"El otoño de 1920 fue muy frío. El hielo llegó muy pronto".
- Boyarchikov, 2º de Caballería.
En una apartada librería de Alicante encuentro un raro volumen de la trilogía que el general Piotr Krasnov publicara en París hacia los años 30. La cubierta se abre con las imágenes un tanto truculentas que la edición de aquellos años gustaba de ofrecer, con siluetas en sombra, amenazantes, sobre un fondo de llamas y edificios en ruinas. El volumen está intonso, lo que refuerza la sensación de rareza del libro, que nadie ha abierto antes. Con ella, la noción de una clase de lectura morosa, con una larga tarde por delante, en la que había que ir deteniéndose cada cuatro páginas para abrir las siguientes. "En plena anarquía" era el título del libro, dentro de una trilogía titulada a su vez "Del águila del zar a la bandera roja".
El tema, la pérdida y el final de la Rusia imperial, refuerza la noción de lo raro en aquellos días. Pues era la traducción del relato que en esos primeros años del final de la guerra civil se efectuaba por parte de los vencidos, tras su desbandada y exilio -los que pudieron salir- desde la península de Crimea al mar de Mármara y Constantinopla primero, a los puertos griegos y franceses, a las ciudades del occidente europeo más tarde. Una narración de la partida recordaba cómo: "El Waldeck-Rousseau disparó una salva de veintiún cañones para despedirse de Wrangel (...) En conjunto unos 126 barcos de distintos tamaños consiguieron evacuar a un total de 145.693 civiles y militares, de los que 83.000 eran refugiados. Tomaron tierra en Constantinopla (...) en las islas Prinkipos, en el mar de Mármara".
Piotr Krasnov había sido uno de los generales del ejército blanco, atamán de las fuerzas del Don, y en su exilio parisino se dedicó a recobrar su antiguo oficio periodístico y literario. En sus artículos y novelas rememoraba la disolución de un mundo antiguo, el del zarismo, que poco a poco y fatalmente se estaba desintegrando. Hasta culminar en la creación del mundo nuevo de los soviets. Entre la disolución del antiguo régimen, unos cuantos personajes enteros, de firmes convicciones, vagan por las páginas. En medio de otros, la mayoría, cuya actuación está marcada por la ambigüedad, la pérdida de las antiguas creencias, la adaptación a los nuevos tiempos. O la venalidad, directamente. El destino de aquéllos es normalmente trágico. En la novela se recoge todavía esa tradición de la intensidad - o el drama- de la narración rusa del siglo XIX. No hay -a despecho de la sensación de la banalidad en la narrativa posterior a las vanguardias- momentos vacíos ni insignificantes en el viaje continuo de sus actores. Sí el drama de una actuación sin objeto, de unas creencias que no tendrán respuesta ya.
Aquel invierno el lago Sasyk, de aguas rojas, se heló muy pronto, recordaban los exiliados, y la caballería de Budionny, el comandante rojo, pudo cruzar por el fango de improviso. Ninguna esperanza les quedó ya a los últimos restos del ejército de voluntarios, a los cosacos del Kubán, los tártaros de la Península, los burzhoi, los rusos blancos.
Crimea estaba muy lejos... Qué noticias llegaron; qué raros libros se editaron en aquellos años, que traían las noticias de ese lugar remoto en el extremo del Mar Negro, en donde las tropas del general Wrangel sólo esperaban ya a los barcos de la repatriación. Y con ellas los últimos restos de una Rusia blanca que había perdido la guerra y sabían lo que les aguardaba a la llegada de los bolcheviques. (Un tal A.V. Osokin, exiliado en Lausana, declararía frente a un tribunal poco después que: "La matanza duró varios meses... Cada noche se podían oír las ametralladoras hasta el amanecer... Los residentes de las casas más próximas se marcharon... Los heridos se arrastraban hasta las casas para pedir ayuda y a algunos vecinos los ejecutaron por haber alojado a supervivientes"). Consumada la guerra, el pintor Glasse, refugiado en alguna parte de la región, podía anotar cómo: "A consecuencia de la "pacificación", la provincia de Tambov se quedó sin médicos ni maestros. Una parte de los intelectuales locales murieron en combate: otros fueron fusilados en los sótanos de la Checa de Tambov. En 1922 había múltiples pueblos en los que sólo vivían mujeres y niños".
