lunes, 27 de agosto de 2018

Un verano en Castilla






En verano las ciudades y los pueblos de Castilla pierden aquella especie de niebla perenne que durante el resto del año los acompaña. Toda veladura se difumina entonces y una suerte de luz sin sombra ni viento ilumina los mismos lugares que durante el invierno fueron oscuros, lluviosos, apagados por un humo incierto que surgía desde las calles.

Hemos vuelto a Ávila en verano. Pero un calor insólito y la luz de agosto nos hicieron ver la misma ciudad que habíamos conocido en invierno como un escenario de pronto vacío, ausentes la niebla, la bruma - y el hielo - que nombran la ciudad siempre.




Buen momento al regreso para volver a leer a Azorín. En las páginas de la novela "Antonio Azorín" recordar el mismo escenario provinciano y como en sordina de los otros textos del alicantino. Podemos reconocer este escenario. Incluye una esquina en sombra bajo un viejo arquitrabe; una calle en cuesta con soportales cerrados; unos personajes que recorren el mismo camino todas las tardes. Es el paisaje de la antigua Castilla -  también de Monóvar, Yecla o alguna ciudad del norte cuyo nombre no se llega nunca a pronunciar. En la novela aparece otro de los temas que tan caros serían en la época y hoy ha desaparecido totalmente, sin dejar rastro alguno: el de la reflexión sobre el paisaje y los males de la patria. La antigua tradición del regeneracionismo y la pregunta obsesiva, retórica, abundante en digresiones - siempre con un deje melancólico - por el tema de España. Ese escenario que fuera un lugar común del paisaje del siglo pasado y los anteriores, y que de pronto se torna tan distante como pudieran ser los nombres de Prisciliano, el obispo hereje de Ávila, o la cuestión del adopcionismo del arzobispo Eliprando de Toledo.

La novela de Azorín discurre, si eso es discurrir, entre sus lugares de la infancia: los pueblos de Yecla, Novelda, Monóvar... - esa comarca de Alicante en donde el recuerdo del mar se pierde y aparecen los campos grises de labor, los caminos amarillentos y la continua maldición de la sequía. En su escenario cotidiano - hay en la obra de Azorín una presencia constante del tiempo de lo repetido, lejos de la trascendencia del acontecimiento, devaluada la narración por la sensación de levedad de todos los sucesos - una presencia que determina el ritmo de los días: es la de las campanas de la iglesia que dibujan la sucesión de los días. Los ritos de la liturgia marcan la vida de los pueblos. Esto también ya desaparecido.

Reencontrar el mismo escenario, apartado y en sombra, en la relectura de unos sonetos - excelentes, y sin música alguna - de Unamuno, escritos durante su larga estancia en la provinciana Salamanca, una ciudad dormida desde hacía siglos a lo que se adivina. En la consulta más tarde del relato del viaje electoral - fracasado, como era de esperar - de Pío Baroja a la provincia de Lérida, incluido en su raro ¨Las horas solitarias". Un escenario reiterado de fondas de pueblo, iglesias sombrías, salas de espera en la estación del tren, alcaldes extemporáneos, arrieros malhablados y caciques somnolientos que ven pasar a los viajeros desde detrás de las ventanas del casino local, sobre una calle con olmos que baja a un río.

Releer luego algún poema de tono finisecular, desesperanzado y marchito, del Ángel Ganivet que se perdiera en las frías aguas de Riga - lugar no menos apropiado para una fuga del siglo, pensamos un instante. Otro poema del mismo sobre los muros de la Alhambra - de nuevo otro escenario ancestral - en donde "un sueño de largos siglos / por vuestros muros resbala".

Recordar entonces el sonido del ritmo repetido de los días y las noches en los campanarios románicos. En los versos de Antonio Machado de "Campos de Castilla", donde nombraba una Soria invernal - probablemente no haya otra, advertimos.

¡Soria fría! La campana
 de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana,
¡tan bella!, bajo la luna
.

No hemos ido a Soria este verano. Alguien nos ha contado que el escenario de los pueblos vacíos de la provincia sigue inmutable, creciendo día a día. (Otro, un tanto pedante es cierto, pero también acertado, recuerda entonces la cita del Zaratustra de Nietzsche: "El desierto crece. Ay de aquél que dentro de sí cobija desiertos").

Un público nuevo y estival accede estos días a Castilla, a los desolados y como secretos pueblos del invierno. Llevan ropa de colores y hablan a voces con una seguridad impropia, atronando el café de la plaza con sus certezas. Los habituales callan, ensordecidos por la estridente devastación.

 Que viajen ellos, nos decimos entonces, parafraseando el conocido exabrupto de Unamuno.








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