lo lejos, la torre mudéjar de la iglesia, un magnífico ábside tardorrománico en otra, las naves del silo a la salida de la carretera que une la aldea con la nueva autovía.

Todos los ríos están secos. A la salida de Arévalo, en la curva bajo el castillo, el cauce del Adaja no es sino arena, rollos, y unos olmos mustios que están perdiendo la hoja. Regatos o arroyos - o la laguna al pie de Adanero que señalaba todos los inviernos, precisa, las lluvias del año - no son más que tierra y polvo, entre unas riberas que hace tiempo que no tienen huertas, ni alamedas, ni olmedas - que sólo perviven en la toponimia o en el mustio poema de Antonio Machado, escrito ya desde la campiña de Jaén y el recuerdo de Castilla en la distancia.


 
  
Al pasar por la hoz del río no puedo evitar recordar la decepción que en otro momento me relatara mi padre, que había sido estudiante de geografía e historia en aquellas facultades de la posguerra con sus  listas de nombres de lugares memorizadas, cuando una tarde descubrió por fin el cauce del río Zapardiel - cercano, en la comarca de la Moraña - para advertir que tan sonoro nombre no encubría en realidad sino un arroyo triste y mortecino, que discurría sin prisa ni agua por entre unos puentes miserables.
 
Pero éste es un viaje por los nombres - no una descripción hidrográfica.
 
Cercana a Arévalo se encuentra Espinosa de los Caballeros. Ya en alguna ocasión anterior habíamos intentado alcanzar tan aristocrática villa y otra vez nos perdemos.
 
Cruzando la histórica villa de Arévalo, entre los dos ríos del estiaje, atravesamos la calle principal entre cafeterías y cajas de ahorro. Más allá de la plaza de toros y de un asador legendario - que, no nos vamos a engañar, son los lugares que conocemos con cierta profundidad - la señal que nos iba indicando la dirección a Espinosa se pierde, de pronto y ya para siempre.
 
Nunca podremos llegar a Espinosa. Siempre en el horizonte, al contrario de las tribus de Israel, nosotros nunca alcanzaremos, ay, la Tierra Prometida.
 
 

( En este punto A. recuerda la canción nocturna, tan cercana a estos lugares que advertía al otro
 
Sombras le avisaron
que no saliese,
y le aconsejaron
que no fuese,
el caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.
 
 Yo, por no ser menos, le recito la oscura premonición lorquiana
 
Aunque sepa los caminos
yo nunca llegaré a Córdoba (...)
¡ Ay, qué camino tan largo!
¡Ay, mi jaca valerosa !
Ay que la muerte me espera
antes de llegar a Córdoba.  )
 
  
Es lo bueno de viajar a mediodía por la estepa castellana. El silencio del horizonte - el demonio meridiano de la melancolía medieval -se puebla con citas. Y con nombres.
 
Camino de Madrigal de las Altas Torres - qué decir de tal nombre - se encuentra Blasconuño de Matacabras. Nada que decir tampoco. Aunque no pueda evitar aludir a la menesterosa costumbre moderna - tan cursi - de cambiar los topónimos a los pueblos incorrectos. Como el reciente cambio de Matajudíos por La Mota de los Judíos. O Chozas de la Sierra por Soto del Real. O, peor aún, el antiguo lugar de Porquerizas por Miraflores de la Sierra. (Esto último debe de ser un delito. Se lo tengo que preguntar a Jaime, con quien tantas tardes compartimos en las fincas, colmados y garitos de la sierra. De Chozas en concreto).
 
Menos mal que cercano, sobre la tierra de pinares, se encuentra Tiñosillos. O Juarros. O Mataporquera. Ningún ecologista tardío parece haberlo advertido aún.
 
 
 

                                                        ( fot. Fundación Joaquín Díaz )


No entramos en Madrigal. Es mediodía y el pueblo parece dormir. En su lugar bordeamos la melancólica muralla, caída a ratos, contemplamos las distantes torres: el ábside de la iglesia de San Nicolás, la cubierta gótica del palacio de Juan II  - donde naciera la reina Isabel -, los muros de adobe sobre la llanura yerma... Como todo se mezcla a estas horas  -como bien sabían Giorgio de Chirico y los monjes contemplativos - en lugar de evocar la alta genealogía isabelina a mí me da por recordar la historia del Pastelero de Madrigal, el esforzado toledano Gabriel de Espinosa. El cual tuvo a bien proclamarse efigie nueva del llorado rey don Sebastián de Portugal, perdido allá en la ardientes llanuras africanas... No sé contarle en detalle la historia a A.: sólo las pretensiones del animoso pastelero y su predecible final, en una época que aún no había comenzado a cambiarle el nombre a las cosas.

No hay sombras sobre el campo. Hay tractores parados y paredes de bloques a la salida de la villa. Y una antigua estación de servicio; y un corral sin animales. Cercana se encuentra la histórica Tordesillas, pero evitamos el rodeo hasta el río Duero que nos hubiera llevado definitivamente aún más lejos.
 
Bajo la ciudad, sobre el puente del río, advierto, es posible que flote aún el fantasma de un reciente iluminado, el cual se aherrojó días pasados para evitar el descenso del ancestral toro de la Vega y de sus animosos celebrantes. Nadie le hizo caso, al parecer, y al cabo hubo que desencadenarlo . (W.B. Yeats en su The Celtic Twilight hablaba de los múltiples rodeos que los habitantes de la comarca de Sligo habían de efectuar por sendas y pontones para esquivar a sus fantasmas - sobre todo al célebre fantasma sin cabeza, y a la banshee, y al caballo de río, y a un tal "Mr. Simpson" de inquietante persistencia - y es posible que algo de la animación irlandesa haya llegado hasta aquí, sospecho, y nos espere el tremendo fantasma de un estudiante de la Logse encadenado sobre el puente del Duero ).
 
No vamos a Tordesillas. La Junta de Ávila sí llegó en la Guerra de las Comunidades y Juan de Padilla llegó a entrevistarse con la reina Juana, en un encuentro fascinante y cargado de buenas palabras, pero del que no surgió ningún documento real. La victoria del César Carlos sobre las huestes castellanas devolvió a aquélla a su perenne encierro en el palacio anejo al convento de Santa Clara, de donde ya nunca más saldría. Resta el convento aún pero no la reina, a la que buscaríamos en vano, ni a su doliente sombra .
 
Definitivamente, no llegamos a Tordesillas. Se pierde a lo lejos.
 
 
 

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