Vladimir Nabokov evocaría aquellos días finales mucho tiempo más tarde, en unas páginas de sus densos recuerdos de un mundo que el había perdido, definitivamente.
En "Habla, memoria" -cuya primera edición es de 1951- recordaría cómo: "En marzo de 1919, los rojos penetraron por el norte de Crimea, y desde varios puertos comenzó la tumultuosa evacuación de los grupos antibolcheviques por el espejeante mar de la bahía de Sebastopol, bajo el furioso fuego de las ametralladoras que disparaban desde la playa (...) mi familia y yo zarpamos rumbo a Constantinopla y El Pireo en un pequeño y espantoso barco griego cargado de frutos secos". Más breve, la trágica Marina Tsvietaieva, que había conseguido llegar al sur desde un Moscú famélico, anotaba en sus cuadernos en esos días:
"Noche. Ventarrón al nordeste. Vocerío de soldados. Ruido de las olas".
Ella ya había recogido la sensación de un mundo cenital en alguna de sus notas anteriores de un Moscú sombrío, celebrando el culto tardío en una iglesia del Kremlin que pronto sería desmantelada:
"Acabamos de llegar del templo de Cristo Salvador, donde oímos los cuchicheos de los peregrinos:
- "Han acabado con Rusia"..."En las escrituras todo está dicho"..."El Anticristo".
El templo es grande y oscuro. En lo alto - un Dios vertical. Islotes de candelas".
Perdidas en la diáspora las noticias de los exiliados y sus recuerdos del mundo antiguo y de la Revolución, habrían de llegar a España en principio algunas obras de manera esporádica, en raras ediciones cuyas traducciones estaban hechas de segunda mano- del francés por lo general- en un momento en el que no hay apenas ningún traductor directo del ruso. (Más tarde, con la dispersión generalizada habrían de llegar algunos, profesores y eruditos, a la ciudad de Barcelona sobre todo. Como los Marcoff, - Alexis y Boyan- que traducen a Andreiev, Gorky o las novelas de Krasnov, y escriben incluso una "Historia de Rusia" para la editorial Labor. O, en otro lugar, comenzaría la incansable tarea de un Rafael Cansinos Assens, empeñado en traducir a los clásicos rusos del XIX, Dostoievsky, Turgueniev o Andreiev, para editoriales como Aguilar o Renacimiento, entre otras).
El ABC había publicado un artículo temprano de Maximo Gorky - anterior a su colaboración con Lenin y las autoridades soviéticas -titulado "El terror bolchevista" en marzo de 1919. Se editaría como libro casi al tiempo en una ignota editorial barcelonesa, B. Bauza, sin fecha. También la editorial Biblioteca Nueva publicaba las reflexiones del exiliado Kerenski "El bolchevismo y su obra", dos años más tarde. Llegaría en fecha posterior la voluminosa obra del profesor S.P. Melgunov, "El terror rojo en Rusia" en una edición de 1927 de Caro Raggio que se publicó en dos volúmenes. Era, de algún modo, un minucioso manual del horror.
Recobrando en París su antigua actividad académica para la editorial petersburguesa Zadruga el profesor había documentado una vasta serie de horrores sin término a lo largo y ancho de la antigua Rusia, que se produjeron de forma indiscriminada desde los primeros días de la Revolución. ("Un mes más tarde Lenin autorizó a la Checa a torturar y asesinar, sin juicio ni supervisión policial... En tan sólo dos años Dzerzhiski reunió bajo sus órdenes a 20.000 hombres y mujeres", anotaba una historia reciente de los primeros días de la Revolución). Una de cuyas primeras tareas, recordaba Melgunov de forma casi innecesaria, había sido el asalto a la Asamblea Constituyente, la disolución de la misma y la creación de la Cheka omnipresente.
