En una obra tardía de 1753 el pintor veneciano Giovanni Battista Tiepolo reproduce una escena clásica de la Gerusalemme Liberata, el poema épico de Torquato Tasso. Aquella en la que los amantes Armida y Rinaldo se encuentran separados del mundo en el recinto que la maga Armida ha levantado para aislarse de la guerra junto a su amado. Había creado el jardín más tarde de su intención inicial de matar al dormido guerrero, paladín del rey Godofredo en la Primera Cruzada en torno a Jerusalén. Después de sorprenderlo indefenso se ha enamorado de él y ambos se han apartado de la contienda en un lugar idílico, situado vagamente en las Islas Afortunadas.
El tema del jardín encantado en Tasso reproducía fielmente los elementos clásicos de la construcción del hortus conclusus. Era un lugar cerrado, paraje amoroso aislado de las penalidades del afuera: en su caso de las guerras de la Primera Cruzada. Estaba situado, relataba el poema, en lo alto de una montaña:
"Un inmenso edificio que pesa en la cumbre de una montaña, la muralla circular está horadada de cien puertas de plata que ruedan sobre goznes de oro puro, en su interior un jardín encantado".
La obra de Tiepolo enunciaba fielmente los elementos del jardín cerrado; del recinto de los amantes más allá del mundo cercano. Un amorcillo contempla la escena, acompañado de una aljaba flechada. Un espejo en las manos de Armida refleja a los amantes. Una fuente, un arco clásico bajo un frontón partido al fondo. La estatua de un fauno - o quizás de Silvano- atiende, desde su existencia pétrea, a la escena asimismo; un papagayo, emblema de lo selvático sobre la cornisa... El fauno, su mirada inmóvil y desdeñosa, reproducen el signo de un tiempo anterior a la muerte de Pan, el de la existencia selvática. El papagayo, según describe algún tratado de iconología, es en cualquier caso una marca de lo primitivo también. Al fondo, entrevistos más allá de un vano, dos figuras que desde la sombra anuncian la escena que tendrá lugar a continuación, con el rescate del héroe Rinaldo y su regreso a la lucha por la ciudad santa de Jerusalén. Son la única señal de una ruptura del recinto encantado, el jardín, para el que no existen ni las afueras ni el tiempo corrosivo.
Dos años más tarde, en 1755, el mismo Tiepolo representará una escena similar, a la que titula "Rinaldo y Armida sorprendidos por Ubaldo y Carlos", en la que la existencia del jardín encantado se ve amenazada por la irrupción de los caballeros, enviados por el rey Godofredo, que romperán la idílica permanencia en el paraje remoto. Los elementos del repertorio edénico son más escasos en esta obra, y su configuración como recinto cerrado se adivina rota por un punto de fuga que quiebra su ensimismamiento. El mundo exterior ha hecho su aparición en un paisaje difuso que comienza en el lugar de los amantes y se pierde a lo lejos. El jardín ya no está aislado, ni se basta a sí mismo. Y esta quiebra de su aislamiento se anuncia en las dos figuras que, detrás de una balaustrada, han venido desde el mundo de la historia del otro lado de las islas, bélico y azaroso. Y se hacen evidentes en la escena.
Para llegar hasta la isla remota los enviados del rey han tenido que consultar la ruta a un viejo, eremita y mago, que habita en las montañas que rodean Palestina. La Fortuna les ha acompañado en su incierto periplo:
"Al pasar más allá del Estrecho de Gibraltar y al penetrar en el océano desconocido, los dos compañeros le preguntan a su guía, la Fortuna, si otros mortales conocieron aquellas islas antes que ellos. La contestación es negativa".
Sólo aquélla les permite llegar al lugar inalcanzable. En su azaroso periplo surgirán de nuevo los monstruos marinos, las tempestades, la penumbra, la incertidumbre que separa la isla encantada del mundo conocido. La isla de Armida está situada en un lugar que era legendario desde la cosmografía medieval, en las Islas Afortunadas, más allá de las Columnas de Hércules, sobre el incierto Océano. En el poema de Tasso curiosamente la construcción del jardín edénico se levanta sobre un escenario de nieve y tormentas al pie de la ínsula, sobre el que se erige el palacio encantado.
La descripción del poeta de alguna forma recrea la configuración tradicional del jardín encantado:
"Apenas salieron del complicado y tortuoso laberinto se ofreció a sus miradas el delicioso jardín, con sus lagos cristalinos, claras fuentes, variadas flores, plantas y arbustos diversos, ásperas colinas, valles umbrosos, y con sus bosquecillos y sus cuevas. El arte ha creado estas maravillas, de tal suerte que les ha comunicado su belleza, procurando ocultarse al mismo tiempo".
Un espejo, objeto tradicional de la visión mágica, le permite de pronto a Rinaldo recordar su existencia anterior. Y con ella despertar del hechizo del jardín.
Frente a la reproducción del edén, curiosamente, será éste, el de la contemplación en el espejo, el momento que por ejemplo el tardo-manierista Francesco Maffei elegirá en su ilustración del mismo poema. En su "Rinaldo y el espejo mágico", en torno a 1650. Dentro de la configuración esquinada y siempre en tensión que el pintor de Vicenza mantenía en su pintura, en el cuadro el instante elegido no es el de la permanencia del jardín. Sino el momento de la quiebra del encanto de éste, mediante la contemplación en el espejo, objeto mágico que formaba parte también de los elementos del mismo.
Cuando Rinaldo regrese a Tierra Santa otro escudo, sostenido por el mago Ismeno, le mostrará de nuevo el destino que le aguarda más tarde.
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Las marcas de un otro tiempo en el paisaje. En su "Paisaje con ruinas" - tal como figura en el catálogo del Museo del Prado- del francés Nicolás Poussin (1642) la representación del momento del clasicismo se realiza de nuevo en su obra con la identificación concreta que el erudito pintor había realizado, quizás inadvertidamente, de la campiña romana como el lugar del mismo. Algunas marcas en la obra - reproducidas en una litografía tardía de Víctor Alexis en torno a 1829 - nos señalaban, repetidas, la distancia de la representación con el tiempo sucesivo de la historia. Con el presente, en última instancia. El instante de la serenidad del clasicismo se reforzaba, de una manera quizás ahora inquietante, con la permanencia de los edificios en ruinas a lo lejos, unas construcciones cuyo deterioro acentuaba aún más su antigüedad inalcanzable. Y con la presencia de una tumba, señal de la pérdida inexorable, en el centro de la escena. Como "Paisaje con tumba etrusca" se designa al cuadro en algún lugar. No en la clasificación del Museo del Prado, donde se conserva la obra, que mantiene la antigua denominación. "Paix. de la Antigua Roma" como titulaba el grabador su propia reproducción.
Una configuración similar se iba a repetir en el artista francés en la mucho más conocida obra "Et in Arcadia ego" de 1637, segunda versión que el mismo elaboraba a partir de un cuadro anterior del Guercino, en donde por primera vez había aparecido el tema de la presencia de la muerte en el escenario idílico. La pintura en otros catálogos se tituló también "Los pastores de Arcadia".
La interpretación del cuadro, como es sabido, ha dado lugar a numerosas lecturas posteriores. Sobre todo a partir de la crítica que el historiador alemán Erwin Panofsky efectuara sobre "Poussin y la tradición elegíaca". En donde la ambigüedad de la frase latina -"También yo en Arcadia"- aludiría no a un personaje concreto, como en la primera versión del Guercino, que hubiera vivido también en el lugar. Sino a que es un sujeto universal, la propia muerte, la que manifiesta su presencia intemporal en este paisaje del origen: la Arcadia, desde su celebración como un momento intemporal también, a partir de la obra poética de Ovidio. (La Arcadia, la región montañosa y aislada en el centro del Peloponeso, que era conocida por su aislamiento y la rudeza de sus habitantes, y sólo a partir de su reelaboración literaria, se configura como el paraje de una nostálgica edad de oro). En ella, como describe Pausanias, reinaban los sonidos ancestrales del dios Pan: "Dicen que el monte Menalio está especialmente consagrado a Pan, de modo que los de los alrededores dicen que oyen a Pan tocar la siringa".
Sobre el escenario idílico, en cualquier caso, se repetía la presencia de una tumba silenciosa, marca de lo remoto en el paisaje bucólico. Éste es un escenario intemporal, el paisaje edénico sin accidentes de la Edad de Oro. Los personajes del cuadro pertenecen a este repertorio idílico y sin fugas. Incluida la mujer de perfil griego en primer plano, en donde algo nos advierte de su sabiduría inmutable. Pero sobre este escenario distante, una segunda marca acentuaba su lejanía del tiempo, su eternidad en última instancia. Es la presencia de la tumba, signo de una segunda eternidad asimismo. Bien que ésta sea inalcanzable, irremediable a lo último.