Ignoro cuál sería la difusión de la obra en su momento, si es que tuvo alguna. Volúmenes sueltos, de la vasta producción del exilio ruso - desde Berlín y París, fundamentalmente -, iban llegando a las librerías españolas. Curiosamente, un relato temprano de la oposición anarquista a los soviet había sido traducido por Diego Abad de Santillán muy pronto. La "Historia del movimiento machnovista (1918-1921)" de Pioytr Arshinov en edición bonaerense. Un raro Georg Popoff, editado por Aguilar, sobre "La Inquisición roja. La Cheka", sin año. El temprano "La convulsión rusa" (1920) del italiano Virginio Gayda - que acabaría en las filas del fascismo más tarde. Otro no menos raro Pablo Schostakovsky, sobre "El mundo hundido. Recuerdos de la Rusia zarista". (El autor, que había huido con su familia a través del helado Golfo de Finlandia, sería uno más de los que nunca regresaron a su patria. Entre las páginas de un reformista eslavófilo aparecía "la majestuosidad natural rusa. Crimea, Siberia, y las "dachas" de la Rusia negra (en) diversos capítulos, donde Schostakovsky pretende demostrar la conexión existente entre el medio natural y la cultura rusa". La descripción de una ciudad sumida en el hambre y el terror, Petrogrado, abría el libro, hasta la evasión final por el mar helado). Las "Confesiones" del prolífico y desencantado Leonid Andreev, escritas ya en 1917. "Hubo Rusia, ya no hay Rusia. Rusia está muerta". Mucho más interesante, era el diario de Ivan Bunin sobre los "Días malditos", que escribe en 1925, y no se edita en España hasta 2007, con la recuperación por parte de la editorial Acantilado de varios de los títulos de aquellas remotas fechas.
En algún lugar de sus memorias Bunin había recordado los paseos en una Yalta meridional frente al Mar Negro con el ya enfermo Antón Chejov. "Al prestar atención al desarrollo de su enfermedad Bunin llegó a la conclusión de que en Yalta la salud de Chejov empeoró: Fue la pasión por el mar lo que acortó su vida". (Una Crimea otoñal y un tanto convaleciente, sobre la que Chejov había anotado en sus Cartas a Olga: "El tiempo es cálido, pero a la sombra hace fresco y los atardeceres son sombríos. Me paseo perezosamente, pues, no sé por qué, estoy flojo. Aquí en Yalta una compañía de paso pone en escena El jardín de los cerezos"). Se tradujo también un inadvertido relato de los días de la guerra desde el recuerdo de un oficial prusiano, preso en varios campos. Lo publicó Espasa-Calpe en 1931. Era el "La fuga. Entre blancos y rojos" del alemán Edwin Erich Dwinger. El diario, que culminaba con los últimos días del ejercito blanco y la interminable fuga hacia Manchuria, constituía un curioso ejercicio de lucidez en medio de la tragedia. En donde recogía el cinismo de los gobiernos occidentales; la crueldad de los soviéticos; la corrupción generalizada en las tropas del almirante Kolchak; la intervención interesada de los japoneses en apoyo del delirante atamán Semionov... En España la novela pasó completamente desapercibida, al contrario de Alemania, donde fue profusamente leída.
Mayor difusión, en cualquier caso, habían tenido las crónicas tempranas de la escritora Sofía Casanova, corresponsal del ABC en San Petersburgo- más tarde expulsada por las autoridades bolcheviques- que desde los inicios de la Revolución había tenido una visión pesimista de ésta, y que serían recogidas en el volumen "De la revolución rusa" del mismo año 1917. La escritora, viviendo ya en Varsovia en los años posteriores a la Revolución, habría de publicar una novela sobre sus experiencias una década más tarde, "Las catacumbas de la Rusia roja", que editaría Espasa en 1933. Y, posterior a los hechos y alentado por el cierto contenido sensacionalista, aparecería el relato del príncipe Félix Yusupov, protagonista del asesinato del carismático pope Rasputín, que se publicó en una primera edición en Madrid, "Cómo maté a Rasputín" de 1929. Y una segunda en Barcelona "El asesinato de Rasputín", muchos años más tarde.