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Estatuas en el jardín... En su "La fete d´amour" (1718) el pintor Jean Antoine Watteau recrea una vez más el escenario de la fiesta galante. Ajenas a la premura o el esfuerzo unas parejas vagan por el parque, que es un escenario idílico que no se opone exactamente a la ciudad. (Y menos en la etiqueta cortesana de la sociedad francesa del XVIII). Sino que más bien rodea a ésta en los momentos de ocio. Una estatua de Venus, con un amorcillo a sus pies, preside la escena.
Otras estatuas acompañaban la melancólica "Fiesta en un parque" de 1712. Si el escenario se sustraía de nuevo a lo cotidiano, si su lugar era el del paisaje de la fiesta o el cortejo - o la música, o el teatro, en otras figuraciones- las estatuas, ejemplarmente, marcaban la noción de un tiempo anterior, remoto, que se sostenía en su permanencia: Neptuno en su carroza arrastrada por los caballos marinos, los tritones que acompañaban la escena, las fuentes que se suceden, en calma... Las figuras mitológicas nombran un tiempo anterior, lejos de la prisa, de cuya permanencia son el signo. Sustraídas a la historia las esculturas en el parque nombran el tiempo mítico del cual son el recuerdo. Es un tiempo perpetuamente repetido, sin decadencia ni accidentes.
Alguien escribió, a propósito del cuadro anterior: "Los celebrantes asisten a una función de cuyo mundo apenas queda recuerdo".
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En un artículo sobre la tradición de las estatuas en el jardín, se nos recuerda que:
"Desde el jardín renacentista hallamos estatuas antiguas que no son meros ornamentos formales sino que constituyen unas presencias bien definidas que transforman los lugares que las albergan". (El programa por ejemplo de los jardines de Versalles giraría en torno al dios sol, y el mismo incluiría imágenes de Apolo o Helios). El mismo artículo citaría cómo: "Según Betty Langley en su tratado de jardinería del siglo XVIII no hay nada más desagradable que colocar estatuas en el sitio equivocado, como por ejemplo Neptuno en un paseo".
El dios Pan, sus acompañantes selváticos son figuras privilegiadas de esta rememoración. No en vano, Pan designa el momento anterior a la civilización: son las figuras de la selva, del bosque, del deseo, anteriores a la urbanización. Y del pánico, que enloquece a los animales en la tormenta.
Su arcana existencia era anterior asimismo a la arquitectura. "El dios Pan era el dios de las brisas y del atardecer. Vivía en compañía de las ninfas en una gruta del Parnaso llamada Coricia".
La música de la siringa que, como todo el mundo sabe, enardece a los que la escuchan, es mencionada a veces en las imágenes pánicas; en las de las ninfas y sátiros, o los faunos, seres con pies de cabra, que acompañan al dios ancestral. De Pan, como se ha apuntado en numerosas ocasiones, no se conocen al principio lugares de culto. Sino que estos se situaban en "montañas, grutas, un boscoso bosque cercano a la ciudad de Nonacris...". En un momento determinado, cuando el dios y sus acompañantes desciendan de la áspera Arcadia al Ática urbana, el culto tendrá lugar en la propia Atenas, sobre la falda del monte sagrado. Pero su recinto, se nos describe, no era sino "una grieta en la pared de la Acrópolis".
Una litografía tardía del grabador Nicolas Henri Tardieu, editada en 1731 después de la muerte de Watteau, reproduciría supuestamente una obra del pintor que se había perdido. El grabado aparecería con los títulos de "Parque con estatua", o en otros lugares, como "Assis, prés de toy". La atribución de la escena a una obra del pintor ha sido frecuentemente criticada, y los estudiosos han concluido que, seguramente, tal cuadro nunca existió. Tardieu aludía en alguna parte a una pintura del estudio con los pinceles de aquél y una escultura al fondo. No hay noticia de una tal obra. No importa en este caso. Porque lo que nos llama la atención de la imagen es lo que el grabador, junto a muchos de sus contemporáneos, consideraba era una imagen típica de Watteau, que podría - junto a muchas otras falsificaciones- reconocerse como suya. Esto es, la escena en el parque, la figura enigmática en un primer plano, la floresta que se pierde a lo lejos. Por encima de ella una estatua de Afrodita preside y le da un sentido a la escena: se trata de una representación idílica, amorosa, del lugar de la Arcadia en el fondo.
Entre la floresta surgen los bustos, las figuras de los faunos, de amorcillos, de los sátiros... En otro grabado que reproduce una obra anterior de Watteau, ésta sería titulada como "Fiestas al dios Pan". Una descripción de la Galería Georges Petit, donde salió a subasta en junio de 1922, describe imparcialmente la obra:
"WATTEAU (Jean- Antoine)... Fiestas al dios Pan. A la izquierda, sobre una elevada fronda, dos náyades se inclinan sobre unas urnas y, a la entrada de una gruta que domina un cuenco y un macizo de cañas, un hombre joven está inclinado sobre una mujer que lleva una guitarra en las rodillas. Gilles, en el centro, toca una flauta, acodado sobre una piedra. A sus espaldas un hombre se inclina sobre un libro. A la derecha, dos sátiros, unas ninfas y dos niños. Uno lleva sobre su cabeza una corona de flores".
Otras descripciones, más amplias, aludirían a las ninfas, los faunos, los Cupidos en la obra en general. Y desde luego a Gilles, el arlequín protagonista de tantas imágenes del pintor. Alguna alude a otros personajes de la Commedia dell´arte, como Brighella o el Doctor.
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(El jardín que se sustrae al tiempo... Una difusa biografía nos hablará de la adquisición por parte del enigmático escritor islandés Jorn de Précy del lugar de Greystone, en el condado de Oxfordshire, como el lugar el que se aislará y dedicará el resto de su vida, a partir de 1911.
Del casi ignorado escritor apenas conocemos ninguna obra. A excepción de su The Lost Garden, editado en 1912, que en algunas escuelas del Reino Unido aparece como un tratado de jardinería. Su obra literaria se mantendría siempre inédita, seguramente por la propia voluntad del islandés. Siempre de acuerdo a las noticias que el paisajista italiano Marco Martella nos da de aquél. "Visita Roma y la Toscana, pasa todo un año en Venecia y dos en París. Allí comienza una carrera de escritor de la que no queda, desgraciadamente, ningún rastro". (Sorprendentemente, se nos cuenta, el cantante Bob Dylan irrumpiría en una manifestación contra la guerra del Vietnam en 1964 con una balada, "Jorn's Wildeflowers", dedicada al lugar de Greystone, que más tarde nunca sería grabada).
No se conocen muchas más noticias del viajero. En algún lugar los hermanos Goncourt, o William Morris, hablan de él. La desaparición del lugar de Greystone a su muerte, en 1916, ha dado lugar a que se atribuya la figura un tanto fantasmal a una supuesta novelación del italiano Marco Martella, que reedita el misterioso tratado. Y que en realidad crea su esquiva imagen.
En su "Jardín Perdido" el fantasmal autor habría hecho una vaga referencia no obstante a su infancia en la remota isla; y a un primer acercamiento, y deslumbramiento, a la figura de un recinto edénico, en un paseo adolescente por la costa de su desolada Islandia.
"Salvo algunas modestas huertas rurales, no había jardines en mi isla constantemente barrida por los vientos. Las flores eran escasas, los árboles achaparrados, los paisajes vacíos". En el paseo solitario se encuentra con un grupo cerrado de abedules en el que se detiene. Y donde de pronto adquiere la noción de que ha arribado a una suerte de centro del mundo, desde el que cree contemplar la cresta de los volcanes, las laderas de las sagas y una remota Europa a lo lejos. Y donde el tiempo se ha detenido por fin.
Su creación posterior del jardín de Greystone, tarea de sus últimos años, no será en sus palabras, sino la evocación, más allá del tiempo sucesivo, de aquel instante inicial. Y el recinto cerrado, otra vez, el lugar que se sustrae a la historia: un lugar anacrónico y ausente, de nuevo.
"¿Sigue estando allí, en aquel valle desierto en los confines del mundo? Un hilo invisible une ambos lugares, el primer jardín que me encantó y que ningún hombre había plantado y el que yo mismo he creado. Pero sé muy bien que mi jardín de Greystone, del que estoy tan orgulloso y el que vienen a visitar de lejos paisajistas y jardineros, no es más que una copia del primero, su eco a través del tiempo y el espacio").
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El jardín con estatuas... En su evocación de los lugares señoriales de su infancia, el siciliano Tomasi Lampedusa recuerda entre otros el de la villa de Santa Margherita, en la ciudad de Belice, sumergida en el interior de la isla. En ella, además de la decoración y los salones dieciochescos de la casa, que se habían conservado aún, persiste el jardín. En él: "La diosa Abundancia derramaba torrentes de agua en la taza profunda recorrida por amables ondas. La rodeaba una balaustrada sobre la que surgían, aquí y allá, Tritones y Nereidas esculpidos en el acto de ir a zambullirse". Y, más adelante, prosigue: "Por todas partes, en los recodos de las avenidas, se erguían bustos de de dioses oscuros, por lo general sin nariz; y como en todo Edén que se respete, había una serpiente oculta en la sombra, en forma de arbustos".