Hubo más noticias. El periodista inglés Arthur Ransome que vivía en la Rusia anterior a la Revolución - y más tarde regresaría a Inglaterra acompañado de la secretaria de Trotsky, Evgenia Petrovna Shelepina, que habría de ser su segunda esposa- escribió un relato más o menos apologético de la revolución, sus "Seis semanas en Rusia en 1919", que se publica en Valencia en 1920. Y que le valdría una investigación por parte del servicio de espionaje británico, el MI5, que le acusa de connivencia con los bolcheviques. (Pero el escritor, se nos dice en otro lugar, había trabajado al mismo tiempo como informador del Servicio Secreto de Su Majestad). Más tardía sería la traducción del libro del también agente británico Robert Bruce Lockhardt, las "Memorias de un agente británico en Rusia" que habían aparecido en su edición inglesa en 1932 y que en España se editan en Madrid años más tarde en una imprenta madrileña sin fecha. Los recuerdos del cónsul belga en Moscú durante esos años, Joseph Douillet, ferozmente antisoviéticos, que edita Razón y Fe en 1931 con el título de "¡Así es Moscú! Nueve años en el país de los soviet". (El relato, curiosamente, sería la fuente de uno de los primeros cuadernos del también belga Hergé, su raro "Tintín en el país de los Soviets", no reeditado con posterioridad).
Y desde luego estaban los reportajes periodísticos de un Manuel Chaves Nogales que había viajado por la Rusia soviética en 1928 como corresponsal de El Heraldo de Madrid, y había dejado a su regreso una colección de artículos que recoge después en libros como Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929), o en la melancólica recopilación sobre el exilio de Lo que ha quedado del Imperio de los zares, cuya primera edición es de 1931. Eran los reportajes de un burgués liberal, cuya ironía constante no alcanza, no obstante, a dulcificar el escenario del horror que está relatando. O, en torno al París o la Nueva York del exilio, tampoco lo dulcifica la mordacidad del retrato sobre los personajes de la emigración, al fondo de la cual late la noción de un patético desamparo. Chaves Nogales aún habría de editar una alambicada novela sobre "El maestro Juan Martínez que estuvo allí", mezcla de disparatada peripecia de un artista flamenco en las estepas de Ucrania y lúcida recreación del caos sangriento que el autor había visto - o, por lo menos, conocido de algún modo.
En otro lugar están los viajes, más o menos devotos, de los republicanos españoles que inician una peregrinación incesante- que el malvado Ernesto Giménez Caballero habría de titular como "las romerías a Rusia" de los intelectuales- al paraíso socialista, invitados por las autoridades soviéticas. Y de resultas de los cuales habrían de figurar al regreso los libros y opúsculos de Fernando de los Ríos, - "Mi viaje a la Rusia sovietista"- Margarita Nelken, Álvarez del Vayo, - que publica un apologético "La nueva Rusia" en 1926- Ramón J. Sénder, -"Madrid- Moscú. 1933-34"- Ángel Pestaña - "Setenta días en Rusia. Lo que yo vi"- o Félix Ros, entre otros. (Ángel Pestaña, fiel a una mitología libertaria, hablaría en su libro con emoción del encuentro con el patriarca del anarquismo, el príncipe Kropotkin: "Ante la aparición de aquella figura, a la que daba aspecto de apóstol la barba blanca que cubría su rostro, sentimos una profunda emoción". Para pasar, a diferencia de alguno de sus correligionarios, a criticar la dictadura del Partido en la nueva república). Y una serie de editoriales de inspiración comunista, como la colección "Rusia roja" en los años 20; las editoriales Cenit, Oriente, Fénix... Dirigida por el comunista Joaquín Arderius la colección "Las nuevas doctrinas sociales" había publicado varias obras de Lenin entre otros.