O las estatuas en el jardín, en el sur de nuevo. En una evocación juvenil de una Granada que ahora no podemos ni sospechar, hecha de cármenes sobre el Albaicín o Realejo, huertas en torno a la ciudad y un perenne rumor de agua, el poeta Federico García Lorca recrea en su temprana obra Impresiones y paisajes la solitaria llegada a un jardín que desconocemos.
El jardín es el lugar del silencio, distante de nuevo del tráfago de la ciudad, en algún lugar a lo lejos.
"Estaba solo en el jardín. Entre las olas verdes de los arrayanes descuidados levantaban sus varas verdes florecidas las malvarrosas rosas y blancas. En el centro del jardín se alzaba la cúpula verde de la glorieta cubierta con un rosal de té. En el interior, una mesa de piedra negra está cubierta de hojas secas. (...) Más allá y sobre su pedestal deshecho, una estatua borrosa de Cupido lanza eternamente su flecha fatal, de la cual penden enredaderas y telarañas...".
Otras estatuas nombrarán, más adelante, el recinto cerrado:
"En un rincón, junto a una fuente, se deshace una estatua de Apolo que, aterida de frío, se tapa entre los rosales...".
El jardín es siempre un lugar de un tiempo otro. Si en un primer momento evoca el silencio, y en la obra de los pintores del XVII nombraba el lugar intemporal de la Arcadia, en la descripción del poeta, lo que el melancólico lugar está aludiendo es a la sensación de la pérdida. Es un jardín elegíaco, cuya descuidada permanencia nombra a un tiempo, ya ido, en el que el lugar - y, adivinamos, por extensión, la vega de Granada - habían conocido una plenitud que ahora sólo podemos atisbar como una marca melancólica.
Alude a un balcón ya cerrado, un clave que no se escucha. Y, más adelante:
"El ensueño del jardín se está borrando. Se caen de viejos los eucaliptos, las divinas mimbres lloronas se han secado...sólo los cipreses (...) guardan la divinidad antigua del jardín. En los tapiales se abren grandes rejas voladas que dan al camino.
Pronto desaparecerá el jardín".
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Escenas en un parque, de nuevo. En su conocida "Les deux cousins" - en torno a 1716- Watteau recreará otra escena del repertorio de la fiesta galante. La figura central se encuentra de espaldas y contempla algo hacia el fondo del cuadro que no podemos terminar de conocer. La escena a la derecha de ésta, la música o la charla, sí pertenecen a la figuración tradicional de la fête, en donde sin embargo ningún acontecimiento concreto tiene nunca lugar.
Un estanque separa las figuras en primer plano de la lejanía, adonde, tal vez, se dirige la mirada del personaje. Otros personajes, indefinidos, se han sentado en la otra orilla. El lugar se pierde en una bruma que Watteau jamás definirá en su pintura. Como tampoco definirá la atención, el objeto preciso de una figura absorta y ciertamente melancólica, que varias otras veces ha aparecido en su obra. Todo remite a alguna otra parte; todo remite a algún otro tiempo. Y en su conocido ensayo sobre el esquivo pintor de Valenciennes, - una más de sus "biografías imaginarias"-, el crítico simbolista inglés Walter Pater concluirá:
"[Watteau] Toda su vida fue un enfermo, y en este mundo buscó siempre algo que sólo se encuentra en cantidad mínima, o nada en absoluto".
Sobre el fondo del cuadro, al otro lado del estanque, donde la escena se difumina sin ningún objeto ya, figuraban dos estatuas, inmóviles en su silencio inalcanzable.
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Algunas referencias:
- Mercedes Aguirre Castro Jardines mitológicos y literarios en Homero y en otros testimonios modernos. U.C.M. Mitocrítica, s.f.
- Walter Pater Watteau en Imaginary Portraits , 1887 (trad, española en ed. Casimiro, 2021).
- Torquato Tasso Jerusalén Libertada ed. Iberia Madrid, 1955.
- Giovanni Machia Watteau ed. Noguer, Barcelona 1976.
- Roberto Calasso El rosa Tiepolo ed. Anagrama, 2009.
- Jorn de Précy El jardín perdido eds. Elba 2017. (edición de Marco Martella).
- Federico García Lorca Impresiones y paisajes Granada, 1918.