Una pequeña editorial como Ediciones Ulises, bajo el patrocinio de la CIAP, llegaría a contar en su catálogo político con obras como "Lenin en 1917" del desencantado militante Viktor Serge. O "La turbina", de su editor, antiguo vanguardista ya convertido en militante comunista, César Arconada. Vida Nueva edita a un Trotsky ya en el exilio, su "La revolución española". (También a un incipiente agitador como Ilya Ehrenburg, que más tarde viajaría como corresponsal en la guerra civil, y de quien publica su "Citroen 10HP”, con una reconocible portada del diseñador Mauricio Amster). Uno de los mayores éxitos de Ediciones Ulises, y de la literatura del "viaje a la URSS", fue la publicación en 1931 de la "Rusia en 1931", el libro de viajes al Kremlin del peruano César Vallejo. Que sin embargo, y cerrada la editorial al año siguiente, no iba a conocer ninguna reedición hasta la década de los 60, posteriormente. En su catálogo figuraba un raro "Al servicio de Stalin. El zar rojo de todas las Rusias" (1931) del antiguo secretario Boris Bajanov, que huido de la URSS en 1928 pudo publicar una temprana crítica de la política del dictador en su huida. (Perseguido incansablemente por la NKVD moriría sin embargo muchos años más tarde, en su exilio parisino).
O la Asociación de Amigos de la Unión Soviética cuya iconografía estalinista habría de teñir, ya en plena guerra civil, las calles y edificios de la capital en armas. Creada en 1933 una amplia lista de firmas figuraría en sus estatutos de creación. Entre ellas, el comentario de un Antonio Machado que afirmaba que: "Moscú es hoy el foco activo de la historia (...) la Rusia actual, la gran República de los Soviets va ganando de día en día la simpatía y el amor de los pueblos porque toda ella está consagrada a mejorar la condición humana". Los carteles de inspiración estalinista habrían de figurar, más tarde, en el repertorio de la propaganda republicana en la contienda. (Anteriormente, el extremo más caricaturesco de las crónicas soviéticas seguramente lo habrían de constituir los reportajes del dúo "Rafael Alberti y la señorita Teresa León"- en expresión de un malvado Manuel Azaña- una de las cuales se titula "Dos horas y veinte minutos permanecimos sentados frente a Stalin"). Los intelectuales del socialismo, en plena época de los Procesos de Moscú, las grandes purgas y tras la devastadora campaña de deportación de los campesinos de Ucrania - y el Holodomor o la Gran Hambruna que devasta a su vez la República de Ucrania, el Kubán, la Ucrania amarilla, etc.- celebraban una especie de jubilosa recepción ceremonial en los edificios del partido y las dachas del Mar Negro, donde el caviar se reitera en todas las descripciones, para posteriormente hablar de la felicidad incontenible de las masas en torno a la electrificación del país... (Aún en los años 80, el chileno Pablo Neruda en sus memorias hablaría de sus recuerdos de Moscú como: "La magnífica capital del socialismo (...) la sede de tantos sueños realizados").
Otras noticias, bien que de manera inesperada, habrían de llegar en aquellos años, lejos de la narrativa oficial del Partido. O de la prensa nostálgica del exilio. Aparecerían en las novelas extrañas de un no menos extraño Essad Bey, autor enigmático en la época y que como tal permanecería, a despecho de su éxito inicial en la Centroeuropa de los años 20, hasta su redescubrimiento en la espléndida quéte "El orientalista" del escritor Tom Reiss. Essad Bey, ataviado de aristócrata turco en las portadas, publicaría una serie de novelas basadas en sus recuerdos de una infancia y juventud precarias tras la ocupación por parte de los bolcheviques de la ciudad de Baku. Y de una novelesca huida a través de pueblos y montañas remotas del Turquestán, en las que aún pervivían los antiguos jázaros; los yazidíes, o adoradores del Pavo Real; los bandidos chíies al norte de Persia; o unas tropas inglesas en retirada frente al avance de los bolcheviques en el mar Caspio.
De Essad Bey - cuyo nombre real era el de Lev Nussimbaun, de origen judío askenazí - llegarán a España títulos como el clásico "Petróleo y sangre en Oriente", que edita Ulises en 1931. O la "Rusia blanca. Nombres sin patria" de 1933 de ediciones Dédalo. Su narrativa, que siempre persiguió el tono de "orientalismo" con que el autor desde el principio quiso señalarse, recogía a través de sus páginas, no obstante, el periplo de una sociedad culta y adinerada, como había sido la de su Baku de la infancia, a través de la desdichada huida que en algún momento compartieron con los restos de la Rusia blanca. Después de matanzas indiscriminadas, sobornos varios, y caminos en la nieve y el hielo, en algún momento llegan a la ciudad de Batum, "puerto petrolero del Mar Negro".
"Estafadores y millonarios de toda Rusia se sentaban aquí, en la frontera con el Viejo Mundo, y esperaban el barco que les llevara a Europa. Gente extraña, antes escondida en oscuros callejones. Estábamos con parientes, con ex empleados compartíamos un apartamento con una mujer de dudosa reputación y esperábamos, esperábamos, esperábamos. ¿Qué esperábamos? O bien el colapso del bolchevismo, o bien el vapor que nos llevara a Europa, como todo el mundo".
A través del Mar Negro llegan a Constantinopla primero. A Italia, a Marsella, a París más tarde; finalmente a un Berlín atestado de refugiados rusos, que se defendían del exilio de todas las maneras posibles- incluidas las de la negación de un régimen que desdeñaban. ("Según la opinión de la mayoría de los exiliados, Rusia había dejado de existir en 1917", apuntará en algún lugar de su excelente El baile de Natacha el historiador Orlando Figes). La narrativa del incansable Essad Bey recogería, desde Berlín o Viena más tarde, ese relato de un mundo que habían abandonado, irremisiblemente, y que era el de las sociedades cultas del Oriente Medio. Para centrarse en algún otro momento en el relato de la barbarie del bolchevismo, como "La policía secreta de los zares". O en un recuento nostálgico - y, sin embargo, lúcido- como era "La Rusia blanca". Ambas publicadas en Madrid en la década de los 30, la segunda en traducción de Benjamín Jarnés.
Estos libros fueron, de algún modo, olvidados. (No los versos apresurados del militante Alberti, recogidos en alguna antología, que hablaban de asambleas populares y entusiastas en plena guerra, del caviar en paletadas, las presas hidráulicas y los osos blancos. O, en un giro no menos grotesco, aseguraban ya en 1953 que:
"No ha muerto Stalin. No has muerto (...) Los niños en sus canciones cantarán que no has muerto (...). Lenin, junto a ti dormido, también").
Un largo silencio - a excepción de la propaganda oficial- cubre luego la referencia a ese lugar remoto. Si hubo una copiosa producción editorial del exilio ruso - tal vez como la última posibilidad de citar una patria que ya habían perdido- del ingente catálogo, traducido al inglés principalmente, en estas décadas apenas nada llega a España. Serían muchos años más tarde que en una minuciosa tarea de recuperación bibliográfica, editoriales como Acantilado, Olañeta o Sexto Piso, ya en esta última década, recobrarán obras que habían pasado desapercibidas. Como la edición en J. de Olañeta de la elegíaca "La librería de escritores" de Mijail Osorguin, nostálgica descripción de un Moscú de libros perseguidos en los primeros días de la Revolución. El desolador "Contra toda Esperanza" de Nadiezdha Mandelstam. La traducción - entre otras- del Réquiem de Anna Ajmátova. Los "Diarios de la revolución de 1917" de Marina Tsvietaieva. O, de la misma, esa joya melancólica y jubilosa que era "Mi padre y su museo"- todos estos últimos en ediciones Acantilado.
Un largo velo de silencio había cubierto todos esos años. (El historiador Orlando Figes bautizaría como "Los susurradores" - The Whisperers- su ensayo sobre la vida en susurros bajo las sombras de Stalin, las décadas en que ninguna noticia llegó fuera, nadie supo nada de ellos).
Los días del Mar Negro habían quedado muy lejos.
"Madre, debemos regresar, no es cierto, no es posible que todo aquello se haya muerto, se haya convertido en polvo", escribía en fecha temprana un Nabokov recién llegado a "la penumbra de Cambridge". En las notas de un estudiante desconocido, recogidas en el Gimnasio Ruso de Praga por la prensa del exilio, éste había anotado, allá en Crimea, cómo:
"Recuerdo vívidamente el día que me separé de mi patria. El mar estaba ruidoso y amenazador, la gente miserable y helada se apiñaba en el muelle, en algún lugar se escuchaban voces de borrachos y disparos lejanos, y, como en burla, los jirones de la bandera tricolor ondeaban sobre todo esto".